Tiempos para pensar la Patria

Por Conrado Yasenza*

El 24 de Marzo último se cumplieron treinta y siete años del más sangriento golpe cívico-miltar ocurrido en nuestro país. La Plaza de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo estuvo colmada de militantes políticos, sociales, barriales, organizaciones de derechos humanos, sectores del Poder Judicial que han comenzado a debatir la tan mentada y hasta ahora poco precisa “democratización de la Justicia”; también llegaron a la plaza murgas, muchos jóvenes, familias, y hombres y mujeres de a pie. Una de las Plazas más alegres - y esto no implica contradicción alguna - a las que he asistido en los últimos años. La vida presente en la memoria, y en la lucha inclaudicable por Memoria, Verdad y Justicia emprendida hace 37 años por un puñado de Madres a las que el terror colectivo denominó “Las locas de la Plaza”. Nuestra joven democracia le debe la vida a esa maravillosa locura.

Es cierto también que estas pasadas semanas se convirtieron en un tiempo conmovido para nuestra República por la designación y unción de Jorge Bergoglio como el primer Papa Latinoamericano en la historia vaticana. Se sabe: La fe suele obrar milagros ( y los intereses estratégicos también). Los argentinos nos encontramos de pronto envueltos en un clima de euforia religiosa, un estado anímico que parece reaparecer circularmente en nuestra historia contemporánea: Dictadura del 76 y Mundial de Fútbol (los argentinos somos derechos y humanos), Guerra de Malvinas y la plaza vitoreando al general beodo, Mundial de Fútbol 82 en plena guerra. Clima de extrañamiento y sopapo a mano abierta, como si una nube hipnótica se hubiera posado en los cielos de la Nación y de ella hubiese descendido la llama del Espíritu Santo para restablecer el orden moral y sacramental que desde el gran momento de laicidad argentina de la década de 1880, intentó hasta nuestros días pensar un país escindido del poder religioso hegemónico en nuestra región: El Catolicismo.

Pero el panorama se nubló aún más cuando nos perdimos en una conversación que creíamos venía interesante. Y entonces el pragmatismo político nacional estableció, aunque se niegue o se reconozca a hurtadillas, que el Papa - a esta altura, ya Francisco - debía ser disputado en la arena de las coyunturas locales. Así la derecha festejó la entronización de Francisco como un triunfo propio. Genocidas sometidos a juicios democráticos colocaron en sus solapas escarapelas con los colores papales. Y el oficialismo acusó recibo del inesperado cimbronazo y reaccionó con el abominable slogan rucci-justicialista, Papa Peronista y Argentino. Y la disputa recrudeció: Hay que ganarle el Papa a la derecha. Y allí es en donde parece se detuvo la conversación o el pensamiento, y fue necesario reafirmar, acompañar, sumarse a la felicidad - el color amarillo la simboliza - de los 120 millones de católicos del mundo. Y dentro de esa enormidad, un porcentaje nada desdeñable del pueblo argentino. Y digo que es allí donde el pensamiento, el debate y la conversación se detuvieron porque desde ese momento se intentó bajar una acordada monolítica de festejo, alegría y todo tipo de buenos deseos hacia el Papa sin pasado.

Pero ocurre que es imposible, y aún en momentos muy críticos, detener el pensamiento, cristalizarlo en una serie de enunciados disciplinadores que borren las diferencias y las discusiones. Y no se trata de “cuestiones coyunturales” sino de una suerte de impulso por hegemonizar las corrientes internas de pensamiento que constituyen un movimiento vasto, complejo, intergeneracional, polifónico y policlasista. Hablo, ahora sí, del Peronismo, y como parte de él, del Kirchnerismo. Se desplegaron entonces tibias e iniciales reprobaciones a aquellos que presentaron sus diferencias con la operación de lavado de máculas de Jorge Bergoglio; se relativizaron sus sombras, sus oscuridades, sus omisiones, sus complicidades, y la discusión fue eclipsada por las dimensiones universales del evento y la torpeza o falta de capacidad para entenderlo por parte de quienes no se resignan a olvidar, aún frente a las profundas e históricas herramientas del poder universal de la fe para conducir al rebaño en una caminata de la Iglesia hacia los pobres (idea interesante esta ya que disimula el programa político de una iglesia que tiene como eje argumental y mítico la alegoría del “Valle de lágrimas”, es decir una caminata junto al pueblo pobre resignado a padecer en esta vida los desiertos de ese valle sólo inundado de lágrimas, y no a secularizar algunas cuestiones esenciales para transformar revolucionariamente ese páramo de mansedumbre en una tierra fértil aquí, en la vida). Se escribieron y se escriben - es más, éste número de la revista se halla tomado por el tema - una incontable cantidad de centimetraje periodístico tratando de orientar la discusión hacia la relevancia de la tarea a desarrollar por Francisco dentro del Estado Vaticano, poder corroído hasta el tuétano por escándalos financieros y denuncias sobre una gran cantidad de casos de pedofilia protagonizados por sacerdotes y obispos. Así quedó encubierto, como en un peligroso palimpsesto, el color local de la institución Iglesia y su complicidad con todos los golpes de Estado sufridos por el país, pero muy en particular por la complicidad con la última dictadura cívico-militar de 1976. Y forma parte de esa complicidad las sombras sobre las cuales Jorge Bergoglio, provincial dentro de la Orden Jesuítica por aquellos años, no ha sembrado claridad. Son muchos, y ya comentados y documentados, los hechos. Hago un breve repaso: Los casos que vinculan a Bergoglio con la denuncia de “actividades guerrilleras” de los sacerdotes Jesuitas Orlando Yorio y Francisco Jalics (Yorio murió pero está escrito su testimonio, hoy inmodificable; Jalics, ha cambiado su opinión en estos días. Cuestión de fe) El conocimiento del secuestro de cuatro catequistas entre las que se encontraba Mónica Mignone, todavía desaparecida; el conocimiento sobre la apropiación de bebés, hecho sobre el que dijo, ya citado a declarar en la causa ESMA, haberse enterado al finalizar la dictadura. Como afluentes de un río que ensancha su caudal se suman los hechos como el no haberse acercado en treinta años a Madres y Abuelas de Plaza Mayo; no haber excomulgado al genocida condenado von Wernich ni al pedófilo Grassi; y no haber realizado una verdadera autocrítica de la complicidad de la Institución Católica con la dictadura cívico-militar 1976-1982.
Todos estos datos de la realidad, que además han sido documentados en libros (Iglesia y Dictadura, de Emilio Mignone; Historia Política de la Iglesia en la Argentina, de Horacio Vertbisky) e informes periodísticos realizados por Horacio Vertbisky, demuestran que no es posible ni admisible olvidar las zonas más intrincadas de la figura de Bergoglio, hoy Papa, y ya Francisco, porque las políticas estratégicas - sean de corto o mediano plazo - así lo imponen. Y esto es lo que se intentó realizar hacia dentro del kirchnerismo - aún persiste está posición como la oficial - proponiendo un integrismo religioso y abriendo las compuertas para posibles fracturas internas que alcanzaron niveles de, en ciertos casos, discrepancias fuertes, y en otros difamaciones como las sufridas por Horacio Vertbisky y Horacio González. Y este integrismo solapado y monolítico reactualiza un viejo odio o prejuicio, que siempre está, de neto corte anti-intelectual.

Ante este torvo viento desatado en nuestra tierra, se clamó por bajarle el tono al preocupante debate interno, y “aceptarnos para convivir en la diferencia”. Pero esto no puede ser de ninguna manera pensar la Nación, y pensarla dentro del contexto internacional que incluye al Papa Argentino y a la más feroz crisis del capitalismo financiarizado y buitre. Es como la idea que propone Liliana Herrero con relación al concepto de acompañamiento: el o la cantora no pueden sólo acompañar al instrumentista, digamos a una guitarra, sino que debe establecer una conversación con él, un diálogo en donde se intente una novedad, una frase no cantada que reponga el sentido a través de la participación del instrumento o el público, pero ya en un acto colectivo. Eso es pensar y sentir. Eso es establecer una conversación para quizás alcanzar una nueva idea que realimente la conversación. Es como poner esa piedra de la historia, con la que siempre chocamos, adelante para poder así seguir avanzando. Eso es quizás, y también, pensar la Nación, y de esa conversación, de ese debate, quizá podamos construir, como dijo Liliana Herrero, una Patria.

*Periodista

http://conradoyasenza.wix.com/la-tecla-ene