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Cortázar
cumple cien años
Por Miradas al Sur
cultura@miradasalsur.com
Julio Cortázar político: fragmento de la extensa entrevista que el periodista y
escritor uruguayo Ernesto González Bermejo le realizara en 1977.
Quisiera reconstruir un poco, contigo, tu itinerario político. Vos
malinterpretaste, rechazaste o evadiste el fenómeno del peronismo, ¿no es así?
–Yo pertenecía un grupo, por razones de clase pequeñoburquesa, antiperonista,
que confundió el fenómeno Juan Domingo Perón, Evita Perón y una buena parte de
su equipo de malandras con el hecho que no debíamos haber ignorado y que
ignoramos de que con Perón se había creado la primera gran convulsión, la
primera gran sacudida de masas en el país; había empezado una nueva historia
argentina. Esto es hoy clarísimo, pero entonces no supimos verlo. Entonces,
dentro de la Argentina los choques, las fricciones, la sensación de violación
que padecíamos cotidianamente frente a ese desborde popular, nuestra condición
de jóvenes burgueses que leíamos en varios idiomas, nos impidió entender ese
fenómeno. Nos molestaban mucho los altoparlantes en las esquinas gritando:
“Perón, Perón, qué grande sos”, porque se intercalaban con el último concierto
de Alban Berg que estábamos escuchando. Eso produjo en nosotros una equivocación
suicida y muchos nos mandamos a mudar. Pero observá, la historia es muy
paradojal, el hecho de que nos hayamos ido, en algunos casos, ha sido bastante
útil porque si yo me hubiera quedado en Argentina probablemente no habría
llegado a entender nunca lo que pasaba en mi propio país. Puse un océano de por
medio y luego llegó la Revolución Cubana. Te decía, y lo he dicho muchas veces:
en realidad lo que me despertó a mí a la realidad latinoamericana fue Cuba.
–¿Por qué?
–Por una razón bastante sencilla. Ese proceso que, en un plano más privado, se
había iniciado aquí en París conmigo en la época de “El Perseguidor” y de
Rayuela, esa especie de descubrimiento del prójimo y, por extensión,
descubrimiento de una humanidad humillada, ofendida, alienada, ese abrirme de
pronto a una serie de cosas que para mí hasta entonces no habían pasado de ser
simples telegramas de prensa: la guerra de Vietnam, el Tercer Mundo, y que me
había conducido a una especie de indignación meramente intelectual, sin ninguna
consecuencia práctica, desemboca en un momento dado en un decirme “bueno, hay
que hacer algo”, y tratar de hacerlo. Mi primer viaje a Cuba, en 1962, fue hacer
algo. Y allí descubrí todo un pueblo que ha recuperado la dignidad, un pueblo
humillado a través de su historia (los españoles, el machadato, Batista, los
yanquis, y todo lo demás) que, de golpe en todos los escalones, desde los
dirigentes a quienes prácticamente no vi, hasta el nivel de guajiro, de
alfabetizador, de pequeño empleado, de machetero, asumían su personalidad,
descubrían que eran individuos con una función a cumplir. Eso fue para mí algo
catártico; fue una experiencia que me sacudió lo más profundo. De pronto vi en
Cuba, con entusiasmo, fenómenos multitudinarios que en Buenos Aires, como te
decía, había vivido con espanto. Eso exigió de mí un echar a caminar hacia atrás
y tratar de volver a ver las cosas.
–Desde el golpe de septiembre de 1973 te metés de cabeza en la solidaridad con
la resistencia chilena.
–Seguí muy de cerca la experiencia de la Unidad Popular. Estuve en Chile dos
veces: me hice amigo de Allende, de muchos escritores e intelectuales chilenos.
Viví, con una mezcla de emoción y asombro ese intento, con todas las
limitaciones y problemas que tenía, de llegar al socialismo en uno de los países
del Cono Sur. Era obvio que con el golpe de Estado la preocupación chilena se
hiciera capital para mí. Por eso me puse a disposición de la resistencia, en lo
que pudiera hacer de útil. Primero se decidió hacer un libro colectivo, Chili:
dossier noir, que fue un buen trabajo, en el doble sentido de que fue mucho,
cuatro meses bastante intensos, y en el de que se dio al francés medio, muy
interesado en el caso chileno, la posibilidad de tener toda la documentación y
extraer sus propias ideas, sus conclusiones. No es un libro de análisis, es un
libro de documentación, aunque sea obvio para dónde va la simpatía de los que lo
hicimos. Después me incorporé con García Márquez al Tribunal Russell y allí el
caso chileno, las torturas, las ejecuciones, las violaciones de los derechos
humanos, fue uno de los temas de esa reunión del tribunal. Otra, en Bruselas, se
ocupó de las sociedades multinacionales.
–A propósito de esa reunión de Bruselas publicaste un librito curioso, Fantomas
contra los vampiros, ¿cómo surgió esa idea?
–Mirá, siempre me indignó que el bloque de la comunicación en América latina,
perfectamente montado por las agencias noticiosas del imperialismo
norteamericano y las complicaciones internas, hiciera que gran parte de nuestros
pueblos ignorara cosas como los trabajos y las sentencias del Tribunal Russell.
Por una serie de circunstancias divertidas, llegó a mis manos una revista
mexicana de tiras cómicas donde había una aventura de Fantomas en la cual yo
mismo figuraba como uno de los personajes. Decidí valerme de las imágenes,
cambiándoles el sentido y agregando textos que mostraron cómo los genocidios
culturales no son obra de algún loco suelto que incendia bibliotecas, como en
esa historia, sino que se trata de una maniobra perfectamente montada contra
nuestras culturas y nuestras luchas por una soberanía material e intelectual.
Conseguí que el libro se vendiera en edición popular, en los quioscos de
diarios, y en él incluí la sentencia del Tribunal Russell concerniente a las
dictaduras del Cono Sur. Salió muy bien, pues miles de personas se enteraron de
cosas de las que no tenían la menor idea; el libro, por supuesto, apenas entró
en mi país o en Chile, pero muchos ejemplares pasaron de bolsillo a bolsillo, y
tuve la plena confirmación de su eficacia. Me parece, además, que fue una buena
prueba de lo que puede hacer un escritor responsable cuando se trata de
transmitir un mensaje ideológico a su pueblo.
–Supongo que toda esa actividad de solidaridad te quitó tiempo para tu trabajo
estrictamente literario, ¿cómo resolviste esa contradicción?
–Dándole prioridad a mi actividad política, durante los últimos cuatro años. No
obstante, publiqué dos libros de cuentos: Octaedro y Alguien que anda por ahí.
Estos libros, sobre todo el último, son el resultado a veces bastante precario y
bastante difícil de conseguir tiempo libre dentro de un tiempo terriblemente
tomado, entregado a colaborar con la resistencia, por un lado de los chilenos y
por otro de los argentinos, a través de los exiliados en París.
–Más allá del tiempo que te tome cada una, ¿cómo coexisten en vos la actividad
política y la literaria?
–Nunca he conseguido ni conseguiré jamás esa síntesis ideal que pretenden muchos
revolucionarios, según la cual escritor y político deberían ser la misma cosa.
Según ellos la literatura y la política deberían ser prácticamente lo mismo y
hacerse al mismo tiempo. Eso puede ser en cierta estructura humana, pero en la
mía no funciona. Cuando yo hago política, hago política y cuando hago
literatura, hago literatura. Aun cuando hago literatura con contenido político,
como en el Libro de Manuel, estoy haciendo literatura. Lo que trato es,
simplemente, de colocar el vehículo literario, no diré al servicio, sino en una
dirección que creo que puede ser útil, políticamente. Me parece que ése es el
caso del Libro de Manuel.
–Un libro que ha recogido unas cuantas lluvias críticas. ¿Qué opinás de esas
críticas?
–Recordarás que el libro está precedido de una notita destinada a mostrar que yo
puedo ser loco pero no zonzo y que podía prever perfectamente bien el tipo de
reacción negativa que el libro iba a provocar, por un lado entre los aficionados
a la literatura de la derecha liberal ilustrada y, por otro, entre mis propios
compañeros de ruta de la izquierda. Ese doble juego de malentendidos se dio
absoluta y literalmente.
–Cítame algunos casos.
–Te cito, por ejemplo, el artículo de un señor Revol que apareció en La Nación,
que es una especie de largo llanto deplorando la muerte literaria de alguien que
mientras hizo literatura pura colmó todos los deseos y ambiciones de la clase a
la cual pertenece pero que ahora se dedica a introducir la política y la
historia en un libro y, naturalmente, traiciona ese pasado glorioso. Eso estaba
previsto en la notita inicial y ese señor se podía haber ahorrado su artículo.
–¿En cuánto a las críticas del otro lado?
–También la reacción prevista. El libro fue acusado inmediatamente de frívolo
por una cierta izquierda que no entiende que se pueda escribir un libro donde se
habla de un operativo de guerrilla urbana en un tono un poco desapegado y
juguetón con que se manejan muchas veces los personajes del Libro de Manuel.
Desde luego los que me duelen son estos malentendidos de la izquierda, porque
los de la derecha se dan por descontados, y además, sería muy sospechoso que la
derecha no se enojara con ese libro. Lo que me preocupa dentro de una
perspectiva de transformación latinoamericana a la que aspiramos todos nosotros
es esa incomprensión con que ha sido recibido el libro en sectores de izquierda,
pero a la vez creo útil que ocurriera porque ha sido como una especie de test y
ha mostrado dónde hay que seguir golpeando, en qué punto hay que seguir
insistiendo. Poco menos que nadie, desde la izquierda, ha leído en el Libro de
Manuel algunas cosas que se les decía a ellos, de compañero a compañero; a veces
dan la impresión de que hubieran hecho de cuenta que no se trataba de ellos.
Recuerdo que cuando salió el libro, alguien como el Padre Mujica, en Buenos
Aires, o alguien que yo respeto mucho como Raimundo Ongaro, hicieron
declaraciones por escrito pegándole violentamente al libro. Sobre todo el Padre
Mujica dijo entonces que la revolución no podía ser tratada como un juego.
–Volvemos a lo que es para vos la noción de juego.
–Justamente. No darse cuenta que hay juegos y juegos y que mi visión del juego,
bastante demostrada a lo largo de todo lo que he hecho, es muy seria y muy
profunda. Que tengo al juego por una actividad esencial del ser humano. De modo
que confundir juego con frivolidad es una primera equivocación.
–Puede pensarse que lo que esperaban esos críticos era “otro” libro tuyo sobre
el tema.
–Por supuesto. Lo que muchos esperaban era un libro que fuera simplemente un
libro más de militancia política; lo menos crítico posible, lo más maniqueo que
se pudiera: “Hay que acabar con el fascismo; las dictaduras son execrables; el
revolucionario es un tipo formidable que se está jugando la vida cada cinco
minutos”. Todo lo cual, en la perspectiva general, es perfectamente cierto: las
dictaduras son malas y los revolucionarios son buenos, desde el punto de vista
del destino histórico, de lo que tienen que hacer y de lo que se espera que
hagan. Pero cuando uno se introduce más en el territorio de la verdad, cuando se
queda solamente en el campo revolucionario, empieza a ver que allí también puede
practicar divisiones muy duras y muy penosas porque comienza a encontrarse los
buenos y los malos en el campo de la revolución. Y en el campo de los buenos
todavía puede hacer otra división y es la de los buenos que tienen razón y los
buenos que pueden no tenerla, etcétera, etcétera; casi al infinito. Porque más
me meto yo en la acción concerniente a Chile, por ejemplo, que es mi problema de
estos tiempos, más me espanta tener que trabajar con algunos compañeros que son
formidables por el tipo de trabajo que están haciendo pero que me obligan a mí a
pensar, y te aseguro que me duele decirlo, qué sucedería si esos muchachos
tomaran el poder revolucionario algún día.
–Lo que yo veo en el Libro de Manuel es un intento de desmitificación de toda
una concepción revolucionaria monacal; de decir que los hechos políticos ocurren
en los seres humanos, que no dejan de ser tales por pertenecer a tal o cual
organización y que pueden, deben y es inevitable que combinen la acción política
con el hecho de hacer el amor, de comerse unos spaghettis o de salir a dar una
vuelta por Champs Elysées, si les tocó vivir en París.
–Perfectamente de acuerdo contigo. Hubo gente que, efectivamente, leyó el libro
y lo vio un poco como había querido verlo yo: como una tentativa de convergencia
de un contenido actual, histórico cotidiano en América latina y, al mismo
tiempo, manteniendo lo que yo puedo hacer en el plano de la literatura, sin
sacrificar absolutamente nada. Eso ha sido comprendido individualmente por
lectores y alguno que otro crítico. Los demás no quisieron ver (no es que no
hayan sabido ver, porque en el fondo saben de lo que estábamos hablando) algo
que les molestaba porque algunas veces yo les metía un dedo en el ojo.
–¿Qué compartís de las críticas serias, de fondo, que hayan podido aparecer
sobre el Libro de Manuel?
–La alianza de la honestidad y la inteligencia. Rechazo automáticamente el tipo
de crítica que nace del resentimiento o de alguno de esos malentendidos
iniciales, como esas que empiezan por suponer que el Libro de Manuel es una
tentativa de describir algo que yo no tengo derecho a describir y, a partir de
eso, lo impugnan. Angel Rama, en cambio, hizo una crítica muy dura del libro,
encontró una serie de defectos, de promesas no cumplidas, de caminos
interrumpidos, pero la suya fue una crítica profundamente honesta que me enseñó
mucho y me seguirá enseñando. Tengo conciencia de que es un libro que tiene
múltiples limitaciones, entre otras cosas porque fue escrito contra reloj,
procurando que su aparición tuviera el máximo efecto político posible. En una
palabra: la reacción critica que me interesa es aquella que ha visto las
intenciones básicas del libro; que no se trata de un libro revolucionarlo “a la
violeta”, puesto que yo no sé cómo se hace una operación guerrillera, y además,
porque no soy un escritor realista; no sé describir, sé inventar. Y a mí me
parece que dejo entrever muy claramente, a través del sentido del humor que hay
en el libro, que ese operativo guerrillero no tiene la menor importancia en sí;
lo que cuenta es todo el trabajo interno de reflexión y de crítica a las
conductas revolucionarias, que se ve a través de los comportamientos de los
personajes, los diálogos, etc., que pueden ser discutidos y aun negados, pero a
los cuales casi nadie ha hecho una referencia concreta.
–¿El balance, entonces?
–Para mí, muy favorable. Como no tengo falsas vanidades y sabía perfectamente lo
que iba a suceder, creo que de alguna manera el libro ha cumplido su finalidad.
Ha demostrado, me parece, que cada uno a su manera y desde perspectivas
diferentes debería proponerse escribir libros que sean, mutatis mutandis, como
el Libro de Manuel. No lo digo comparativamente. Quiero decir dentro de una
línea de crítica positiva, de crítica revolucionaria. Eso que digo en el prólogo
sobre la necesidad de “preservar, acrecentar y salvar el lado solar del hombre,
su capacidad lúdica, erótica”, etc.
–Lo erótico en el Libro de Manuel, ¿sería entonces una forma más de búsqueda de
“lo otro”, de una nueva dimensión?
–Por supuesto. Ninguna concesión a la moda, como ha entendido cierta crítica:
una tentativa de mostrar hasta qué punto tenemos que reinventar el mundo. Porque
una de las cosas que más me aterra en América latina es el machismo, incluso en
países que han hecho su revolución, como Cuba, donde todavía es un elemento
negativo del cual habrá que salir, por duro y difícil que sea, si se quiere
llegar a un hombre verdaderamente nuevo.
–Me preguntaba si en el fondo de estos malentendidos sobre el Libro de Manuel no
habrá también algo más. Recuerdo aquella polémica que tuviste con el escritor
Oscar Collazos…
–...fue una linda polémica, quitándole a la palabra esa connotación de bronca
que tiene en América latina, ésa que tuvimos con Collazos; un intercambio útil
de ideas entre dos compañeros que piensan de manera diferente.
–Vos criticabas cierta visión demasiado ingenua o demasiado basta de la
realidad, esa “maldita palabra”, como la has llamado, y del acto creador, que
podría conducir a ciertas conclusiones erróneas en cuanto al compromiso del
escritor con la sociedad. En primer lugar, ¿cuál es, para vos, la verdadera
naturaleza del acto creador?
–Creo que el acto creador es una especie de respuesta humana a la realidad que
se confronta. Esa respuesta se puede dar en distintos planos: puede ser una
respuesta imitativa del hombre a quien esa realidad lo satisface y puede crear
haciendo una especie de elogio, un Himno de San Francisco: el elogio al hermano
sol, al hermano pájaro, a una Naturaleza armoniosa, organizada teológicamente
por la divinidad.
–Para vos, entonces, ¿la literatura no es necesariamente la negación de la
realidad real?
–No. En absoluto; esa respuesta, como te decía, puede ser la aceptación de la
realidad real, de armonía. Claro que en nuestros tiempos, ahora que Dios ha
muerto, la realidad exterior ha pasado a ser un gran campo de batalla y nuestra
respuesta de escritores a esa realidad, ¿en qué planos puede darse?: en el plano
de la tentativa de modificarla, que es para mí lo más importante. Creo que el
hombre creador, por el hecho de crear, está introduciendo elementos nuevos o
está cuestionando elementos que él considera caducos, está quebrando cierto tipo
de cosas, por su influencia literaria. Y con esto no me hago ninguna idea
mesiánica de la literatura, como se la hacían los románticos en el sentido de
que el poeta es el Supremo Legislador o que es él quien va a cambiar la
realidad; no, en absoluto, pero sigo creyendo con Rimbaud que il faut changer la
vie, que hay que cambiar la vida. El socialismo, en el plano político, es una
respuesta: la tentativa de cambiar la vida. El creador, en el plano estético, en
el plano literario, da también su respuesta y es ahí donde yo me apartaba de
Collazos, porque la noción que él tiene de esa dialéctica entre el escritor y la
realidad presupone una cierta realidad que no es la mía; yo no la veo como la ve
él y, en consecuencia, nuestras respuestas tienen que ser diferentes.
–Me gustaría que ampliaras un poco más esto que decías sobre la actitud crítica
que debe tener un escritor, y sus alcances.
–Sigo convencido de que en la mejor de las sociedades socialistas esa crítica
debe existir. Imaginemos que el socialismo resuelva sus múltiples problemas, que
realmente lleguemos al hombre nuevo, que se alcance el ideal del Che Guevara.
¿Vos creés que los escritores se van a dedicar a comentar esa realidad a la que
se ha llegado? Siempre van a encontrar cosas que no están bien y tendrán razón,
porque la perfección no es de este mundo. Así que creo que no se trata tanto de
la relación del escritor con la realidad política y social que lo rodea sino la
relación de los cuadros dirigentes con el escritor. Me explico mejor: es
perfectamente lógico y coherente que los dirigentes políticos de un país, que
están moviéndose dentro de un determinado cauce, se sientan sobresaltados,
inquietos y hasta indignados cuando aparece alguien a quien ven como una especie
de francotirador, el poeta, o el escritor de turno que les dice: “No, esto no
está bien y habría que hacer esto y esto otro”. Hay un tremendo problema que se
da en el campo socialista y en todos los campos de eso que está mal visto por
razones de tipo pragmático, es decir, no conviene en un determinado momento que
se escriba algo que puede operar como un factor desmoralizante. Creo, entonces,
que el escritor consciente tiene que saber muy bien, antes de hablar, hasta qué
punto su crítica puede ser constructiva o negativa. Eso no significa callar
cobardemente, sino comprender la diferencia entre tiempo y destiempo, y acatarla
revolucionariamente. Creo también que los aparatos dirigentes revolucionarios,
todos sin excepción, manifiestan, con mayor o menor discreción, una perceptible
desconfianza que va acompañada de una considerable dosis de desprecio. Proceden
a veces como si el intelectual fuera una especie de acompañante del movimiento
revolucionario donde lo esencial parecería ser la dirigencia política y los
problemas técnicos-económicos, de cuya importancia yo no tengo la menor duda,
porque entre otras cosas no me hago una idea “importante” de los intelectuales
como les pasa a tantos de ellos. Puedo comprender perfectamente por qué un
ministro de Economía es un señor que se consagra exclusivamente a la economía en
vez de leer novelas o ir al cine. Lo que no acepto es que en esos aparatos
revolucionarios haya por ahí ministros de Economía que se permitan opiniones de
tipo literario e incluso juicios antiintelectuales, cuando nosotros los
intelectuales no nos permitimos opiniones económicas porque no las tenemos ni
somos, en general, capaces de tenerlas. En ese sentido, la división del trabajo
debería basarse en un respeto mutuo. Y con mucha frecuencia eso no sucede. Me
gustaría agregar que ésta es una charla, y que aquí solamente dejo caer algunas
ideas generales que deberían ser desarrolladas cuidadosamente, cosa que
obviamente no podemos hacer ahora. Lo digo porque en este campo las reacciones
son siempre violentas, y no faltarán los que se tomen mucho tiempo y páginas
para criticar mis afirmaciones. En este campo el maniqueísmo es casi siempre el
monarca absoluto, y yo no seré nunca maniqueo.
*Del libro Revelaciones de un cronopio, conversaciones con Cortázar de Ernesto
González Bermejo, editorial Contrapunto, 1986.
Vos que estás en los cielos de todas las rayuelas
Por Ernesto González Bermejo. Periodista y escritor
cultura@miradasalsur.com
El recuerdo.
La mañana era fría, de una luminosidad extraterrestre y lo esperábamos en la
puerta que da a Edgar Quinet. Juan Gelman, aterido –no sé si de frío–, pero
temblequeando a mi lado con su casi inaudible “¿quémedeshís?”, apretando un
pucho inexistente en la comisura, mirándome con sus ojos de perro en aquella
mañana de perros de Montparnasse, inmensamente gris y, a la vez, con una luz
desde adentro del gris, que no parecía de esta tierra.
Hacía rato que lo esperábamos, estaba en retraso y nos pusimos a mirar la
pequeña multitud de fíeles congregada a la entrada: abrigos flotantes, bufandas
abatidas, presencias ausentes en la mañana; estaban allí porque aquel día no
podían estar en otro lado, porque las piernas los habían llevado naturalmente
hasta aquel estupor de estar allí, esperándolo.
Había tocado el timbre, junto al letrerito azul con su nombre, quince años antes
de aquella mañana y él me había hecho ascender por un laberinto mitológico, una
especie de rayuela vertical que era su casa de la rue L’Eperon (“¿te das
cuenta?: Le Perón, y después dicen”) hasta el cielo provisorio de su estudio.
Charlamos y grabamos; yo no podía suponer que aquel era el comienzo de una
expedición de varios años (que con él no duraban necesariamente 365 días) por un
país sin fronteras precisas, inubicable en los Hatlas Lujozamente Iluztrados,
donde vivían desaforados que se hundían en la mierda hasta las narices para ver
si podían lavarse el alma o se afirmaban en la trompeta con la angustia de
perforar el tiempo y poder “estar tocando mañana”.
Era un hombre largo y tímido, de una fraternidad contenida, una consideración
impecable con su interlocutor, que no le impedía defender con vehemencia sus
opiniones cuando tenía que hacerlo.
Pocas veces había encontrado entre mis entrevistados a alguien tan
minuciosamente honesto como él. Más allá de la vanidad y de la modestia, la
transparencia casi infantil de sus verdades nacía de una lucidez metódica que
aplicaba a sí mismo y a los demás, sin concesiones.
Otro día estaremos en la cocinita de su casa de Saignon; él enjabonando los
platos y yo esperando con el repasador, rodeados de todo el silencio y la
grandeza verdolaga y oro de aquel valle del Vaucluse; enjuagando ahora él y
diciéndome: “Mirá, si yo no hubiera escrito Rayuela, me hubiera tirado al Sena.
Secate éste. Ugne dice que los lavo mal pero que soy muy rápido. Alcanzame el
pulidor”.
Aquellas fueron resultando “charlas entre cronopios”, esos seres verdes,
húmedos, etc., que creen en la poesía, el juego (entre ellos uno de los más
serios: la literatura) y en esa “dimensión solar del hombre” por la que opta el
Libro de Manuel.
Él se parecía mucho a lo que escribía. Literatura de provocación la suya, es una
tentativa de poner al hombre frente a sus límites, una apelación que nos hace a
ser más seres humanos.
Por eso, amando tanto la realidad –su “gran mujer, si me dejás pasar esa”–, su
recurrencia a lo fantástico debía verse como un intento, a veces desesperado, de
estirarnos la piel de lo cotidiano, de hacernos salir de esta especie de
prehistoria de nosotros mismos en la que vivimos.
“Son esas cosas que llamamos casualidades porque no sabemos cómo llamarlas, ¿no
es verdad?”, me había dicho la última vez y ahora que yo volvía a París para un
nuevo encuentro, la amiga exiliada me decía que el colchón a rayas marrones y
blancas que me podía ofrecer pasar la noche lo había recogido esa misma tarde en
una esquina del Quartier Latin donde había sido sigilosamente depositado por un
hombre tímido, de piernas muy largas, que se parecía enormemente a él. Por eso
lo llamé al otro día para decirle que no podía explicarme cómo había soportado
el elástico suelto que se incrustaba en el riñón derecho y me contestó: “¡Ah,
sos vos!, fue precisamente por eso que me deshice del colchón, ¿quién te manda a
dormir de ese lado?; el otro es menos incómodo”.
Por esas vías de lo imprevisible se llegaba a su compromiso político: revolución
no sólo para que todos los hombres puedan sentarse a la misma mesa sino también
para transformarlos en habitantes de otro planeta que gire en otras órbitas. Por
eso aborrecía la “tontería del realismo socialista” que quiere dejarnos donde
estamos y por eso consideraba a toda buena literatura como revolucionaria,
porque nos ayuda a conquistar nuevos territorios. Literatura como ejercicio
lúdico, cuerno de felicidad, humanizadora.
Un día reuní en un libro todo lo que le había ido sonsacando durante varios años
y se lo llevé a que lo leyera. Lo corrigió con minuciosidad: “Las comas son
asunto tuyo, Ernesto”. Todavía me pesa la responsabilidad.
Después estábamos en el barracón de rue Martek cuando todavía el empuje de la
solidaridad latinoamericana no había consumado algunos estragos arquitectónicos;
él sonriente junto a Carol sonriente ante el minúsculo cactus que yo le había
regalado a falta de hongo de Lonstein; la fragilidad tibia de Carol pajarita
poniendo el cactus sobre la repisa deshabitada de la chimenea, y ayer, la voz de
Aurora proclamando: “El cactus está inmenso; está en el baño, ¿quiere pasar a
verlo?”, la tarde en que a él lo habían traído del hospital, ya sin Carol y sin
el resto de su vida.
Ahora había llegado y entraba al frío de la mañana y a la luz sobrenatural. Lo
seguimos lentamente y en silencio vigilados por las estatuas y los cipreses. Ya
se sabe que en Francia todo es muy organizado: nos formaron en fila india y nos
dieron una flor a cada uno. A mí, una rosa; “cristal con una rosa adentro”, me
dije y supe que había bajado por un momento del cielo de su rayuela y caminaba a
mi lado, detrás de su propio féretro, divertidísimo.
Un poco más adelante vi el perfil turco y triste de Adoum y su mano abandonando
una flor. Casi en seguida llegó mi turno, y contra aquel sentimiento de vacío y
de pena dulce que yo llevaba se levantó la lápida y en ella, dos nombres: Julio
y Carol, junto a un pequeño cronopio tallado en el mármol: dos ojitos bien
abiertos mirando con eterna curiosidad al mundo, y la barquita de una sonrisa.
Miradas al Sur