Los
ritmos folklóricos: hombre, tierra y dioses bárbaros
Por Pedro Patzer
El que se asoma a la zamba, a la vidala, al yaraví, a la milonga o a cualquier
ritmo folklórico, como la hace un arqueólogo ante una momia (algo muerto que ya
no puede evolucionar), está haciendo lo mismo que aquel crítico que reflexiona
sobre estos ritmos como turista, como si tan sólo fueran meras postales
artísticas, como si los ritmos folklóricos fueran engendros de técnicas y
teorías, como si no hubiese en ellos un más allá latente de nuestra tierra:
“- ¿Sabes qué está haciendo el Luis Viltre?
- está durmiendo junto al río
- No. Está aprendiendo música” (Atahualpa Yupanqui)
No tiene ningún sentido hacer turismo en los ecos de la Pachamama - porque eso
son los ritmos folklóricos: ecos de la Pachamama - porque al fin y al cabo, los
ritmos nativos acumulan balbuceos de cerros y selvas, denuncias de ríos
indígenas, la marcha de los Kilmes y de los arrieros, pensamientos de los
amautas, deshoras de pastores, ausencias del cantar de los mineros muertos y
bullicios ancestrales de la celebración del arete: “Nosotros pedimos permiso al
dueño de la naturaleza para que deje que los espíritus salgan a compartir con
nosotros. Durante el pim pim hablamos nuestra lengua, quizás reímos, quizás
lloramos en este momento” precisa Farías, la mburuvichá guazú Claudia Farías,
vecina de Fraile Pintado en el noreste jujeño
Los ritmos folklóricos almacenan todo lo que por siglos prefirió callar el
desierto, el físico y el humano, aunque también el desierto de dioses
“bárbaros”. La conquista ha hecho de buena parte de este continente, un
cementerio de dioses. Sin embargo, los espectros de esos dioses “bárbaros”
persisten en los ritmos folklóricos, prosiguen en la resonancia de una raza,
kollas que bajan del cielo de los antiguos, (“Nosotros, los kollas, somos como
el cerro: por juera...color/ ¡y un mundo llenito de cantos y silencios en el
corazón!”) mapuches que encuentran el sentido de la existencia en el retumbo del
kultrún, el guaraní ejecutando el rezo danza llamado chamamé y sumergido en el
pim pim (el guaraní que no tiene tierra anhela alcanzar la Tierra sin mal), las
callecitas de la mítica Ciudad Esteco, las canoas de los huarpes, los seres
mitológicos del campo, la sinfonía salvajes de la salamanca, las lecciones del
misachico en la sequía y la cultura de la resistencia en la inundación, las
vidalas que suben la cuesta a mula, las bagualas que bajan la montaña con las
coplas descalzas, la lucha del alma de la tierra con la especulación de la mente
venida de la mar.
En los ritmos folklóricos hay tres componentes fundamentales: el hombre, el
paisaje y los dioses bárbaros, de esta reunión “humano - tierra - divinidad
(pagana)”, nace el misterio de la copla y la música, por ejemplo, la milonga que
su nombre proviene de “melus longa” (“melodía larga” en portugués), que es el
resultado del hombre ante la abismal distancia del horizonte de llanura.
¿Cuántos dioses aborígenes gobiernan el misterio de esa distancia? Cada milonga
tiene la edad de un desasosiego, el silencio masticado por años, los espectros
de los malones, los gemidos de las cautivas, las inclementes preguntas del
pampero, el cabalgar glorioso y clandestino de Vairoleto, el rasguido del
payador perseguido, la sed del oeste pampeano ante la ausencia del río Salado,
las charlas místicas de los fogones, los siglos de explotación del peonaje, las
sutiles pero implacables denuncias del viejo molino. Por eso la milonga de
conservatorio suena a fusil en museo de armas, porque la milonga es hija de la
rebelión de la sal, hija de la luna que el último puestero - vanamente -
intentara seducir; hija de todos los mundos que un hombre que no tiene más que
su guitarra, sueña en un galpón: “La guitarra fue a los pobres/ y le hablaron
tanto, tanto/ que llena de pena y susto/ vino a mis brazos llorando” (Atahualpa
Yupanqui)
Rodolfo Kusch escribe: “Es que el pueblo no habla el mismo lenguaje que
nosotros. Su abecedario no tiene letras, sino apenas formas, movimientos, gestos
y no es que el pueblo sea analfabeto, sino que quiere decir cosas que nosotros
ya no decimos”
En los ritmos folklóricos podemos hallar lo no dicho, o tal vez lo que ni
siquiera podemos ponerle palabras. ¿Cómo decir el balbuceo de un dios salvaje,
acaso la voz del adobe, acaso el retumbo de antigales, acaso el ritmo de los
zafreros cortando la caña? ¿Cómo decir en palabras, lo que consigue expresar un
legüero, los siglos de silencio que alcanza a traducir una quena, los senderos
secretos que tienen destino de baguala? “Nunca se sabe dónde terminan los
caminos y donde comienzan las bagualas” (Atahualpa Yupanqui)
Los tradicionalistas se apresuran a definir por ejemplo a la zamba, como una
danza en la que el hombre persigue a la mujer tratándola de conquistar. En
cambio, Kusch habla de Adán y Eva, de Viracocha desdoblado en hombre y mujer con
el fin de ordenar el mundo, del ying y el yang de China. Es decir en la zamba
hay un más allá, dos opuestos que se concilian, con cada zamba hay un movimiento
cósmico, un choque de civilizaciones, una seducción con el misterio. Lo bárbaro
y lo civilizado, el hedor y la pulcritud. Nuestros muertos y nuestras vidas.
Los ritmos folklóricos son nidos de sabiduría ancestral, la religiosidad de la
coca y la apacheta persiste en los ritmos andinos, Túpac Amaru y Juana Azurduy
están presentes, el conflicto interior de los oprimidos, la metáfora del cóndor
andino y su pertenencia exclusiva al gran cielo Sudamericano. Y así el ritmo
indaga al corazón “civilizado” pone en crisis lo establecido: “...en el
altiplano volvemos a la pobreza, o mejor, perdemos la sensación de fácil riqueza
que nos brinda la ciudad. Bibliotecas, inteligencia, espiritualidad,
instituciones, créditos, de nada valen. Ahí volvemos a cero, y dentro de él
asoma nuestra vida” insiste Rodolfo Kusch
El alma del ritmo folklórico nos ofrece intemperie, nos quita el ropaje del
mundo, recupera la antigua desnudez, ya los mapas se vuelven árboles sagrados,
pies desnudos, murmullo de socavones, ya los ríos pierden su nombre colonial,
vuelven a ser bullicios de dioses, las piedras monumentos de los idiomas
desaparecidos, porque los ritmos folklóricos son faros de razas, puertos hacia
el alarido inicial de la emancipación continental: “...los caminos y las
bagualas. Unidos, consustanciados, dentro de ese tambor extraño y tenaz que es
el corazón del indio. Por eso, nunca se sabe dónde terminan los caminos y dónde
comienzan las bagualas.” (Atahualpa Yupanqui)
Y más allá de que los tradicionalistas hacen de los ritmos folklóricos estampas
escolares, ritmos inmodificables, y de que los críticos (aduaneros culturales)
hacen turismo con ellos, los ritmos folklóricos están ahí para recordarnos la
rebelión y las leyendas, el misterio ancestral de la tierra, el secreto del
cardón y del caldén, lo forastero de un corazón “bárbaro” en un mundo
colonizado, el acecho musical de las ceremonias rurales, porque estos ritmos no
son mercancías, ni objetos de culto, los ritmos folklóricos son espejos de
pueblo, manifiestos de comarcas: ¿En qué otro lugar hallaremos el obraje, la
cotidianidad con el chagas, el acecho del alma mula, el azote del zonda y sus
locuras, los milagros de los santos paganos, el balbuceo del otro paisaje? “Por
dentro, la Pampa seguía domando al hombre. La tierra imprimía su ritmo, filtraba
sus rumores, cavaba su pozo de angustia en el corazón del hombre” (Atahualpa
Yupanqui)
Los ritmos folklóricos son para todos. Libros sonoros, memoria plural que se
danza, patrias insurgentes, brújulas que nos guían hacia la segunda
independencia: la emancipación cultural.
Pan y Cielo, el blog de Pedro Patzer
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