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Gauchito
Gil, la sagrada venganza de los bárbaros y los suburbios de la esperanza
Por
Pedro Patzer
Si hay algo que hemos aprendido de la fe del pueblo es que ella no santifica a
los pulcros nominados por los obispados, ni a los santos hechos a la medida de
los corazones de mármol de los eclesiásticos, la fe del pueblo consagra a
hombres y mujeres que jamás serían distinguidos por los sargentos de las
plegarias ni por los burócratas de milagros, mas siempre serán elegidos por la
sed espiritual de los de abajo. Nadie sabe más de los caminos de la fe del
pueblo que sus descalzos, nadie sabe más de la esperanza del pueblo que sus
desesperados.
Los “civilizadores” se han cansado de llamar bárbaro al gaucho, sus libros y sus
próceres se encargaron de calificarlo como salvaje, sin embargo, el corazón del
pueblo no ha consagrado como santos ni a Sarmiento, ni a Mitre, ni a ningún
refinado personaje; el pueblo ha canonizado a un gaucho matrero, como el máximo
protagonista de su santoral profano, el pueblo ha subido al mayúsculo altar de
su fe al Gauchito Gil.
Para algunos Antonio Gil (1840 - 1878) fue un desertor que no quiso combatir
contra sus hermanos en las luchas intestinas, para otros un bandolero fugitivo
de la justicia, para la devoción del pueblo, un gaucho milagroso, el santo de
las heridas de los “naides”, el santo rebelde que no aceptara el canallesco
“Reglamento de tránsito de individuos” que sentenciaba: “Todo individuo que no
tenga propiedad legítima de qué subsistir, será reputado en la clase de
sirviente... Es obligación que se muna de una papelera de su patrón, visado por
el juez. Estas papeletas de conchabo se renovarán cada tres meses y los que no
tengan documentos serán tenidos por vagos” Por supuesto, los gauchos eran
declarados “vagos” y condenados a “elegir” entre servir al ejército en las
fronteras por años o integrarse a las peonadas, sin sueldo, por más años aún.
Desde luego que los “civilizados” estancieros, aprovecharon este reglamento en
nombre del “progreso” y los gauchos de ser los hombres libres de la pampa
pasaron a ser los esclavos de las estancias. De este crónico dolor, de esta
opresión, de este silencio colmado de milongas calladas, surge el Gauchito Gil,
santo de los que hablan todos los idiomas que posee el desamparo, el santo de
los que llevan desiertos en las miradas, el santo de los que hasta el viento ha
dejado de pronunciar sus nombres, el santo de los exiliados del horizonte
(porque la patria de esos gauchos libres era sobre todo el horizonte) el santo
de los inquilinos del color del día, el santo de toda esa pena que canta Martín
Fierro: “El anda siempre juyendo, /siempre pobre y perseguido;/ no tiene cueva
ni nido,/ como si juera maldito; /porque el ser gaucho... ¡barajo!/ el ser
gaucho es un delito”
La historia - leyenda indica que el primer acto milagroso del Gauchito Gil
sucedió momentos antes de su muerte, cuando (colgado de los pies a un árbol) le
manifestara al sargento, su futuro verdugo: "Cuando vayas a tu casa encontrarás
a tu hijo enfermo...estará moribundo, pero invocá mi nombre y se salvará" Esto
no evitó que el incrédulo militar lo degollara y que al llegar a su casa
comprobara lo que Antonio Gil le había advertido: su hijo agonizaba. El asesino
le implora al Gauchito Gil que interceda ante Dios para salvar la vida de su
gurí, al llegar la madrugada el milagro se había realizado: el niño había
sanado. Fue el propio verdugo de Antonio Gil el que con sus manos construyó una
cruz con ramas de ñandubay para la tumba del Gauchito, tiempo después éste
sería, junto al de la Difunta Correa, el santuario más importante del país
(ubicado a unos 8 kilómetros de la ciudad correntina de Mercedes)
Antes eran botellas con agua al costado de las rutas del país, botellas
ofrecidas a la sed de la Difuntita (Deolinda Correa muere de sed huyendo del
acoso de la autoridad, con sus pequeños hijos, a los que sigue amamantando luego
de morir) hoy son ermitas con trapos rojos, como si la sangre del pueblo tuviera
sus banderas, como si el santo del pueblo representara aquella idea de que la
sangre de los inocentes produce milagros. Los desposeídos le rezan al Gauchito,
los silenciados le levantan pequeños templos hechos de todo lo que calla un
vencido, porque el gaucho “despojaba de dinero a los ricos para dárselo a los
pobres” porque el Antonio Gil sabía que los milagros de los abajo se consiguen
luchando, los milagros de los pueblos no se logran de brazos cruzados, los
milagros de pueblos se conquistan. Cuando la Iglesia de los santos oficiales les
cierra las puertas a los pobladores de la intemperie, el santo de “los manos
vacías”, el santo sin catedrales los cobija en su sagrada rebeldía. Por eso en
la gran crisis del 2001 el Gauchito Gil apareció en comedores, en hospitales, en
cárceles, en trenes a ninguna parte, en los días de los soldados del pan duro,
tatuado en los cuerpos de los hijos del guiso flaco, en la liturgia de la cumbia
como una alegre herida, entre la orfandad de las mesas desnudas y el vino
vacante de cristos. Es cierto que tarde o temprano la historia suele hacer
justicia, sin embargo la fe del pueblo siempre se le adelanta ya que hay asuntos
que no se resuelven en tertulias de intelectuales, ni en discusiones teóricas
acerca de la historia y la cultura, hay temas que el pueblo sólo resuelve con su
misteriosa sabiduría porque curiosamente el poema nacional y la devoción más
popular de la Argentina tienen como referentes a gauchos, esos hombres que
fueron calificados como salvajes por los “civilizados”, esos gauchos que fueron
santificados y cantados por el pueblo, esos gauchos que milagrean desde los
suburbios de la esperanza, esos gauchos que son la sagrada venganza de los
“bárbaros”
Pan y Cielo, el blog de Pedro Patzer
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