El
malevo Cepeda
Por Osvaldo Bazán
Imagen: Alberto Breccia, Historia de Rosendo Juárez (fragmento)
¿Te acordás hermano, la Rubia Mireya, que quité en lo de Hansen al loco Cepeda?
Tajo corto, rápido, rojo y rápido. Supo –y no dijo, podrían haber sido sus
últimas palabras pero no, los tangos hablarían de eso– por qué el cuchillo se le
hundía en la ingle. La placita de México y Paseo Colón quedó desierta.
Rápida, roja y corta la extrema discusión. Todavía no eran las seis de la mañana
del 30 de marzo de 1910. A los cuatro que venían con él se les hizo fácil
perderse en la ciudad antes de que el sol los delatase. Dos se fueron por México
hacia el oeste. Los otros dos, entre los que iba el matador, se perdieron por la
zona de los diques. Habían salido, minutos antes, del café La Loba Chica donde
habían pasado toda la noche.
Los tres marineros ingleses que pasaban por ahí de casualidad, vieron todo y
nunca sabrían el porqué de esos insistentes cuchillazos buscando la ingle del
adversario. No había un lunfardo que les explicase que esa era la costumbre que
tenían los homosexuales cuando, debido a cuestiones de honor, protagonizaban una
pelea con cuchillo.
A la ingle.
A la sangre del sexo.
Los ingleses le avisaron a Juan Quintana, vigilante de la esquina de Venezuela y
Paseo Colón. Cuando Quintana llegó corriendo encontró el charco de sangre, a él
en el medio y enseguida supo que estaba frente a Andrés Cepeda.
Lo había visto en innumerables rondas de reconocimiento. Andrés era uno de los
fichados por el “manyamiento”. Respiraba, todavía, Cepeda, pero la vida se le
iba de a borbotones. Quintana preguntó nombres, motivos, datos.
Andrés respiraba difícil, pero respiraba. Sin embargo no habló, su mano
izquierda se abrió por última vez. Cayó el cuchillo.
Había muerto.
“La muerte, según el informe médico expedido por el doctor Carlos de Arenaza, se
produjo por una herida cortante en el tercio superior externo del muslo
izquierdo, lo que le provocó una grave hemorragia externa. En el parte policial
consta que ‘tenía 40 años, era alto, delgado, trigueño y tenía una cicatriz en
el lado izquierdo de la cara; vestía saco negro, chaleco de fantasía color
oscuro con pintas verdes, pantalón gris a rayas, zapatos de cuero amarillo y
sombrero ‘Orión’ negro. Entre sus pertenencias se hallaron: el citado cuchillo,
que era de cabo negro con tres remaches amarillos, hoja de 20 centímetros marca
‘Bianco’; una vaina de cuero negra; una revista literaria; un pañuelo de color
lila a cuadros y otro blanco con guardas de color; dos cartas; un portamonedas
de cuero colorado con dos pesos, moneda nacional; dos facsímiles de billetes de
banco; una etiqueta de cigarrillos ‘La Paz’; una cartera de color marrón con 45
centavos en monedas, una corbata de seda color gris con pintas granates, y
estaba registrado en Defraudaciones y Estafas con el Nº 635’. Hasta aquí, la
letra fría del sumario instruido por la comisaría 2ª, única documentación válida
encontrada.”
Lo que los ingleses no supieron entonces era que presenciaron la muerte de “el
divino poeta de la prisión”, uno de los primeros poetas del tango argentino,
amigo de Carlos Gardel, de Fray Mocho, de Gabino Ezeiza, de José Razzano: de
hombres que de alguna manera marcaron para siempre la cultura argentina.
A cien años de su muerte, todavía un grupo de investigadores discute
acaloradamente sobre los detalles de la vida de Andrés Cepeda. Di Santo publicó
su trabajo en el 2000, descalificando en parte investigaciones anteriores de
Miguel Angel Lafuente y José Barcia, quienes escribieron sendas comunicaciones
sobre Cepeda para la Academia Porteña del Lunfardo.
También descalifica a Luis Soler Cañas, quien investigó al poeta y publicó sus
trabajos en la prensa, y a Víctor Barrenechea, autor de Andrés Cepeda, su drama
y su poesía. Vidas azarosas. De los asilos a las cárceles, hoy prácticamente
inhallable. ¿Por qué tanto debate por un delincuente con más entradas en la
cárcel que poesías?
Seguramente por la fascinación que provoca aún hoy un hombre que podría haber
sido estrella de la época y prefirió ser fiel a sus inquietantes convicciones.
Pese a tantas discusiones, pese al disfraz bienintencionado de la época, que
buscó e inventó romances con mujeres, ningún investigador pudo eludir el tema de
la homosexualidad. Aunque les hubiera gustado. Andrés no les dio oportunidad
aunque también se encargó de dejar un montón de pistas falsas sobre su
personalidad.
Eran purretes. Andaban por el Once, por el Paseo Colón, por las rancherías de
Pompeya, por Boedo. Eran inseparables, los chicos. Andrés había conocido a
Gabriel Alnoy4 y desde ese día habían compartido aventuras. Hasta que ambos
decidieron escaparse de sus casas. Juntos, como los chiquitos que retrataba
Cambaceres; revoltosos, como los describía Ingenieros; homosexuales, como los
determinaba De Veyga.
Los cafés vieron a Andresito con su cajón de venta de cigarrillos, con su
cajoncito de lustrabotas, con su caterva de amigos canillitas que vivían en la
calle, en las chozas que armaban cerca del puerto. Había nacido en 1869 y
después de varios años de pandilla entre el Paseo de Julio y la recova del Once,
a los quince cayó enfermo. Alguien lo llevó entonces de vuelta a la vieja casa
paterna. El padre de Andrés ya había fallecido. Andrés se quedó ahí, en el
barrio de San Cristóbal, escuchando a su hermana Zulema que le leía poesías
criollas de la revista uruguaya El Fogón, muy popular en ese entonces.
Se despertó el poeta del chico de la calle. Quiso saber las letras, el alfabeto,
su mágica juntura.
Ya tenía veinte años en 1889 cuando conoció a Enrico Malatesta, quien lo invitó
a que se sumara junto con Gabriel al trabajo del local donde se imprimía La Hoja
Obrera. A partir de los 24 años, Andrés fue detenido una y otra vez. Di Santo
hizo un registro extenso de esas detenciones y demostró que en ninguna de ellas
el motivo declarado por la Policía para detenerlo fue la militancia anarquista.
La primera vez, el 1º de abril de 1894 en la esquina de Belgrano y Caridad, a
las 20.30 horas, por contravención al edicto que no permitía llevar armas. Lo
que mandó a Andrés a la comisaría fue un pequeño cuchillo de mango negro de
madera. Después, el 13 de diciembre del mismo año, lo llevaron acusado de
robarle un reloj de pared a la señora Catalina Bares, de la calle Rioja 2.280,
cerca de la calle Caseros. Lo describieron como “argentino, de 25 años, soltero,
blanco, pelo castaño, de bigotes ídem, ojos castaños, cigarrero, lee y escribe”.
El 7 de abril de 1895 fue detenido en la esquina de Bulnes y Gorriti. Lo
mandaron al Depósito de Contraventores acusado de ebriedad y desorden. Dos meses
después. Medianoche de junio. Andrés estaba en un almacén ubicado en Soria 530
escuchando a un cantor y guitarrero. Entró el vigilante y les indicó que debían
retirarse. Pequeña batahola, dos de los parroquianos fueron asaltados y
lesionados por cinco personas entre los que, dijo la Policía, se encontraba
Cepeda. Preso. Al mes, en un almacén de Liniers y Venezuela, otra vez detenido
por ebriedad y portación de armas. El 10 de noviembre se agarró a trompadas con
un tal Félix Gallo, en Zavaleta y 92. Le dejó un ojo en compota mientras el otro
le lanzaba cuchillazos a la ingle. Fue detenido y acusado de lesiones.
El 3 de abril de 1896 lo llevaron por hurto pero fue sobreseído. Tres meses
después, el 20 de julio, protagonizó una de esas grescas míticas del arrabal.
Entró con tres amigos al almacén de Independencia y Castro Barros. Pasó a la
trastienda del lugar, en donde unas diez personas compartían unos tragos de
ajenjo y de ginebra. Entró resuelto Andrés, encaró a dos o tres del grupo y les
comenzó a gritar. Como en las películas, uno se paró, agarró un banco y lo lanzó
a los visitantes. La riña terminó en desbande cuando llegó la Policía, que solo
encontró a los que no pudieron fugar: “Tres del bando ofendido, con diversas
heridas; uno con un hachazo en la cara, otro con las dos manos tajeadas y el más
grave con una profunda herida en el vientre”. La marca sexual de la ingle que ya
no se podría borrar. Andrés escapó aunque recibió dos balazos. Lo encontró grave
la Policía al día siguiente en su casa de la calle Oruro. No le pudieron sacar
una sola palabra de lo sucedido.
Así arreglaban sus cosas los hombres. Un mes después ya estaba repuesto y el 22
de agosto a las once de la noche, en Europa y Soria, los de la comisaría 28 lo
detuvieron, borracho. Como no pudo pagar la multa, lo mandaron a la alcaldía 2ª.
El 4 de enero de 1897 como a las once de la noche, Andrés y su pandilla entraron
al café de San Juan y Alberti, directo a discutir acaloradamente con un
parroquiano al que Cepeda terminó cacheteando. El otro quiso sacar un arma pero
Andrés, más rápido, lo acuchilló y salió corriendo. Dos meses y medio estuvo
prófugo, hasta que cayó en la madrugada del 20 de marzo, cuando según la Policía
intentó asaltar a una persona en Deán Funes y Constitución, donde lo detuvieron.
El 4 de mayo a la una de la madrugada participó de una pelea entre varios en
Pasco entre Cochabamba y Constitución. Lo detuvieron por lesiones. En octubre
otra vez adentro, por ebriedad y portación de armas. Ahí se abrió un período de
18 meses de tranquilidad pero en 1899 volvió a las comisarías: el 26 de abril
por sospecha de hurto; el 8 de octubre por complicidad en intento de estafa; y
el 12 de noviembre por tentativa de estafa: seis meses de arresto.
Con el nuevo siglo le fue aún peor. El 29 de abril de 1900 fue detenido por
estafa y “sospechamos que a partir de este hecho comenzaron los problemas para
Cepeda”, dice Di Santo, como si hasta ahora Andrés hubiera pasado sus días en un
lecho de rosas. Lo había admitido De Veyga, la Policía utilizaba los códigos y
edictos, alegaba contravenciones para crear un “delincuente reincidente” y
entonces pedir su “vigilancia activa”. Y Andrés Cepeda era justo el candidato
para requerir “vigilancia activa”. La esencia del mal según De Veyga.
La comisaría de investigaciones avisó: “Este sujeto es conocido por los nombres
de Manuel González o Rufino o Rogelio Domínguez y como es un individuo peligroso
y carece de bienes ni ocupación alguna, soy de la opinión que debe ser conocido
por el personal de la repartición”. Firmaba la nota el comisario Carlos J. Costa
y significó para Andrés ser detenido arbitrariamente durante los próximos diez
años, los últimos de su vida, cada vez que lo encontraba un policía. “Un
verdadero vía crucis”, sintetiza Di Santo.
El 19 de marzo de 1901, en Cabrera y Bustamante, lo detuvieron y lo enviaron al
departamento acusándolo de desertor a la Ley de Enrolamiento. Declaró que no se
enroló porque la autoridad se lo impedía siempre lo detenían. El 17 de enero de
1902 la causa alegada para arrestarlo fueron amenazas de muerte a un vigilante.
Nada calmaba la ira existencial de Andrés. Iba caminando con cuatro amigos a las
once de la noche del 17 de marzo de 1903 por Independencia, entre Pozos y
Sarandí. Estaban un poco ebrios. Una vez más se iba a dar la secuencia de “grupo
caminando amistosamente riña entre ellos”. Nadie contó por qué Andrés y
“Barberito” (Salvador Lavera), que venía en el grupo, comenzaron la pelea.
Todos sabían que la cosa venía de largo. Andrés arrancó del enrejado de uno de
los árboles de la calle una varilla de hierro. No fue un altercado menor. Andrés
tiró al piso a Barberito con un fierrazo que le pegó en la oreja izquierda. Una
vez en el suelo, le siguió pegando.
Los gritos en la noche porteña avisaron al botón de la esquina y los detuvieron.
En la comisaría 28 aseguraron que entre las ropas de Andrés encontraron una nota
que decía “Magdalena, yo creo que me van hacer causa porque lo lastimé al
barbero, después te informaré al respecto”. Andrés no solo rechazó ser el autor
de la nota, sino que aseguró no entender qué hacía ese papel ahí. Negó conocer a
Magdalena8 alguna.
Los investigadores, siempre tan dispuestos tanto a creer en la heterosexualidad
de Andrés como a desechar indicios de homosexualidad, aseguran que convivía con
Magdalena Deuconte, en Salcedo 2933. Se basan en ese papelito y en otro
encontrado más tarde que Andrés siempre desmintió.
Es cierto que Andrés falsificaba habitualmente los datos sobre su vida, pero sus
biógrafos aseguran sin demasiadas pruebas que, siendo adolescente, se enamoró de
una chica y por la traición de esta se dedicó a la bebida y la mala vida. Y como
no les parece suficiente dato para hablar de la deseada heterosexualidad de
Andrés, juran también que su amor imposible fue una chica de clase alta y que al
no poder concretar ese romance se entregó a los vicios.
Sus biógrafos parecen no querer asomarse al abismo de la personalidad de Cepeda.
Aducen que sus poesías siempre se dedican al amor heterosexual. Otra vez aparece
el problema de cómo dialogar con la historia de la homosexualidad en épocas que
si bien parecen haber podido convivir con los diferentes sexuales, nunca
hubieran permitido el registro de afirmación homosexual.
Eso era tan impensable como que Carlos Gardel hubiera escrito sobre el amor
entre hombres y hubiera podido cantar y publicar esas canciones. Muchos años más
tarde, el amigo y compositor de Carlos Gardel, José Razzano, muy amigo de
Andrés, diría que a Cepeda lo encerraba la Policía por anarquista, en un intento
por limpiar su imagen, quizás culposo por haberse quedado con los derechos de
sus composiciones. Es más romántico un anarquista que un ladrón pendenciero. Es
tan poco confiable el registro policial, tan proclive a inventar causas, que
poco es lo que puede asegurarse al respecto. Lo más probable es que haya sido
una mixtura lunfarda, un personaje bohemio del bajo fondo que podía reunir todas
las características.
En la detención del 9 de junio de 1904 por la comisaría 2ª, fue acusado de
agresión a la autoridad y lesiones. Eso se puede deber a que estaba borracho, a
que le gritó una consigna anarquista al vigilante de la esquina o a que el
policía lo quiso detener para otro manyamiento y Andrés se resistió. O como dijo
un diario de la Capital “por estafar a un chacarero de Chacabuco”.
Lo que parece estar fuera de toda duda es que Andrés no dejaba las cuentas de
honor sin saldar. El 4 de febrero de 1905 iba caminando por Viamonte, mirando el
piso, y al llegar a Rodríguez Peña sintió algo en el ambiente. Se paró en seco.
Levantó la mirada. El laberinto que habían ido tejiendo en la ciudad por casi un
año, finalmente los convocaba en ese punto vacío de una Buenos Aires que dormía
la siesta del verano. Se reconocieron sin palabras.
Ahí estaba el Barberito. No tardó nada en brillar en la mano del Barberito un
cuchillo; en la de Andrés, un puñal. Eran las cuatro de la tarde y no hubo
testigos de los insultos, de las miradas fieras, del dolor antiguo. El Barberito
sintió el tajo en la cara al tiempo que Andrés perdía para siempre la
posibilidad de usar el pulgar izquierdo y el meñique derecho. Cuando llegó la
Policía, los lunfardos dieron clase de caballerosidad. Dijeron que eran amigos,
que pasó un desconocido que agredió a Cepeda y que Barberito sólo quiso ayudar.
Podían ser cualquier cosa, menos “batidores”.
Demostrando la arbitrariedad de la represión, Barberito fue a parar por este
hecho menor, sin testigos ni acusador, siete años a la penitenciaría. Andrés
estuvo preso durante nueve meses.
Pero ya en 1906 la ciudad era para Andrés una cárcel continua. La persecución
era sistemática. Si cruzaba de una jurisdicción a otra era detenido para el
manyamiento. Estaba enfermo, triste y sentía al mundo como una enorme pata de
elefante que le aprisionaba el pecho.
(...)
Demasiado ingenuo, el anarquista peleador esperó una respuesta de Falcón quien,
como vimos, tres años después hablaría de “ciertos focos de patología social
inasimilables a nuestra personalidad colectiva”. El 4 de noviembre lo
encontraron a las tres de la mañana intentando robar en una casa de la calle
Victoria 2520. Es la última entrada por delito registrada, ya que todas las
demás son por el manyamiento.
Cuando a Gardel le acercaron en 1925 el tango Tiempos viejos, un éxito que José
Muñiz cantaba en La maravillosa revista de Manuel Romero y Luis Bayón Herrera,
el morocho del Abasto puso como condición para interpretarlo que se le cambiase
la estrofa “¿Te acordás hermano, la Rubia Mireya / que quité en lo de Hansen al
loco Cepeda?”, porque sentía que esa mención no le hacía honor a su amigo. Por
eso en su versión se escucha “que quité en lo de Hansen al loco Rivera”.
En las primeras grabaciones que realizó Gardel, en 1912, de catorce temas, cinco
son de Cepeda: Me dejaste, La mariposa, El almohadón, A mi madre, y Yo sé hacer.
Lola Membrives también incluyó en su repertorio trabajos de Andrés, como El
pingo del amor, que se convirtió un éxito en su voz.
Hay algunos otros datos sueltos, en general contradictorios, sobre la vida de
Andrés. Cuenta el payador Francisco Bianco que Andrés era “un paisano del pueblo
de Brandsen, aventurero por cierto, le dio por recorrer los paisajes del gran
Buenos Aires, en donde se puso a tono con amigos orilleros de todo ambiente.
Todas sus poesías las escribió hallándose preso y se difundieron y popularizaron
por la voz de los viejos troveros de los barrios porteños”. Hay quien afirma que
su gran compañero “en la vida y en el arte” fue el payador Luis Galván, hecho
que no corrobora ningún otro biógrafo.
Y entonces, la muerte.
Di Santo dice: “El origen de la pelea jamás fue develado oficialmente, ya que
ninguno de los intervinientes pudo prestar declaración, ni se detuvo a los
testigos del hecho. La versión que circuló por décadas, fue que se trató de un
arreglo entre homosexuales, opinión, que si bien nunca fue avalada, tampoco fue
desmentida”. No se entiende por qué Di Santo asegura que la versión “nunca fue
avalada” ya que él tenía conocimiento de las dos comunicaciones de la Academia
Porteña del Lunfardo, que ampliamente avalaban la “versión” de la
homosexualidad: la de Miguel Ángel Lafuente en donde consta: “Parece
confirmarse, empero, la versión de que Cepeda era homosexual activo. Días
pasados, con los señores académicos Alposta y Bossio, visitamos al anciano poeta
Martín Castro, con quien conversamos acerca de viejos escritores populares. Al
referirse a Cepeda nos ratificó Castro que aquel tenía inclinaciones sexuales
aberrantes. Un individuo vejado por Cepeda se habría convertido en motivo de
burla para sus compañeros y conocidos. Por esa razón emigró a Montevideo, pero
tiempo después, al regresar a Buenos Aires, se vengó de Cepeda infiriéndole una
puñalada. Esta es, en síntesis, la versión de Martín Castro” y la de José
Barcia, que decía:
“Hablé con un viejo malandrín. Lo había conocido y más de una vez compartieron
el cuadro en la leonera. Me aseguró que la muerte de Cepeda fue el epílogo de
una disputa por la posesión de un muchacho maricón, porque tanto Cepeda como su
matador eran bufarrachos”. Castro aseguró, según Lafuente, que a Andrés Cepeda
le gustaban los “jopendes”.
Si fue por venganza o disputándose un lindo “jopende” como trofeo sexual, será
difícil saberlo. Lo que se conoce es que al asesino no le fue tan bien. Poco
tiempo después en Palermo, en la calle Tagle, cerca del ferrocarril, murió
acuchillado. Las deudas del arrabal siempre se pagan.
Andrés tuvo oportunidad de denunciar a su asesino segundos antes de la muerte,
cuando el oficial Quintana se lo preguntó. No lo hizo y ese gesto inspiró más
tarde dos tangos que cantaría Carlos Gardel.
Apenas disfrazando algunos nombres, la “gesta” de Andrés quedó grabada en Sangre
maleva, con música de Dante Tortonese y letra de Juan Miguel Velich y Pedro
Platas:
Sangre maleva
“Por Boca, Avellaneda, Barracas, Puente Alsina,
Belgrano, Mataderos y en todo el arrabal
paseó sus gallardías el zurdo Cruz Medina,
que fuera un buen amigo, sin grupo servicial.
Templado en el suburbio, fue taita entre matones,
vivió tejiendo sueños allá en el callejón,
en donde por las noches ondaban los botones
y en el café del barrio gemía el bandoneón.
Era un malevo sin trampas, sin padrinos y sin gloria;
sin miga de tanta historia, pero buen mozo y de acción.
Caseros lo vio jugarse sin aflojar ni un chiquito,
y en la nueve queda inscripto su coraje de varón.
Pero una noche oscura, guapeó en Avellaneda,
y en una rinconada del trágico arrabal
sonaron tres balazos y sobre la vereda
caía un hombre herido blandiendo su puñal.
Se oyeron los auxilios, corrió la Policía,
y en un charcal de sangre, sonriendo al taita halló,
que herido mortalmente, rebelde en su agonía,
con voz de macho entero, sin pestañear habló;
No me pregunten agentes, el hombre que me ha herido,
que será tiempo perdido porque no soy delator.
Déjenme, nomás, que muera, y esto a nadie asombre,
que el varón para ser hombre, no debe ser batidor”.
Otro homenaje en clave está en el tango No fue batidor, con música de Enrique
Mora y letra de Germán Rienda:
No fue batidor
“Los
barrios porteños, lo vieron pasearse
luciendo su estampa en toda ocasión.
Y allá en Mataderos, buscó refugiarse,
sentando su hombría de guapo en la acción.
Por hombre derecho llegó a conquistarse,
no solo gran fama, sino un corazón,
por quien una noche llegara a jugarse /
a vida en un duelo, frente a otro varón.
Sin padrinos ni testigos
se encontraron los rivales
y el silencio de la noche un disparo interrumpió.
Y el malevo en desventaja
por las armas desiguales
con el pecho ensangrentado como un macho allí cayó.
De pronto un auxilio, y allá en la cortada
tendido en la calle se ve aquel varón...
que ayer entre taitas bien fuerte tallaba,
y al que hoy un cariño, sus manos pialó.
Rodeao de botones, se aguanta rebelde,
no afloja ni un pucho y en tanto dolor,
con gesto de rabia, los labios se muerde,
pa’ no dar el nombre de aquel que lo hirió.
Y el malevo ya vencido,
palpitando su agonía,
mirando a la Policía,
suplicaba en su dolor:
“Déjenme morir tranquilo,
sin que deschave su nombre
que el hombre para ser hombre
¡No debe ser batidor!”.
Impresiona gratamente la falta de prejuicio de los autores que obviamente
conocían la homosexualidad de Cepeda o al menos el mito de su existencia y, sin
embargo, hablan no solo de su “coraje de varón”, su “voz de macho entero”, su
“hombría de hombre de acción” sino que además lo erigen como ejemplo de
masculinidad al no ser “batidor”. Cumple el “deber ser” no por su sexualidad
sino por su actitud honrosa ante la vida. Si bien no fue un dato muy difundido
el hecho de que tanto Sangre maleva como No fue batidor estuvieran inspirados en
Andrés Cepeda, los iniciados sí sabían de qué se trataba. Para ellos era un
homenaje bastante claro a un anarquista reputado como delincuente y homosexual.
Menos optimista podría ser pensar que los autores cubrieron al poeta difunto con
loas a su masculinidad para disfrazar su homosexualidad. Sin embargo, en ninguna
de las dos canciones se utiliza el subterfugio de la mujer por la cual habría
muerto el muchacho, lo que le daría cabalmente su interpretación heterosexual
que ninguno de los autores estuvo dispuesto a hacer.
Andrés, rubio, picado de viruela, con bigotazo enorme, vivió rápido y murió a
los cuarenta. Sus poesías son tristes, muy tristes. Tuvo la virtud, la
desgracia, de ser el cometa que encarnó el espíritu del paso de un siglo a otro.
Brilló, repartió fuego, desapareció. En su velorio, más que simbólicamente, la
Policía entró y se llevó a casi toda la concurrencia según le contó Raymundo
Bianco, “el argollero de Constitución” a su sobrino Francisco. Con su muerte se
iba también una Buenos Aires lunfarda que de allí en más soportaría demasiadas
traiciones. Y así como Andrés no figuró en las canciones que escribió y que se
siguieron cantando en todo el siglo XX, el barro que le dio origen también sería
negado. La Policía se los llevó a todos.
(De Historia de la homosexualidad en la Argentina. De la Conquista de América al
siglo XXI. de Osvaldo Bazán. Buenos Aires, Marea, 2009. 408 páginas.)
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