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Romero
absuelve a Margaret Thatcher
Por Enrique Manson*
Imagen: Thatcher y el dictador
Pinochet
El Enmascarado no se rinde.
Desde las páginas de la Tribuna de doctrina, que Homero Manzi definiera alguna
vez como el guardaespaldas que dejó Bartolomé Mitre cuando se fue al otro mundo
para que cuidara su recuerdo prócer, Luis Alberto Romero dedicó un obituario a
la recién partida Margaret Thatcher. Hace un par de semanas Horacio Verbitsky lo
nombraba como “el hijo del historiador José Luis Romero”. La denominación pecaba
de injusta porque el tal hijo tiene publicaciones conocidas, como el libro de
divulgación Breve historia contemporánea de Argentina y, como él mismo señala en
un reciente artículo del mismo diario, es investigador del Conicet, institución
que tiene exigente cursus honorum que se encarga de describir.
Ya Romero se había sumado a la agrupación de defensores de los derechos de los
kelpers originarios, que exigiera meses atrás el derecho a la libre
determinación de los isleños. Ahora, ante la muerte de la Dama de Hierro –de la
que tiene la prudencia de señalar que más bien no le gustaba- la declara libre
de pecado por el crimen de guerra del asesinato de cientos de argentinos
hundidos con el Belgrano. “Los muertos del General Belgrano deben ponerse en la
cuenta de los jefes militares irresponsables. También en la cuenta de los
argentinos irresponsables que los alentaron.”
Está claro que, aparte de la responsabilidad criminal de la férrea Dama, no
desconocemos la de los dictadores que desde seis años antes martirizaban a su
propio pueblo y que se valieron con intenciones espurias de una legítima
reivindicación nacional tal vez impulsada por lo que él llama, “nuestro enano
nacionalista.” El historiador abunda en su erudición recordando la anécdota de
la Guerra de Sucesión de Austria en que una fuerza francesa habría invitado a
sus enemigos: "¡Señores ingleses, disparen ustedes primero!". Más allá de lo
confuso del hecho, ya que Romero hace hablar al jefe inglés, aunque otros ponen
la invitación en su enemigo galo, lo fundamental es que Thatcher se atuvo a la
versión según la cual el oficial inglés habría dicho: "¡Señores! ¡Los franceses!
Tirad primero" y, efectivamente, el submarino Conqueror cumplió la orden con los
resultados conocidos.
Su antipatía por nuestro “nacionalismo paranoico”, como también lo llama, tiene
raíces históricas. En publicaciones de 1999 hablaba de los dos grandes
conductores populares del siglo que terminaba diciendo que, de vivir Perón” lo
que no tendríamos es la democracia”, ya que el General “no era un demócrata ni
un republicano.” Con singular coherencia, como todos los que creen que la
democracia es el gobierno de los democráticos, había afirmado además que
“Yrigoyen…(también) recibió un mandato sin limitaciones.” Durante el siglo XX
“fue desarrollándose (un) … nacionalismo integrista y excluyente” que en ambos
casos culminaba habiendo “identificado su movimiento con la nación.” De ahí a la
aventura de las Malvinas sólo había un paso. En síntesis, como dijera Thatcher a
los periodistas que la felicitaban por la victoria en el Atlántico Sur, como de
casi todo, la culpa la tuvo Perón.
En su primer discurso como cabeza de la Junta militar, el dictador Videla afirmó
que lo que se iniciaba no era un golpe más, sino una nueva Era histórica. El
novato déspota no erraba. El proceso reorganizó, en efecto, la Argentina,
transformando a sangre y fuego las estructuras económico sociales y los valores
culturales que habían caracterizado los treinta años anteriores. Se iniciaba una
etapa histórica caracterizada por una actitud de resignación ante lo inevitable.
De esta resignación participaba la historiografía que se instaló en los medios
académicos con una autoridad semejante a la que en el siglo XIX determinó la
existencia de una historia de santos y demonios, que sería el pensamiento único
durante casi un siglo. Esta nueva historiografía se inspiraba, a través de un
verticalismo académico, en una Verdad Suprema que descendía revelada sin debate
alguno desde el prestigio de algún historiador que describe nuestro pasado en
una universidad norteamericana, y descendía hasta los mortales a través del
pontificado instalado en el porteño barrio de Caballito.
Tan fuerte era la convicción que este culto generaba, que sus adeptos, la
mayoría de los profesores de Historia avisados, evitaban la lectura de textos
heréticos –y, sobre todo, evitaban que los leyeran sus alumnos- mediante la
fórmula del docente que en el siglo XIX rechazaba a Saldías diciendo: Yo no leo
esto.
Al alborear el nuevo siglo, aparecieron problemas más inmediatos que lo
afectaron personalmente. El resurgir del interés por la historia coincidió con
un renacer del revisionismo. Pero para algo estaban los enclaves académicos.
Claro que uno tiene recuerdos de episodios significativos, como una presentación
del historiador en el Instituto Joaquín V. González del profesorado secundario.
El departamento de historia del profesorado vivía una crisis interna: Se
discutía si en las elecciones de autoridades el voto de los alumnos debía ser o
no equivalente al de los profesores. Romero opinó con elocuencia: “uno se pasa
la vida haciendo currículum para que el voto de un alumno que recién empieza
valga lo mismo que el de un profesor”. Durante su exposición, un estudiante le
preguntó cuales son los criterios a partir de los cuales alguien merece la
calificación de académico. La respuesta fue: la valoración de los propios
académicos. No era extraño. Había integrado, en los años ‘80, el jurado del
concurso en que se elegían profesores para la recién creada carrera de Ciencias
Políticas en el que resultaría uno de los triunfadores Leandro Gutiérrez, a
quien Romero recuerda como “mi amigo y maestro” y al que usa para descalificar a
lo que el mismo Gutiérrez llama la “runfla” de “autodenominados historiadores”
que integran el Instituto Dorrego. En esa oportunidad, cual juez de Cámara de
Comercio auspiciado por multimedios hegemónicos, no consideró necesario
excusarse y dejar la función de jurado.
Su coherencia, a lo largo del tiempo, se mantiene también en la ingeniosa
comparación que alguna vez hiciera diciendo que él -en tanto historiador
consagrado- equivalía a un médico, mientras que un improvisado como Norberto
Galasso era comparable con la “doctora” Rímolo, famosa en esos años por su
curanderismo mediático. Hoy dice de los seudo historiadores integrantes del
Instituto Dorrego que somos “un grupo de gentes que –si la historia fuera como
la medicina– serían acusados de ejercicio ilegal de la profesión.” Seguramente
serían acusables de tal ejercicio ilegal abogados como José María Rosa y Félix
Luna, o Fermín Chávez y Jorge Abelardo Ramos que no tenían título alguno. Y
hasta algún director de Instituto de Investigación Histórica de la Facultad de
Filosofía y Letras porteña.
Pero los seudo historiadores estamos creciendo. El Instituto Dorrego multiplica
su actividad y su peste historiográfica se difunde, mientras entra en crisis la
religión historiográfica establecida, y su Pontífice Máximo ha sido desplazado
–aunque no por los portadores del virus dorregiano- de su ayer inexpugnable
Catedral.
Como romper, entonces, con el olvido de su persona desde que no cuenta ya con la
materia filtro por la que debían pasar todos los aspirantes a iniciar estudios
en el templo de Puan. Suponemos que ha recordado aquel viejo cuento de Jaimito
que un día escribió en el pizarrón un texto desafiante: PIS, y firmó, El
Enmascarado. La maestra, al leerlo, amenazó indignada con todas las penas del
infierno al autor del desmán, pero Jaimito respondió desde la clandestinidad:
PIS Y CACA, el Enmascarado no se rinde.
* Miembro del Instituto Dorrego
Enano nacionalista