Bussi y el circuito de la muerte

Por Marcos Taire. Periodista
sociedad@miradasalsur.com

Arriba: “Acto de guerra.” Isauro Arancibia, maestro, fundador de CTERA, fue asesinado el 24 de marzo de 1976.// Abajo:Represores. Bussi (tercero desde la izq.) pasa revista a las tropas.

A la criminalidad deliberadamente pública de Vilas le sucedió una mayor clandestinidad de la represión. El campo de concentración de La Escuelita fue mudado al campo de exterminio del Arsenal. Los objetivos de la “guerra antisubversiva” pasaron a ser los obreros azucareros y el movimiento popular y estudiantil.

Antonio Domingo Bussi reemplazó a Acdel Vilas en la comandancia de la Operación Independencia a fines de diciembre de 1975. Estrenó su cargo anunciando: “A los subversivos que se entreguen los encarcelaremos, a los que no, los mataremos”. Esas palabras las pronunció poco después de comunicarse con Vilas, a quien le dijo: “General, usted no me ha dejado nada por hacer”.

Entre diciembre de 1975, cuando sucedió a Vilas, y marzo de 1976, Bussi continuó utilizando el mismo esquema represivo, pero en ese tiempo planificó otro escenario que sabía sería modificado a partir del golpe de Estado. Una vez derrocado el gobierno de Isabel Perón, Bussi diseñó un esquema “legal” y público de gobierno y otro ilegal, bélico y clandestino, concentrado en la eliminación de “la subversión”. Los dos esquemas fueron autoritarios y represivos y ambos se movieron en una nebulosa que no tenía límites precisos.

Instalado en la Casa de Gobierno el 24 de marzo, aunque recién fue designado gobernador el 23 de abril siguiente, Bussi exhibió un poder que otros no tenían. Fue designado al frente de un gobierno provincial con retención del cargo militar. Del Bussi gobernador dependían las seis fuerzas de tareas del Ejército desplegadas en el “teatro de operaciones”, los destacamentos de Gendarmería y las policías Provincial y Federal. En ese marco había un gobierno provincial con ministros, secretarios y directores, civiles y militares: todo lo necesario para cubrir la tarea burocrática de la administración estatal.

Bussi llegaba a la Casa de Gobierno antes de las 7 de la mañana. A la hora de entrada de los empleados ordenaba tocar diana y todos debían formar al pie del mástil para asistir al izamiento de la bandera y cantar “Aurora”. Un día a la semana –los jueves– esa ceremonia era trasladada al frente de la Casa de Gobierno, en la Plaza Independencia, donde los funcionarios y empleados eran obligados a formar como tropa en una plaza de armas. Los tucumanos que en esos momentos acertaban a cruzar la plaza debían quedarse quietos, mirando hacia la Bandera en posición de firmes y entonar, ellos también, la canción “Aurora”.

De la “Escuelita” al campo de exterminio del Arsenal. Lo primero que hizo Bussi fue clandestinizar aún más, ocultar lo máximo posible la represión. Trasladó el “comando táctico” que funcionaba en Famaillá, al ex ingenio Nueva Baviera; desalojó la Escuelita de Famaillá y creó el campo de concentración y exterminio más grande de la Operación Independencia, que instaló en campos del Arsenal Miguel de Azcuénaga. La explicación es sencilla: el comando funcionaba en pleno centro de Famaillá, en tanto el nuevo destino en Baviera estaba en un descampado rodeado por terrenos baldíos y sus enormes paredones ocultaban todas sus actividades a la curiosidad de las personas.

La Escuelita estaba en una zona urbana, al lado de un camino muy transitado y rodeada de vecinos. El Arsenal destinó unos viejos y abandonados polvorines, en medio de un enorme campo arbolado, para construir el campo de concentración. Antes, una topadora desmontó la zona, apilando árboles y arbustos a un par de cientos de metros de los polvorines, en los cuatro costados del terreno. Rodeado por lomadas y montes tupidos, el lugar era inaccesible y nada podía verse desde las inmediaciones. Se llegaba a él desde la ruta 9 después de recorrer un par de kilómetros un camino zigzagueante.

Entre el final de la Escuelita y el comienzo del Arsenal, es decir entre el 24 de marzo y mayo/junio de 1976, Bussi utilizó dos campos de concentración improvisados para albergar a grandes cantidades de personas. Uno funcionó en la Escuela Universitaria de Educación Física (Eudef) y el otro en la ex Colonia de Menores, llamado El Reformatorio. En esta etapa de transición, Bussi siguió contando con el más antiguo y duradero de los centros clandestinos de detención: el que funcionó en la Jefatura de Policía.

A Eudef, ubicada frente a la Facultad de Filosofía y Letras, fueron llevadas centenares de personas secuestradas en los días del golpe de Estado. Los militares procedían allí a hacer una selección de los prisioneros. Los acusados de pertenecer al peronismo eran trasladados a la Jefatura o asesinados, según el grado de peligrosidad que les asignaba la arbitrariedad de sus captores. Quienes eran acusados de pertenecer o estar vinculados a la guerrilla de izquierda eran llevados al Reformatorio. Los prisioneros pertenecientes a otros sectores de izquierda eran trasladados a la Cárcel de Villa Urquiza. Esto último aconteció con una gran cantidad de mujeres.
Bussi dejó en manos de los hombres de la inteligencia militar toda la tarea sucia de la represión en Tucumán. Eran los amos, los dueños y señores de la vida y los bienes de los tucumanos. Y todo el aparato represor dependía de ellos. Los jefes del Destacamento 142 de Inteligencia durante el período en que Bussi encabezó la Operación Independencia fueron el coronel Eusebio González Breard, que actuó entre octubre de 1974 y noviembre de 1976, y el coronel Arnaldo Busso, que lo sucedió hasta enero de 1979. Los siguientes fueron los coroneles Carlos Tamini (enero 1979-septiembre 1980) y Aníbal Radrizzani (desde septiembre de 1980).

El armado ilegal y clandestino que puso en práctica Bussi no respetó ni siquiera la división en zonas y áreas que las Fuerzas Armadas ejecutaron en el resto del país. Es probable que eso haya ocurrido porque cuando la dictadura comenzó a ejecutar el plan que contenía instrucciones para dividir el país de acuerdo con las técnicas aprendidas de los franceses, en Tucumán hacía más de un año que la represión había diezmado al campo popular.

La “disposición final”. El Destacamento 142 basó todo su accionar en la información arrancada a los prisioneros en los campos de concentración del Arsenal, la Jefatura y el ingenio Nueva Baviera. Información adicional también le era reportada desde la Fiscalía de Estado, a cargo del capitán José Roberto Abbas, y la Secretaría de Gobierno, al frente de la cual estaba el abogado tucumano Juan Carlos Moreno Campos (a) Chicato, la Cárcel de Villa Urquiza, el Servicio de Seguridad y Vigilancia de la Universidad de Tucumán y por elementos de los servicios civiles (SIDE) y policiales.

En este esquema represivo tuvo un papel relevante, fundamental, un organismo creado por Bussi llamado Comunidad de Servicios de Inteligencia (CSI). Funcionaba en la Quinta Brigada, con sede en el barrio norte de la capital tucumana. Allí oficiaba de jefe de la CSI el segundo comandante de esa brigada, que no era del arma de Inteligencia, por lo que puede deducirse que estaba allí para hacer de ojos y oídos de Bussi. La CSI estaba integrada por los jefes del Destacamento 142, agentes de la SIDE, personal civil de inteligencia y los jefes de inteligencia de los destacamentos de Gendarmería y policías Federal y Provincial. También participaban los delegados de inteligencia de Fuerza Aérea y Armada destacados en Tucumán.

Dos tipos de reuniones realizaba la CSI. A una de ellas asistían todos sus integrantes más personas invitadas especialmente, entre ellas empresarios, sacerdotes y alcahuetes que voluntariamente se presentaban para denunciar a sus comprovincianos. Allí evaluaban los informes elaborados o que se presentaban en ese momento para decidir qué personas debían ser vigiladas o detenidas de inmediato. La otra reunión que hacía la CSI estaba restringida a sus integrantes más importantes y se incorporaban para brindar informes y evaluaciones los coordinadores de los campos de concentración, la mayoría de los cuales eran segundos comandantes de Gendarmería. Algunas veces participaban los interrogadores que habían arrancado las confesiones a los prisioneros, cuya suerte se decidía en ese momento. En esta reunión decidían quién debía continuar en su condición de desaparecido, quién debía ser legalizado y quién asesinado. Al crimen le llamaban “disposición final”, como está probado en la documentación aportada ya ante la Justicia.

La “guerra” de los encapuchados. Mientras las fuerzas de tareas del Ejército hacían como que jugaban a la guerra, montando bases, armando trincheras, apilando bolsas de arena para refugiarse de ataques que nunca llegaron, las patotas de secuestradores asolaban el campo y la ciudad, todos los días y a toda hora, pero fundamentalmente de noche.

Un dato fundamental respecto del llamado “teatro de operaciones” fue el movimiento y traslado de las tropas militares. Ejemplos: la fuerza de tareas “Cóndor” dejó de operar en el ex ingenio Lules, vértice norte de la zona donde operaba la compañía de monte del ERP, y fue enviada al ingenio La Providencia; los escuadrones de Gendarmería abandonaron las laderas de El Mollar y La Angostura, límite oeste del “teatro de operaciones”, y la zona de San Javier y Villa Nougués, en la esquina noroeste de ese mapa bélico. Entonces, los escuadrones San Juan y Jesús María se instalaron en los ingenios Aguilares y La Trinidad.

Estos movimientos de las fuerzas de tareas prueban claramente que la guerrilla en el monte había dejado de interesar, no era un peligro y era ignorada por los militares. En cambio, todo el accionar represivo se volcó a la zona azucarera. A partir de entonces se contaron por centenares los obreros azucareros detenidos, secuestrados, torturados y desaparecidos en los nuevos destinos de estas fuerzas de Ejército y Gendarmería.

Tres grupos principales de patotas fueron las que operaron durante la jefatura de Bussi en la Operación Independencia. Una dependía del Servicio de Información Confidencial y sus principales jefes fueron el teniente primeroArturo González Naya y el comisario Roberto Albornoz. El segundo grupo operaba desde el campo de concentración del Arsenal bajo la jefatura del capitán Luis Varela (a) Naso, que comandaba un llamado “grupo calle”. El tercer grupo funcionaba con base en el “comando táctico” de Baviera y su jefe era un feroz policía llamado Héctor Calderón, quien reportaba directamente a un alienado teniente coronel, Antonio Arrechea, jefe de la zona sur de la Operación y que había sido jefe de la policía Provincial.

La patota de Gonzalez Naya y Albornoz, en su primer acto de “guerra” apenas lanzado el golpe de Estado, asaltó el gremio de los maestros y asesinó a su líder, Francisco Isauro Arancibia, uno de los fundadores de Ctera (Confederación de Trabajadores de la Educación de la República Argentina).

Las policías Federal y Provincial aportaban diariamente efectivos de sus guardias de infantería como apoyo en los operativos de secuestro de personas efectuados por las patotas. Además, los agentes de las comisarías del interior, así como efectivos de bomberos, comando radioeléctrico y escuela de policía eran usados cuando las patotas de la inteligencia militar lo requerían. Igual tarea cumplían los integrantes de los destacamentos móviles de Gendarmería que no eran asignados a la administración y vigilancia de los campos de concentración. El grupo más activo de gendarmes tuvo su asiento en una obra en construcción ubicada frente al Arsenal, sobre la ruta 9, donde hoy funciona el motel Posta de los Arrieros. Sus propietarios, los hermanos franceses Delaporte, empresarios metalúrgicos y hoteleros, cedieron voluntariamente sus instalaciones a la represión.

Paralelamente a estas patotas, en Tucumán funcionaron otros grupos de informantes y/o secuestradores integrados por militantes de ultraderecha y elementos marginales, entre ellos varios convictos de la cárcel. Esos fueron los casos de las patotas que comandaron Ismael Haouache, del Servicio de Seguridad y Vigilancia de la Universidad; Martín Treviño (a) Capucha, un preso de la cárcel de Villa Urquiza que reportaba directamente al director del penal, comisario Marcos Fidencio Hidalgo, y Froilán Ruiz (a) Carpincho, un lumpen que más tarde fue uno de los jefes de la barra brava de Atlético Tucumán.

Arqueólogos forenses rescataron recientemente restos humanos y lograron su identificación tanto en campos del Arsenal como en el Pozo de Vargas. Esos dos lugares fueron el final del circuito de la muerte que se llevó consigo a una enorme cantidad de tucumanos, en su mayoría obreros y militantes sociales y estudiantiles.


El perverso método de la “ley de fuga”

La comunicación de la dictadura a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos fue escueta y lacónica. Según ella, “el delincuente subversivo Osvaldo Debenedetti fue abatido el 21 de julio de 1978, a las 08.20 hs. en una picada que une las localidades de Caspinchango con Frías Silva y Potrero Negro, al sur de la ciudad de Tucumán, al intentar fugar, cuando era conducido para que individualizara un presunto depósito clandestino de material de guerra”.

Osvaldo Sigfrido Debenedetti, militante del Partido Revolucionario de los Trabajadores, había sido detenido en Tucumán, a fines de 1974, junto a cinco compañeros: Humberto Tumini, Ricardo Rípodas, Alberto Genoud, Orlando Meloni y Silvano Marcelo Castro. Fueron acusados de asociación ilícita por el juez federal Manlio Martínez, quien no pudo vincularlos a ningún hecho criminal.

En los años siguientes los seis fueron llevados siempre juntos a distintas cárceles del país, sufriendo golpizas terribles en cada traslado. El 3 de febrero de 1978 fueron llevados a la Unidad Penitenciaria Nº 1 de Córdoba. Allí se les informó que eran rehenes de la dictadura y que serían asesinados si el dictador Videla o cualquier otro funcionario sufría algún atentado durante la realización de la Fiesta Nacional del Trigo, que se realizaría en Leones.
Sorpresivamente, el 10 de abril de ese año los seis detenidos fueron sustraídos de la UP 1 y permanecieron secuestrados hasta el día 20 en los centros clandestinos La Rivera y La Perla. El motivo fue que los militares habían autorizado la visita de la Cruz Roja Internacional a la cárcel cordobesa, lo que se concretó los días 12, 13 y 14 de abril.

En La Rivera, Osvaldo fue separado de sus compañeros y llevado a una entrevista con un coronel. El militar le reveló que habían confirmado que se trataba de un alto dirigente de la organización y que para ellos era inexplicable que estuviera preso y no muerto. Un ex soldado del Regimiento Aerotransportado de Catamarca había brindado información en la tortura y vinculado a Debenedetti con el ataque que el ERP había intentado realizar a esa unidad militar en agosto de 1974. De la conversación con el militar, Osvaldo dedujo que no le iban a permitir recuperar su libertad y que lo iban a matar. Así se lo transmitió a sus compañeros de infortunio.

El 2 de mayo, los seis detenidos dejaron de ser “rehenes” y fueron llevados a la cárcel de Sierra Chica, al considerar la dictadura que habían cesado los peligros de atentados. Sin embargo, el 30 de ese mismo mes Debenedetti fue nuevamente llevado a Córdoba, integrando un grupo de medio centenar de prisioneros sacados de distintas cárceles del país, otra vez como “rehenes” pero ahora por la realización del Campeonato Mundial de Fútbol. Para la dictadura, garantizaban con sus vidas la no realización de atentados durante la realización del torneo.

Con Argentina ganadora del Campeonato de Fútbol, todos los prisioneros, menos uno, fueron retornados a las cárceles de donde habían sido sacados un mes antes. El que no volvió fue Osvaldo, quien el 3 de julio fue sacado para un traslado a la provincia de Tucumán.

En el convencimiento de que sería asesinado, Osvaldo intentó resistir, incluso llegó a decirles a sus compañeros que se autolesionaría para ser llevado a la enfermería del penal. El abogado catamarqueño Jorge Mario Marca, compañero de prisión que había defendido a 14 detenidos por el ataque frustrado al regimiento aerotransportado, cuenta esos momentos finales de Osvaldo en la UP 1: “Viene un empleado de la cárcel que le dice que se prepare, que lo vienen a buscar. Entonces Debenedetti me dice que se iba a cortar entero para que no lo lleven, a lo que yo le dije: te van a llevar lo mismo, te vas a hacer un sufrimiento inútil, por lo que no se corta. Y lo llevaron (…) Debenedetti sabía que iba a la muerte. Se despidió y el personal penitenciario lo llevó. Esa despedida fue muy triste. No es fácil despedir a un compañero que va a la muerte. Lo abracé fuerte, él estaba muy afectado. Hay momentos en que las palabras sobran”.

Los militares informaron verbalmente a los padres de Osvaldo y por escrito a la CIDH que Osvaldo murió al intentar fugar cuando se lo llevaba por una senda en la zona de Caspinchango para que marcara lugares donde supuestamente había armas y materiales de la guerrilla. Para la Justicia, “no cabe más que tildar de mendaces las explicaciones de intento de fuga” y que “se cumplimentó aquello que ya se le había anunciado, aunque otorgándole al hecho un escenario apropiado, de alto valor simbólico, vinculado a la militancia de Debenedetti”.


Dignas cartas de amor

Los padres de Osvaldo Debenedetti peregrinaron por las cárceles a donde era trasladado su hijo. Intuían, sabían que su vida corría peligro. En la correspondencia enviada a su hija Emma, escrita en conmovedora clave casera, trasuntan preocupación, amor y una enorme dignidad.

El 28 de febrero de 1978, a raiz del primer traslado de Osvaldo a Córdoba como rehén de la dictadura, el padre escribe: “Tengo que decirles que el mayor de los Tembere (así llamaba a su familia) ha viajado a Córdoba y la viejita Tembere se apersonó en el hotel (la cárcel), pero los administradores pusieron algunas trabas aunque dieron muestras de amabilidad y de tranquilidad para la viejita al respecto. Naturalmente, la tranquilidad no da para mucho, pero por el momento esperamos recibir noticias y tratamos en toda medida de asegurarnos que tenga buena vacación en esa zona serrana”.

El 5 de junio, la mamá de Osvaldo, tras visitarlo en la cárcel de Sierra Chica, escribe: “Después de la alegría de ver al mayor, nos enteramos que se fue a veranear a las sierras de Córdoba de nuevo. Papi va a ir a llevarle unos regalos que había para él”. Emma cuenta que en esa visita, Osvaldo le había dicho a su madre que si aparecía muerto en un intento de fuga no les creyera porque él no iba a intentarlo y que, si lo mataban, iban a tener que hacerlo de frente. Después de un interrogatorio al que fue sometido en el campo de concentración de La Ribera, a donde había sido trasladado desde la cárcel de Córdoba, estaba seguro de que iban a asesinarlo.

El 17 de julio, el padre escribe: “En estos últimos días surgen preocupaciones, pues parece que de la sierra la empresa lo traslada nuevamente al sur de la Provincia de Bs. As., aunque es mejor en este último lugar pues tiene más amplitud para poderlo visitar personalmente, lo que no podemos hacer en el que se encuentra actualmente”. En realidad, los militares ya habían llevado a Osvaldo a Tucumán para asesinarlo.

El 27 de julio los padres escriben escuetamente que se han anoticiado de la muerte de Osvaldo. El 9 de agosto, el padre dice: “El día 25 de julio hice otro viaje a Córdoba y al no obtener una noticia que me tranquilizara me quedé hasta el día siguiente y me dirigí a la madriguera general donde en forma atenta y fría me dijeron casi directamente que nuestra alegría había desaparecido. De allí volví, para a la noche aguardar a Nanito (su esposa) que visitaba al Bebelito (hermano menor de Osvaldo, encarcelado, también murió). Mesuradamente le hice saber el suceso y lógicamente, juntitos, los dos solitos, recibimos el chapuzón. Al día siguiente viajamos a Tucumán, allí estaba nuestro sueño interrumpido. Llegamos el 28 y al día siguiente pudimos dejarlo dormidito en la tierra del azúcar y la melaza”.

La mamá de Osvaldo, en otra misiva, cuenta el momento más doloroso, cuando los militares le informaron que su hijo había muerto en un intento de fuga: “Me dijeron que había sido el 21 de julio a las 8, cuando lo llevaban a ver un depósito de mercadería y él intentó salir solo de allí (…) Su última foto lo muestra de perfil, sobre el lado derecho de su cuello hay una pequeña mancha, está inclinado la cabeza a la izquierda, el cuerpo de frente, está serio y tenso, en su pecho noble y bueno ha quedado como una inmensa ventana, por ella se puede ver cómo fue todo y con qué entereza lo afrontó. La manchita del cuello ha sido después”.

La dignidad pudo más que el dolor: queda claro en las últimas líneas que Osvaldo fue asesinado de un disparo de grueso calibre en el pecho y rematado con un tiro de gracia en el cuello.

21/07/13 Miradas al Sur

La “guerra antisubversiva” en Tucumán: motivos y pretextos

Por Marcos Taire. Periodista
sociedad@miradasalsur.com

Arriba: equipamiento. El armamento de los militantes del ERP se había obtenido mayormente a través de “expropiaciones” a unidades de las FFAA. Abajo: despliege. A partir de la ley 20.840 y del decreto del 9 de febrero de 1975 el ejército desplegó miles de hombres en Tucumán.

La instrucción en el monte de los futuros guerrilleros. La infiltración. Los operativos del comisario Villar y el general Menéndez. La toma de Acheral. La Ley 20.840 de Seguridad Nacional, antesala de la Operación Independencia y de la decisión política que reclamaban los “duros” del Ejército.

El motivo y pretexto esgrimido por las Fuerzas Armadas, fundamentalmente el Ejército, para arrancar al gobierno de Isabel Perón el decreto que ordenó la Operación Independencia fue la instalación de la Compañía de Monte Ramón Rosa Jiménez en las montañas del suroeste tucumano. El análisis de la importancia de ese grupo insurgente, su envergadura y el método que aplicaron las autoridades estatales para combatirlo es una discusión abierta, que hasta ahora se ha mantenido en límites muy estrechos.

Los militares conocían perfectamente la verdadera composición y fuerza del grupo guerrillero. Sabían que, en el marco de lo estrictamente bélico, no representaba un peligro militar.

La Compañía de Monte fue infiltrada por los militares desde su instalación, lo que les permitió conocer en detalle la cantidad de combatientes que la integraban, su armamento y su equipamiento. Estaban al tanto de sus movimientos y de la logística prevista. También pudieron conocer de antemano, gracias a la acción de ese “filtro”, la realización de algunas acciones de los guerrilleros.

El Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) había iniciado varios años antes la preparación de militantes para el lanzamiento de un frente rural. Los primeros, esporádicos campamentos, fueron instalados en 1968. La caída, en 1969, de un gran número de dirigentes y militantes de la agrupación, episodio conocido como “el desastre de Tucumán”, frustró ese primer intento, que fue retomado en 1973, coincidentemente con la reinstauración democrática.

En su corta existencia, la Compañía de Monte nunca tuvo más de 35 combatientes permanentes. Es decir, ése fue el número más elevado de guerrilleros instalados en el monte. En un par de oportunidades, ese grupo fue reforzado por otros contingentes para llevar a cabo acciones de importancia que, paradójicamente, terminaron en derrotas.

Desde mediados de 1974, fecha en que comenzó la instrucción en el monte, hasta que los últimos combatientes fueron retirados de la zona, a mediados de 1976, la guerrilla rural prácticamente no combatió. Algunos de sus integrantes, no todos, participaron en algunas escaramuzas que de ninguna manera pueden llamarse combates, como pomposamente dicen los apologistas militares.

La realidad es que el Ejército nunca se propuso buscar y combatir a la Compañía de Monte. En cambio, utilizó su presencia en la zona para descargar una brutal represión contra el pueblo tucumano.

Un importante dirigente de la organización guerrillera reveló que menos de diez combatientes de la Compañía de Monte cayeron en enfrentamientos directos con el Ejército. El resto de las bajas fueron el fruto de detenciones y secuestros en el llano, en los poblados y ciudades.

Instrucción en el monte. El V Congreso del PRT, realizado en junio de 1970 en las islas Lechiguanas, en el Delta del Paraná, había resuelto la creación del ERP y designado a Joe Baxter, “encargado de acelerar los plazos” para la fundación de un frente rural en Tucumán. Baxter, un histórico del nacionalismo y el peronismo revolucionario que se había integrado en fecha reciente al PRT, hizo todo lo contrario y hasta se negó a viajar a la provincia norteña, un lugar emblemático para la militancia de la organización.

El PRT había intentado realizar la formación de sus combatientes en el exterior, pero sus gestiones en tal sentido fueron un fracaso total. Tanto los cubanos como otros probables aliados se negaron a brindar asistencia para la instrucción de los futuros guerrilleros. Los motivos centrales esgrimidos fueron la existencia de un gobierno elegido democráticamente y la presencia de Perón en el poder.

El voluntarismo de Santucho y sus camaradas los llevó a encarar la preparación en el mismo terreno donde se desarrollarían las acciones, a pesar de todo. Y fue el propio Santucho quien se echó al monte con un grupo de futuros combatientes.

Santucho había leído a los mejores exponentes de la teoría de la guerra de guerrillas. Tenía una voluntad a toda prueba y una decisión inquebrantable para encarar el desafío. Su ejemplo de vida y militancia eran fundamentales en la formación del primer grupo de guerrilleros rurales. Pero nunca había tenido instrucción militar, es decir, lo suyo fue un aprendizaje en el terreno, junto al grupo que integraría la Compañía de Monte.

Los testimonios que se han podido recoger destacan que el grupo inicial estuvo compuesto por cordobeses, rosarinos y porteños. De Tucumán había muy pocos y no eran de la zona donde se instaló la Compañía de Monte.

Alrededor de medio centenar de reclutas participaron en la etapa de formación. La improvisación caracterizó todo su accionar. A la presencia de gente sin experiencia en la vida en el monte se le sumó la falta de organización y la indisciplina derivada de la desmoralización a la que llevaron el cansancio, las precarias condiciones de vida, etc.

El grupo contaba con buen armamento, probablemente mejor que el que tuvieron en sus comienzos los grupos guerrilleros rurales que se habían conocido hasta entonces, tanto en nuestro país como en el exterior. La mayoría tenía fusiles FAL, provenientes de una “expropiación” efectuada al Ejército Argentino.

El apoyo logístico que debía brindar la regional tucumana del PRT fue insuficiente desde el comienzo de la preparación de los guerrilleros. Eso ocurrió por la debilidad de la organización en la provincia, lo que fue subestimado por Santucho. Éste creía que esa debilidad se subsanaría justamente con la presencia y el accionar de la propia Compañía de Monte.

El descubrimiento. Los militares supieron de la presencia de la Compañía de Monte apenas se instaló en el monte. Un informante se había infiltrado en el grupo inicial. De alguna manera se las ingenió para comunicar a sus superiores la presencia de los guerrilleros.

Los militares, que entonces estaban en Tucumán a las órdenes de Luciano Benjamín Menéndez, enviaron a rastrillar la zona a dos policías. Acompañados por un baqueano, se echaron a andar por las sendas al oeste de Famaillá. Una patrulla guerrillera se topó un día con el baqueano y los policías vestidos de paisanos. Los guerrilleros vestían ropa verde oliva y estaban armados. No fue necesario que se dieran a conocer para que los policías comprobaran que el dato enviado por el “filtro” era cierto. Los guerrilleros conversaron con los paisanos y los dejaron marchar.

Cuando fue lanzada la Operación Independencia los militares difundieron la versión de que un peón de la finca del entonces gobernador Amado Juri, en Sauce Huascho, había sido quien alertó sobre la presencia del grupo guerrillero. Probablemente esa versión fue obra de la inteligencia militar destinada a proteger al “filtro” y de paso mostrar un rechazo campesino a los insurgentes.

En los primeros días de mayo el gobierno nacional dio la orden de actuar a la Policía Federal. Hubo algunos cabildeos entre los militares, los policías federales, las autoridades provinciales y la Justicia federal. Había renuencia de parte de los tucumanos en encarar la búsqueda de los guerrilleros con participación de una fuerza federal.

El 13 de mayo la Federal comenzó los preparativos para una acción de envergadura. Organizó una fuerza de tareas integrada por medio millar de hombres especializados en “lucha antisubversiva”, contando además con importantes elementos de apoyo.

El 19 fue establecido como el día D. Las fuerzas policiales contarían con una docena de helicópteros (aportados por el Ejército, la Fuerza Aérea, la Armada, la Federal y el Ministerio de Bienestar Social de la Nación), camiones del Ejército, tanquetas y vehículos livianos y mulas. Además, desde el aeropuerto de Santiago del Estero operarían dos aviones Mentor.

El plan consistía en ejecutar un procedimiento de “yunque y martillo” sobre una zona perfectamente delimitada, de la cual tenían abundante información sobre el movimiento de los guerrilleros. La táctica consistía en bloquear el accionar de los insurgentes (yunque) y presionar con los elementos helitransportados (martillo).

El domingo 19 las condiciones meteorológicas impidieron el accionar de aviones y helicópteros, tal como estaba previsto en el plan original. Sobre la marcha cambiaron los planes y ejecutaron otro, improvisado aunque también de envergadura. Su jefe fue el comisario Alberto Villar, fundador de una de las ramas de la Triple A.

Durante una semana los policías federales sembraron el miedo en Tucumán, ejecutando allanamientos ilegales y detenciones masivas. No hubo enfrentamientos y la fuerza de tareas se retiró sin haber hecho contacto con los guerrilleros.

La toma de Acheral. En el momento en que las autoridades descubrían y comprobaban la existencia del grupo guerrillero, Santucho y su gente evaluaban la posibilidad de abandonar el monte y dejar para otras circunstancias el inicio de la guerrilla rural. Inexplicablemente, su descubrimiento y el operativo policial obraron en contra de esa decisión.

La embrionaria Compañía de Monte evitó todo contacto con los policías federales, internándose en el monte en zonas que era imposible rastrillar. Cuando se suponía que se cumpliría con lo acordado, es decir desactivar la guerrilla rural hasta mejor oportunidad, Santucho tomó la decisión de dar a conocer su existencia. Y se organizó la toma de Acheral.

Menos de una semana después del retiro de los federales, la Compañía de Monte Ramón Rosa Jiménez copó la localidad de Acheral. Pequeño poblado ubicado a la vera de la ruta 38 –la principal de la provincia–, a 40 kilómetros de San Miguel de Tucumán, es el portal de entrada a Tafí del Valle y los Valles Calchaquíes. Acheral había tenido su momento de esplendor años atrás, cuando era estación de trenes del principal ramal ferroviario y funcionaba el vecino ingenio Santa Lucía. Pero en 1974 era un fantasma del pasado, sin trenes, desactivados por Frondizi, y sin ingenio, cerrado por Onganía.

La toma de Acheral no fue una acción difícil ni arriesgada. Los guerrilleros tomaron la comisaría, donde se toparon con tres o cuatro policías asombrados y temerosos, la oficina de correos, la vieja estación abandonada y cortaron la ruta. Después izaron la bandera del ERP, entonaron su himno y arengaron a unos pocos pobladores que miraron sin entender qué estaba pasando.

Los motivos de Menéndez. El copamiento de Acheral generó una inmediata reacción de los militares. De esa fecha es un documento que revela que los uniformados querían a toda costa encargarse de la represión, con las fuerzas de seguridad y policiales subordinadas a su mando. Se trata de un informe elevado por el entonces jefe de la Quinta Brigada, Luciano Benjamín Menéndez a su superior, general Enrique Salgado, comandante del Tercer Cuerpo.

Según Menéndez, “la Policía Federal no está instruida, ni entrenada ni equipada ni armada para efectuar operaciones sostenidas con efectivos de magnitud, pues su misión es combatir la delincuencia y obtener información y explotarla, basando su eficacia en la lucha singular de sus hombres aislados y no en la capacidad táctica de sus cuadros”. Agregaba que “la Policía Federal no cuenta con cuadros capaces de planear, conducir y ejecutar operaciones de combate”.

Al describir la incursión de los federales en busca de guerrilleros, Menéndez destacaba que “los efectivos policiales no penetraron en el monte ni lo batieron, limitándose a permanecer en proximidades de los caminos, a donde eran llevados todas las mañanas y traídos todas las noches por columnas de transporte del Ejército (salvo 80 hombres que hicieron un vivac durante dos días)”.

En su escrito, Menéndez reclamaba que “la operación debió y pudo haber sido realizada por el Ejército (…) explotando las informaciones existentes en la comunidad informativa local y utilizando la Policía Federal para los interrogatorios de prisioneros y explotación de la información obtenida y cuando ésta imponga, para realizar acciones en otros lugares de la provincia o del país, como ser allanamientos, detenciones, etc”.

El objetivo de los jefes militares era lograr la intervención directa del Ejército, lo que a esa altura de los acontecimientos no autorizaban las leyes vigentes. Obsesivo, Menéndez desgranaba sus puntos de vista: “La lucha contra la guerrilla tiene un ciclo de tres partes: 1) información para saber dónde están los guerrilleros; 2) acción para detenerlos y 3) sanción para evitar nuevas actuaciones”.

El corolario del memo de Menéndez fue un anticipo de lo que ocurrirá pocos meses después: “El Ejército debe disponer de la conducción de los tres capítulos del ciclo de la lucha contra la guerrilla (y) someter a la justicia militar a los guerrilleros para una represión rápida y efectiva”. Y el final es un reclamo que incuestionablemente fue escuchado por las autoridades, para que el gobierno nacional adoptase la decisión política de “encontrar a la guerrilla (…) y aniquilarla donde se la encuentre (para lo cual debe haber un respaldo total y definitivo a las sanciones que imponga)”.

En un anexo de su memo, Menéndez se quejaba del accionar de la Justicia, al señalar que la mayoría de los detenidos por la policía durante el operativo fue dejada en libertad por el magistrado actuante, doctor Jesús Santos, lo que “produjo un efecto psicológico desfavorable”.

El escrito de Menéndez pasó a integrar un voluminoso expediente que, sin lugar a dudas, fue pieza clave en la argumentación militar para arrancar al gobierno de Isabel Perón la firma del decreto ordenando la Operación Independencia. Ese “expediente de más de cincuenta páginas: el Nº U2 40298 ‘Secreto’, con fecha 17 de junio de 1974, que el general Carlos Dalla Tea, Jefe II Inteligencia del Estado Mayor, envió al jefe de Operaciones del EMGE, general Alberto Numa Laplane”.

Esta documentación adquiere un valor inestimable por varios motivos: a) es la última vez que un documento oficial de los militares menciona las palabras guerrilla y guerrilleros; b) es la primera vez que hablan de la necesidad de aniquilar y c) quien difunde la documentación es un ex jefe de la SIDE, organismo rector en materia de espionaje interno, infiltración y represión.

Primer operativo militar. A mediados de agosto, Menéndez plasmó en realidad un sueño: comandar tropas en una incursión al monte tucumano. Durante dos semanas más de mil efectivos rastrillaron la montaña sin encontrar guerrilleros. Apoyado por fuerzas de Gendarmería y las policías Federal y Provincial, el único resultado que pudo exhibir fueron dos centenares de paisanos detenidos en allanamientos a sus hogares o en controles camineros por no portar documentos de identidad.

El operativo encabezado por Menéndez fue decidido por los jefes militares, no contó con orden ni autorización escrita del poder político, pero se realizó a la luz del día, con profusa difusión periodística en todo el país y, sin embargo, no hubo una sola queja por ello, a pesar de que se estaba violando las leyes vigentes.

Días más tarde, el 28 de septiembre de 1974, el gobierno nacional hacía aprobar en tiempo récord la Ley Nº 20.840, de Seguridad Nacional, que autorizó la intervención de las Fuerzas Armadas para reprimir “los intentos de alterar o suprimir el orden institucional y la paz social de la Nación”. De esta manera se había completado el círculo. Los militares ya tenían la ley y, lo más importante, la decisión política que reclamaba Menéndez para aniquilar.

04/08/13 Miradas al Sur