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Una
“guerra” a la medida de la oligarquía azucarera
Por Marcos Taire. Periodista
sociedad@miradasalsur.com
Centros clandestinos. Algunos ingenios azucareros fueron parte del engranaje
represivo.
Los grandes propietarios tucumanos fueron promotores y beneficiarios de la
represión militar iniciada en 1974.
La Justicia Federal investiga la complicidad de los dueños de los ingenios en la
represión desatada contra los obreros azucareros de Tucumán. Según el doctor
Bernardo Lobo Bugeau, ex secretario de Derechos Humanos de la provincia, “el
terrorismo de estado contó con el apoyo incondicional de empresarios azucareros,
quienes buscaban participar de mayores ganancias por un lado y decapitar la
dirigencia rebelde al proyecto trasnacional implementado por Videla y Martínez
de Hoz”. El abogado estima que “este plan sistemático se descargó especialmente
contra dirigentes y delegados obreros de Fotia (Federación Obrera Tucumana de la
Industria Azucarera) que eran considerados una amenaza para los objetivos del
autodenominado Proceso de Reorganización Nacional”. El juez federal Daniel Bejas
investiga los asesinatos de los destacados dirigentes Atilio Santillán y Benito
Romano y los crímenes cometidos contra los representantes obreros de la Conasa
(Compañía Nacional Azucarera).
En el marco de estas investigaciones ocupan un lugar destacado las
irregularidades detectadas en torno al llamado Fondo Patriótico Azucarero, a
través del cual los empresarios azucareros tucumanos aportaron millones de
dólares bajo la fachada de donaciones. Los aportes a ese fondo, durante el año y
medio de gobierno dictatorial de Antonio Bussi (1976-1977) fueron de
aproximadamente cinco millones de dólares.
Historias y represiones. La oligarquía azucarera desempeñó un papel fundamental
en el genocidio perpetrado contra el pueblo tucumano. Al iniciarse la
Operación
Independencia, los dueños de los ingenios tenían más de un siglo de experiencia
en la defensa de sus intereses. Además, sus hombres ocuparon todo el espacio
político durante décadas: fueron diputados y senadores, ministros y hasta
colocaron un presidente de la nación. Los trabajadores del azúcar hacía apenas
30 años que se habían sindicalizado, pero atesoraban una historia de luchas que
atemorizaba a los dueños de los ingenios y les producía un rencor de clase que
no tenía límites.
Los dos años anteriores de la Operación Independencia fueron muy distintos para
los dueños de los ingenios. Mientras en 1973 obtuvieron récords absolutos en
materia de producción de azúcar, lo que equivalía a ganancias fabulosas, en 1974
debieron enfrentar una larga y dura huelga.
La vieja oligarquía, dueña de una cultura de explotación y represión muchas
veces señalada pero nunca erradicada, veía “comunistas” en la mayoría de los
obreros del azúcar. La pertenencia de esos trabajadores a su central sindical,
la Fotia, semejaba para ellos la existencia de un “soviet” incontrolable.
La aparición del PRT y su brazo armado, el ERP, fue, para esa oligarquía, la
confirmación de todos sus temores y sospechas. Y en sus acusaciones, metieron en
una misma bolsa a todos los dirigentes y militantes enrolados en corrientes
combativas o que aparecían defendiendo los intereses de los trabajadores.
También aprovecharon para acusar de “subversivos” a otros que ellos bien sabían
no tenían nada que ver con la izquierda ni con la guerrilla.
La oligarquía señaló como “subversivos” a todos los dirigentes históricos de la
Fotia, entre ellos insospechados peronistas como Benito Romano, Atilio
Santillán, Bernardo Villalba, Rafael De Santis, Raul Zelarayán, etc. Y,
lógicamente, aprovechó para hacer borrar de la faz de la tierra tucumana a los
otros, los vinculados a organizaciones de la nueva izquierda y a aliados y
militantes del PRT. Esa lista la encabezaban, sin duda, prestigiosos dirigentes
como Miguel Soria, Leandro Fote, Antonio del Carmen Fernández, Simón Campos,
Manuel Gallo Farías, Zoilo Reyes, etc.
Los que no fueron asesinados, están desaparecidos o pasaron años en las cárceles
de la dictadura. Junto a ellos corrieron igual suerte centenares de jóvenes
activistas de los sindicatos de ingenios que estaban haciendo sus primeras
experiencias y se habían destacado en el Congreso de Delegados Seccionales que
había resuelto la gran huelga del año 1974.
Villar y Menéndez inician el genocidio. En realidad, la represión contra los
obreros del azúcar comenzó durante los dos operativos efectuados en 1974 en
busca de la Compañía de Monte del ERP. El primero de ellos se inició el domingo
19 de mayo de ese año y estuvo a cargo de la policía Federal, con participación
de la policía Provincial y amplio apoyo logístico del Ejército. Comandó este
operativo el jefe de la Federal, Alberto Villar, uno de los jefes de la Triple
A. El resultado fue un centenar de detenidos, en su mayoría en el interior
tucumano, aunque las fuerzas represoras aprovecharon para realizar allanamientos
y detenciones también en San Miguel de Tucumán.
El segundo operativo tuvo ya la participación directa del Ejército y se inició
el 13 de agosto, dirigido por el comandante de la Quinta Brigada de Infantería,
Luciano Benjamín Menéndez. También realizaron rastrillajes en la zona montañosa,
sin encontrar rastros de los guerrilleros. De paso, detuvieron y maltrataron a
numerosos peones y jornaleros.
A la semana de haberse iniciado este último operativo, la Fotia denunció que “en
estos días se han producido arbitrarios procedimientos en hogares de obreros del
surco, inclusive dirigentes de esta Federación, sin orden de allanamiento y en
abierta violación al fuero sindical”. Entre las decenas de personas detenidas
estaba Gregorio Pantaleón González, secretario adjunto del Sindicato de Obreros
de Fábrica y Surco del ingenio San Pablo.
Mientras la tropa uniformada buscaba sin éxito a los guerrilleros en el monte,
los primeros grupos de tareas organizados por el propio Menéndez realizaban
allanamientos y detenciones ilegales en San Miguel de Tucumán, Acheral, Famaillá,
La Reducción y Lules. Esas patotas secuestraron y asesinaron a dos personas,
Pedro Félix Guzmán, de 19 años y Benito Antonio Acosta, de 50 años, cuyos
cadáveres fueron arrojados al costado de una ruta. Antes de ser asesinados,
fueron salvajemente torturados.
El grupo de tareas, envalentonado por los episodios de Catamarca, donde días
atrás asesinaron a una veintena de guerrilleros y por las arengas de Menéndez,
continuó su accionar terrorista. En pleno centro de la capital tucumana cometió
dos atentados terroristas: el primero un bombazo contra la casa del padre de una
joven detenida tiempo atrás; el segundo un ametrallamiento contra el frente del
estudio del abogado Julio Rodríguez Anido, enrolado en los sectores combativos
del peronismo. Tres días antes una bomba había destruido su vivienda en la zona
de Yerba Buena.
Fotia denuncia y advierte. En los primeros días de septiembre la Fotia denunció
que “diariamente obreros del surco son detenidos cuando se dirigen a sus
trabajos en horas de la madrugada y son sometidos a atropellos”. En el mismo
sentido, la central de los trabajadores del azúcar denunció que el 3 de
septiembre efectivos de la Policía Federal allanaron, sin orden judicial alguna,
el domicilio de José Ramón Castellanos, dirigente del Sindicato de Obreros del
Surco de Santa Lucía. “Tras una sesión de tortura –dijo la Fotia– los policías
dijeron que lo mismo les ocurriría a otros miembros del sindicato, especialmente
al secretario general Eduardo Arturo Alvarez”.
Esa región del suroeste tucumano, con epicentro en Santa Lucía, fue una de las
más castigadas por la represión. La Compañía de Monte no estaba en la zona, sino
varios kilómetros más al norte, a la altura de Famaillá. Pero el sindicato de
ese ingenio había sido un baluarte en las luchas de los años recientes. De allí
surgió precisamente Ramón Rosa Jiménez, asesinado por la policía provincial,
cuyo nombre había adoptado el ERP para dicha compañía.
El ingenio Santa Lucía había sido cerrado por la dictadura de Onganía en 1968
por obsoleto y por las enormes deudas al Estado. Pero la mayor parte de las
tierras de la zona pertenecían a los Avellaneda, ex propietarios de la fábrica.
El pensamiento oligárquico. José Manuel Avellaneda, Manolo para sus amigos de la
Sociedad Rural y el Jockey Club, fue un apoyo importante para la Operación
Independencia. No sólo facilitó las instalaciones del ex ingenio y galpones de
algunas de sus fincas cañeras para la instalación de las tropas. También
asesoró, facilitó vaqueanos y acusó de subversivos a numerosos trabajadores de
la zona, a los que odiaba y consideraba guerrilleros o apoyaturas de los
insurgentes.
Según Avellaneda, “antes de que llegara el Ejército, la población estaba en un
90 por ciento con la subversión. Unos por miedo, otros por romanticismo, otros
por lo que fuere”. Según él, “el almacenero les daba víveres, el otro pasaba
información (...) consciente o inconscientemente, queriendo o no queriendo,
estaban a favor de la subversión”.
Fácil es imaginar lo que Avellaneda influyó en las hordas de Vilas primero y de
Bussi después, con pensamientos así: “La mitad de mis obreros estaba con la
subversión”.
Santa Lucía y su zona de influencia fue una de las más castigadas por la
represión. Tres décadas después del Operativo Independencia se está conociendo
lo que realmente pasó con los trabajadores del ingenio y con los humildes
jornaleros de los campos vecinos.
Los peladores de caña, en su mayoría, habitaban pobres caseríos llamados
“colonias”. Eran agrupamientos de viviendas, en algunos casos construidas por
los patrones, en otros levantadas precariamente por los trabajadores, muchos de
ellos “golondrinas” llegados de otras provincias y de países vecinos.
Ahora se sabe que esas colonias fueron diezmadas, borradas de la faz de la
tierra. Los que no fueron asesinados, fueron detenidos, secuestrados,
desaparecidos. Los que quedaron fueron arreados peor que animales a los pueblos
estratégicos que inventó Bussi y bautizó con nombres de “héroes” de esa guerra
contra los tucumanos: Capitán Cáceres, Subteniente Berdina, Sargento Moya y
Soldado Maldonado.
Estos poblados estratégicos fueron una copia de lo que Bussi vio hacer a los
norteamericanos en Vietnam. Los edificó en terrenos donados por empresas
azucareras o usurpados a viejos propietarios que con el tiempo los reclamaron y
entablaron juicios contra el Estado, responsable último de los delirios del
general.
En 2004, las autoridades de derechos humanos de la provincia realizaron visitas
a la zona y tomaron conocimiento de numerosas atrocidades cometidas por las
tropas desenfrenadas de Vilas y Bussi. Un caso patético fue el de una colonia,
Santa Elena, ubicada al oeste de Santa Lucía: antes de la Operación
Independencia cobijaba a alrededor de 300 personas. No quedó nada de la colonia
y no se pudieron encontrar sobrevivientes ni en la zona, ni en las inmediaciones
ni en los pueblos estratégicos de Bussi.
Varios años después, Avellaneda comentaba entre sorprendido y risueño: “Una vez,
en un sorpresivo procedimiento, cercaron la población de Santa Lucía y tomaron
presas a 110 personas”. El vínculo de Avellaneda con los represores era muy
claro: “Yo tenía acceso al comando de Famaillá, siempre me iba por esos lados
para ver cómo andaban las cosas (...) muchas veces tuve que ir a pedir por
muchachos de algunas familias que yo conocía (...) pero si habían hecho alguna
macana, la cosa pasaba por otro lado”. Este viejo conocedor de lo que estaban
haciendo los militares confiesa que “les decía a los familiares: esperen cuatro
días, si después de cuatro días no aparece, entonces sí empiecen a preocuparse”.
Bases militares en los ingenios. Lo que pasó en los dominios de Avellaneda se
verificó en toda la zona de influencia directa de la oligarquía azucarera.
El ingenio Fronterita, de la familia Minetti, al oeste de Famaillá, cedió viejas
instalaciones en desuso para el funcionamiento de las fuerzas de tareas de
Vilas. En uno de esos lugares, conocido como “los conventillos de Fronterita”,
funcionó uno de los primeros campos de concentración donde fueron atormentados y
asesinados decenas de trabajadores y activistas gremiales de la zona.
Cuando Bussi resolvió levantar el Puesto Táctico de Comando de la ciudad de
Famaillá, lo trasladó a pocos kilómetros al este de esa ciudad y lo instaló en
el ex ingenio Nueva Baviera. Al frente de ese comando puso al teniente coronel
Antonio Arrechea, un afiebrado militar que antes de eso había sido jefe de la
policía provincial y por ende responsable de las patotas que operaban en la
ciudad de San Miguel de Tucumán y de uno de los campos de concentración más
tremendos que funcionaron en esos tiempos: la Jefatura de Policía. A Arrechea lo
secundó, como jefe de la patota secuestradora, torturadora y asesina, un
preferido de Bussi: el cabo Héctor Domingo Calderón, conocido por su ferocidad y
criminalidad. Cuando el Nuncio Apostólico Pío Laghi visitó Tucumán y, entre
otras cosas, dijo que había que “respetar las leyes hasta donde se pudiera”,
visitó el campo de concentración junto con Bussi y otros jefes militares y
dialogó con un secuestrado.
En el ex ingenio Lules, al norte de Famaillá, también operaron las fuerzas de
tareas de Vilas. Numerosos testimonios dan cuenta de las atrocidades que se
cometieron allí con las decenas de personas secuestradas, muchas de ellas
desaparecidas, asesinadas.
En la zona de Caspinchango, en terrenos y galpones pertenecientes a la familia
Nougués, propietaria del ingenio San Pablo, funcionó una base militar y un
centro clandestino de detención donde los militares torturaron y asesinaron a
vecinos del lugar. Lo mismo pasó en instalaciones de los ingenios La Corona,
Providencia, Bella Vista, San Juan, Santa Rosa, La Trinidad, Leales.
Un capítulo especial se lleva el ingenio Concepción, ubicado en la Banda del Río
Salí, al lado de San Miguel de Tucumán. Es el más grande de los ingenios
tucumanos y el que produce la mayor cantidad de azúcar. La familia Paz era su
propietaria. Fueron de los más activos colaboradores de los militares.
En el interior del ingenio Concepción funcionaba un helipuerto. El que más usó
esas instalaciones fue Bussi, quien aterrizaba o despegaba en horarios
insólitos. Es que al general le gustaba sorprender a propios y extraños con
visitas e inspecciones en horarios inusuales. A eso debe sumársele que en “el
chalet” del ingenio una dama patricia tenía para él la mesa servida las 24 horas
del día.
La plata y los servicios prestados. Cuando Bussi inventó el Fondo Patriótico
Azucarero, supuestamente para obligar a los industriales a solventar gastos de
la administración que el Estado provincial no estaba en condiciones de pagar, la
familia Paz figuró entre las que más apoyaron la iniciativa. Seguramente sabían
que la irregular constitución de ese organismo que nunca rindió cuenta de lo
ingresado ni de lo gastado iba a ser para la corrupción, pero eran conscientes
de que de esa forma estaban pagando los servicios prestados por los “héroes” de
la Operación Independencia. Para la recolección de dinero para ese fondo se
sumaron todos los industriales azucareros de la provincia y los cañeros grandes,
sus socios en el negocio.
Los trabajadores azucareros habían encabezado en 1974 las luchas contra el Pacto
Social. Su huelga de más de dos semanas había paralizado completamente la
actividad. La medida de fuerza se llevó a cabo con todo en contra: el gobierno
nacional defendiendo su Pacto Social, el gobierno provincial apoyando a la
oligarquía azucarera, los grupos terroristas estatales promoviendo acciones y
persiguiendo al activismo gremial. Las estadísticas oficiales indican que
después de esas jornadas memorables, los obreros del azúcar no volvieron a hacer
huelgas hasta después de la dictadura. A eso debe sumársele la desaparición y
muerte de decenas de dirigentes y activistas, el encarcelamiento de centenares
de militantes, el despido y el éxodo de los díscolos. El último aumento salarial
obtenido por los obreros azucareros fue el otorgado como consecuencia de la
huelga de 1974. Después, sus salarios permanecieron congelados hasta la caída de
la dictadura. Los barones del azúcar habían sido muy bien recompensados por los
“héroes” de la guerra.
En 2010 la Justicia Federal ordenó el procesamiento de Bussi por delitos de lesa
humanidad cometidos en la usurpación de los terrenos destinados a la edificación
del pueblo Capitán Cáceres.
Pago de favores
El ingenio Concepción, de la familia Paz, aportó 800.000 dólares al Fondo
Patriótico. Dos ex secretarios generales de su sindicato, Miguel Soria y Zoilo
Reyes, fueron desaparecidos. Otros dos obreros del Concepción, Manuel Tajan, un
joven peón del surco, integrante de la Comisión Directiva de Fotia y Bernardo
Samuel Villalba, ex directivo de la central obrera azucarera y diputado nacional
al momento del golpe de estado, también desaparecieron.
El titular del sindicato de La Fronterita, Jacobo Ortiz, fue secuestrado el día
del golpe, después de haber convocado a una huelga en protesta por el asesinato
de Atilio Santillán.
Simón Campos, ex secretario general del sindicato del ingenio Santa Rosa,
también está desaparecido. Lo mismo que Leandro Fote, del ingenio San José y
destacado dirigente del PRT. Ambos, junto a Benito Romano, integraron el grupo
de diputados obreros elegidos en 1965.
Martín Décima, secretario general del sindicato de La Florida, fue secuestrado y
nunca se supo nada de él. La esposa de Zoilo Reyes denunció que en la zona de
influencia de los ingenios del este tucumano fueron secuestrados más de 300
trabajadores, muchos de ellos dirigentes y activistas sindicales.
El ingenio La Providencia aportó casi medio millón de dólares al Fondo
Patriótico. El más destacado dirigente del sindicato de ese ingenio, Manuel
Gallo Farías, fue secuestrado y tras ser “blanqueado”, pasó años en las cárceles
de la dictadura.
El ingenio Leales, de la familia Prat Gay, aportó un cuarto de millón de dólares
y cedió sus instalaciones para el funcionamiento de una base militar desde donde
aseguraron la “paz social” con detenciones, secuestros y desapariciones. Lo
mismo hizo el ingenio La Fronterita, del poderoso empresario Minetti, que
contribuyó con casi medio millón de dólares al Fondo de Bussi y prestó sus
instalaciones (los “conventillos”) para la represión contra sus obreros.
Un capítulo especial lo ocupa el destino de las propiedades de la estatal Conasa:
los dirigentes y activistas de los sindicatos de los ingenios que la integraban
(Bella Vista, San Juan, Santa Rosa, La Trinidad, La Florida y La Esperanza)
fueron el blanco predilecto de la represión, que necesitaba silenciarlos,
desaparecerlos, para desguazar y liquidar sus ingenios y sus cañaverales, que
pasaron a manos privadas.
La colaboración económico-financiera de la oligarquía azucarera tucumana y los
delitos perpetrados en el marco del asalto a Conasa son dos materias pendientes
en la investigación de los crímenes de lesa humanidad cometidos en la provincia
de Tucumán.
18/08/13 Miradas al Sur