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Entrevista
a Roberto Perdía
"Perón quiso prepararnos para tomar el poder"
Fue uno de los jefes de Montoneros. Acaba de publicar sus memorias. Una historia
que merece ser contada.
Por Ricardo Ragendorfer
Un cono de luz se filtraba a través de la ventana. El resto de la casa estaba a
oscuras desde la tarde anterior por un corte de energía. Por esa razón, el
otrora integrante de la conducción nacional de Montoneros, Roberto Cirilo
Perdía, se encontraba atrincherado allí, debido a las dificultades operativas
que, a sus 72 años, supone atravesar cuatro pisos por la escalera. Sin embargo,
su moral era alta; acababa de publicar Montoneros
- El peronismo combatiente en primera persona, un voluminoso libro de
memorias. Su foto en la solapa es la misma que en la década del ’70 hicieron
circular los servicios de inteligencia, que lo buscaban como uno de los
principales responsables del "terrorismo" en la Argentina. Ahora, los ojos de
ese hombre conservaban el brillo de antaño. Y él los entrecerró, al evocar una
extravagante escena: su encuentro secreto, el 13 de enero de 1976, con el
general Albano Harguindeguy
"Ocurrió de noche en un desolado doque de Puerto Madero. Un compañero, Norberto
Habbeger, armó la cita. El propósito: negociar la situación de Roberto Quieto,
quien días antes había caído en manos de una patota policial. Harguindeguy tenía
la cintura un Smith & Wesson calibre 38. Yo portaba una 45. Así abordé el Falcon
que él conducía. A modo de saludo, preguntó: '¿Es usted Marcos Osatinsky?' Mi
respuesta fue: 'Ustedes lo mataron hace un mes'. El tipo simuló sorpresa: 'Ah,
no sabía. Es que no pude hablar a fondo con Viola, porque todavía se está
sacudiendo el polvo de la bomba que ustedes le pusieron'. Y sonrió con picardía,
para agregar: 'Tampoco pude transmitirle el afán de diálogo que ustedes tienen
ahora'. Yo fui al grano: '¿Hay alguna posibilidad en relación a Quieto?' Sus
palabras fueron tajantes: 'De ningún modo. Quieto no va aparecer. Olvídense. No
vamos a andar tirando cadáveres en los zanjones. Desde ahora, los cadáveres no
van a aparecer. Vamos hacer otra cosa. A Quieto no lo van a volver a ver. En
realidad, no volverán a ver más a nadie'.
EL CIELO POR ASALTO. Perdía, cuyo origen político fue la Democracia Cristiana, se sumó luego a las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP). En 1970
confluiría en la formación de Montoneros; dos años más tarde sería parte de su
dirección. En 1973, junto a Mario Firmenich y Quieto –éste aún en la cúpula de
las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) – sería recibido nada menos que por
Juan Domingo Perón. Fueron varias las reuniones entre el líder y los jóvenes
guerrilleros, en abril de 1973. Los detalles recién ahora salen a la luz.
"Las primeras reuniones fueron en Roma: luego, tuvimos otras en Madrid. Perón
había viajado a Italia para conversar su situación con el Vaticano. El primer
encuentro fue en una suite del Hotel Excelsior, sobre la vía Véneto. En eso
llegó Héctor Cámpora con su esposa; venía a ofrecerle a Perón el triunfo
electoral. Perón los recibió con nosotros delante. Cámpora también estaba
sorprendido. Era como si el General nos avalara. En resumen, discutimos durante
horas con Cámpora y Perón acerca del futuro. Intercambiábamos opiniones. Y se
planteó una discusión con el tema militar. Perón nos preguntaba nuestra visión
al respecto. Nosotros le informamos que hay dos coroneles –Carlos Dalla Tea y
Jaime Cesio– que conversan con nosotros. Ahí apareció López Rega, y dijo: '¡No,
general!, ¡Tengo informaciones de que esos tipos son un peligro!' Fue su única
intervención.
–¿Qué opinión tenían en ese momentos ustedes de él?
–Que sólo era el secretario de Perón, y que interactuaba en la medida en que
Perón lo dejaba. Esa era la opinión que teníamos. Días más tarde, en Madrid,
casi no intervenía. Salvo una vez, que entró abruptamente, y le dice a Perón:
'¿Vio, vio, General? Tenemos problemas con los muchachos'. Perón le dice: 'Están
acá los muchachos. ¿Qué problema hay?'. López Rega entonces informó que en
Córdoba había sido ajusticiado el coronel Héctor Iribarren. Perón nos miró.
Nosotros ensayamos una justificación. Y él dio por terminado el asunto con la
siguiente frase: 'Bueno. Pero que el próximo sea con un camión'.
–¿Era notable la influencia de López Rega sobre Perón?
–En una ocasión, Perón hizo que López Rega tomara la palabra. Estaba a nuestras
espaldas, en un banquito de plástico contra la pared. Y dice: 'Hay que leer los
avisos fúnebres en La Nación y La Prensa. Ahí está la sangre de la oligarquía.
Ese es el fin de la oligarquía argentina'. Yo no sabía si era una joda o en
serio. Y me doy vuelta para ver qué hacía Perón. Estaba con las manos en la
barriga matándose de risa.
–Ya se respiraba la polarización del peronismo entre la extrema derecha y la
tendencia revolucionaria. ¿Perón tocó ese tema?
–No, Perón nos decía que en unos cuatro años nos tocará gobernar a nosotros. Sus
palabras eran: 'Tendrán que prepararse para ello'. Eso lo dijo en varias
oportunidades. Incluso, a Oscar Bidegain, el gobernador electo de Buenos Aires,
le llegó a decir, en privado: 'Déle la mitad del gabinete a los muchachos para
que se vayan fogueando; empiece a gobernar con ellos'. Eso es lo que motivaría
después la bronca de Bidegain, cuando Perón lo cuestiona: 'Pero si él me dijo
que hiciera esto; no fue una idea mía. Perón me dijo que hiciera estas cosas'.
-¿Cuáles fueron los primeros signos del deterioro en el vínculo de ustedes con
Perón?
–Empieza ese mismo 25 de mayo a la noche, cuando salen los presos políticos de
Devoto, en base a la movilización popular, y no a un sistema más institucional.
La amnistía ya había sido acordada con Perón y Cámpora. Pero la idea inicial era
articular la cuestión a través del Parlamento. Ese día, todo se desbordó: miles
de compañeros en la calle. De madrugada, Abal Medina tiene que resolver las
cosas a las corridas, con un decreto de Cámpora que perfectamente lo podría
haber resuelto esa misma tarde con un indulto. Fue la solución que finalmente se
adoptó, pero a las apuradas, no de un modo institucional. Ese fue el primer
punto de fricción entre nosotros y Perón. A la mañana siguiente, Perón mandó por
télex un mensaje para cuestionar el modo con que se resolvieron las cosas.
Después expresaría su disgusto ante otro tipo de situaciones, como las
ocupaciones de plantas fabriles, dependencias públicas, colegios y
universidades. El General decía que la Resistencia ya había concluido. Hasta ahí
las cosas eran manejables. Todo terminó el 20 de junio con la masacre de Ezeiza.
Ahí termina nuestra gigantesca acumulación de fuerzas y empieza el declive.
Ezeiza fue una emboscada. Una emboscada del imperialismo, montada con personajes
como López Rega.
EL CORAZON DE LAS TINIEBLAS. "Nosotros habíamos guardado las armas. Pero no las
entregamos. Las volvemos a empuñar en septiembre de 1974. Perón ya estaba muerto
Y ahora actuaba la Triple A. Habíamos pasado a la clandestinidad. Yo creo que
fue el principal error político que cometimos en ese periodo, producto de una
presión de los compañeros y una mala evaluación nuestra en general. La presión,
porque nos decían: '¿Hasta cuándo tenemos que aguantar que nos maten, y no
respondemos?' Nosotros sentíamos eso, porque estábamos con los locales abiertos,
todo funcionando en la legalidad, con lo cual ofrecíamos blancos para que nos
marcaran donde quisieran y nos asesinaran en el punto en que les gustara. Eso
estaba pasando. Creímos de esa manera poder evitar la caída de compañeros. Y yo
creo que esas caídas se redujeron en ese periodo, pero lo pagamos en el mediano
plazo con desarraigo social y desarraigo político”.
–¿El súbito pase a la clandestinidad no dejó a la militancia de superficie al
descubierto frente a la represión?
–Muchos compañeros fueron desplazados hacia otras regiones del país. Esos
compañeros en su lugar de origen tenían un arraigo social y político, pero en el
nuevo destino lo perdieron. Allí eran extraños, forasteros. Los que
permanecieron, más que quedar al descubierto ante la represión, se
desorganizaron. Y se perdió la sintonía fina que teníamos con la población.
–Si bien la clandestinidad significó el regreso a las operaciones armadas, meses
antes, a fines del ’73, se produce la muerte de Rucci. ¿Qué puede decir al
respecto?
–Esa muerte no fue aprobada ni ejecutada por la conducción de Montoneros. Tal
vez hayamos cometido el error de no negarlo enfáticamente. No puedo afirmar o
negar que haya habido militantes montoneros o de la FAR en ese operativo. Lo que
sí afirmo es que ningún organismo de conducción lo decidió.
–¿Debo interpretar que una estructura de la organización actuó por su cuenta?
–No lo sé. Fue en el momento de la fusión entre Montoneros y FAR. No lo sé.
–En octubre de 1975, el ataque al cuartel de Formosa fue el primer operativo
montonero contra una instalación del Ejército. ¿Cuál era el propósito?
–El golpe de Estado ya tenía fecha. La idea fue la de conformar una fuerza
armada y demostrarle al propio Ejército que teníamos condiciones para operar,
además de ir recuperando las armas para construir un poder superior. Lo de
Formosa fue también para decir: 'Miren que va a haber resistencia al golpe de
Estado'.
–¿Qué efecto tuvo en Montoneros la caída de Quieto, a quien ustedes terminarían
condenando a muerte en ausencia por presunta traición?
–Una cosa es la lectura que se puede tener en esas circunstancias. Y otra es la
lectura a la distancia. Con respecto a Quieto, lo que veo hoy es que no hay
informaciones concretas acerca de que él haya propiciado la caída de otros
compañeros. Por lo menos, eso no está suficientemente probado. De Quieto
prefiero quedarme con la imagen del compañero con el que compartimos un largo
tiempo de lucha.
–¿Podrías afirmar que la resolución que tomó en ese momento la conducción
nacional con él fue injusta?
–No me atrevería a formular tal idea de esa manera. Lo que hoy rescato de ese
hecho es el sentimiento que hoy tengo hacia el compañero.
–En ese marco se produjo tu encuentro con Harguindeguy. ..
–Sí. Pero te voy a contar el final de esa historia: a Harguindeguy lo vi pocas
semanas antes de su muerte. Yo estaba en los tribunales de Comodoro Py. Alguien
me esperaba en el noveno piso, donde está el barcito. Tomé el ascensor y, en vez
de subir, bajé, al subsuelo, Allí veo a uno del Servicio Penitenciario empujando
una silla de ruedas. Me quedé en el fondo. Recién entonces vi que en la silla de
ruedas estaba sentado nada menos que Harguindeguy. Una mantita le tapaba las
manos. Ambos nos miramos por unos diez segundos, sin decirnos nada. Me
impresionó mucho. Llegué arriba, le conté a los compañeros, a los abogados que
estaban arriba. Me impresionó mucho. Harguindeguy no era, claro, el mismo hombre
que había visto hace más de siete lustros. En fin, así son las leyes de la vida.
El hombre al que la dictadura consideraba un peligro nacional
Roberto Cirilo Perdía nació en 1941 en Rancagua, un pueblo cercano a la ciudad
bonaerense de Pergamino. Fruto de una familia de chacareros, emigró durante su
adolescencia a la capital para estudiar derecho en la Universidad Católica. En
paralelo, trabajó en un banco. Allí se iniciaría en la lucha gremial. Se sumó a
un sector de la Democracia Cristiana. Luego, a mediados de la década del '60, se
radicó en Santa Fe. Al tiempo, se sumó a las filas de las FAP. Su militancia en
Montoneros comenzó en 1970, tras el secuestro del general Pedro Eugenio
Aramburu. En 1972, fue incorporado a su conducción nacional. Permaneció allí
hasta la disolución de esa fuerza guerrillera. En el medio, su vida transcurrió
en la clandestinidad, mientras las fuerzas represoras de la última dictadura lo
buscaban afanosamente, por considerarlo uno de los máximos responsables de la
"subversión" en Argentina. En aquel período, se hacía llamar "Carlos" o,
simplemente, "El Pelado". Y, junto con Mario Firmenich y Fernando Vaca Narvaja,
entre otros, comando los destinos de la organización revolucionaria peronista
desde el exterior. Regresó al país tras el restablecimiento de la democracia, en
1984. Tras su reinserción en la legalidad, trabaja como abogado. Forma parte de
la Universidad de los Trabajadores. Y es referente de la Organización Libres del
Pueblo (OLP).
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05/05/13 Tiempo Argentino
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