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Las
otras muertes del cabo Paz
Por Julio Carreras
-¿Qué sabes del cabo Paz?-dijo Santucho.
-¿El cabo Paz?- contesté, para ganar tiempo. Nada, en realidad no sabía nada.
-¿Quién es?, pregunté.
-Un suboficial que fue fusilado por el ejército, a mediados de los años treinta-
explicó Santucho. Queremos hacer un libro sobre esa historia, para que no se
pierda. En realidad, el cabo era un buen tipo, pero no es tanto él lo que nos
interesa, sino las grandes movilizaciones populares. Salieron miles de
santiagueños, durante varios días, a manifestarse en las calles. Cuando lo
fusilaron, atacaron el Obispado, al diario El Liberal, a la Unión Cívica
Radical... un día de furia... que el poder dominante, luego, casi ha logrado
borrar.
Francisco René Santucho, "El Negro", era el fundador del FRIP, movimiento
revolucionario del cual había emergido más tarde el PRT-ERP. Estábamos en una
placita de Córdoba, una agradable noche primaveral de 1973. Yo tenía 23 años
entonces, trabajaba como periodista en la corresponsalía cordobesa del diario El
Mundo y en las Redacciones de las revistas Patria Nueva y Posición.
-El Comité Central del Partido me ha asignado fondos para que hagamos una
colección de libritos de análisis histórico... -continuó Santucho. -Al estilo de
las del Centro Editor de América Latina.
"Yo quiero comenzar con la historia del cabo Paz... Había pensado que la persona
indicada para escribirlo sos vos... ¿te animas?
Me quedé silencioso, algunos segundos. La circunstancia de no haber escuchado
jamás siquiera una mención al cabo Paz me ponía incómodo. Había crecido en una
familia activamente peronista, donde los sucesos populares solían considerarse,
continuamente. Aún así, la pesada inhibición psicológica establecida por los
poderes dominantes en Santiago había sido tal, que ni siquiera los militantes
populares lograban perforar el insidioso edicto. Pronto comprobaría cuánto más,
de lo que aquella noche imaginé, había calado en la sociedad santiagueña el
miedo a hablar sobre ese tema.
-Si estás dispuesto a escribirlo, tendrás que viajar a Santiago, a hablar con
algunos de los protagonistas, que todavía viven...-continuó Santucho. -Vas a
tener que trabajar bastante... la gente no quiere hablar... han pasado más de
treinta años del asunto, pero la gente aún tiene miedo a las represalias...
-Yo no tengo problemas... -dije-...si a vos te parece que puedo escribirlo...
-Te daremos los viáticos, regularmente... -contestó el Negro Santucho. Abriendo
su bolso de viaje, extrajo un pequeño fajo de billetes y me lo extendió: -tomá,
esto para que comiences ya... lo necesitamos cuanto antes, ya sabes que no
estamos en tiempos de dilatar cosas...
Efectivamente: la guerra lanzada contra nosotros por las bandas parapoliciales
se cobraba al menos una vida joven cada día. En Córdoba, en aquellos primeros
días de octubre habían caído, acribillados a balazos, cuatro o cinco militantes
de izquierda o de la JP Montoneros. Algunos habían sido torturados antes por
aquellos profesionales del crimen, los comandos de las Tres A, integrados por ex
policías, militares y hasta asesinos comunes, indultados para usarlos en tareas
ilegales. Que se efectuaban casi abiertamente bajo el amparo de un Estado
"democrático".
-Yo voy a poder trabajar en esto únicamente los fines de semana... siempre
sujeto a lo que me indiquen los compañeros de aquí -le advertí.
-Está bien -contestó el Negro-... tratá de tener el texto terminado antes de fin
de año... que no sea muy largo... calculá un librito de unas cincuenta
páginas...
Me dijo que la editorial se iba a llamar Esta América y los libros se
imprimirían aquí, en Córdoba.
Primera muerte
Luis Leónidas Paz era un muchacho de origen muy humilde que había logrado
ingresar al Ejército Argentino, en parte, por su popularidad como boxeador. Era
una de las pocas posibilidades que por entonces se abrían a las clases
paupérrimas, en la Argentina oligárquica. La "carrera" de suboficiales.
Paz fue destinado al "rancho", es decir, la cocina del por entonces nutrido
Regimiento 18 de Infantería, en Santiago del Estero. A diferencia de otros
suboficiales en tal función, el cabo Paz pidió autorización a la superioridad
para distribuir entre los indigentes las sobras de las comidas -desayuno,
almuerzo, merienda y cena. Casi la mitad de lo que se cocinaba para los soldados
solía ser tirado a los chanchos.
Una vez recibida la autorización, Paz no necesitó difundir demasiado la novedad:
una multitud de mujeres, ancianos y niños comenzó a reunirse cada día, media
hora antes de cada comida, con sus platitos, tazas o tarros, para mendigar
comida. Muchos provenían del mismo y pobrísimo barrio "El Triángulo", que
circundaba el inmenso y opulento predio del Regimiento.
Esta actitud del cabo Paz le atrajo una inmensa ola de gratitud popular. Unida a
su fama como boxeador, hacía de él una especie de "estrella" que pronto
despertaría cierta intranquilidad en la oficialidad y clases gobernantes.
Santiago del Estero era en los años 30 del siglo XX un clisé en negativo de la
configuración sociológica nacional. Sus únicas fuentes de recursos económicos
era la producción a destajo de materia prima forestal, para grandes industrias
foráneas.
La pobreza, humillación, sometimiento de la inmensa mayoría de la población
santiagueña era agravada por el casi absoluto aislamiento cultural en que se
desarrollaba la vida cotidiana de esta provincia. Como primer emplazamiento de
la Conquista Española en el territorio argentino, había inaugurado su existencia
"cívica" con el genocidio. Dos nutridas comunidades aborígenes autosuficientes y
probablemente refinadas -debemos hablar de probabilidad, pues su acervo cultural
fue deliberada y sistemáticamente aniquilado por los invasores españoles- fueron
brutalmente aplastadas y asesinadas paulatinamente por medio de una súper
explotación monstruosa entre los siglos XVI y XVII. Permitiendo la supervivencia
de las mujeres -no por generosidad, sino por la escasez de ellas-, los invasores
europeos fueron constituyendo una sociedad nítidamente dividida en castas. En la
base inferior, se amontonaron pues los descendientes de aborígenes y los
"guachos" (hijos no reconocidos de violadores españoles y mujeres aborígenes
violadas); excepcionalmente iban a parar allí españoles "fracasados" de las
clases paupérrimas. Luego se interponían algunos centenares de pobladores de
"clase media" (en 1869 un censo nacional indica en Santiago del Estero 132.898
habitantes, con 70 extranjeros "de origen europeo"). Y por encima de todos
ellos, un pequeñísimo grupo de propietarios constituido por descendientes de los
conquistadores españoles. Sobre estos números de mediados del siglo XIX, resulta
significativo señalar la disminución en los habitantes de la provincia: de entre
unos 200.000 encontrados por los invasores germano-españoles hacia 1550, a
cincuenta mil menos, tres siglos más tarde.
No hubo ascenso en la escala social santiagueña luego de la Revolución de Mayo.
Apenas algunos pocos escaladores de las clases medias pudieron reubicarse, cosa
frecuente en cualquier periodo inestable. Adherentes tardíos al pronunciamiento
porteño -más por miedo a la oficialidad de Castelli que por otras razones- los
gobernantes santiagueños siguieron saliendo de las mismas familias, hasta bien
entrado el siglo XX. Y lo que resulta más significativo: lograron perpetuar
parecidos métodos de dominación, incluso hasta el día de hoy (siglo XXI). Dicha
dominación cuenta en su núcleo conceptual con un factor determinante,
profundamente enquistado en la genética de la población y su inconsciente
colectivo: el terror. Un terror físico, cultural, religioso y social. Instalado
profundamente en las psiquis nativas por el terrorismo hispánico durante la
fundación sanguinaria. Abonado y cultivado luego, casi quinientos años, por sus
beneficiarios genéticos o sectoriales.
Volvamos a 1935 y al cabo Luis Leónidas Paz. Su novia era una hermosa chica con
la cual tenía previsto casarse el 5 de enero de aquel mismo año. El mayor
Sabella, jefe de su batallón, pretendía ejecutar con ella, sin embargo, su
"derecho de pernada". Con tal propósito, Sabella castiga injustamente al cabo
Paz, para dilatar un casamiento que se hubiera interpuesto ante su codicia
sexual. El cabo Paz intenta dialogar con él y ante su despectiva contumacia, lo
mata. Es arrestado y condenado al fusilamiento, por un veloz Tribunal Militar.
La historia se difunde rápidamente entre toda la población santiagueña. Esa
misma tarde del 6 de enero de 1935 -celebración de Reyes-, una multitud se reúne
en la plaza principal. Escuchan arengas de "agitadores socialistas y
anarquistas", según afirmaron después miembros de las clases dominantes de la
época. Comienza a gestarse un clamor por la vida del suboficial Luis Leónidas
Paz.
Gobernaba la provincia un astuto emergente de las clases medias, el "Gaucho"
Castro. Servidor efectivo de la oligarquía, ejercitaba sin embargo un demagógico
pendoleo con el que manipulaba a las masas populares, utilizándolas como
herramientas de negociación cuando lo consideraba necesario. Hasta había
aprendido a hablar quichua, para seducir a miles de sencillos descendientes de
aborígenes, luego de haberse abierto un proceso de relativa participación, en
los años veinte, por medio de elecciones cada vez menos amañadas. El "Gaucho"
Castro decide ponerse "al frente" de las movilizaciones. Desde los balcones de
la Casa de Gobierno, como era su costumbre, arenga a la multitud y avisa que esa
misma noche solicitaría al presidente de la Nación, general Agustín Pedro Justo,
el indulto para el suboficial santiagueño, tan querido por su población.
Justo, desde una playa de Mar del Plata, rubrica el "cúmplase" para aquel
fusilamiento. La grandilocuente propuesta del demagogo provincial no fue
siquiera considerada por el autócrata porteño. Para quien Santiago del Estero
debió de haber sido no sólo "uno de los 14 ranchos", sino, además, uno a los
cuales hubiera preferido borrar si fuera posible.
El 9 de enero de 1935 a las dos y media de la tarde, fusilan al cabo Luis
Leónidas Paz. Zoila Ledesma enviuda anticipadamente, tres días después de la
fecha en que debió haberse casado. El mismo cura que debió haber bendecido su
matrimonio, disuadió al contrayente de que siguiera enviando cartas de protesta
y le predicó resignación.
Los diarios alternativos publican al día siguiente una de aquellas cartas
escritas por su mano:
"Faltando pocos minutos para terminar con mi existencia escribo estas líneas
para hacerles saber por intermedio del diario "El Combate" y "La unión" que
agradezco cuanto ha hecho por mí este querido pueblo de Santiago que hasta el
último momento me acompañó, también quiero decirles que muero como buen
cristiano y como buen soldado. Mis deseos eran despedirme de todos los que hasta
la puerta del Regimiento llegaron pero no pude, no porque me falte valor, sino
porque la superioridad no les permitió la entrada, para darles el último adiós.
¡Viva mi Patria! Luis L. Paz, Cabo 1º/R.I.18".
El Liberal, en cambio, ya por entonces alineado junto al poder, iba a sufrir
pedreas y el intento de incendiar su edificio por la muchedumbre enardecida. Los
grupos de pobladores enfurecidos por el asesinato del cabo Paz habían apedreado
primero al Regimiento 18 de Infantería. Apenas unos minutos después que se
escucharan los fatídicos ocho balazos de Mauser alemán, modelo 1909, con que
acribillaron al suboficial. *Seguidos por un tiro de pistola, que el sargento 1º
Dolores Maldonado, "llorando" según cuentan, se vio obligado a efectuar en la
cabeza yerta de su "amigo", puesto que había sido designado para esa vil faena,
bajo la supervisión de dos oficiales, un capitán y un general.
También la Iglesia Catedral iba a caer bajo las iras de un pueblo enfurecido,
que hasta bien entrada la noche de esa calurosa jornada de verano iba a recorrer
las calles apedreando, pintarrajeando, en algunos casos intentando incendiar, en
simbólica punición, a los más representativos edificios del poder oligárquico
santiagueño.
* El Mauser 1909 Modelo Argentino es un fusil de cerrojo militar calibre 7,65 x
54 derivado del afamado Mauser del Ejército Alemán, 1898, utilizado por las
Fuerzas Armadas de Argentina desde su adopción en 1909 hasta fines de la década
de 1950, siendo reemplazado entonces por el fusil automático FN FAL. Es
considerado por muchos autores como el mejor fusil militar, por calidad de los
materiales usados en su fabricación y la terminación y ajuste de sus piezas.
(Wikipedia.)
El tema prohibido
Merceditas Echegaray estudiaba Historia en la Universidad Nacional de Tucumán.
Me encontré por casualidad con ella y Santiago Díaz en la Librería Dimensión.
Eran como las diez de la mañana de un sábado, en septiembre de 1973. Para mí
Dimensión era como una segunda casa y el primer lugar público adonde iba cuando
regresaba a Santiago. Merceditas y Santiago eran mis amigos; les conté lo del
cabo Paz. Estuvimos conversando animadamente hasta cerca del mediodía. Antes
volver cada uno a su familia, caminé algunas cuadras sólo con ella, pues íbamos
en la misma dirección. Le pregunté:
-¿Tienes algo que hacer después del almuerzo?
-No. ¿Por? -respondió Merceditas.
-Voy a ir al río. ¿Quieres venir?
-Bueno -dijo-, le pediré a mi papá que nos lleve.
-Perfecto-, celebré y luego de besarnos en las mejillas nos fuimos, ella para el
Norte, yo para el Oeste.
Echegaray era un político de la Democracia Cristiana, creo que como de cincuenta
años por entonces.
-¿Así que estás investigando sobre el cabo Paz? -preguntó apenas subí al asiento
trasero de su automóvil.
-Hoy empiezo...-contesté- aunque no sé muy bien por dónde empezar... Merceditas
me dijo que tal vez usted podría indicarme algunos nombres de personas que
conozcan detalles de aquel asunto...
-Bueno, Ismael Soria, del Partido Socialista, fue uno de los que arengaba a los
manifestantes -me dijo, mientras nos llevaba hacia el Río Dulce. -También había
algunos anarquistas, pero de ellos ya no vive ninguno... ¿Para qué investigas?
-quiso saber.
-Para un libro... me lo encargó una editorial de Córdoba -contesté, cautamente.
-Ah -replicó el democristiano. Era totalmente canoso, más bien delgado, sonreía
con facilidad; aunque sus ojos, bajo lentes de prescripción, lucían suspicaces
desde el retrovisor. -Me parece que la hermana aún vive en la casa que había
comprado él, cuando iba a casarse... es en la calle Libertad, muy cerca de la
comisaría cuarta -articuló, con voz reflexiva...
En pocos minutos llegamos al Río. El papá de Merceditas volvió, dejándonos sobre
la orilla. Quitándonos lo superfluo, quedamos con mallas. No existen para mí
cuadros más sublimes que el cielo de Santiago, contemplado desde las aguas del
Mishky Mayu. En tal edén y entre conversaciones largas, cuyo contenido
ciertamente no recuerdo, nos entretuvimos allí como hasta las seis de la tarde.
Teníamos hambre. Volvimos caminando.
-Vamos a mi casa, prepararé unos lomitos -dijo ella. Acepté.
Al llegar allí, nos encontramos en el living, sobre amplios sillones junto a una
botella de wishky sobre una pequeña mesa transparente, a dos chicas y un hombre.
El tipo, alto, musculoso, pelo corto aplastado con gomina y bigote negro, bien
recortado, fue presentado por su novia. "Teniente primero..." (no recuerdo el
nombre que masculló junto a un apretón de mano seco y fugaz). De las chicas, una
era la hermana de Merceditas, novia del teniente primero; a la otra, de apellido
Binotti, la conocía de vista. Su hermano había tocado conmigo en un grupo de
rock, del que se alejó para ingresar a la Escuela de Oficiales del Ejército: el
padre de ambos era un Coronel retirado.
Dejándolos tranquilos -al menos fue lo que me propuse- pasamos al comedor con
Merceditas. Ella fue a la cocina y enseguida emergió desde allí el olor
apetitoso de un par de bifes a la plancha. Salió sólo para poner en la mesa una
Coca Cola, junto a un sifón de soda y una botella de Martini, invitándome a
tomar lo que quisiera. Le agradecí y me senté sobre una de las sillas del
entorno.
Vi al tipo levantarse lentamente y avanzar desde el living; con pasos
envaradamente conminatorios, rodear lentamente la mesa junto a la cual yo estaba
y servir Coca Cola en un vaso. Repentinamente, con tonada porteña, de un solo
tirón, exclamó sin mirarme:
-¿Y quién carajo sos vos para andar escarbando la historia de nuestro glorioso
Ejército Argentino?
Comprendí que me hablaba a mí: no había nadie más en aquel ámbito, aparte de las
dos chicas -y Merceditas en la cocina. No contesté.
-¡A vos te hablo!...-gritó, esta vez con timbre militar, mirándome fijamente, el
bigote temblándole sobre la boca que exageradamente torcía en gesto asqueado.
-¡Quién mierda sos!... ¡Me parece que sos uno de esos comunistas, tratando de
echar basura sobre el Ejército de nuestra patria!...
Me paré de un salto.
-¡Claro que soy un comunista!-grité más alto aún que él. -¿Y quién mierda sos
vos para cuestionar mi ideología? ¿Me vas a impedir que sea comunista si se me
da la gana?...
Mi mano derecha estaba lista para capturar del pescuezo al sifón (por entonces
los hacían con un vidrio muy recio) por sí el milico sacaba un puñal o algo por
el estilo. Aunque él debía aún dejar el vaso que tenía en la mano; calculé que
me daría algunos segundos para asestar la primera trompada en su nariz.
-¡Comunista de mierda!... -gritó el teniente primero, aunque sin dejar aún su
vaso con Coca Cola en la mesa. Con tal que no esté planeando echármela en la
cara, pensé. -¡Lo del cabo Paz es un asunto interno del Ejército!... -gritó-. ¡Dejá
de meterte con eso ya!
-¡Manga de asesinos cobardes! ¡ustedes son una manga de asesinos cobardes,
traidores a la patria, al servicio del imperialismo yanqui! -bramé. -El cabo Paz
era parte de nuestro pueblo, en nombre de ese pueblo tengo todo el derecho de
investigar lo que quiera, y lo voy a seguir haciendo, ¿entiendes? ¡No me lo vas
a impedir ni vos ni ningún otro milico de mierda!...
Merceditas había escuchado los gritos y salió corriendo de la cocina para
abrazarme. Me había acercado a cincuenta centímetros del tipo ya y él se
preparaba para intentar un ataque. Había dejado el vaso sobre la mesa, cerraba
los puños, levantándolos a la altura del pecho.
-¡Vamos, vamos!... ¡no discutan por cuestiones políticas, por favor!...-clamó
Merceditas, interponiéndose entre el militar y yo, abriendo sus brazos, muy
cerca, para inducirme a bajar los míos. -¡Vos!... exclamó de repente,
volviéndose por completo hacia él: -¡respetá mi casa! ¡Es una vergüenza lo que
estás haciendo! ¡Afrentar a mi invitado! ¡Es un amigo de nuestra casa, una casa
que no te pertenece! ¡Guardá el decoro, por favor! ¡No creo que en la Academia
Militar te hayan enseñado esos modales, hacia la sociedad civil!...
El milico se quedó callado. Pese a esto, Merceditas pareció no confiar demasiado
en aquella pasajera calma y dijo:
-Vamos a comer afuera, por favor, los dos... yo invito...
Terminamos cenando unos sanguches de lomitos, acompañados con Naranja Fanta, en
un pequeño bar de la Bolivia e Irigoyen.
Cronología de los sucesos
1 de enero de 1935: el mayor Carlos Elvidio Sabella sanciona con quince días de
arresto al cabo primero Luis Leónidas Paz. Causa: haber trasladado desde
Tartagal a Santiago, luego de las maniobras militares, a un cocinero civil que
había sido despedido recientemente.
2 de enero de 1935. A las dos de la tarde, el cabo primero Luis L. Paz se
presenta en el casino de oficiales, donde el mayor Carlos E. Sabella, junto a
otros oficiales, fumaban y tomaban café luego de haber almorzado. Pretende
explicar que había trasladado al cocinero despedido bajo autorización de un
subteniente y un capitán, a quienes había consultado antes de hacerlo. Va a
pedir clemencia, invocando su necesidad de cumplir con su casamiento, para el
cual ha reservado una misa y contratado servicios de fiesta, fijándose
anticipadamente como fecha el 5 de enero. Sabella se niega a recibirlo y ante su
insistencia, ordena a los gritos que lo echen de allí. Es entonces que el cabo
Paz entra al salón del Casino de Oficiales y descerraja todas las balas de su
revólver en el cuerpo del mayor Sabella -menos una primera bala, que apenas al
extraer el arma escapa y se incrusta en la pared, tras de él. Luego de eso, tira
el revolver y huye, corriendo. Pero al llegar al puesto 2 -una ancha galería, ya
casi sobre la calle pública-, recapacita y se entrega a quienes lo perseguían.
3 de enero de 1935. Se efectúa la autopsia al mayor Carlos E. Sabella. Se toma
declaración sumaria al cabo Luis Leónidas Paz, quien reconoce haber matado a
balazos a este superior jerárquico. Junto a un croquis e ilustraciones de un
dibujante que ilustran el crimen, se entrega la documentación a la comandancia
del Ejército en Santiago del Estero. Y se envía un telegrama al general Agustín
Pedro Justo, presidente de la Nación, donde se le comunican los hechos. Justo
transfiere la información, enseguida, al general Manuel Rodríguez, comandante en
Jefe del Ejército Argentino. Este ordena la inmediata constitución de un
Tribunal Militar en el Regimiento 18 de Infantería de Santiago del Estero, que
juzgue sin dilación al asesino.
4 de enero de 1935: Se constituye el Tribunal Militar. Estudian los sucesos y se
designa defensor del reo al capitán Máximo Garro. A las 12:30 presta declaración
el imputado, Luis Leónidas Paz, quien manifestando su arrepentimiento y llorando
reconoce su grave falta al haber asesinado "en un momento de locura", al oficial
superior Sabella. Luego de un cuarto intermedio, se reanuda la sesión por la
tarde, para escuchar las acusaciones y las defensas. A las diez de la noche, se
emite el fallo: el cabo primero Luis Leónidas Paz resulta condenado a morir por
fusilamiento, fijándose el 9 de enero de 1935 la fecha para cumplir tal acción.
Durante aquella jornada, en tanto, habían comenzado a congregarse en las calles
alrededor del regimiento, grupos de personas tratando de recibir noticias acerca
de lo que se estaba tratando en el interior. También en plazas y barrios iba
esparciéndose el rumor de que iban a matar al cabo Paz y esto era considerado
injusto por la población.
5 de enero de 1935: Se conoce la noticia. Hojas alternativas cuestionan el fallo
militar; El Liberal, en cambio, detalla y acentúa la prolijidad de las
actuaciones. El capitán Máximo Garro envía su apelación a la Comandancia del
Ejército. En la calle, en tanto, desde la mañana numerosas multitudes han salido
a protestar y reclaman el indulto para el cabo Paz. No se iban a retirar durante
todo aquel día. Hacia el anochecer, el gobernador Juan B. Castro envía un
telegrama urgente solicitando el perdón para el cabo.
6 de enero de 1935: Miles de personas llenan las calles de la ciudad de Santiago
del Estero. Se suspenden las tareas en la administración pública y comercios.
Numerosas instituciones se suman al pedido de indulto del gobernador. Entre
ellas la Cruz Roja, Cámara de Diputados de la Provincia, Unión Cívica Radical,
Partido Socialista Argentino, la Acción Católica Argentina, la Federación de
Asociaciones de Fomento y Cultura de los Barrios de Santiago del Estero
(controlada por los socialistas). Tal vez el general Agustín P. Justo ni
siquiera se tomó el trabajo de mirar los telegramas. Con displicencia refrendó
el fusilamiento sin vacilar, desde una aristocrática playa en Mar del Plata. El
diario Crítica, de Buenos Aires, envía un periodista. Que en ningún momento
lograría autorización para entrevistarse con el cabo Paz.
7, 8 y 9 de enero de 1935: El destino del cabo primero Luis Leónidas Paz es el
único asunto que interesa a todos los santiagueños durante cada una de las horas
de aquellos tres días. Multitudes recorren la ciudad; se instalan asambleas
partidarias en plazas públicas. El gobernador Castro participa en algunas de
ellas, asegurando que debían sostenerse esperanzas, pues el indulto presidencial
podía llegar en cualquier momento. El pueblo santiagueño, religioso hasta las
médulas, cree posible un milagro. No sucede: el cabo Paz es fusilado a la hora
indicada. Los balazos de Mauser catapultan dos metros hacia atrás el cuerpo del
joven suboficial. Luego, pese a que no hay dudas de su inmediata muerte, recibe
un balazo de pistola en la cabeza.
La multitud en la ciudad estalla. Apedrean al regimiento, intentan quemar el
obispado, los edificios de El Liberal, la Dirección de Rentas de la Provincia,
la Legislatura Provincial. Culpan al cura Amancio González Paz, capellán del
Ejército, de haber interceptado cartas que el suboficial escribía para ser
publicadas en diarios alternativos y al corresponsal de Crítica. También se
imputa al cura haber minado la disconformidad del reo con prédicas de
"aceptación al Destino, asignado por Dios".
Durante el juicio sumario, el 4 de enero, el capitán Máximo Garro, defensor
oficial, había intentado esgrimir supuestas "taras congénitas" como atenuantes
para la acción del cabo Paz. El suboficial interrumpió al defensor cuando este
leía sus argumentos, que había redactado sin consultarlo. Y lo desautorizó ante
el tribunal militar.
"...mi defendido no obró en su estado normal", decía Garro. "No puede
considerarse normal a un hombre hijo de un padre alcohólico y que para colmo
padece de una enfermedad que puede haber obrado como causa de carácter orgánico
o la razón que nos explique esto que es inexplicable, por la desproporción que
hay de causa-efecto: en su ficha médica consta que el día 13 de Septiembre de
1934 da parte de enfermedad”.
El cabo Paz lo interrumpe a viva voz, entonces:
-¡Usted se aparta de la verdad, mi capitán! -grita-: ¡Gozo de perfecta salud
mental, tampoco sufro ninguna enfermedad! El parte médico al que se refiere es
por un malestar sin importancia...
Sorprendido, el capitán Garro, no sabe cómo continuar. Luego de algunos segundos
de indecisión, solicita al Tribunal un cuarto intermedio, "para aclarar algunos
conceptos con mi defendido".
-No tenemos nada que aclarar, capitán-, exclama irritado el cabo Paz. -Mi padre
era un hombre digno, normal y decente... como todo el resto de mi familia. No
soy tan canalla como para ofender a mis mayores, sólo por salvar el pellejo.
Las otras muertes
-No puedo escribir sobre el cabo Paz -le dije al "Negro" Santucho, en marzo de
1974. El viejo Soria, del partido Socialista, no quiso contarme nada. Averigué
la dirección de un medio hermano del cabo, que ahora vive en su casa... Tampoco
quiere hablar del tema. Incluso se molestó cuando supo que alguien me lo había
señalado como "hermano del cabo Paz". Otros me dijeron que siempre trató de
borrar su parentesco. La novia... literalmente desapareció. Fui a la casa de su
familia: dijeron que está casada; reside, según ellos, en Santa Fe. Enmudecieron
cuando les pregunté sobre el cabo Paz. Al final, únicamente pude reconstruir la
historia de algunos viejos, sin participación directa, que me contaron sus
versiones, más o menos semejantes en lo esencial. Pero sin ninguna
documentación. Sabes que puedo viajar a Santiago únicamente algunos fines de
semana, no todos... y en esos días el Archivo de El Liberal o la biblioteca 9 de
Julio no están abiertos al público...
Santucho meditó unos segundos.
-No importa. Escribí lo que sabes. Lo que me has contado ya es suficiente, con
relación a lo personal. Lo más relevante aquí es la reacción popular. Muestra la
comprensión clara de los oprimidos, de adónde están sus enemigos. Debes destacar
eso, mostrar cómo el pueblo, cuando se decide a luchar, sabe claramente quiénes
son lo que lo explotan y se lanza hacia ellos, para escarmentarlos. Aquella
insurrección popular no fue a ciegas: atacaron al Regimiento, al Obispado, al
diario El Liberal... es decir, los núcleos del poder real de la burguesía
opresora. Escribilo. Tengo confianza en vos. En tu capacidad de análisis.
-Trataré de hacerlo...-musité. En su número 2, la revista Posición había
publicado a tres páginas un artículo escrito por mí, sobre la centenaria
opresión al campesinado en Santiago. Se denominó "La Madre Violada".
Sintentizaba el salvaje proceso de explotación semifeudal, desde el genocidio a
los aborígenes hasta los obrajes del siglo XX. Francisco había leído ese
artículo; por él recomendó mi contratación permanente en los medios "legales"
del PRT en Córdoba. Estaba convencido de que podía comunicar bien, una realidad
que, por otra parte, comprendía.
Aquella noche calurosa de marzo de 1974 lo llevé, en un Renault 4 del partido,
hasta la terminal. Eran las 22:50 cuando bajó en la playa de estacionamiento.
Apenas me dio un apretón de manos antes de irse. Llevaba un pequeño bolso negro,
de loneta, y un portafolios de cuero negro. Ambos viejos, agrisados por tierra
de los caminos. Luego de cerrar la puerta me hizo una última seña con la mano
derecha. Y se fue hacia las plataformas, donde debería tomar el colectivo de la
once de la noche hacia Tucumán.
A fines de mayo terminé el libro. Apenas cuarenta y ocho páginas de una edición
de bolsillo -unas dieciséis páginas de oficio. Se lo entregué a Nelso, el
responsable de la Imprenta y la Editorial Posición.
-¿Qué hacemos con ésto? - preguntó.
-No sé. Es el librito que me encargó Antonio (era el nombre de guerra de
Francisco René Santucho.)
-Ah. Entonces lo mandaré a tipear. ¿Vos podrás armar los originales?
Le dije que sí. En el PRT se cultivaba una dulcísima cortesía, pero a las
preguntas de un responsable se podía sólo responder que sí.
Vivíamos agobiados por las tareas. Y por las muertes. "Cayó la cana anoche en la
casa del Pato. Se cagaron a tiros. Murió la Gringa Teresa". Frases como estas se
escuchaban casi todos los días. Debíamos seguir trabajando. Sin horario. Si
había que entregar cinco mil ejemplares de la revista para un sindicato y no
habíamos terminado hasta la noche... a quedarse. Amanecer trabajando. Hasta que
veíamos las chapas entrando a las máquinas y escupiendo los pliegos con olor a
tinta. Así. Muchas veces, salir de trabajar e ir a reuniones. En barrios o casas
desconocidas. Tabicándonos para no memorizar los lugares. Etcétera.
A fines de junio terminé los originales del libro y se los entregué a Nelso,
listos para imprimir. Fue mi último día en la imprenta. Por mis reiteradas
"actitudes pequeño burguesas" el Partido había decidido que debía
"proletarizarme". Es decir, buscar trabajo de obrero en alguna fábrica. Poco
antes, se había decidido dejar de editar la revista. El recrudecimiento de la
guerra revolucionaria convertía en muy peligrosas las actividades periodísticas
públicas. Particularmente la exposición de cuadros del PRT, que para constituir
un Consejo de Redacción debían alternar con personas extrapartidarias en lugares
demasiado expuestos. Así que de un plumazo, la dirección del PRT ordenó: "no va
más". Me fui. Triste y helado. Ese comenzó a ser uno de los inviernos más fríos
que viví en Córdoba. No contaré ese periodo, saturado por los crímenes de las
Tres A, la muerte de muchos compañeros queridos. Como el "Cuqui" Curutchet, un
talentoso abogado, quien apareció con más de cuarenta balazos en el cuerpo,
tirado en un basural. O César Argañaráz, compañero en las redacciones de El
Mundo, Patria Nueva y Posición. Quien caería combatiendo el 11 de agosto de
1974, durante el copamiento del cuartel militar de Villa María.
Para seguir hablando del cabo Paz debo trasladarme a San Francisco de Córdoba.
Donde, a mediados de 1975, vivía, ya casado con una estudiante de medicina,
también militante del PRT. Y trabajaba en la Fundición Filippi, una fábrica
metalúrgica. Aunque no como obrero, sino a cargo de las planillas del personal.
Fuera de un breve período en el cual aprendí el oficio de albañil -y hasta me
afilié a la UOCRA- no había podido dar cumplimiento estable a la dictaminada
"proletarización".
Con los ojos cansados de consignar datos en renglones pequeñísimos, a mano, con
alta presión pues se trataban de los sueldos, asistencias, calificaciones, de
unos ciento cincuenta trabajadores todos los días, regresaba a mi hogar cada
tarde a las seis. Sólo para salir nuevamente, a reuniones del partido. A veces
en otras localidades de aquella zona, como Porteña o Brinkmann. Mi esposa estaba
embarazada y esperábamos nuestra primera hija. Varias veces por semana debía
viajar a Córdoba, para sus clases o algún examen.
Pese a todo ello, me puse a escribir una novela... sobre el cabo Paz. La
autonegación de aquel pueblo oprimido, al que pertenecía, me había quemado el
alma. Quería discernir las razones del miedo ancestral, derrotar al silencio
impuesto por los opresores, quebrar el falseamiento de nuestra Historia. Como no
había logrado reunir suficientes datos y menos documentación, elegí la forma
ficcional. Además porque, en el fondo, cuando empecé a escribir
sistemáticamente, a los veinte años, siempre había aspirado ser escritor.
Pero me capturaron; y también a mi esposa. Ella estuvo seis años en la cárcel,
yo siete. Al salir nos reunimos. En la cárcel, me enteré de que Francisco René
Santucho había sido secuestrado en la capital de Tucumán, a mediados de 1975.
Desde entonces ha desaparecido.
Al volver a San Francisco, ya de visita, entre las cosas que habían perdurado de
nuestras modestas pertenencias, encontré el cuadernito Billiken... donde con
letra pequeña había comenzado a escribir aquella novela, sobre el cabo Paz...
Ahora lo tengo ante mí. Copiaré abajo parte de ese texto, por sí a alguien le
interesa.
Al momento de mis "investigaciones", en 1974, habían pasado casi cuarenta años
desde el fusilamiento del cabo Paz. Casi nadie hablaba de él en Santiago. Los
jóvenes como yo, no conocíamos absolutamente nada de esa historia.
Tulio Pavón Pereyra había escrito algunas líneas sobre aquello. Era conocido de
mi padre; su hermano, un oficial del Ejército, había estado presente incluso
durante los sucesos. Los había vivido en directo. Este militar participaba de
algunas reuniones con los peronistas. Incluso mi padre y mis dos tíos, quienes
eran intelectuales destacados del peronismo santiagueño. A pesar de ello, en mi
casa nunca había oído hablar del cabo Paz. Parecía haberse concertado un pacto,
para borrar este tema de la memoria colectiva.
Hacia 1998 -72 años después- El Liberal publicó -por iniciativa de su director
Editorial, doctor Julio César Castiglione- un informe a toda página y magníficos
colores, sobre el Fusilamiento del cabo Paz. Escrito por una periodista
obsecuente, difundió la versión del establishment. Yo por entonces trabajaba
allí. "Así es como se va modelando la Historia Oficial", murmuré. Por cierto,
sólo para mí.
A principios del año 2012, recibí el e-mail de un profesor de la universidad de
Itaka, Estados Unidos. Alguien le había dicho, en Buenos Aires, que yo había
escrito un libro sobre el cabo Paz.
Le contesté que ni siquiera había visto ese libro luego de habérselo entregado a
la imprenta. Mas, coincidentemente, la Universidad de Frostsburg me había
invitado a dar una serie de charlas entre el 24 de marzo y el 5 de abril de ese
año. Y se acababa de hacer un breve documental sobre el cabo Paz, en Santiago
del Estero. Si eso le interesaba, ofrecí llevárselo, en un CD. Contestó que sí.
Recientemente he visto que se ha publicado un estudio universitario sobre el
cabo Paz. Indagando un poco más, descubrí que existe otro libro, con
documentación recogida por un historiador porteño, al parecer, sobre este mismo
tema. Puede hallárselo con Google Books, aunque no leerlo completo allí.
Ahora bien: ¿por qué la historia nos despierta un interés renovado, generación
tras generación? Y no sólo a los santiagueños. No lo sé. Lo cierto que aquí he
escrito, otra vez, por tercera vez en mi existencia... sobre el Cabo Paz.
Textos de 1975
Copio a continuación -sin modificaciones- los cuatro primeros capítulos de lo
que pretendió ser una novela sobre el cabo Paz. Escritos a mis 25 años, en San
Francisco de Córdoba. Los únicos que logré esbozar en tiempos, como se sabe,
bastante agitados.
Capítulo I - 1935
Una multitud inmensa se había concentrado frente al Regimiento 18 de Infantería.
La gente rodeaba el edificio de paredes amarillas, semejando un molusco gigante
y bullicioso, adelantándose y retrocediendo frente a los nerviosos soldados que
custodiaban los portones.
El cielo gris, recubierto de nubes densas, dotaba al espectáculo de una extraña
serenidad. Desde temprano convergieron sobre las calles de tierra primero en
grupitos aislados, a veces individualmente, otras veces por decenas los que
ahora se apiñaban sobre las veredas del cuartel.
-¡Atrás! ¡Atrás! - se escuchaba gritar, de vez en cuando, a alguno de los
suboficiales que se paseaban intranquilos frente a la guardia. Con lentitud se
cumplía su orden; la muchedumbre retrocedía un tanto, los murmullos elevaban su
tono, alguna imprecación superaba el volumen general de las voces y, en seguida,
volvían a avanzar, un poco primero, algo más después, hasta apretarse
finalmente, de nuevo, contra el vallado.
El aire estaba cargado de presagios. Las oscuras instalaciones del regimiento
parecían más tristes aún bajo la influencia de aquel día nublado. No se
escuchaban gritos. Sólo un sonido sordo, irregular, de voces apagadas, como
temerosas de provocar, con sus ruidos, alguna desgracia; como si sobre sus
cabezas pendiera una amenaza dormida, que ellos pudieran evitar actuando con
cautela.
Ese día iba a ejecutarse un fusilamiento. El suboficial Luis Leónidas Paz debía
perder su vida frente a un pelotón, por decisión de los altos mandos. Un hombre
muy querido por el pueblo, iba a ser atravesado por las balas de sus propios
soldados.
Con excepción de los que lo habían condenado, nadie quería que esto sucediera.
Allí se había juntado la gente humilde, la gente que nunca protestaba, los
pisoteados, los despreciados, en un intento postrero por evitar el crimen.
-¿De dónde había sacado coraje esta gente para salir así?- se preguntaban los
jefes militares, los burgueses del Jockey Club y los asustados gobernantes. Toda
"la sociedad" de la pequeña capital de la provincia estaba escandalizada. Hacía
ya tres días que esa gente de tez oscura, horriblemente vestida y peor hablada,
se había adueñado prácticamente de la ciudad. Jamás se había visto cosa igual.
Los "negros" quizás eran un poco vagos y se emborrachaban. Hasta se peleaban y
mataban entre ellos. Pero jamás habían llegado a esto. Nunca se rebelaban;
aceptaban disciplinadamente el papel que todos los gobiernos, siempre de
doctores y generales, siempre de "gente bien" (por supuesto) les había asignado:
el de trapos de piso.
Nadie se habría imaginado que ellos pudieran reunirse para luchar, y menos por
un hombre de su clase.
Esa mañana del 9 de enero de 1935, los cajetillas, los leguleyos y los militares
comenzaban a convencerse de que habían subestimado peligrosamente al pueblo.
Pero estaban lejos aún de suponer lo que iba a suceder después.
Una multitud, que se acrecentaba constantemente, se apretujaba frente a la
guardia del regimiento. Hombres de manos callosas y vestiduras humildes, mujeres
con pañuelos en sus cabezas, niños de pantalones cortos a mitad de pierna,
viejecitas apergaminadas, aún con sus canastos de vendedoras de verdura o pan
casero, algunos muchachos a caballo; todos allí, conversando algunos, callando
otros, se habían colocado lo más cerca posible del frío edificio, ocupando de
punta a punta el largo callejón.
A retaguardia, destacándose nítidamente de la masa, sobre las veredas de los
edificios de enfrente, dialogaban y fumaban grupos de jóvenes de traje y
sombrero. Eran la pequeña burguesía del centro, los curiosos y los políticos,
que habían venido a observar el inusitado acontecimiento.
Desde los techos y las ventanas de todas las casas, los vecinos sacaban sus
cabezas. Muchas viejecitas rezaban por la salvación del condenado, arrodilladas.
Por todas partes se encendían velas a los santos. El tiempo pasaba y la hora
fatídica se acercaba. Las voces primero apagadas iban creciendo, la tensión
nerviosa era tremenda. Casi podía palparse.
Los rezos arreciaron; una tempestad parecía estarse gestando en la muchedumbre
que, de pronto, pareció despedir a un joven flaco y pálido, vestido con ropas
oscuras que saliendo no se sabe bien de dónde, se encaramó en el tapial y
comenzó a arengar a la multitud, con acento inflamado:
-¡Compañeros! ¡El Ejército está por cometer un crimen tremendo!
Paulatinamente las voces se fueron acallando. Todas las miradas se concentraron
en el hombre que les hablaba. A quien pronto reconocieron. Era el joven abogado
anarquista Ruperto Martín Fernández. Chistidos que salían de entre la masa
imponían silencio a los que aún conversaban. Las palabras del orador,
temblorosas a un principio iban encendiéndose y tomando vuelo a medida que eran
pronunciadas, cada vez con más coherencia, llegando como arietes a esos
sencillos corazones, ansiosos de una justicia que no conocían y que no sabían
cómo conseguir.
-¡Han juzgado y sentenciado a un hombre a la muerte, como si ellos fueran
dioses! ¡Van a matar a un hombre humilde, honesto, trabajador, a un hombre de
nuestro pueblo, como si su vida les perteneciera! ¡Con un decreto, han sellado
la suerte de un ser humano! ¿Con qué derecho? ¿Acaso pueden destruir así una
vida, solamente porque ellos son los ricos, los que gobiernan, porque tienen la
fuerza de las armas?
"Quienes han ordenado la muerte del cabo Paz son los que siempre han explotado y
despreciado al pueblo, compañeros. Y nosotros hemos sido toda la vida carne de
cañón para ellos... ¡pero ahora somos fuertes, porque estamos unidos... ¡No
tenemos que permitir este asesinato, compañeros!-
Una ovación se levantó desde el pueblo, que empezaba a enardecerse. Entusiasmado
por el resultado de sus palabras, el orador encaró a los sombríos soldados y
suboficiales que, desde las galerías, observaban silenciosos.
-¿Van a dejar ustedes que maten a vuestro compañero, a un hombre de vuestra
misma clase, a vuestro amigo? ¿No van a rebelarse?...
En ese instante, como respondiendo con trágico sarcasmo a la pregunta, una
descarga de fusiles atronó el aire, rompiendo el pesado silencio. Todos quedaron
alelados; el desconcierto silenció las bocas y paralizó los corazones. Por un
momento, pareció que todo lo que era vida se hubiera detenido y aquello semejó
un gigantesco conjunto escultórico que se hubiese formado con estatuas inmóviles
y árboles de piedra.
Hasta que un lamento plañidero, una desgarradura de un pecho, arrancando en las
entrañas y surgiendo penosamente de unos labios temblorosos, un lamento de
mujer, profundo y lastimero, uno de esos sonidos dolorosos que erizan la piel y
que sólo suelen ser engendrados por el dolor sin límites, se fue elevando, hacia
el cielo. Fue el toque de clarín, el despertar, la vuelta a la realidad.
-¡Lo han matado!- se decían los hombres, sin querer creer todavía en lo que
había sucedido.
Y el clamor creció en la multitud, que como un mar embravecido se revolvió
transida de sufrimiento y furia, y se lanzó enceguecida sobre las paredes del
odiado edificio. Los postes del alambrado temblaron bajo el empuje avasallador.
Atronaron el aire nuevos disparos. Los fusiles de la guardia reforzada
comenzaron a despedir fuego y humo. Un hombre cayó desde la empalizada, de
espaldas sobre el suelo, con el rostro cubierto de sangre.
Y la rabia y el dolor del pueblo tuvo que morderse otra vez, amargamente. Otra
vez la justicia de las mayorías era aplastada por el argumento sangriento de las
armas de las minorías. Tropezando y levantándose, insultando y burlándose de los
"milicos", como un animal herido, la muchedumbre se fue replegando. Desde sus
filas salía alguno que otro disparo de revólver, en débil intento por contener
la agresión. Las piedras llovían sobre el cuartel, y no faltaban los soldados
que se retorcían de dolor, alcanzados por los certeros hondazos de changos que
se movían de aquí para allá, desafiando las balas.
Cuando se hubieron ido todos, pudo contemplarse el testimonio inapelable de
aquellos sucesos. Las paredes habían quedado consteladas por los boquetes de las
balas militares.
Una llovizna gris comenzó a desplomarse suavemente sobre la ciudad. El cabo Paz
había sido fusilado.
Capítulo 2 - 1908
Sandalio Paz se detuvo un momento en su labor; apoyó el hacha sobre el suelo,
mientras con su mano derecha buscaba su viejo pañuelo en el bolsillo trasero del
pantalón. El sol caía a plomo sobre la tierra calcinada del obraje. Un
escalofrío recorrió el cuerpo del hachero al enjugar su rostro bañado en sudor.
Su torso desnudo, curtido por la intemperie, delgado pero vigoroso, había ido
tomando, quizá por rara mimetización, el aspecto de un árbol nervoso y erguido.
Largos años de convivir con la castigada naturaleza, producen en los hombres
estos fenómenos.
El transitorio alivio de dejar por un instante el rudo trabajo, invadió todo su
cuerpo, y una corriente de satisfacción circuló por aquellos músculos doloridos
en ese instante de descanso. Al estar allí parado recorriendo con su mirada los
cuerpos encorvados de sus compañeros, que golpeando una y otra vez los árboles
con resignada desesperación, hacían saltar con cada hachazo chispazos de savia y
sudor, destruyendo sistemáticamente y destruyéndose, de pronto, algo despertó en
su mente, algo, como una especie de luz difusa rasguñó sus pensamientos.
Lentamente, volvió la cabeza hacia el cielo. Nubes inmaculadas avanzaban sobre
el manto azul brillante y sereno que se perdía en el horizonte. En ese momento,
una bandada de palomas marrones pasó retozando por sobre su cabeza. Embriagado
de belleza, una sensación desconocida, que su mente por más que se debatía no
pudo explicar, un estremecimiento profundo, el placer inmenso del repentino re
descubrimiento del maravilloso Universo, olvidado, jamás comprendido, jamás
racionalizado, pero no por ello menos presente, lo embargó.
Sus ojos habían quedado enganchados en aquellos pájaros. Trataba de imaginarse a
dónde irían, cuando los empezó a envidiar. Y se dijo que su vida era una
porquería. Desde que pudo usar sus brazos había trabajado como un animal. Desde
el amanecer hasta el atardecer. Cientos y miles de tallos robustos habían caído
bajo el golpe de su hacha brutal, esa hacha a la que había aprendido a odiar a
medida que se endurecían sus músculos, se despellejaban sus manos y encanecían
sus cabellos. 30 años trabajando para distintos patrones; treinta años de
miseria y sufrimientos, de dormir bajo cuatro palos y un montón de ramas,
treinta años en los que se había casado, había tenido dos hijos y se había
emborrachado una y otra vez pero de los cuales no recordaba un minuto de
felicidad.
Siempre trabajando, bajo el sol, el frío o la lluvia, para enriquecer a gente
que ni siquiera conocía. El obraje crecía, incorporaba empleados nuevos, ya
cruzaban a través de sus campos las vías del ferrocarril, pero a él seguía aún
sin alcanzarle el sueldo, ni siquiera para dejar de endeudarse en la
proveeduría. Y todos esos hombres oscuros, callados, que desfilaban como sombras
al amanecer, con sus hachas al hombro; esos hombres que sólo se desencorvaban un
rato al mediodía para masticar el pedazo de pan que llevaban en sus bolsillos,
acompañándolo de matecocido, apurando el contenido de los tarros, quemándose los
labios, con la vista fija en algún lugar del vacío, para después volver al
trabajo y no detenerse hasta ver al sol hundirse entre las brumas de la tarde;
esos hombres vencidos, estragados por el alcohol y las enfermedades, eran sus
iguales: así era él también.
Lo tremendo de sus reflexiones lo dejó anonadado. Ya comenzaba a tomar de nuevo,
mecánicamente, la posición de hachar, cuando la voz ruda del capataz resonó a
sus espaldas, como un latigazo:
-¿Te vaj a pasar la tarde parao al pedo, Paz? ¡Mirá que aquí no ocupamos gente
pa que pierda el tiempo! -Sandalio lo miró con odio, sin contestar. El alcahuete
continuó:
-Si no te gusta, te vas. Aquí nadie los obliga. Afuera hay un montón que quieren
trabajar, y por menos de lo que se les paga a ustedes. Así que ya sabés, amigo:
o trabajás, o te vas.
-Me había entrao una astilla en el ojo -balbució el obrero, por decir algo.
-Ustedes siempre tienen motivo pa no trabajar -masculló el otro, mientras se
alejaba. Y agregó: -¡Bueno, si ya te has sacao la astilla, metele nomás!
Mordiendo la bronca, el hachero volvió a ensañarse con furia con el tronco del
inmenso quebracho colorado. El sudor comenzó nuevamente a mojar sus cabellos;
con la lengua se sacó una gota que colgaba molesta sobre el bigote; un sabor
salado le llenó la boca. Esa tarde Sandalio Paz decidió irse de aquel lugar.
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Capítulo 3
(Fragmento tachado.)
El tren pasaba a la una de la mañana, y los Paz habían llegado a la estación dos
horas antes. Desde las cinco de la tarde habían caminado sobre huellas apenas
visibles, entre los yuyos y las espinas, para estar a tiempo. Era un día crucial
para ellos; después de toda una vida en el monte, decidían lanzarse hacia la
ciudad.
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Versión esquemática del capítulo 1 (en el mismo cuaderno, de 1975)
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Una multitud se había concentrado frente al regimiento "18 de Infantería", en
Santiago del Estero. Era el noveno día de enero de 1935. (Desechado)
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El 9 de enero de 1935, a las catorce horas, una descarga de fusiles acababa con
la vida del cabo Luis Leónidas Paz.
Frente al regimiento, donde lo fusilaron, cientos de hombres y mujeres humildes
asistían impotentes al hecho. Y enardecidos y sufrientes, se lanzaron a
destrozar todo lo que recordara el poder de las clases dominantes.
Esa tarde, poca gente pudo dormir en Santiago del Estero. El fusilamiento del
suboficial había provocado de tal manera la furia de la multitud -que desde hace
tres días se movilizaba por salvarle la vida-, que hasta las piedras parecían
temblar bajo el avance impetuoso del pueblo enardecido.
El edificio del Partido Radical Unificado, el Jockey Club, el diario "El
Liberal", la Catedral... sobre todos estos bastiones de la burguesía cayeron las
piedras, el barro y los insultos del pueblo santiagueño, un pueblo tan
pisoteado, tan humillado por los poderosos, y por eso mismo, un pueblo del que
no se esperaban rebeliones.
Capítulo 3 - 1908
El tren llegó a las 2 de la madrugada, con una hora de retraso. En la
plataforma, bajo una luz macilenta, el grupito de gente que esperaba, comenzó a
moverse despaciosamente, al escuchar el silbato que se acercaba. Las estaciones
de trenes en el campo santiagueño presentan casi todas, hoy, el mismo aspecto
que tenían por esas épocas: pequeñas construcciones de dos o tres oficinas,
techos altos con aleros, marrones por el tiempo, cubriendo galerías frías y
estrechas. Sus paredes, si tuvieron color alguna vez, dejaron hace mucho de
atestiguarlo; sólo infinidad de manchas de humedad y salitre decoran con figuras
espectrales los envejecidos revoques.
Allí se amontona la gente durante horas esperando la llegada de los trenes,
único medio de comunicación aparte del caballo, entre un pueblo y otro.
Hombres, mujeres y niños de rostros impenetrables, ojos pequeños y brillantes,
facciones talladas en el sufrimiento por el paso de siglos de opresión, desfilan
como fantasmas oscuros y silenciosos, yendo y viniendo, transcurriendo sus vidas
como detenidos en el tiempo, sin que sus existencias modifiquen en absoluto
Historia alguna.
Estos ferrocarriles han tenido su razón de ser en el traslado de maderas para la
exportación. Por lo tanto, sólo unen con sus nervaduras de hierro frío, las
regiones económicamente productivas para las compañías obrajeras. El resto, los
salitrales desolados, las serranías adustas, los inmensos llanos, los esteros,
son parajes olvidados, donde se desarrollan existencias anacrónicas, en medio de
soledades inconmensurables.
En esas regiones habitan hombres santiagueños, debajo de ranchos miserables,
hundidos en medio del polvo, y ni siquiera continuos. Entre fachinales y monte
arisco, sobre tierra quebradiza, estéril, quemada por el sol, arrasada por los
vientos, víctima del azote definitivo del hombre, destructor de riquezas
naturales por mandato de otros hombres, que ni siquiera conocen la provincia, y
a veces ni el país.
Desde uno de esos ranchos, Sandalio, su mujer y sus dos hijos, Margarita de 3
años y Luis Leónidas, recién nacido, habían caminado toda la tarde sobre
senderitos petrificados, para llegar dos horas antes a esperar el tren. Fueron
de los primeros en subir; una inquietud nueva los empujaba desde adentro, iban
hacia algo desconocido, peligroso, pero prometedor: la ciudad.
Alguien le dio el asiento a la mujer con el niño en brazos, y allí se sentó la
madre con sus criaturas. Sandalio puso los bultos en el portaequipaje y se quedó
parado cerca de ellos. El tren venía repleto. Todos los pasillos estaban
atosigados de hombres y muchachos jóvenes sentados en el suelo, jugando a los
naipes, tomando vino o comiendo algunos; durmiendo con el rostro tapado por
grandes sombreros, otros. En un extremo del vagón un muchacho moreno, casi
negro, traveseaba una guitarra simpaticona, sentado sobre el posabrazos de un
asiento.
Sonó un silbato por acá, una campanada por allá y el tren se puso trabajosamente
en movimiento. Despacito comenzó a irse para atrás la vieja estación, a través
de las ventanillas. Empujando gente, Sandalio caminó apresuradamente hasta el
final del oscuro vagón, y se quedó parado en el estribo. Como una visión
fantástica, el edificio fosforescente se fue empequeñeciendo a lo lejos... esa
visión final de su pago, al que nunca volvió a ver, quedó grabada para siempre
como una vieja fotografía en su cerebro. Una lágrima pesada resbaló, furtiva,
sobre aquel rostro duro.
Capítulo 4
Nuestra familia campesina se sintió depositada en un mundo extraño, cuando
bajaron del tren, entre aquella muchedumbre pasmosa para ellos. Se sintieron
perdidos, y por un rato, se quedaron en el mismo lugar donde los había dejado el
tren, mirando aquel desfile extraordinario.
En realidad, Santiago del Estero es una ciudad pequeña, y sus estaciones de
trenes nunca fueron demasiado activas, comparándolas con las de la otras
ciudades argentinas. Pero ante aquella gente acostumbrada más a la soledad que a
la aglomeración, más al silencio que al bullicio, aparecía esa madrugada como un
espejismo monstruoso... y sólo habían viajado 5 horas para llegar a ese universo
diferente.
La llegada del tren donde viajaban los Paz había coincidido con otro que venía
de Buenos Aires. Hombres y mujeres rubios, de traje y vestidos raros bajaban de
los vagones de primera clase, conversando y riéndose ruidosamente; seres jamás
imaginados aparecían rodeando, envolviendo en sus ruidos a la familia que se
había quedado petrificada en el andén. Vendedores de todo tipo pasaban voceando
sus mercaderías. Un muchacho gordo le ofreció el diario a Sandalio, y este sacó
dinero de un pañuelo anudado, y compró uno. Un hombre de cara ancha, vestido con
traje oscuro, sonreía levantando la mano desde una fotografía, en la primera
página. Más abajo, otra fotografía mostraba un desfile militar. El hombre se
quedó mirando un rato largo aquel enjambre de signos pequeños e incomprensibles
que se alineaban en listones parejos sobre el papel... él nunca había aprendido
a leer.
Se hubieran quedado allí mucho más, si no fuera porque Esteban, el hermano de
Sandalio los descubrió, cuando el gentío comenzó a dispersarse, y con gritos
entusiastas fue a abrazarlos. Él los iba a llevar a su casa. A través de un
mensaje escrito por uno de los empleados del obraje que sabía escribir, Esteban
se había enterado de la decisión de su hermano por venir a la ciudad.
Epígrafes:
Foto 01: El cabo primero Luis Leónidas Paz.
Foto 02: El gobernador Juan B. Castro habla a la multitud desde la Casa de
Gobierno (1935).
Foto 03: Portada de Crítica.
Foto 04: Portada de El Mundo (1973).