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Recordando
al
“Pepe”
Por Francisco José Pestanha
La resultante de los antagonismos y convulsiones que naturalmente acontecen en
el devenir histórico de los pueblos, no suele manifestarse únicamente a través
de cambios institucionales o modificaciones en las orientaciones políticas y
geopolíticas de una comunidad o Estado determinado. Acostumbra, además,
inmiscuirse en otros campos como la cultura y las ciencias; en especial en
aquellas cuyo objetivo es el abordaje de la sociedad en alguno de sus aspectos.
Tal es el caso de la derivación de las disputas entre unitarios y federales
durante las primeras décadas del siglo XIX (aunque en rigor de verdad, algunos
unitarios no fueron del todo unitarios; y ciertos federales, lo fueron tampoco).
Así las cosas, bien vale señalar que las contiendas de Caseros (1852) primero y
luego de Pavón (1861) marcaron a fuego el transcurrir de una Argentina que
visiblemente, y a partir del pensar y el obrar de una facción triunfante
impregnada de una doctrina importada acríticamente —el iluminismo— y de un
liberalismo que se presentaba como “el motor conceptual del progreso”, imprimió
al Estado surgente una cosmovisión que presuponía un modo específico de concebir
e interpretar la historia y la ciencia histórica.
El triunfo de la entente heterogénea que enfrentó sucesivamente a Juan Manuel de
Rosas y luego a Justo José de Urquiza, condujo inmediatamente hacia la
consolidación de Bartolomé Mitre al frente de un Estado centralista, cuya matriz
económica se fundó en el protagonismo de una oligarquía de base terrateniente,
exclusiva beneficiaria de las pingües mercedes obtenidas de la renta de la
tierra y cuya garantía principal estaba anudada a los términos de un intercambio
determinado, casi exclusivamente, por el Imperio inglés. La impronta fundacional
impulsó un Estado que aspiraba a constituirse en el motor de la modernidad,
lamentablemente condicionado por una falsa antítesis —Civilización vs. Barbarie—
donde lo bárbaro representaba “lo propio” y lo civilizado, “lo ajeno”.
Conscientes de la importancia que el relato histórico posee en la construcción
de rasgos identitarios comunes y dueños absolutos del poder político, los
vencedores de las guerras civiles, conducidos por un estadista de dotes
singulares, fueron concibiendo e integrando con científicos, intelectuales, y
ensayistas una superestructura simbólica funcional al proyecto modernizador
triunfante. En forma paralela, a través de las instituciones educativas y
académicas del país fue puesto en circulación un relato histórico acompañado por
un “olimpo” de próceres a la medida de un modelo de Estado que se proponía
—entre otros desafíos— repoblar el país a partir de la idea fuerza “gobernar es
poblar”, rudimento que a la vez convocaría a nuestras costas millares de
extranjeros empapados del “espíritu de la modernidad y del progreso”.
Si bien el régimen fundado hábilmente por el mitrismo pudo gozar de algunas
décadas de estabilidad, ya a fines del mismo siglo XIX comenzaron a manifestarse
las primeras expresiones críticas al orden instituido. Algunas surgieron de los
mismos inmigrantes que, junto a sus valijas cargadas de esperanzas, trajeron
nociones e ideas que venían a cuestionar el régimen capitalista emergido a
partir de la revolución burguesa. En consecuencia, antes de concluir la
centuria, comenzaron a brotar instancias de organización obrera bajo doctrinas
anarquistas, socialistas, clasistas y, desde estas corrientes, fuertes
impugnaciones al orden establecido.
Pero a la vez, desde lo más recóndito de la diáspora federal de los sectores
criollos, de los contingentes desplazados por el orden oligárquico, comenzó a
germinar un movimiento que —aunque contradictorio e inconexo— apelaría a
estrategias insurreccionales y que, ya bajo la conducción de Hipólito Yrigoyen,
obtendría en 1912 una reforma electoral de consecuencias impredecibles, para el
régimen imperante.
El siglo XX encuentra a nuestro país inmerso en una serie de contradicciones
dentro del mismo orden instituido y, además, nutrido de los antagonismos
generados por los cuestionamientos mencionados, a los que se le irá adosando una
creciente prédica anticolonialista que intentará desnudar los lazos ocultos que
sujetaban a la Argentina a un régimen de dependencia consentida con la metrópoli
inglesa. Además, una profunda reacción antipositivista pondrá en cuestión los
basamentos conceptuales e ideológicos sobre los que se sustentaba el régimen
instituido y se irá generando una nueva escuela histórica a partir de profundas
impugnaciones al relato difundido masivamente.
José María “Pepe” Rosa formó parte de una generación de la cual emergieron
persistentes y perspicaces objeciones a dicho régimen: la historia fue el
rudimento batallador elegido por este criollo nacido el 20 de agosto de 1906.
Nieto del Dr. José María Rosa, ministro de Hacienda del general Julio A. Roca en
su segunda presidencia, Pepe se recibió muy joven de abogado, profesión que lo
llevó a desempeñarse como juez de instrucción de la provincia de Santa Fe. Ya en
1933 editó su primer libro, “Más allá del Código”, obra a partir de la cual
describe sus vivencias como magistrado y donde, además, formula soslayadas
criticas al orden normativo y judicial de la época.
Tres años después publica “Interpretación religiosa de la Historia”, texto
recogido luego en su tesis doctoral y que recibe numerosas críticas por parte de
los intelectuales alineados en el positivismo. Con respecto a este texto
señalamos que, según el autor, las posiciones encuadradas en el materialismo
histórico creyeron encontrar en la economía el espíritu de la sociedad, así como
muchos etnógrafos creían haberlo encontrado en las razas. Para Pepe, este
espíritu había que rastrearlo en la historia de las religiones; allí se
encontraba el lenguaje ignorado en el que se escribió la historia: “La Nación es
siempre un culto religioso. Un culto supone la dirección del misticismo social
hacia un objeto, una idea o un hombre” .
La caída de Hipólito Yrigoyen, la crisis del 30, la prédica anticolonialista de
legendarios autores, la reacción antipositivista y, fundamentalmente, el Pacto
Roca-Runciman que pone al desnudo el régimen asimétrico en el que se encontraba
nuestro país respecto a la Gran Bretaña, son hitos que van marcando un derrotero
intelectual y que lo encuentran militando en el Partido Demócrata Progresista
(estructura política comprometida con el orden instituido) hacia las filas del
campo nacional. Junto a otros prestigiosos pensadores, 1938, funda el Instituto
de Estudios Federalistas, el cual comienza a constituirse en un centro de
producción historiográfica como crítica a las corrientes oficializadas
institucionalmente. Ya para 1943, su orientación nacional quedará plasmada en el
libro “Defensa y pérdida de nuestra independencia económica”.
Las posiciones asumidas por Rosa le causan permanentes conflictos con la
intelligentzia santafesina y lo llevan a radicarse en Buenos Aires. Durante la
década correspondiente al primer peronismo publica legendarios textos: “Artigas,
prócer de la nacionalidad”, “Nos los representantes del pueblo”, “La Misión
García ante Lord Strangford”, “El cóndor ciego”, entre otros.
La “Revolución libertadora” que desplazó ilegítimamente al peronismo del
gobierno, lo priva de sus cátedras y lo encarcela por dar refugio a John W.
Cooke. Una vez liberado, apoya el levantamiento del general Valle en junio de
1956. Fracasado el intento y perseguido por la tiranía, huye a Uruguay para
luego radicarse en España, donde ejerce el periodismo y da conferencias.
Respecto al exilio, sostuvo Pepe: “Me he dado cuenta ahora lo que es el exilio.
Es una sensación de ausencia definitiva, de muerte, de no ser nada, de estar
olvidado” . De su correspondencia de la época surge nítidamente el espíritu de
un hombre que “[…] no podía estar ausente de las circunstancias de su país.
Dedica hojas enteras, a veces hasta los márgenes, a especular sobre la situación
política argentina. También se intuyen los miedos de este memorioso: ‘Me choca
que se me haya olvidado así. Nunca mencionan mis libros’" , le confiesa a su
entrañable amigo y discípulo Fermín Chávez.
Vuelto al país en 1958, prosigue con su enorme producción: “El pronunciamiento
de Urquiza” (1960), “El revisionismo responde” (1964), “Rivadavia y el
imperialismo financiero” (1964), “La guerra del Paraguay y las montoneras
argentinas” (1965), “Rosas nuestro contemporáneo” (1979), “El fetiche de nuestra
Constitución” (1984), “Análisis histórico de la dependencia argentina”.
En forma paralela, sus aportes a la resistencia peronista lo hacen respetado y
querido por las bases peronistas y sus obras son difundidas de manera
extraordinaria dentro del movimiento. El 17 de noviembre de 1972 acompaña a Juan
Domingo Perón en su regreso definitivo, integrando el chárter que lo trajo de
vuelta al país. Durante la presidencia peronista es designado embajador en
Paraguay en reconocimiento por su contribución a la relación entre ambos
Estados. Fallecido Perón —y a raíz de profundas diferencias con el canciller
Vignes— es destinado a prestar servicios en Grecia.
En 1976 regresa a la Argentina y el bravío Pepe comienza a dirigir la revista
“Línea” (“la voz de los que no tienen voz”). La publicación se constituye en una
verdadera tribuna de resistencia del pensamiento nacional contra la dictadura, y
Rosa debe enfrentar el secuestro de las publicaciones, allanamientos y procesos
en su contra. Los chacales no se atrevieron a desaparecerlo. Así como Pepe se
había jugado la vida con Valle en el legendario levantamiento, sigue poniéndose
en la línea de fuego mientras algunos dirigentes políticos actúan con una
prudencia a veces rayana con la complicidad. Cuenta Alberto González Arzac, su
abogado: “…íbamos a las audiencias como quien va a la guerra, [lo recibía] un
juez del Proceso que presentaba en todas sus paredes fotos de él codeándose con
almirantes, generales y brigadieres. …Y, ¿cuál era la reacción de Don Pepe? …no
perdía el humor y decía ‘El gobierno del Partido Militar’ …A mí me corría frío
por la espalda y él ni se inmutaba… todavía desaparecían personas… y ¡Don Pepe,
con ese par de pelotas que tenía, manifestándose allí de esa manera!” .
Su vida se apaga el 2 de julio de 1991. Al decir de Enrique Manson, su discípulo
y biógrafo hasta el fin de sus días: “el Maestro continuó entregándose en cuerpo
y alma a la causa de la felicidad del pueblo y la independencia de la Patria.
Así, ya viejo, no vaciló en los aciagos días del llamado Proceso en dirigir una
revista de oposición, cuya lectura esperaban regularmente muchos que luchaban
contra el desaliento que imponía el discurso único y la certeza de las mazmorras
ocultas” .
Desde el punto de vista filosófico, el historicismo de Rosa lo llevó a compartir
la idea de que un acontecimiento del pasado puede ser, desde el punto de vista
histórico, más actual y más trascendente que uno del presente. Para dar cuenta
del historicismo en el que abrevó Pepe, puede coincidirse con el filósofo Saúl
Taborda en que para Rosa “…la vida de un pueblo es una realidad tejida de
historia y de cultura. La cultura acusa las direcciones espirituales al destino
particular. La elabora todo individuo tocado de la conciencia de la vida y del
mundo y es, por eso mismo, personal e intransferible. Personal e intransferible
por más que sus productos necesiten verterse en la comunidad para aspirar la
vigencia en el soporte que les asegura la perpetuidad con que el creador de
valores supera existencialmente con ellos la finitud de sus días. La historia se
refiere a la voluntad de ser inherente a toda comunidad política. Se expresa en
hechos —en los hechos históricos, conviene recalcarlo—, pues es en ellos donde
se exterioriza la dirección que ella asume y la continuidad que es su esencia” .
En forma coincidente, Ana Jaramillo sostendrá que “la verdadera historia es
historia contemporánea” .
A partir de esta perspectiva, Rosa se inmiscuyó de lleno en los temas
nacionales, hecho que, entre otros grandes temas, lo llevó a indagar
profundamente en el período rosista. Los historiadores clásicos de tradición
liberal —según su criterio— habían indagado este proceso con anteojeras
eurocéntricas. Para Pepe, la historia en manos de escritores europeizantes había
sido guionada sobre los acontecimientos operados en el Viejo Mundo y, aplicación
analógica mediante, ubicaba a tal o cual personaje en el campo reaccionario o en
el progresista, sin darse cuenta de que más allá de las influencias exteriores,
la historia de cada comunidad posee su propio flujo y reflujo.
Pepe Rosa asigna a Rosas una sensibilidad territorial que, a su criterio,
compuso un tipo de estadista siempre alerta y celoso de las fronteras de su
Patria. Todo el gobierno de Rosas resultó, de esta forma, una adecuación
constante de la política a la estrategia. No inventó enemigos: sus enemigos
fueron los naturales. Para Pepe, Rosas representó un tipo de jefatura política
adaptada a la naturaleza, al terreno del país, a las fuerzas reales que operaban
sobre la Patria. En ese sentido, hablando de las cualidades estratégicas de
Rosas, Pepe coincide con Raúl Scalabrini Ortiz en que: “Rosas usa los mismos
métodos británicos: soborna, corrompe, atrae, ultima y extingue en una política
incansablemente dirigida a la unidad, a la fuerza, al bienestar de la Nación.
Rosas tiene enfrente al político británico más cínico y más diestro. Tiene
enfrente a Lord Palmerston. Pero todo lo que imagina, planea y arguye Palmerston
es anulado y contrarrestado por Rosas. Por eso, este hombre que reunió lo que
había disgregado la diplomacia británica; que procuró reaglutinar los fragmentos
dispersos del viejo Virreinato, que desunidos eran presa fácil para la
diplomacia británica; este hombre, a quien jamás la diplomacia británica pudo
vencer ni doblegar, en la historia oficial, que enaltece solamente a los agentes
británicos disfrazados de gobernadores y presidentes argentinos, pasa como un
tirano sanguinario y egoísta. La reconstrucción de la historia documental de las
luchas francas y de las luchas encubiertas e invisibles que Rosas debió sostener
con la diplomacia británica para defender al país, será uno de los puntos de
apoyo más firmes para toda acción futura” .
Otra de sus grandes obsesiones fue la figura de Francisco Solano López. Para
analizar su postura bien vale recurrir al prólogo de la primera edición de “La
guerra del Paraguay y las montoneras argentinas”. Plantea allí Pepe que la
guerra del Paraguay fue un epílogo: “… el final de un drama cuyo primer acto
está en Caseros en el año 1852, el segundo en Cepeda en el 59 con sus ribetes de
comedia por el pacto de San José de Flores el 11 de noviembre de ese año, el
tercero en Pavón en 1861 y las ‘expediciones punitivas’ al interior, el cuarto
en la invasión brasileña y mitrista del Estado Oriental con la epopeya de la
heroica Paysandú, y el quinto y desenlace en la larga agonía de Paraguay entre
1865 y 1870 y la guerra de montoneras en la Argentina de 1866 a 1868. El ocaso
de la nacionalidad podría llamarse, con reminiscencias wagnerianas, a esa
tragedia de veinte años, que descuajó la América española y le quitó la
posibilidad de integrarse en una nación; por lo menos durante un largo siglo que
aún no hemos transcurrido. Fue la última tentativa de una gran causa empezada
por Artigas en las horas iniciales de la Revolución, continuada por San Martín y
Bolívar al cristalizarse la independencia, restaurada por la habilidad y férrea
energía de Rosas en los años del sistema americano, y que tendría en Francisco
Solano López su adalid postrero. Causa de la Federación de los Pueblos Libres
contra la oligarquía directorial, de una masa nacionalista que busca su unidad,
y su razón de ser frente a minorías extranjerizantes que ganaban con mantener a
América débil y dividida; de la propia determinación oponiéndose a la injerencia
foránea; de la patria contra la antipatria, en fin, que la historiografía
colonial que padecemos deforma para que los pueblos hispanos no despierten del
impuesto letargo. Causa tan vieja como América. Narrarla es escribir la historia
de nuestra tierra, es separar a los grandes americanos de las pequeñas figuras
de las antologías escolares” .
Con respecto de la obra de nuestro querido maestro, bien vale citar una
referencia de un autor que si bien no compartió gran parte de las posiciones de
Rosa, ponderó muy favorablemente su labor. Para Félix Luna: “…no puede
invalidarse el saldo general de la obra de Rosa, nutrida de una honda pasión
nacional y estructurada con seductora coherencia. Es el último ‘revisionista
puro’… Rosa ha cumplido con su rol de vocero de la antítesis indispensable:
aquella que debía enfrentar la tesis liberal ya indefendible. Su obra significa
una apertura hacia una nueva conciencia histórica del país, mantenida a través
de una firme consecuencia ideológica” .
Conocí personalmente al Pepe en la Facultad de Derecho de la Universidad de
Buenos Aires, en una conferencia vinculada al plebiscito convocado con motivo
del conflicto sobre el canal de Beagle durante la gestión de Raúl Alfonsín.
Posteriormente concurrí a algunas de sus conferencias. Desde hace casi una
década conozco a sus hijos y nietos —en especial a Eduardo—, quienes me consta,
no solamente realizan aún patrióticos esfuerzos para reivindicar la obra de su
antecesor, sino que ellos mismos constituyen un ejemplo de compromiso con las
cuestiones del país.
El presente volumen incluye cuatro obras: “Defensa y pérdida de nuestra
independencia económica” (1954), “Rivadavia y el imperialismo financiero”
(1964), “Rosas, nuestro contemporáneo” (1970) y “Análisis histórico de la
dependencia argentina” (1974).
Pero antes de concluir cabe enfatizar que la obra de José María Rosa no se
limita a los textos publicados ni tampoco a los citados en este prólogo. Se
extiende a más de una treintena de libros entre los que se incluyen sus ya
épicos tomos de Historia Argentina y una infinidad de artículos y conferencias
que aún hoy, a pesar del ostensible ocultamiento de su producción, siguen
enriqueciendo a nuevas generaciones de argentinos.
[Prólogo al Libro "Obras Selectas" de José María Rosa. Compiladora Ana
Jaramillo. Próxima aparición. Editorial EDUNLA]