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Saber,
poder y moral
Por Ana Jaramillo*
Todos sabemos que la relación entre el saber, el poder y la moral se va
modificando a lo largo de los tiempos, mas sin embargo, algunos poderes y
sectores privilegiados “dueños del poder letrado” se abroquelan muchas veces
impertérritos en lo que Ángel Rama llama la “ciudad letrada”.
Algunos no se enteraron que la mayoría de los ciudadanos ya somos “letrados”, y
el porcentaje de analfabetismo que aún persiste en la población local y mundial
sigue siendo una afrenta a los derechos humanos y un escarnio para quienes no
hacen nada para modificar esa situación.
Las primeras universidades creadas en Occidente tienen ya más de mil años,
fueron establecidas en pleno Medioevo y estaban formadas principalmente por
clérigos que eran los únicos que sabían leer y escribir. Se encargaban de
traducir, de copiar y de interpretar la palabra divina, o sea la Verdad. La
Verdad no se modificaba, aunque la morfología social, las relaciones de poder,
las costumbres y la moral social general lo hicieran, porque era palabra de
Dios.
Así como los príncipes se amurallaban en su castillo y defendían su poder con la
espada y la seguridad de sus tropas, los clérigos se amurallaban en la Verdad de
las escrituras sagradas que sólo ellos podían interpretar y transmitir a unas
pocas y selectas minorías.
La Corona española fundó más de treinta universidades en sus otrora colonias en
América Latina y se dedicó a evangelizar a la población nativa y a seguir
interpretando e imponiendo la eterna palabra de Dios.
En el magnífico ensayo del oriental Rama prologado por el mexicano Carlos
Monsiváis, se examinan las relaciones entre el saber, el poder y la moral en la
América hispana desde el descubrimiento (o encubrimiento de la cultura
preexistente, al decir del filósofo Leopoldo Zea), desde las primeras escrituras
en las ciudades que especulaban la distribución de la riqueza en los planos
urbanos que terminan pareciendo “sagradas escrituras” por la inamovilidad de sus
edificaciones y organización territorial hasta el siglo XX.
Para Rama “en el centro de toda ciudad hubo siempre una ciudad letrada que
componía el anillo protector del poder y era el eje conductor de sus órdenes.
Son religiosos, profesionales y múltiples servidores intelectuales”. Para
Monsiváis, “la arrogancia de la ciudad letrada proviene de su afán de hablar en
sabio, por lo que sus textos intensifican lo ininteligible”… “la ciudad letrada
secuestra el idioma, y lo aleja de la gente común”.
Continúa Rama sosteniendo que “Más significativo y cargado de consecuencias que
el elevado número de integrantes de la ciudad letrada, que los recursos de que
dispusieron, que la preeminencia pública que alcanzaron y que las funciones
sociales que cumplieron, fue la capacidad que demostraron para
institucionalizarse a partir de sus funciones específicas (dueños de la letra)
procurando volverse un poder autónomo, dentro de las instituciones del poder a
que pertenecieron: Audiencias, Capítulos, Seminarios, Colegios, Universidades…
No sólo sirven al poder, sino que también son dueños de un poder”
La supremacía de la ciudad letrada en una población analfabeta estaba
pertrechada para ocupar el lugar de las religiones cuando la sociedad comenzó a
secularizarse. Las dos lenguas, la pública y de aparato y la popular, que para
Rama se formó en la Colonia , se mantuvo desde la Independencia hasta nuestros
días. Citando a Bolívar que califica de “república aérea” a la función
escrituraria despegada de la realidad se prolonga en el desencuentro entre el
corpus legal y la vida social.
Tanto las Universidades como quienes legislan para esta realidad del siglo XXI,
deberían entender lo que Monsiváis toma de Whitehead lo “indetenible de la idea
que ha llegado”.
La idea que parece indetenible es la de construir una sociedad más equitativa,
sin privilegios escudados en escrituras, reglamentaciones o códigos escritos en
un lenguaje críptico que sólo algunos descifran pero casi todos intuyen y
comprenden. Códigos que no reflejan la sociedad real ni las modificaciones en la
moral social general, ni las nuevas problemáticas de nuestro país. Códigos que
son legales pero ya no legítimos.
La ciudad letrada se sigue amparando en la autonomía institucionalizada de su
poder. Todavía no comprendió que no es autónoma de la cambiante realidad y que
tampoco es autónoma de la sociedad en general y que la “verdad” debe
corresponderse con la época y la sociedad en que se vive y con los proyectos y
la voluntad de cambio de la comunidad a la que se pertenece.
Mientras los legisladores acabaron con las jubilaciones de privilegio de los
funcionarios públicos, los jueces siguen decidiendo a qué edad se jubilan sin
importarles la edad que fija la Constitución Nacional.
Mientras todos los ciudadanos pagamos impuestos a las ganancias, los jueces
sostienen que sus sueldos son “intangibles” sin importar las situaciones o
debacles económicas nacionales ya que se lo fijan ellos mismos. Para ellos no
hay paritarias.
Mientras se comienzan a juzgar a civiles y sacerdotes cómplices de la última
dictadura, todavía subsisten jueces que avalaron con su “letra” por acción u
omisión los crímenes aberrantes y de lesa humanidad.
Mientras los académicos tienen que refrendar sus concursos, para los jueces los
concursos son vitalicios.
Mientras se eliminaron los aranceles universitarios en 1949 y se siguen creando
universidades para acercarlas a la gente, las escuelas judiciales dependientes
de los Consejos de la Magistratura son las únicas que otorgan puntaje para
concursar y de nada vale la formación universitaria de posgrado en las
universidades públicas acreditadas para impartir los estudios de posgrado como
especializaciones, maestrías y doctorados.
Mientras varias universidades ya integramos a la decisión del Consejo Superior
del gobierno de la universidad al Consejo Social Comunitario con voz y voto,
junto a los docentes, no docentes, estudiantes y graduados, los jueces no
convocan a ningún jurado ni siquiera escabinado para compartir sus decisiones
con la sociedad. Las universidades también deben democratizarse.
Mientras a cualquier ciudadano en un juicio se le pregunta si le caben las
generales de la ley, algunos jueces vinculados con lo que tienen que juzgar, se
los debe recusar en vez de excusarse ellos mismos.
Democratizar implica distribuir el poder ya sea letrado, económico, cultural,
político o social. Los tres poderes del Estado republicano son independientes
entre sí, pero todos seguirán dependiendo del plebiscito permanente de los
ciudadanos. Que ya no se acepta el “despotismo ilustrado” ni los principios
aristocratizantes de muchas legislaciones o interpretaciones caprichosas de
algún poder, es una idea indetenible que se llama democracia, donde el único
soberano es el pueblo.
En el siglo XVIII, se declararon los derechos del hombre y del ciudadano,
comunes a todos. Como sostiene Ortega y Gasset, todo derecho afecto a
condiciones especiales quedaba condenado como privilegio. En su libro la
Rebelión de las masas, nos decía que en el siglo XIX, la masa lo veía como un
ideal. No ejercitaba los derechos, no los sentía propios ni los sentía, porque
bajo las legislaciones democráticas seguía como bajo el antiguo régimen y
concluía: “el pueblo sabía ya que era soberano; pero no lo creía”. Ya en 1946,
Ortega sostenía que “los derechos niveladores de la generosa inspiración
democrática se han convertido, de aspiraciones e ideales, en apetitos y
supuestos inconscientes…el sentido de aquellos derechos no era otro que sacar
las almas humanas de su interna servidumbre y proclamar dentro de ellas una
cierta condición de señorío y dignidad. ¿no era esto lo que se quería? ¿Qué el
hombre medio se sintiese amo, dueño, señor de sí mismo y de su vida? ya está
logrado. ¿Por qué se quejan los liberales, los demócratas, los progresistas de
hace treinta años? O es como los niños, que quieren una cosa, pero no sus
consecuencias? Se quiere que el hombre medio sea señor. Entonces no se extrañe
que actúe por sí y ante sí, que reclame todos los placeres, que imponga decidido
su voluntad, que se niegue a toda servidumbre, que no siga dócil a nadie, que
cuide su persona y sus ocios, que perfile su indumentaria: son algunos atributos
perennes que acompañan a la conciencia de señorío. Hoy los hallamos residiendo
en el hombre medio, en la masa”.
También nos decía Ortega y Gasset que ideas tenemos, pero en las creencias
estamos. Y en la Argentina creemos que de la idea de una sociedad cada día más
democrática, sin aristocracias letradas ni despotismos ilustrados, ya no hay
marcha atrás.
*Socióloga, rectora de la Universidad Nacional de Lanús
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