Así empezamos a ganar la década

Por Enrique Manson

No voy a dejar mis convicciones

La tragedia del 76 y la defraudación de los 90 alejaron a los argentinos de la política. La transmisión de la historia y del compromiso político de padres a hijos fueron adormecidos por quienes no querían que sus hijos sufrieran el castigo soportado por la generación anterior. A eso se sumó el descreimiento alimentado por la visión entre comercial y delictiva de la política más reciente.

El flaco bizco y desaliñado que recibió el bastón de manos de Eduardo Duhalde, era imaginado por algunos como el muñeco de un ventrílocuo. Mariano Grondona, Censor de la Democracia, habló del Cámpora de Duhalde, un títere que éste manejaría a su capricho. No pensaban lo mismo los que lo conocían, y él mismo hizo notar el error el día que asumió, cuando enloqueció a la custodia mezclándose imprudentemente con la multitud, hasta tener que hacerse curar una herida en la frente, por el golpe de una cámara de fotos que no respetó la investidura.

Poco antes había anunciado que se disponía a “fijar, junto a todos los argentinos, prioridades nacionales y construir políticas de Estado a largo plazo, para de esa manera crear futuro y generar tranquilidad. Sabemos adónde vamos y sabemos adónde no queremos ir o volver.”

El pueblo había “marcado una fuerte opción por el futuro y el cambio.” Porque “nuestro pasado está pleno de fracasos, dolores, enfrentamientos, energías malgastadas en luchas estériles, al punto de enfrentar seriamente a los dirigentes con sus representados. Al punto de enfrentar seriamente a los argentinos entre sí.”

Alfonsín había puesto “el acento en el mantenimiento de las reglas de la democracia”, pero “los objetivos planteados no iban más allá del aseguramiento de la subordinación real de las fuerzas armadas al poder político.”

A Menem lo preocupaba la inflación. Por ello “Se intentó reducir la política, el gobierno, a la mera administración de las decisiones de los núcleos de poder económico con amplio eco mediático, al punto que algunas fuerzas políticas en 1999 se plantearon el cambio en términos de una gestión más prolija pero siempre en sintonía con aquellos mismos intereses.

El resultado no podía ser otro que el incremento del desprestigio de la política y el derrumbe del país.”

Se requería un cambio que implicaba “medir el éxito o el fracaso de la política desde otra perspectiva.” De modo que concluía “en la Argentina una forma de hacer política y un modo de gestionar el Estado.” Había que “reconciliar a la política, a las instituciones y al gobierno, con la sociedad.”

Así se encontraría el “amplio espacio común de un proyecto nacional que nos contenga. Un espacio donde desde muchas ideas pueda contribuirse a una finalidad común.” No era una convocatoria sectaria, ni se levantaban banderas utópicas. Había que “reconstruir un capitalismo nacional que genere las alternativas que permitan reinstalar la movilidad social ascendente. No se trata de cerrarse al mundo. No es un problema de nacionalismo ultramontano.”

En lo social, la justicia se alcanzaría “en una Argentina… donde los hijos puedan aspirar a vivir mejor que sus padres sobre la base de su esfuerzo, capacidad y trabajo.” Había que promover “políticas activas que permitan el desarrollo y el crecimiento económico del país”, con suficiente presencia del Estado, porque “sabemos que el mercado organiza económicamente, pero no articula socialmente, debemos hacer que el Estado ponga igualdad allí donde el mercado excluye y abandona”. Había que “recuperar los valores de la solidaridad y la justicia social protegiendo a los sectores más vulnerables de la sociedad, es decir, los trabajadores, los jubilados, los pensionados, los usuarios y los consumidores. El Estado es “el que debe actuar como el gran reparador de las desigualdades.”

Después de Menem, Kirchner se presentaba como su antítesis. Somos “hombres y mujeres comunes que quieren estar a la altura de las circunstancias asumiendo con dedicación las grandes responsabilidades que en representación del pueblo se nos confieren.” Pero si hubo una frase que definió lo que sería la nueva política fue la que decía: “No voy a dejar mis convicciones en la puerta de la Casa de Gobierno.”

Días antes de asumir, cumplió con un ritual que no repetiría: asistió con su mujer al almuerzo televisivo de la ex actriz Mirta Legrand. Pese a que se concretó en El Calafate donde los Kirchner eran locales, no dejaba de ser una concesión al sistema. Legrand trató de marcar la cancha, y preguntó lo que, según ella, se preguntaba la gente: “¿Se viene el zurdaje?”. La derecha liberal se estaba haciendo esa pregunta, y no estaba dispuesta a permitirlo. El periodista de “La Nación” José Claudio Escribano, escribió un brulote en el que afirmaba que “la Argentina ha resuelto darse gobierno por un año”. Para él, que había tenido actuación en tiempos de la dictadura, el gobierno de Washington “no veía con buenos ojos a Kirchner”. A este encabezamiento seguía un verdadero pliego de condiciones a las que el presidente debía allanarse para durar más que lo pronosticado.

Kirchner podía rendirse como lo habían hecho sus antecesores, porque no se puede hacer otra cosa, pero tomó la iniciativa con una energía desbordante. En Entre Ríos no habían empezado las clases por una huelga docente a la que no se encontraba solución. Al día siguiente de asumir, viajó con su ministro, Daniel Filmus, a Paraná donde solucionó el conflicto y los chicos tuvieron clases.
El mismo Filmus recordaría, años después, que en esos días fue convocado al despacho presidencial. Kirchner miraba por la ventana el transitar de los manifestantes, sin hacer caso al recién llegado. En un momento le dijo, sin quitar los ojos del espectáculo, “Daniel. Yo nunca voy a reprimir.”

El general Ricardo Brinzoni, jefe del Ejército de De la Rúa y Duhalde, quería permanecer en el cargo y lo hizo saber. A los cuatro días era un retirado. Lo reemplazó el general Roberto Bendini, que había tratado al presidente en Río Gallegos. Durante su discurso del 29, día del Ejército, en el Colegio Militar, Kirchner puso en claro su decisión de ejercer su condición de Comandante en Jefe. En alusión al saliente, afirmó: “Analizar y caracterizar las conductas del poder político no es función que le corresponda a un militar. Sorprende que después de lo que ha vivido nuestra patria se le pida a la sociedad o se pretenda agradecimiento por respetar la Constitución”.

Poco antes parte del Congreso había intentado terminar con la Corte Suprema menemista, sin concretarlo. El presidente denunció por radio y televisión, al titular del organismo, Julio Nazareno. Incondicional de Menem, había intentado presionar al nuevo mandatario, y entendió que había terminado su tiempo. El Congreso no necesitó utilizar los “remedios” que Kirchner había exigido en su discurso, pues renunció para evitar el juicio político.

El presidente estableció por decreto cambios para la designación de nuevos ministros, limitando la discrecionalidad presidencial. Elisa Carrió, histórica crítica de la Corte destituida, consideró la medida como un “avance extraordinario”. Kirchner aseguró que “No nos interesa conformar una Corte adicta, y no nos sirven las viejas tácticas” Entre los nuevos ministros estaba Eugenio Raúl Zaffaroni que había sido muy crítico de algunas medidas de Kirchner durante su gobernación de Santa Cruz, y a las doctoras Elena Highton de Nolasco y Carmen María Argibay, las primeras mujeres en ocupar estos cargos.

Iniciada, con dificultades, la reactivación de la economía, con una industria renaciente y un impulso hacia el desarrollo de la obra pública, era prioritario reconstruir las relaciones financieras internacionales. Kirchner presentó una propuesta para salir del default, dictado por Alberto Rodríguez Saa durante su brevísima presidencia. Esta contemplaba una reducción del capital adeudado que podía llegar al 75% y contenía modalidades que provocaron la crítica del Fondo Monetario Internacional y de sus seguidores ideológicos. La firmeza del presidente quebró las resistencias, y provocó una quita nunca superada hasta entonces. Poco después, se canceló la deuda con el Fondo Monetario Internacional, recuperando autonomía de gestión.

Desde su origen, las leyes de punto final y de obediencia debida, y los indultos de Menem habían sido repudiados. La apropiación de bebés, no prevista en las leyes de impunidad, permitió detener a Videla y a Massera. El Congreso derogó las leyes, pero no llegó a anularlas. En marzo de 2001, un juez las declaró nulas, y procesó a dos miembros de las bandas por la apropiación de un niño, pero la ley los eximía de responsabilidad en el secuestro, tortura y muerte de los padres. La nulidad extendió el proceso a todas las responsabilidades. Otros jueces tomaron medidas del mismo tenor. De la Rúa intentó obstaculizar la decisión. El general Brinzoni, con responsabilidad en crímenes cometidos en el Chaco, el senador Duhalde, Nazareno, y el obispo castrense Antonio Baseotto, se sumaron a las manipulaciones.

Kirchner desplazó a Brinzoni, provocó la depuración de la Corte, y gestionó que el Congreso ratificara la convención internacional por la que se declara imprescriptible el delito de desaparición forzada de personas. Las Cámaras confirmaron también la nulidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. Más adelante, otro fallo declaró nulos a los indultos de Menem.

El 24 de marzo de 2004, al cumplirse el vigésimo octavo aniversario de la dictadura, el presidente convocó a un acto en la Escuela de Mecánica de la Armada, que fue desalojada del predio, y éste convertido en Museo de la Memoria. El mismo día, en el Colegio Militar, ordenó al general Roberto Bendini que quitara los cuadros de los dictadores Videla y Bignone de la galería de directores de la institución.

El 25 de mayo de 2003, el desconocido pingüino de Santa Cruz lo había anunciado: no dejó sus convicciones en la puerta de la Casa Rosada

Mayo de 2013