Epitafio patagónico

Por Oscar Armando Bidabehere

Dos grande bloques inclinados, como los de las pirámides de Egipto, emergen en la costa rocosa, queriendo con su sola presencia señalar el lugar elegido. Los pies se hunden en los cantos rodados, pulidos y esmaltados por el agua salada, antes de que podamos acariciar esos portentosos mojones. En derredor, cuencos cavados en la piedra, que el oleaje inunda en su vaivén. Allí confundidas con las algas, las cenizas de quien fuera Andrés, o su sombra que deambula en el rumor de las piedras, con esa música de las mareas, entre recados y plegarias. Los creyentes se persignan. La brújula señala el sur, un cartel anuncia: Cueva de los Leones. Palomas antárticas vuelan sobre nuestras cabezas, como escuadrillas de recepción. Tras media hora de caminata, cruzando las vías, Puerto Deseado se extiende remolón entre las rocas, como saliendo de una siesta, seduciendo al visitante con sus bellos atardeceres. Quien ha visto esas puestas de sol, sobre la Bahía Uruguay, queda hechizado para siempre. Aguzando el oído, se deja escuchar un piano, que fluye de alguna casa del vecino barrio, trayendo esa melodía que cautivaba a Cortázar, “el llamado de los pájaros”. Los de las islas que pululan en la ría.

Con el ferrocarril inaugurado en 1909, vinieron los abuelos, y terminaron asentándose en Koluel Kaike, menuco en lengua tehuelche, o aguada, una de las catorce estaciones ferroviarias, bautizada así en 1914. Allí nació Ángel, en 1920, bajo el signo de la huelga, que se repetiría, extendiéndose, en el ’21 . Era el padre de Andrés, un par de años antes había nacido su único hermano, el tío Pepe. A partir de ahí, la tragedia los acompañará como una sombra acuciante, huelgas, represión, guerras y muertes, marcarán para siempre sus destinos. En diciembre del ´21, el tren va y viene cargado con la soldadesca que comanda Varela, encabezando la represión. Por esa latitudes anda José Font, “Facón Grande”, líder de los huelguistas, a quien el general de la nación dio el beso de Judas, para terminar fusilándolo, inerme y sin defensas. Los Armendáriz, padres de los niños, poseían un almacén de ramos generales, y el enfrentamiento los encuentra en medio de ese fuego cruzado, la confusión es grande, ya no se sabe quién es quién, primero sufren un saqueo, y luego son expuestos al rigor de la nevada, en una noche cerrada de invierno. El hombre ante tanto jaleo, temió por su familia, además, su esposa enfermó de pulmonía, agravándose el panorama, ¿qué hacer? Es cuando envía a su mujer e hijos a España. La madre pronto muere, y los huérfanos quedan a cargo de solícitas tías, así crecieron en un país donde convivían las esperanzas revolucionarias, y el oscurantismo religioso. Pronto soplarían vientos de fronda, que culminaron con la guerra civil, iniciada en julio del ’36. Rojos contra franquistas. Había olor a pólvora. Navarra, donde vivían, fue famosa por el “terror caliente”, y las ejecuciones extrajudiciales perpetradas por los sublevados franquistas. Signos premonitorios, que se proyectarían sobre la vida de Ángel y su descendencia. Nada fue gratis para esos jóvenes, pero sortearon el chubasco, llegó el tiempo en que Ángel se casó, y vino la prole, siete chavales, la mayoría mujeres. La pasaron mal con el yugo franquista, escaseaba la comida, había días en que una lata de sardinas debía alcanzar para todos, según contaba Andrés. Entonces Ángel comienza a pensar en volver a su patria, y emprende el regreso con su compañera y los niños, cruzando el Atlántico en un viejo vapor. Treinta días. “Repatriado” dice el sello estampado en el pasaporte. Julio del ’58, invierno en la Argentina, choque si los hay, pues ellos venían del verano europeo. El país tenía una democracia precaria, con proscripciones, a la salida de la llamada “libertadora” que había derrocado a Perón. El mundo celebra el premio Nobel a Boris Pasternak por su obra Doctor Zhivago, precisamente, zhivago, una palabra que en ruso significa vida, recrea las tribulaciones del hombre y su devenir, algo que alcanza a Ángel y su compañera Felisa. La realidad les era esquiva, pero no se arredran, tienen un dilema que no deja de perturbarlos: ¿cómo mantener tantas bocas?, un año antes ya habían enviado a Lidia, su pequeña de diez años, a casa del hermano, que los precedió en el regreso. Cuando el contingente llega al puerto de Buenos Aires, aquel 26 de julio, era el aniversario de la muerte de Eva Perón, la abanderada de los humildes. Andrés tenía apenas nueve años, la curiosidad y avidez de su edad, lejos estaban de pensar que aquella mujer, cuya sola mención levantaba olas entre el pueblo, que la reivindicaba con unción, marcaría con los años, su vida para siempre, haciéndola bandera de lucha.



La travesía hasta Puerto Deseado, el destino final, tuvo mucho de parecido con aquellos emigrados de quien habla John Steinbeck, en Las Uvas de la ira. Dos mil kilómetros por el desierto patagónico, subidos a la caja de un camión en ablande, es decir a marcha lenta, respirando nubes de polvo y balanceándose como en una batea que impedía conciliar el sueño. La esperanza los alentaba y eso mitigaba las vicisitudes. Gracias a sus aptitudes Andrés es promocionado un año al ingresar a la primaria del Colegio San José, y por tanto es un adelantado al terminar sus estudios. Al comienzo del ’60 ingresa en la Escuela Nacional de Comercio “17 de Agosto”, la única en la población, emplazada en lo que había sido un edificio que albergara una cancha de pelota a paleta, ese deporte tan vasco, tan familiar a nuestro hombre nacido en el pequeño poblado de Obanos, Navarra, un dieciocho de agosto del ’48. Al terminar sus estudios secundarios había que parar la olla e ingresa en un estudio jurídico, traje y corbata, enseguida se asumió como un chupatintas aventajado. Su fe católica le insuflaba ansias de cambio, de solidaridad y con el advenimiento del Concilio Vaticano II y la impronta del papa bueno, Juan XXIII, se sube a esa corriente renovadora, primero participa de la concreción de la Acción Católica y consecuentemente con ello en plasmar un grupo juvenil que funcionó en un subsuelo del edificio levantado atrás del templo. El lugar era espacioso, se puso una mesa de billar, donde emular al gran Pedro Leopoldo Carrera, que ya en el ’38 había visitado Deseado. También un par de mesas de ping-pong y juegos de naipes, ajedrez y damas, una pequeña cantina, y una sala donde hacer las reuniones. Hubo un mentor, el poeta Lionel Rivas Fabbri, un admirador consecuente de García Lorca, recitando a voz en cuello, descendía desde el cuarto piso con el poema de Sánchez Mejía en sus labios, que se convertiría en una letanía para el grupo.”A la cinco en punto de la tarde…” y a trabajar. Al influjo de la doctrina, que ponía su acento en los humildes, y los consejos del padre Renato, guía espiritual, los jóvenes inician una militancia social de onda repercusión personal y comunitaria. Luego Andrés, ansioso por ampliar su horizonte, marcha a estudiar a Buenos Aires, alojándose en un pensionado católico. Para sostener sus estudios se emplea en Austral líneas Aéreas, con el tiempo, se integra a la JTP, y es ungido como delegado gremial. Ya por entonces el amor había golpeado a su puerta, y Graciela completaba su vida. A fines de diciembre del ’75, los planes golpistas se aceleraban, y el cerco sobre su persona va en aumento, entonces, en consonancia con su organización, decide preservarse. Tras la asonada golpista, pide licencia sin goce de sueldo, y en junio se va a vivir con su compañera, a Lugano. Las noticias en los meses subsiguientes son escuetas, hasta que en febrero del ’77 decide emprender un último viaje a Deseado, para hacerle conocer a su compañera esos paisajes y beber esos aires que extraña, coincide con la peregrinación a la Gruta de Lourdes, un evento de gran significación para su fe, y que tantas veces recorriera con los jóvenes deseadenses. Nuevamente la travesía, esos dos mil kilómetros, la harán por tierra, en otras condiciones, con las acechanzas esperándolos en cada curva o parada. Pero asumen el desafío contra viento y marea. Reedita la marcha emprendida con sus padres, casi veinte años después. Sabedores de la que se jugaba, los más cercanos le aconsejaron quedarse en Deseado, donde podría guarecerse en algún campo amigo. Ante tales insinuaciones, no dudó: “si yo abandono, que queda para los demás”. Esos fueron sus últimos días de paz y recogimiento, de visitar amigos, de encomendarse a la Virgen, en ese volcán apagado, una gran bóveda de piedra porfídica, que estremece por su grandiosidad. Fue su despedida. Un mes después se precipitarían los hechos que culminaron con su asesinato.

Estamos en Deseado, a mil metros de las Cuevas, antes de cruzar las vías e internarnos en sus arterias, el Frigorífico. La calle Patagonia corre por el flanco derecho, donde están los corrales. Gaviotas errantes, a veces compañeras del silencio, otras estridentes, cuando sus graznidos se hacen ensordecedores, arracimadas en la boca de ese canal de cemento que descarga en la ría un torrente que proviene de la faena, de miles de reses ovinas. El matadero destila sus líquidos teñidos de sangre hacia el mar, donde las aves se regodean, unas contra otras, mientras la marea fluctúa en su tronar. La mirada se pierde en lontananza, y la isla del faro se oculta en la bruma de esa tarde invernal. Atrás del telón, donde el horizonte azul se mimetiza con el cielo, están las islas Malvinas.



Al frente, pinos y una cortina de tamariscos peinan su follaje en danza con el pertinaz viento sur. Esquina de tango, sin farol, vértice simbólico de cambio copernicano. Se avecinan horas de mudanza. Y aires de justicia pueblan el entorno. Veamos. Doblando la esquina se abre una ancha avenida con un boulevard en el centro, con un grupo de raleados arboles por el invierno. Cruzando, como límite natural, el talud sobre el que avanzan los rieles, oxidados por el paso del tiempo, rezagos del desmantelamiento ferroviario, por donde alguna vez corrió la locomotora con rumbo a Colonia Las Heras y que la dictadura del ’76 terminó clausurando. Sobre la vereda del frigorífico, se recorta al fondo, el conjunto de edificios de piedra y techos rojos. El acceso principal por donde transitan día a día los obreros, está lindero con la calle que desemboca en las inmediaciones de la tan mentada reunión de gaviotas cocineras. La avenida, acusa un nombre vergonzante, y conduce a la Cueva de los Leones, sede de los tótems funerarios con que comenzamos el relato. Va serpenteando entre caprichosas elevaciones. Como las ramas de un árbol se abren varias huellas. Antes de subir la cuesta, a su vera, se erige el Cementerio, a la izquierda el predio de los ruralistas, y los cañadones de El Cinco y Quitapenas. A la derecha un camino que lleva por la costa a las primeras cuevas, y a punta Cavendich. Agosto es un mes emblemático, un tiempo donde el invierno comienza a dar las hurras, un diecisiete se le rinde honores al ejemplo sanmartiniano, y es el aniversario de la Escuela Secundaria donde se graduó Andrés. El veintidós se recuerda la Masacre de Trelew, el cobarde asesinato de los presos políticos fugados del penal de Rawson en el ’72. El treinta se honra a los detenidos desaparecidos, víctimas de las dictaduras que asolaron nuestra patria y Latinoamérica toda. Se trata, de purgar la ignominia, de efectuar el desagravio. Personajes olvidables habían nominado a esa ancha arteria como Pedro Eugenio Aramburu, el dictador y fusilador, entronizado con el golpe del ’55. Pero un día, como en un eclipse, los planetas se alinearon, para borrar la afrenta. Hubo una comisión de Toponimia que urdió el cambio, hubo un Concejo Deliberante que apoyó unánimemente, un gobierno municipal que se sumó alborozado a la propuesta, y también hubo un arco político que suscribió ese desembarazarse de nombre tan incomodo, nada mejor que estampar en esa vía a la esperanza que el nombre de un luchador popular, cuyos ancestros atravesaron los episodios de las huelgas del ’20 y ‘21, que marcaron un antes y después en la corta historia de la provincia de Santa Cruz. Y además, un emergente de grandes puebladas, como el Cordobazo, que abrevó en la historia de la resistencia peronista, que participaba de un mundo lleno de esperanza, donde germinaron ideas revolucionarias en miles de chicas y muchachos como Andrés, segados en su empeño por el baño de sangre desatado el 24 de marzo del ’76. Ya meses antes, esa misma comunidad, sus autoridades, habían escrito otra página reivindicatoria, saldando cuentas con la sangre derramada, ante el exterminio de los indios que poblaron la meseta patagónica, como el noble cacique Orqueke, todo para arrebatarles las tierras. Reemplazaron el nombre de la calle Roca, por el de Osvaldo Bayer. Bajaron a un asesino de indios, en la llamada Campaña del Desierto, y subieron el del tenaz investigador que puso al descubierto la matanza de obreros, el más empecinado custodio de la memoria.

Andrés María Armendáriz Leache, militante católico y de la juventud trabajadora peronista, delegado gremial, y combatiente por la revolución. El gallego, ó Pepe para los compañeros. Un rubio barbado, de sonrisa picara, y con un humor mordaz, heredado de su padre, y esa pimienta tan castiza de su acento. Con sus aciertos y sus errores, un hombre del pueblo. Inconfundible para propios y extraños. Honrado por el Estado Nacional, su empleador, a través de Austral y Aerolíneas Argentinas, como víctima del terrorismo de estado. Desde este dieciocho de agosto, coincidentemente con su cumpleaños, su nombre designará a la Avenida en cuestión, que paradójicamente lleva a las rocosas playas, donde fueron arrojadas sus cenizas, allá por el año 2006. Tuvieron que pasar treinta y siete años de aquella fecha oscura, entre la tarde del 26 y la madrugada del 27 de marzo de 1977, en que su cuerpo fue arrojado sobre el empedrado de la calle Trole, en el número 258, barrio de parque Patricios. Rociado con combustible, y quemado en la hoguera de esa rediviva Inquisición, que imitó a pie juntillas las torturas y hábitos de Torquemada. Una providencial lluvia, quizás bíblica, evitó la carbonización y permitió identificarlo, once días después, merced a la intersección del consulado español y la afanosa búsqueda de una de sus hermanas, Mariángeles, la verdadera Antígona de esta historia. Faltan las claves que desentrañen los hechos, sospechas hay, y rastros que incriminan también. Ahora tiene la palabra la justicia, un crimen de lesa humanidad no prescribe. Solo cabe decir que la lucha continua hasta que los genocidas vayan a la cárcel. El abatimiento de un compañero con quien comparte militancia, veinticuatro horas antes, ilumina el escenario en esos días. A pesar de que, ni uno ni otro, sabría de sus destinos. El 25 de marzo, había sido “chupado” Rodolfo Walsh por la patota de la ESMA. Estaba aún fresca la tinta de esa carta a la Junta Militar, a un año del golpe, verdadero testamento político, que Rodolfo escribió, reuniendo los informes de muchos militantes, quizás, uno de ellos, fue Andrés.

Aquí, en Puerto Deseado, se ha ganado una batalla contra el olvido. Se escuchan sobrevivientes, compañeros que padecieron cárcel, persecución y exilios, y a pesar de la derrota que sufrió el pueblo, hay un clamor:“no arriamos las banderas”. Una foto, que congela ese rostro, único e irrepetible, para el porvenir, es memoria que actualiza la vida permanentemente. Una placa, y un asta, portando el cartel del nombre de la avenida. Y un poema, entre tantas voces, salido de la inspiración de Lionel, el amigo de antaño, que ya no está, pero dejó sus versos que se hacen eco en los cañadones, y recorren palmo a palmo cada rincón de esa geografía, posándose en esa imagen sonriente, que interpela a quienes surcan esos caminos: ” Vengo./¿Por qué vengo?/¿Por qué ahora?/Un rio de inquietos caballos/me galopa/el alma./Cada caballo una voz/ cada voz una muerte./Cada muerte una congoja/ Cada congoja un rebenque/ Sobre los lomos del tiempo/ El látigo incita memorias/ De bellos rostros perdidos.

Buenos Aires, setiembre de 2014

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