|
Los
jugadores son como los poetas
Por Ricardo Piglia
Estoy siempre más atento a los jugadores que a los equipos, a las
individualidades más que a la disposición táctica. En el fútbol, como en la
literatura, lo que interesa es la creatividad y el estilo.
Empecé a ir a la cancha en 1954 (ese año con mi padre seguimos toda la campaña
de Boca Juniors, donde jugaba de enganche –o número 10– el uruguayo Roselló y en
el medio de la cancha –con el número 5– el gran Eliseo Mouriño) y en estos
sesenta años he visto muchísimos jugadores y muchísimos cambios en el modo de
defender o de atacar y de parar a un equipo, pero si tuviera que sintetizar la
tradición del fútbol argentino nombraría tres jugadores: Enrique Omar Sívori,
Diego Maradona y Lionel Messi.
Son muy parecidos, jugaban igual, entendían el fútbol del mismo modo; son
chiquitos nada atléticos, muy individualistas y realizan de memoria y al toque
todas las figuras poéticas del fútbol: el arranque, el amague, la apilada, el
cambio de ritmo, el chanfle, la gambeta corta, la pisadita, (“la llevan atada”,
dicen los muchachos en la popular); no corren, son rápidos, muy inteligentes,
están siempre una milésima de segundo adelante, como si jugaran en el futuro del
partido. Aprenden a jugar a la pelota en el potrero, el campito de tierra con el
pasto al ras. Juegan con las medias caídas, debutan en Primera a los dieciséis
años pero la gente madruga para verlos jugar en la Tercera y se pasan el dato en
secreto, como cuando uno lee el primer libro de un joven destinado a cambiar el
lenguaje de la poesía.
Vamo vamo los pibes, vamo vamo los pibes es el grito de guerra en las tribunas
argentinas pero también es el pedido desesperado para que vuelva a aparecer uno
de esos jugadores que justifican ir a la cancha. Como si un día los lectores se
juntaran –en la Ferias del Libro de Madrid o de Guadalajara o de Buenos Aires o
en el exclusivo Salón du Livre de Paris– y gritaran ¡Queremos un Rimbaud!
¡Queremos un Rimbaud!
Esos jugadores vienen así, no necesitan aprender nada, se parecen entre ellos,
inventan cada vez el fútbol argentino. Mi padre, que vio jugar a Di Stefano, a
Pelé y a Maradona, dijo que nunca había visto un jugador como Adolfo Pedernera,
un nueve tirado atrás que jugaba en River; y mi amigo Jorge Herralde, que sabe
tanto de libros como de fútbol, todavía se acuerda con admiración de Farro,
Pontoni y Martino, los tres delanteros del San Lorenzo que anduvo de gira por
España a fines de los años ‘40; y un tío mío decía que Maradona no le ataba los
botines a Capote De la Mata, un entreala de Independiente que hizo un gol
después de hacer un túnel, una rabona, dos sombreritos y gambetear a media
defensa de River. No los vi jugar pero igual los considero parte del estilo
histórico del fútbol argentino.
Los jugadores brasileños –Pelé, Didi, Zico. Nilton Santos, Sócrates– son
extraordinarios, únicos, pero son distintos –gambeta larga, grandes zancadas,
pases al vacío, bola seca–, tienen otro estilo –se parecen más a T. S. Eliot que
a Rimbaud y por eso ganan siempre el Premio Nobel–; el resto –los alemanes, los
ingleses, los italianos, los holandeses, los españoles– nos gustan, pero nos
parecen rústicos, un poco mecánicos, (onda la poesía de Günter Grass),
triangulan, corren, todos defienden y hasta ¡se tiran al piso!
“Aspiro al público deportivo” decía Bertolt Brecht y tenía razón: los hinchas
argentinos son apasionados pero muy críticos, los murmullos y los comentarios
que se escuchan en la cancha son siempre juicios de expertos. Les basta ver cómo
un jugador baja un pase alto o cómo amansa una pelota que viene cuadrada (“le
tiró un ladrillo y la devolvió redonda” dicen) para evaluar a un futbolista.
En este Mundial los argentinos iremos a ver a Messi (y al Kun Agüero). ¿Qué va a
pasar? Difícil saberlo. El fútbol es como la vida –decía mi padre—, nunca gana
el mejor.
29/06/14 Página|12
|
|
|