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Felisa,
la Pachamama de Amaicha del Valle
Por Pedro Patzer
Mientras la tele y los diarios de Buenos Aires nos brindan sus cotidianos
apocalipsis; mientras los mercaderes de las noticias nos convencen de que hemos
perdido el paraíso; mientras desde los suplementos culturales siguen añorando
los altillos de París y continúan desconociendo los antigales calchaquíes;
mientras los intelectuales se emocionan con el cine exótico universal, pero
dejan pasar, con más pena que gloria, a decenas de
películas nacionales y latinoamericanas; mientras todo eso sucede, en Amaicha,
sus pobladores eligen (en el epílogo del carnaval) a una abuela como Pachamama,
a Felisa, la Pachamama de Amaicha del Valle!
Ahí, en el país de la vidala, ahí en el país de la coca, ahí en el país del
cerro, ahí en el país de la copla, ahí en el país del carnaval, ahí donde la
Virgen tallada y el eco de la sed de la Difunta Correa, ahí, donde la tucumanía
profunda retumba en cajas, ahí donde los gringos se apunan, ahí donde se aprende
a desaprender eso que llaman civilización para recuperar el asombro del ser
nativo, ahí se olvidan del mundo que desprecia la sabiduría de los ancianos y
cada año eligen a una abuela para que interprete, en su corazón, la voz
ancestral de la Pachamama, el espíritu cósmico de la madre de los cerros.
Felisa Arias de Balderrama es la Pachamama de Amaicha del Valle , una abuela
sabia, que durante doce meses, interpretará el ancestral mandato de la madre de
los cerros. Felisa, con sus noventa años, acumula balbuceos de montañas,
plegarias de caja, caminos angosto entre precipicios y ushutas mojadas. Felisa
que anduvo en mula, entre nubes y hambre, que conoció el frío beso de la madruga
de invierno en las manos del que pela caña, que padeció el fatídico acecho del
familiar, ese perro negro que ladra en el silencio del zafrero. Felisa que sabe
que el canto indígena permanece en Amaicha, que en lengua originaria quiere
decir: “Cuesta abajo”, ella que muchas veces tuvo que bajar del cielo de la
vidala para ir a Tafí o Catamarca. Porque Felisa comprende que Amaicha es la
frontera de los vientos: por su sangre soplan los vientos libres de Abya Yala,
los mismos vientos que agitaran los espíritus de San Martín y Felipe Varela, de
Condorcanqui y Belgrano, los mismos vientos que hicieran del poncho de Atahualpa
Yupanqui, bandera musical del caminante.
Felisa, Pachamama de Amaicha del Valle, recomienda abrevar en el libro de la
chicha en febrero, en el cine de las apachetas y sus siglos de ofrendas paganas,
en los lerdos milagros que acontecen en las horas del pastor, en los profundos
conocimientos que se adquieren cuidando la majada y descifrando la secreta
música del viento en el cañaveral. Felisa nos recuerda que el corral es como una
escuela, y el sendero, como un templo. Esos caminitos donde la muerte juega en
los precipicios, donde el silencio esculpe en el rostro cobrizo artesanías de
raza, donde la copla huraña sabe a aguardiente de ríos andinos, donde el cóndor
supersticioso mira de reojo a la diminuta abuela que por un año será la madre
tierra. Ella, Felisa, la Pachamama de Amaicha, la que cambia los milenios de
ecos por el ancestral sonido del “joi - joi” , que en definitiva es el eco del
corazón nativo del país de los valles Calchaquíes
Bajo el cielo de los antiguos, Felisa arrea siglos de cantos y silencios, recibe
la gratitud india, la corpachada, tributo a ella, madre de los cerros que junto
a Inti y Quilla, custodian las almas ancestrales de Amaicha.
Pan y Cielo, el blog de Pedro Patzer
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