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Las
Malvinas son suramericanas
Por Enrique Manson*
Durante décadas, los gobiernos de los países hermanos apoyaron la reclamación
permanente que la Argentina hacía por nuestra soberanía en las Malvinas.
El 2 de abril de 1982, la dictadura encabezada por Leopoldo Fortunato Galtieri
ocupó las islas. Se trataba de una vieja aspiración nacional. No era de extrañar
que se llenara la Plaza donde la dictadura nos había echado a palos y gases
lacrimógenos dos días antes.
La guerra resultó una gran frustración. Siempre sospechamos de las razones de
los déspotas que gobernaban. Por fin, terminó con la rendición, que Galtieri
anunció diciendo: “la batalla de Puerto Argentino ha terminado.”
Cuando el canciller Costa Méndez visitó La Habana durante la guerra, Fidel
Castro la definió como una guerra de liberación nacional, y agregó: “ (...)
ninguna guerra de liberación nacional se pierde, siempre que se esté dispuesto a
pelearla.”
Es que la dictadura se había lanzado sin saberlo a una guerra colonial. Las
guerras coloniales enfrentan a un imperio con una colonia o con un país pequeño.
El agresor busca una ganancia económica, apropiarse de un punto geográfico
estratégico, o una fácil conquista de prestigio.
Es una inversión en dinero, en sangre, en materiales y armamento, cuyo costo no
debe superar el beneficio esperado. Por eso, los franceses fueron vencidos por
Rosas en 1840, y por eso los Estados Unidos abandonaron Vietnam en la década de
1970. La resistencia de los pueblos terminó por quebrar la voluntad de los
imperios. La dictadura soñaba que Londres se resignaría tras algunos cansados
rugidos, y que los americanos defenderían a quienes colaboraban en la guerra
sucia centroamericana.
La dictadura la afrontó en inferioridad material. Pero además, era imposible que
uniformados formados en la “guerra sucia”, la patota, el secuestro y la tortura
emprendieran una guerra de liberación, que exige contar con la adhesión popular.
Y mal podían pedirla quienes durante seis años habían martirizado al pueblo
argentino.
Claro que hubo aviadores cuyo heroísmo asombró a los enemigos, oficiales al
frente de sus tropas y soldados que, con más coraje y patriotismo que pericia,
superaron las limitaciones de instrucción, medios y conductores incapaces.
El clarín de la Patria sonó desafinado tocado por los lacayos del Imperio. Y la
ilusión de muchos se perdió en las compadradas inconsistentes o en las bravatas
de los medios afines que horas antes del fin gritaban “¡estamos ganando!”
En la guerra de liberación que la dictadura –sin ser conciente de ello-
emprendió en 1982, tuvimos la solidaridad del continente. Es cierto que
Pinochet, el chacal de Santiago, movido por disputas de carroña con los que aquí
mandaban, se salió del conjunto y ayudó descaradamente al Imperio. Pero hubo
otros chilenos, como los que en el diario El Sur de Concepción que publicaron,
en abril de 2002: “Después de veinte años, no es fácil hacer un retrato de la
visión de los chilenos de entonces del conflicto.
El comienzo fue visto casi como quien presencia una confrontación deportiva. No
me consta si hubo literalmente un titular así, pero perfectamente pudo haberlo:
‘Primer round (o set, o tiempo): Argentina 1, Reino Unido 0’. Y cuando
finalmente zarpó la flota británica hacia el Atlántico sur, la noticia se
convirtió en un juego de especulaciones y adivinanzas.
El brusco despertar lo produjo el hundimiento del Belgrano. Ese día el conflicto
dejó de ser una especie de serie de televisión o uno de los (entonces) novedosos
juegos de computadores. De pronto muchos chilenos nos dimos cuenta que la guerra
era una dura realidad, con muertos de verdad y dolores no fingidos. La mayoría
de nosotros recuperó el sentido americanista que nos había caracterizado por
décadas y que la Junta Militar trató de reemplazar en algún momento por el
nacionalismo de mercado.”
En los foros internacionales, nuestras repúblicas fueron siempre solidarias. Sin
embargo, la decisión del gobierno de Montevideo al negar la autorización a la
fragata HMS Gloucester destinada a la protección de la colonia “Falkland”, que
no pudo reabastecerse en puertos uruguayos fue un gigantesco paso adelante.
Vamos hacia la unidad, sin la cual la Argentina no tiene destino posible.
Seguiremos, como no, discutiendo por el régimen de los ríos compartidos, por el
fútbol, por la invasión de frangos (pollos) baratos en nuestras góndolas, o de
autopartes en los talleres de países vecinos. Como lo hemos hecho y haremos
hasta el fin de los tiempos entre porteños y provincianos, entre tucumanos y
santiagueños, entre santafesinos y rosarinos.
Pero si, como bien se ha dicho, pese a las rejas que el Gobierno de la Ciudad
Autónoma ha puesto a sus monumentos, Bolívar y San Martín cabalgan de nuevo por
el continente, hoy podemos afirmar que los acompaña el hermano mayor de nuestro
federalismo, José Gervasio Artigas, afirmando como ayer: “Los pueblos de América
del Sur están íntimamente unidos por vínculos de naturaleza e intereses
recíprocos.”
Abril de 2014
*Autor de Tras su manto de neblinas, segundo
libro de la colección Entre dos helicópteros.
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