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Volver
al futuro, avanzar al pasado
Roberto Bardini (*)
El futuro ya llegó y no es cómo lo imaginábamos décadas atrás. Este futuro que
ya está aquí y que no conquistamos, no es ni remotamente como lo presentaban en
los años 50 y 60 las revistas de historietas, las novelas y las películas de
ciencia ficción. Julio Verne y H. G. Wells se quedaron cortos.
El hombre llegó a la Luna y a Marte, pero en la Tierra descendió a los
infiernos. Por ningún lado se ven –ni siquiera en Estados Unidos o Europa– los
avances científicos y tecnológicos al servicio de los seres humanos, el súper
confort en casas con artefactos sofisticados, los afanosos robots preparando un
jugo de naranja sintético en cocinas híper esterilizadas. Y de socialismo o
comunitarismo o igualitarismo, ni hablar.
El futuro ha llegado y continuamos haciendo lo que vienen haciendo otros desde
la época de Espartaco: llorar a nuestros muertos y jurar venganza. O pedir
justicia, que es la venganza reglamentada.
Este futuro en el que estamos ni siquiera se aproxima al desalentador Un mundo
feliz, de Aldous Huxley. Es casi un retorno a la Edad Media. Se parece más a
Mad
Max II, el guerrero de la carretera.
Lo de la Edad Media en el nuevo milenio no es una comparación pesimista. Es
parte del nuevo orden mundial que supimos conseguir. O que no logramos evitar.
La realidad está en las calles, la nueva jungla. Unos tienen el walkie-talkie,
la escopeta de perdigones, los archivos manejados por computadora y la orden de
tirar a matar. Están al servicio de los que viven en el castillo y comen. Otros
–la mayoría, los que reciben los perdigones– viven en cuevas, tienen hambre y
esgrimen el hacha de piedra. A diferencia de los salvajes antiguos, no entonan
cantos de guerra porque ni siquiera tienen fuerzas para cantar. Pero la guerra
está ahí.
Desde hace muchos años sociólogos, arquitectos, urbanistas e inversores vienen
trabajando en función de la nueva ciudad del medioevo futurista. Esta ciudad
posee algo más que torres, fosos y puentes levadizos. Cuenta con vigilancia
privada, puertas blindadas, circuitos cerrados de televisión, cercas
electrificadas.
Los indicios están a la vista. Se ven en los barrios cerrados de las afueras de
Nueva York, Buenos Aires, San Pablo y México. De un lado, el castillo feudal;
del otro, las hordas bárbaras. En el medio o en los alrededores, las villas
miseria, las favelas, los cantegriles, las llamadas “ciudades perdidas”.
Para prevenir –y fundamentalmente reprimir– ahí están los robocops de gatillo
fácil, reclutados entre el lumpenaje de provincia o de arrabal argentino,
brasilero o mexicano.
En la baja Edad Media la estratificación de hombres y actividades era rígida: no
existía movilidad social. No se ascendía a otra clase pero tampoco se descendía.
Pero contra todo lo que machacaron los filósofos e historiadores liberales, las
relaciones entre los hombres estaban perfectamente reglamentadas y existía
cierta armonía social. Si faltaban alimentos, todos pasaban hambre. Si surgían
epidemias, todos se enfermaban. Si había guerra, todos peleaban.
En la ciudad feudal nadie mataba de noche a ninguna persona para robarle el
equivalente a una pizza, el reloj de plástico o el calzado Adidas.
Dentro sus límites, cada uno de los integrantes de la comunidad medieval tenía
asegurada –a partir del lugar social en que nacía– su posición económica de por
vida. El hijo del campesino sería campesino, el nieto del herrero sería herrero,
el bisnieto del carpintero sería carpintero.
Esta situación –también dentro de sus límites y falencias– tenía sus
privilegios. Unos y otros se beneficiaban con lo que podría considerarse cierta
estabilidad laboral hereditaria. Los campesinos, herreros y carpinteros de cada
ciudad estaban bajo la protección del ejército correspondiente, al mando del
señor feudal del lugar. La única posibilidad de pasar de una actividad a otra
era ingresar al clero o al ejército.
Contrariamente a lo que enseña la historia liberal, el señor feudal tenía
obligaciones militares y económicas. Los guerreros, los trabajadores o
productores y los monjes convivían dentro de cierta armonía. Los que luchaban
con las armas, protegían a los que producían y rezaban. Los que trabajaban,
alimentaban a los que luchaban y rezaban. Y los religiosos oraban por los que
peleaban y los que producían.
En la alta Edad Media, cuando los poblados dejaron de ser aldeas y comenzaron a
ser ciudades (“burgos”, de ahí “burgueses”), surgieron los primeros gremios de
artesanos por oficios y los primeros esbozos de municipio. Las relaciones eran
cara a cara, horizontales y solidarias. Los artesanos y comerciantes estaban
organizados en corporaciones que regulaban la oferta y la demanda de acuerdo a
las necesidades reales. No existía competencia salvaje ni enriquecimiento
especulativo.
Las revoluciones burguesas rompen aquella unidad entre los que guerreaban, los
que trabajaban y los que no luchaban ni producían pero rezaban por unos y otros.
La política, el gobierno, la administración de la cosa pública ya no son asunto
personal del monarca, sino “cuestión general de los ciudadanos”. Es decir, una
de las grandes mentiras del liberalismo.
Pero, claro, los ciudadanos necesitan delegados que los “representen”. Es decir,
otra de las grandes mentiras del liberalismo.
Luego de las revoluciones liberales aparecen, por un lado, las instituciones
“representativas” y el andamio jurídico ante el cual “todos son iguales”. Pero
por otro lado, cada uno debe arreglárselas como pueda… y no todos son tan
iguales. Esta es la gran verdad del liberalismo.
Los ideales de “igualdad, fraternidad y solidaridad” son simplemente el anzuelo.
En medio de la pesca del poder, surge una clase a la que la cacerola todavía le
sirve para comer y no para golpear. Hoy, para ser escuchados, los miembros de
esa nueva clase necesitan algo más que una elegante olla de teflón en educadas
manifestaciones barriales.
En el transcurso de la historia, el siervo medieval que se convierte en pequeño
campesino termina de asalariado en las ciudades, se transforma en proletario y
hoy es un desocupado. Los artesanos desaparecen y los comerciantes se funden.
Los señores feudales de ayer –que tenían privilegios pero también obligaciones–
son suplantados por los “representantes” de hoy, que se comprometen con todos, y
por las corporaciones financieras, que no asumen compromisos con nadie más que
ellos mismos.
Lo cierto es que en este retorno a la nueva era medieval estamos peor que en la
vieja Edad Media. Las grandes mentiras del liberalismo que supimos conseguir –o
que no logramos evitar– nos hicieron creer que los adelantos científicos o
tecnológicos permitirían que la gente trabajara menos horas, ganara más y
disfrutara de mayor tiempo para el ocio.
Sucedió exactamente al revés: se trabaja mucho más y se gana mucho menos. La
producción es cada día más social pero la apropiación es cada vez más
individual. Unos pocos ejemplos lo confirman:
* La suma de los principales ejecutivos, gerentes y directores de las grandes
corporaciones del mundo, más los presidentes de los principales bancos privados,
más los directores del FMI y el Banco Mundial, dan como resultado entre 6.000 y
7.000 personas. Ellos deciden la suerte de 6.000 millones de individuos.
* Según un informe del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD),
las ganancias anuales de 358 millonarios superan las ganancias anuales de 2.600
millones de personas.
* El 95 por ciento de todas las transacciones de las grandes empresas se hacen
con el llamado “dinero ficticio”.
* El 20 por ciento más rico de la población mundial recibe 82 por ciento de las
ganancias. El 80 por ciento más pobre recibe 1,4 por ciento
* Desde 1945, 600 millones de personas murieron de hambre. Esto equivale a diez
veces más que los muertos de la Segunda Guerra Mundial.
* La fábrica de calzado Nike se fue de Francia porque con lo que le pagaba a un
obrero francés ahora le paga a 47 asiáticos. Los operarios chinos que producen
microchips para Motorola no ganan en un mes lo que cuesta un par de zapatos
Nike. Exactamente lo mismo sucede con los obreros de Levi Strauss, Gap, Ralph
Lauren, Guess y marcas parecidas.
* En Suiza se consume en un solo día lo mismo que los habitantes de Mozambique
en todo un año.
* En los países donde se instalan, los hipermercados se apropian del 80 por
ciento de las ganancias por consumo de la población y exportan esas ganancias a
sus países de origen.
Para mi generación, lo bueno es que el futuro ya llegó. Lo malo es que Mad Max
no vendrá a salvarnos.
...
Y once años después, una actualización por la murga Agarrate Catalina
[Artículo publicado en julio de 2002 en Tiempos de Reflexión http://www.angelfire.com/tn/tiempos/sociedad/texto09.html]
(*)
Periodista, escritor y docente argentino. Blog de
Roberto Bardini:
http://bambupress.wordpress.com