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Entre
Cristina y el Pepe Mujica, Homero Simpson
Existe una diferenciación radical entre los conceptos consumo y consumismo. Ni
José Mujica, ni Zygmunt Bauman, ni Pier Paolo Pasolini, ni Baudrillard, ni los
procesos políticos de Bolivia y Ecuador, ni el papa se oponen al consumo, si
esto implica que los humanos puedan acceder a los bienes que necesitan y acceder
a gustos tales como los que proveen la cultura, el entretenimiento, el descanso,
los viajes u otras fuentes de placer o bienestar. Es a otra cosa a la que
apuntan, y advertir la diferencia puede contribuir no poco a una “sintonía fina”
de fondo, si puede aceparse la expresión.
Por Daniel Freidemberg*
Atenas, julio de 2012. Con el poeta griego Kostas Vrachnos y con Martín
Lafforgue, agregado cultural de la embajada argentina en ese entonces, en una
mesa de la zona de bares y restaurantes, llena de gente dedicada a beber, comer
y comprar. ¿Y la crisis? Había visto en televisión las grandes manifestaciones
en la plaza Syntagma y la represión de la policía, y me había enterado de la ola
de despidos, de los suicidios generados por la desesperación y de las sucesivas
concesiones a la Comisión Europea, al Banco Central Europeo y al FMI en busca de
salvatajes que profundizan la crisis, pero no era ese el panorama que tenía ante
mis ojos. “Es que Grecia viene de estar muy bien”, me responden. Que no espere
encontrar, me dicen, la desolación que pudimos ver en la Argentina de 2001-2002,
con oscuros ejércitos de cartoneros revisando bolsas de basura al anochecer y
cuadras enteras de persianas bajadas, aunque cada vez más jóvenes griegos estén
volviendo a elegir la emigración, como a principios del siglo XX, y los motivos
están ahí a la vista: la fiebre de consumo que atrapó a Grecia desde su entrada
en la Unión Europea. Tiene algo de absurdo el relato: productos de otros países,
sobre todo Alemania, que empiezan a entrar masivamente, junto con créditos muy
accesibles para comprar esos productos, y una población que, ganada por el
síndrome del nuevo rico, hace del consumo sin límites una pasión, en un país
que, sin embargo, no establece las condiciones para producir las mercancías que
sus conciudadanos consumen, hasta que el globo explota, los griegos se
despiertan con la noticia de que están debiendo toneladas de euros que no tienen
y hay que empezar los ajustes, para pagar.
El ejemplo argentino y el modo en que los argentinos superamos la crisis estuvo
en la mente de una parte de la nueva izquierda griega, pero también el nombre de
Argentina le sirvió al bloque de la derecha (incluidos los socialistas) para
abortar una salida como la nuestra. La fiebre consumista y los delirios
ideológicos según los cuales la población encuentra en el consumismo un diploma
de ascenso social están ínsitamente soldados. El consumismo es, entre otras
muchas cosas, productor de ideologías, o de mentalidades, si no queremos ser tan
terminantes, pero siempre alguna carga ideológica hay implícita en una
mentalidad. Si la opción era, tal como la presentó la derecha, “Argentina o
Alemania”, para la mentalidad consumista no había nada que pensar: si podía
verse hermanados, UE mediante, con la patria de Hegel y el Tercer Reich, la sola
idea de parecerse a un remoto país del Tercer Mundo sonaba intolerable para el
griego promedio, aunque cualquier porteño, santafesino o mendocino que caminara
un poco por Atenas advertiría que su gente tiene mucho más en común con nosotros
que con los alemanes. Votaron ajuste, entonces, y desde entonces siguen
ajustándose.
Barcelona, febrero de 2013. En la casa de Jordi Virallonga, poeta y profesor de
literatura. En la Universidad, este año, no les pagaron el aguinaldo, me cuenta,
y me cuenta de las actividades culturales que debió suspender y del bajón en que
los sume la crisis. Al igual que en Atenas, sin embargo, la crisis no se ve en
la calle, le digo, y mi amigo, autor de un vigoroso poema sobre la rebelión de
“los indignados”, me confirma que las protestas empiezan a perder impulso en un
país que perdió la tradición de la protesta, y lo que queda entonces es lo mismo
de siempre, pero peor. Militante contra el régimen franquista en sus años de
estudiante, a Jordi le enfurece ver tanta pasividad en las víctimas del sistema,
y le abruma la falta de perspectivas que resulta de esa impotencia o
resignación. Pero, cuando le digo “nosotros pudimos”, no lo alcanza a entender o
no consigue creerlo. La experiencia argentina no resulta aceptable porque ni en
su cabeza ni en la de muchos otros españoles, incluso de izquierda –y sobre todo
de izquierda−, cabe la idea de que alguna fuerza política merezca alguna
confianza, y mucho menos un gobierno. No se avizora, por lo tanto, por ningún
lado, opción alguna. No hay cómo pensarla, entre otras cosas porque tantos años
de confort y consumo anquilosaron las capacidades de imaginar posibilidades
políticas y modos de acción conjunta en las mayorías europeas, como si no
pudieran superar la resaca de una larga borrachera. Las noticias que llegan,
ocho meses después lo confirman: más despidos, quita de servicios, la salud
pública ya no atiende a indocumentados, gente que pierde sus casas, y sin otra
perspectiva en el horizonte que la aun no concretada renuncia del conservador de
Mariano Rajoy, no por su política económica sino por maniobras de fraude fiscal
y sobresueldos en negro. ¿Y las protestas? Algunas hay, pero ya sin la fuerza de
hace un par de años. “Homero Simpson” es el término que se le ocurre a Eduardo
Blaustein para explicarlo. Blaustein, que, desde su exilio, mantiene contacto
con amigos de allá, me lo comenta durante una conversación: “La sensación que yo
tengo, habiendo vivido en Barcelona, es que el alto consumo los convirtió a
todos en Homero Simpson. Por supuesto, con sectores de la cultura sofisticados y
otras particularidades. Pero las sociedades de alto consumo son pancistas, se
metieron para adentro, ahora se les viene todo abajo y salen diciendo ‘uy, ¿qué
pasó acá?’.”
Puerto
de Buenos Aires, septiembre de 2013. “No estoy en contra el consumo” dijo la
presidenta argentina, al inaugurar con su par uruguayo el catamarán Francisco I
de la empresa Buquebús. Se refería al discurso que, durante la participación de
ambos en la 68º Asamblea de las Naciones Unidas, pronunció José Mujica: quienes
pudimos ver y escuchar por Youtube esa prolongada e inusual pieza oratoria, más
atenta a grandes cuestiones filosóficas que a la actualidad puntual,
difícilmente hayamos podido no sorprendernos con la fatigada insistencia con que
alertó al planeta entero acerca de la catástrofe en que se está precipitando:
“Parecería que hemos nacido sólo para consumir y consumir”, decía Mujica con ese
tono entrecortado del que no ignora que no hay peores sordos que los que no
quieren oír. “Si la humanidad aspirase a vivir como un norteamericano medio
serían necesarios tres planetas.” “Yo no di ningún discurso contra el consumo”,
se preocupó en puntualizar Cristina, dirigiéndose al presidente de Uruguay. “No
estoy en contra del consumo, nadie me lo creería además, sería muy mentirosa.
Además, Pepe, el consumo mueve la economía, y nosotros necesitamos que la gente
consuma porque si consume es porque tienen trabajo, tienen un buen salario,
porque pueden dedicarlo al esparcimiento”, y como previendo alguna objeción,
explicó que los argentinos que cruzan el Río de la Plata no van a trabajar sino
a pasar sus vacaciones: “El ocio también es una parte de la vida, todo esto
ayuda que el país pueda duplicar su PBI.” Importa para el caso que, quizá en un
exceso de didactismo, la Presidenta haya agregado después que “no hay que
tenerles temor a la palabra negocio, comercio, dinero, acumulación, capital”,
quizá innecesariamente, porque quién puede dudar de que su gobierno está muy
lejos de tener miedo alguno a esas palabras, pero dichas así, sin más
consideraciones, pueden llevar a conclusiones que no se condicen mucho con
algunos hechos de su gobierno y con el famoso “relato” al que recurre para
sostenerse: hay contradicciones, cálculos de situación, cuestiones estratégicas
o tácticas, que, si no son explicitadas en toda su complejidad, confunden, y
algunas de las consecuencias de esa confusión las está pagando su gobierno.
Por supuesto que no le faltan razones a Cristina Fernández para defender el
empuje con el que los gobiernos kirchneristas decidieron jugarse al consumo.
Pablo Acosta, del Centro de Estudios Políticos, escribió en una página de La
Cámpora, acerca de la Asignación Universal por Hijo, que “desde el punto de
vista económico incentiva al consumo, ya que el sujeto que percibe la AUH tiene
propensión marginal a consumir cercano a uno, es decir que el total del ingreso
que percibe lo consume. Al aumentar el consumo el sector empresarial tendría que
aumentar sus producciones de bienes y servicios para ofrecer, para ello
necesitaría contratar a más personas que trabajen, que luego, con el salario que
perciben lo vuelven a consumir, (círculo virtuoso de la economía,
-consumo-inversión-trabajo-consumo-).” Esa es, en grandes líneas, la dinámica
virtuosa, según el léxico presidencial, resultante de un principio insoslayable
en el que se sostienen las gestiones kirchneristas: la apuesta al mercado
interno. Cristina ha dicho muchas veces que no se explican solamente por razones
de justicia social o de disminución de la desigualdad medidas como la AUH, los
subsidios al transporte y a los principales servicios domiciliarios o la
extensión de las jubilaciones, o las políticas para combatir el desempleo o para
que los salarios y las jubilaciones crezcan por encima del costo de la vida.
Políticas de crecimiento que dieron resultados: ya que, para consumir, alguien
tiene que producir, ese dinero para el consumo tiene que llegar a la mayor
cantidad de argentinos posible.
¿Es a eso a lo que se opone la exhortación humanista de José Mujica? Si uno se
fija en las medidas de su gobierno, nada hay que permita suponerlo, y más bien
se puede verificar lo contrario, hasta en la decisión de autorizar a la pastera
Botnia una mayor producción de pasta de celulosa.
Nueva York, septiembre de 2013. “Hemos sacrificado los viejos dioses
inmateriales y ocupamos el templo con el dios mercado”, dijo el presidente
Mujica en su discurso ante la 68ª Asamblea. “Él nos organiza la economía, la
política, los hábitos, la vida y hasta nos financia en cuotas y tarjetas la
apariencia de felicidad”. Y después, “El hombrecito promedio de nuestras grandes
ciudades deambula entre las financieras y el tedio rutinario de las oficinas, a
veces atemperadas con aire acondicionado. Siempre sueña con las vacaciones y la
libertad, siempre sueña con concluir las cuentas. Hasta que un día el corazón se
para y adiós”. De cómo elegimos los humanos vivir se trata, y de cuál será el
sentido de las vidas que elijamos, en qué clase de mundo. No es de ninguna
manera nueva la expresión de esa inquietud por parte de Mujica, por otra parte.
En la cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, en
Santiago de Chile, en enero, había advertido que “para que la economía crezca
hay que aumentar la demanda, y para aumentar la demanda hay que multiplicar la
presión propagandística en todos los terrenos: todo ser humano debe ser un
gigantesco comprador, alguien capaz de contraer cuentas indeterminadas”, y
agregado que “donde todo al parecer debe de crecer, empezando por el consumo,
nos tenemos que hacer la pregunta: ¿nuestros muchachos serán más felices? Y,
¿qué es la felicidad? No tengo respuestas muy claras, pero no puede estar muy
lejano a la libertad”. No es precisamente libertad lo que tiene el ser humano
dedicado a conseguir dinero para consumir, según el pensamiento de Mujica: “El
hombre no gobierna hoy a las fuerzas que ha desatado, sino que las fuerzas que
ha desatado gobiernan al hombre, y a la vida”, había señalado en la cumbre
Río+20, en junio de 2012. “No venimos al planeta para desarrollarnos solamente,
así, en general. Venimos al planeta para ser felices. Porque la vida es corta y
se nos va. Y ningún bien vale como la vida. […] Pero la vida se me va a escapar,
trabajando y trabajando para consumir un “plus” y la sociedad de consumo es el
motor de esto. Porque, en definitiva, si se paraliza el consumo, se detiene la
economía, y si se detiene la economía, aparece el fantasma del estancamiento
para cada uno de nosotros. Pero ese híper consumo es el que está agrediendo al
planeta.”
Mutación antropológica. ¿Se entiende entonces que a lo que el presidente de
Uruguay se refiere es a un estado de la sociedad, a una cultura o una suerte de
sentido común? ¿Que, encarada así, la palabra “consumo” alude a los modos en que
las subjetividades se relacionan con la sociedad, con el mundo y consigo mismas?
Y, aunque es prácticamente el único Jefe de Estado que le da tanto lugar en sus
discursos, lejos de ser un descubrimiento suyo, esta preocupación tiene una
larga y nutrida historia. Es ya a fines de los 60 que se empieza a hablar de
“sociedad de consumo”, o, para dar una fecha, exactamente en 1970 Jean
Baudrillard publica un libro que se titula precisamente así, Sociedad de
consumo, si bien ya, desde bastante antes Pier Paolo Pasolini venía insistiendo
con su obsesión sobre la devastadora instauración de una “mutación
antropológica” por la cual los viejos valores conservadores eran reemplazados,
como instrumento del dominio capitalista, por “el consumismo” y la aplanación
cultural resultante de “las nuevas tolerancias”: una unificación social que
volvía de hecho imposible toda pretensión de enfrentar el orden social por parte
de sujetos arrojados al vértigo de las satisfacciones individuales.
De hecho, advertía Pasolini, unos cuantos años antes de que surgiera la teoría
del “fin de las ideologías”, estábamos ante una nueva ideología que venía a
sustituir las existentes: “La aparente permisividad de nuestra sociedad de
consumo es una falsedad. Hay una ideología real e inconsciente que unifica a
todos, y que es la ideología del consumo... El consumismo es lo que considero el
verdadero y nuevo fascismo. Ahora que puedo hacer una comparación, me he dado
cuenta de una cosa que escandalizará a los demás, y que me hubiera escandalizado
a mí mismo hace diez años. Que la pobreza no es el peor de los males y ni
siquiera la explotación. Es decir, el gran mal del hombre no estriba en la
pobreza y la explotación, sino en la pérdida de singularidad humana bajo el
imperio del consumismo. Bajo el fascismo se podía ir a la cárcel. Pero hoy,
hasta eso es estéril. El fascismo basaba su poder en la iglesia y el ejército,
que no son nada comparados con la televisión”.
En la conclusión de El sistema de los objetos, a su vez, Baudrillard planteaba
en 1968 que “hay que plantear claramente desde el comienzo que el consumo es un
modo activo de relacionarse (no sólo con los objetos, sino con la comunidad y
con el mundo), un modo de actividad sistemática y de respuesta global en el cual
se funda todo nuestro sistema cultural”. A partir de esa idea, un par de años
después, La sociedad de consumo llama la atención acerca de la creación de una
nueva mitología en la que los objetos se han desvinculado del significado que
les da su función para formar parte de un universo donde son símbolos de
prestigio. Se habla entonces de una nueva “pararreligión”, con su propia
liturgia, que otorga al consumo un carácter milagroso, suponiendo que quien
acumula objetos fetiches alcanzará la felicidad, que sin embargo nunca ha de
llegar, porque la sociedad de consumo necesita instalar en los individuos una
insatisfacción crónica, e imponiendo la absurda idea de que, al adquirir un
producto idéntico al que compran millones de consumidores, el sujeto del consumo
accede a la exclusividad: no conseguirá ser una persona única si no se completa
a sí mismo con la posesión de ciertos productos.
Entre consumo y consumismo. Más recientemente, por su parte, en Vida de consumo
(2007), Zygmunt Bauman marca una diferencia radical entre “consumo” y
“consumismo”. Este, el consumismo, supondría una sociedad conformada por
individuos cuya capacidad de querer o desear ha sido enajenada –ya no les
pertenece− para convertirse en la principal fuerza que pone en movimiento a esa
misma sociedad, que ahora es una sociedad de consumidores, ya no de productores.
No hay duda, para Bauman, que el consumo –de alimentos, por ejemplo, o de
abrigo, o de medicinas− es indispensable para la vida, pero otra cosa es el
consumismo entendido como un sistema de relaciones que distorsiona todos los
parámetros de esa misma vida, incluyendo la percepción que tenemos de los
espacios y los tiempos, el valor que damos a los objetos y las actividades, las
transformaciones que se operan en cualquier subjetividad que pasa a sostenerse
en las esperanzas que el propio consumismo induce y que no puede satisfacer
porque no le conviene, además de la reconfiguración, a partir de estos patrones,
de los vínculos entre los seres humanos, ya que consumir es invertir en la
propia pertenencia a la sociedad, y, convertido el ser humano mismo en objeto de
consumo, a esa nueva situación se adaptan los hábitos, las pasiones, las
relaciones sociales, afectivas o laborales, las medidas de valor.
Bien podemos suponer, sin embargo, aunque más no sea por precaución, que tanto
Bauman como Pasolini o Baudrillard exageraron, que detrás de sus diagnósticos
late una vocación apocalíptica o algo así. Podemos, probablemente, matizar esos
cuadros de situación, aunque sea como ejercicio intelectual, pero lo que no
podremos negar, si no renunciamos a mantener abiertos los ojos, es que algo de
todo eso hay (o más bien mucho), a la manera de una evidencia no muy difícil de
certificar apenas nos ponemos a considerar en serio las cosas. Al fin y al cabo,
es Francisco I, tan citado últimamente por tantos, incluida Cristina Fernández,
quien una y otra vez viene llamando a “afrontar la vanidad cotidiana, el veneno
del vacío que se insinúa en nuestras sociedades basadas en el provecho y en el
tener, que ilusionan a los jóvenes con el consumismo ”. No está nada lejos, por
otra parte, de esa inquietud, el concepto de “vivir bien” o “buen convivir”
(Sumak Kawsay en quechua, Suma Qamaña, en aymara) que han adoptado las
constituciones de Bolivia y Ecuador: no vivir ni mejor ni peor que el vecino o
el conciudadano, sino vivir bien, sin desvivirse por obtener más, en una
sociedad buena para todos en suficiente armonía, en explícita oposición al
“vivir mejor” del Primer Mundo basado en el crecimiento continuo y el
consumismo.
Argentina, durante los años K. Ni Mujica ni Bauman ni los procesos políticos de
Bolivia y Ecuador ni el papa se oponen al consumo, si esto implica que los
humanos puedan acceder a los bienes que necesitan y darse gustos tales como los
que proveen la cultura, el entretenimiento, el descanso, los viajes u otras
fuentes de placer o bienestar. Es a otra cosa a la que apuntan, y advertir la
diferencia puede contribuir no poco a una “sintonía fina” de fondo, si puede
aceparse la expresión. ¿No la perciben Cristina y su equipo? Todo estaría
indicando, a juzgar por sus expresiones públicas, que no, lo que no deja de ser
preocupante, porque subyace una incompatibilidad profunda, quizá antagónica,
entre algunos aspectos del proyecto político kirchnerista (su apuesta a la
politización, a la movilización y a la solidaridad, por ejemplo) y la mentalidad
consumista. Como pasa con la adicción a las drogas, al alcohol, o a determinados
hábitos o modos de vida, el adicto al consumo va a enfurecerse si algo viene a
demostrar que lo suyo es enajenación y que puede haber algo mejor que una vida
enajenada. No tal vez en los casos en que el adicto es consciente de serlo y se
reconoce como alguien que padece, pero cuando, como ocurre con el consumismo, en
la adicción el adicto encuentra una razón de ser, una reafirmación y hasta algún
tipo de pasión que le hace más sostenible la vida, no espere una buena reacción
quien le proponga una perspectiva distinta.
No hay lesiones más intolerables que las que afectan al amor propio y no hay
amor propio más sensible que el del adicto al consumo, porque depositó su vida
entera en esa cuenta. Cuando a un enfermo de consumismo, entonces, le vienen con
consignas como “la patria es el otro”, cómo no va a recibirlas con desdén o
fastidio, y cómo no va entonces a levantarse en pie de guerra, listo a salir
cacerola en ristre, cuando la insustancialidad radical de su vida consumista
queda puesta al desnudo por el retorno de la pasión política a la vida cotidiana
y, con ella, la alegría de compartir fraternalmente las calles, de vivir la
fiesta de lo compartido y de sentir que se trabaja en común por una vida mejor
para todos, esos “otros” que el individualismo consumista necesita
ineludiblemente quitar de su pensamiento, salvo que sea en condición de amenaza
a evitar o someter, de problema a extirpar o de cómplice. La sola posibilidad de
que le produzca algún escozor la aspiración a algo diferente de lo que puede
encontrar en el shopping, en el free shop, en el tour o en el gym, o de alguna
forma de contacto con el abismal vacío que la afanosa ficción del consumismo
oculta, es motivo suficiente para salir a reclamar la muerte o el escarnio de
quienes interrumpen un orden tan nítido y previsible, en donde cada cosa está en
su lugar, y, antes que cualquier otra, la autoestima, tan asociada a esa otra
palabra tan meneada para tantas cosas: “seguridad”.
País de Homeros Simpson. ¿Qué hay en común entre un cacerolero de 2001 y 2002 y
uno de once años después? Aquellos, ya sabemos, contribuyeron a voltear el
modelo neoliberal, obligaron a los grandes bancos a blindar sus puertas, crearon
mercados comunitarios, se entusiasmaron con las asambleas barriales y se
mezclaron con los piqueteros y los obreros de empresas recuperadas. O así
pareció, o así fue que apareció en ese momento, en medio de la formidable
mezcolanza de un país en estado de turbulencia de fondo, pero, si el “que se
vayan todos” aludía a los políticos, difícilmente pueda decirse que fueran una
considerable proporción los que involucraban en ese reclamo a los dueños del
poder económico, y, por extensión, a los modos de vida que durante los años del
neoliberalismo menemdelarruista se hicieron carne y razón de ser en vastos
sectores de la población, ya desde bastante antes, por otra parte, arrojados a
la despolitización y la práctica del “deme dos” por ese gran programador de
almas que fue el nada casualmente llamado “Proceso de reorganización nacional”.
Entrevistado en aquellos agitados días, Alejandro Kaufman interponía una sensata
desconfianza a las visiones idealizadoras, haciendo notar que, en tanto el
movimiento antiglobalizador como otros que se sucedieron en el mundo fueron
“cuestionadores del consumismo o de la forma capitalista de existencia”, en la
Argentina, a principios de 2002, se daba todo lo contrario: es gente “que
protesta porque no se les proporcionó la garantía de que iba a continuar este
sistema de consumismo. Si acá se logró la globalización con una integración al
consumismo, la dialéctica globalización–antiglobalización es una dialéctica que
nos es distante aunque ejerza efectos sobre nosotros.” Ahí, en la ideología
consumista, estaría el principal elemento que comparten el “que se vayan todos”
de hace algo más de una década y el “muera la yegua” de estos años.
No parece que el kirchnerismo haya advertido esa persistencia, y las
consecuencias las está padeciendo. Junto con el consumo que, por muy buenas
razones, alentaron los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, también
alentaron el consumismo, y éste sólo pudo responder de la única manera en que
puede. Esperar agradecimiento de un consumista es desconocer que para esa
mentalidad todo lo que alguien tiene lo tiene porque lo merece, como una suerte
de condición natural o un don del Cielo, y, en tanto consumista no tiene otra
que reclamar más y más. ¿Estoy proponiendo, entonces, de parte de este gobierno,
una batalla contra el consumismo? Ni se me ocurre: que no ignore la cuestión ya
es bastante, si es que este gobierno no limita sus pretensiones al crecimiento
del producto bruto interno, el pago de la deuda y el superávit fiscal.
¿Queremos un país de Homeros Simpson? La necesaria apuesta al consumo convertida
en una especie de fe indiscriminada que impide diferenciar entre consumo y
consumismo centellea, intermitente, en los discursos oficiales de la dirigencia
K, como si no quisieran ver el cartelito “problemas” cuando tímidamente se
enciende. En vez de renunciar al consumo, lo que se está proponiendo aquí es,
por el contrario, establecer la indispensable diferencia entre consumo y
consumismo, y visualizar la amenaza que este último representa para algunos de
los objetivos fundamentales del proyecto en marcha, como una cuestión siempre
lista para ser considerada y debatida: que no haya sido objeto de atención hasta
ahora es uno de los varios déficits que vienen acumulándose, como consecuencia,
precisamente, de la nueva situación, hace diez años inimaginable, a la que nos
condujeron las políticas implementadas desde 2003. O, en todo caso, que la
cuestión no se dé por resuelta con la fórmula “estamos a favor del consumo”: que
se la deje abierta.
*Poeta. Crítico Cultural.
La Tecl@ Eñe
http://lateclaene.wix.com/la-tecla-ene#!22daniel-freidemberg/c1srm
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