Derrota y esperanza: un folletín argentino por entregas. Capítulo 1
El sociólogo y ensayista Horacio González inicia con la entrega del presente
capítulo su balance de los doce años de gobiernos kirchneristas. El balance de
época de Horacio González está conformado por diez capítulos publicados en
La Tecl@ Eñe.
La batalla
Por Horacio González*
Por un sentimiento difícil de explicar, nunca me gustó la palabra derrota, no
porque para definir los resultados de una batalla no haya que usarla,
necesariamente, como lo hace en forma célebre Julio César en la Guerra de las
Galias, sino que en estos casos –tan lejanos a aquellos notables episodios-, no
se trata de fuerzas militares con justificaciones intrínsecas a su propia
manifestación en tanto figuraciones de un orden bélico, sino que se enfrentan
núcleos políticos y culturales, provistos de distintas amalgamas de ideas –no
digo ideologías- que se expresan en el interior de otras fuerzas. ¿Cuáles son
ellas? Fuerzas de índole "cultural”, pero en verdad expresadas en términos de
grandes aparatos comunicacionales y empresariales, y en una suerte de "bañado”
no superficial pero al menos complementario, de instituciones provenientes de
tradiciones históricas democráticas, entre las cuales, ahora, son específicas el
ejercicio reiterado de contiendas electorales y la repercusión en el andamiaje
de la justicia de intereses cruzados en manos de fueros económicos basados en
decisiones propias de las lógicas del puro poder empresarial, o mejor,
corporativo.
Para tratar estas cuestiones, lo que parecía adecuado era la también clásica
noción de "hegemonía”, que triunfó en las lenguas militantes de toda coloración
y espesura, significando habitualmente el reino de lo político sumergido en la
multiplicidad de los signos culturales que organizan y subordinan las creencias
colectivas y son capaces de darles una dirección común que finalmente fusiona
cultura y poder, con implicaciones en el consumo de los llamados “bienes
simbólicos”, los perfiles de sociabilidad, las formas de expresión, los modos
lingüísticos generales, las diversas formas de inserción en el gran giro
folletinesco de la llamada, bien o mal, “sociedad del espectáculo”, etc.
La metáfora de los “generales mediáticos”, dicha por la ex presidente Cristina
Kirchner en una de las grandes manifestaciones de Plaza de Mayo, durante el
conflicto con los poderes empresariales agroexportadores, es precisa en su
factura y contenido, y desde luego, siempre fue riesgosa en su uso. De hecho,
pasaba toda la naturaleza del conflicto social a una nueva esfera de
confrontación “por la vía de otros medios”, cuáles eran los también así llamados
"fierros mediáticos”, con lo que estábamos en una interesante situación –una
confrontación eminentemente cultural y simbólica- pero heredera de la noción
clásica de batalla. Julio César, en “De Bello Gallico”, lógicamente, no hace, en
este gran relato sobre hechos de hace más de veinte siglos, ninguna alusión a
esta idea con la que convivimos: “fierros mediáticos” son cámaras de
reproducción de imágenes, aparatos y columnas de sonidos, fibras ópticas,
canales de transmisión, satélites informáticos, empresas dedicadas a modelar la
actuación humana en torno a tales recursos, cableados diversos, “conectividad”,
etc. La idea de fierros, coloquialmente, suele equipararse con la de arma, o más
precisamente, arma de fuego. Para Julio César, obvio es decirlo, los fierros son
solo lo que la industria o la manufactura del hierro y el bronce había permitido
fabricar hasta entonces –algunos siglos antes de la “era cristina”- en torno a
lanzas, escudos, hachas, arcos lanzadores de flechas, predominantemente de
madera, y demás artefactos bélicos, con su específica dualidad entre infantería
y caballería, que se extendieron plenamente hasta el siglo XIX.
Por la razón anteriormente dicha, lo que se definió como “batalla cultural”
tenía varias piezas centrales – en medio de otras prácticas tradicionales de la
vida política-, una de las cuales era una formidable pieza legislativa,
finalmente aprobada pero a la vez neutralizada luego por distintos medios
(esencialmente jurídicos), que se llamó ley de servicios de comunicación
audiovisual, nombre técnico de un conjunto de disposiciones tendientes a
desmonopolizar el control de audiencias, y la expansión “corporativa” de tales
medios audiovisuales hacia la telefonía celular y a internet. (Esto último, por
intervención de un sector de la bancada de la oposición, que para aprobarse
mayoritariamente la ley exigió a cambio de su apoyo, el retiro de los artículos
que permitía lo que entonces se llamó “triple play”). Esta ley apuntaba
especialmente al grupo Clarín –que ya libre ahora de esta amenaza, en su papel
de “corporación victoriosa”, acaba de adquirir Nextel, y seguramente, quedará
más interrelacionada con lo producido por Arsat-, y se complementaba con una
crítica intervención de la mirada estatal en Papel Prensa y una hipótesis, no
comprobada pero tampoco inverosímil, sobre los hijos adoptivos de la propietaria
del Grupo. Esta batalla cultural, implicaba necesariamente la posesión de
“fierros propios”, en un modelo de lucha que no era de cuño tradicional, extraña
a los “manuales clausewitzianos”.
El gobierno anterior –en su papel de detentor de los conductos operativos del
Estado-, organizó apresuradamente grupos empresariales cercanos, para la emisión
de periódicos propios, canales de televisión por lo menos neutrales, sino
amigos, y especialmente un programa político en la televisión pública masiva,
desde el cual respondió –para seguir usando símiles bélicos- a un poder de fuego
mayor, pero no sin ingenio y coraje, aunque, sin duda, con las mismas
tecnologías del adversario corporativo privado. Ni más ni menos que Clarín,
fundado por Roberto Noble en los años 40, periódico con compleja trayectoria,
que acompaña de un modo específico (con sus propios intereses, algunos
permanentes, otros muy cambiantes) el conjunto tan opaco de la política
nacional, como una de sus inesquivables vetas o franjas internas. (Ver el
importante libro de Martín Sivak sobre el tema). En mi opinión, dentro de lo
necesario del tratamiento de la monopolización mediática, se pasó por alto, lo
que de alguna manera era inevitable, la configuración de Clarín como un ente
histórico o poseedor de una evidente historicidad. No se tuvieron en cuenta, con
la repentina fustigación del “Clarín miente”, las diferentes fases que atravesó
la ideología y la metodología del grupo, antes y después del golpe del 55, antes
y después de la dictadura militar, antes y después de la adquisición de Papel
Prensa durante la dictadura, antes y después de su “fase desarrollista”, antes y
después de las llamadas “revoluciones tecnológicas”, de los años 90 en adelante.
¿Qué deseo afirmar con esto, que expresé en muchas oportunidades anteriores,
tanto por escrito como en círculos políticos en que participaba, de apoyo al
frente político que encarnaba el gobierno? Algo así como que Clarín es el
testigo privilegiado de numerosos fracasos políticos de la Argentina, no solo el
del desarrollismo frondizista, sino el de las diversas izquierdas y peronismos
de izquierda, incluso armados, que ocurrieron en los siempre recordados
episodios de los años 70. Esos fracasos son ahora su argamasa.
La redacción de Clarín fue integrada sucesivamente por los coletazos de esos
fracasos (hasta hoy: y esto se puede seguir en la trayectoria de sus más
importantes periodistas, los que se mantuvieron en la línea del frente de la
"batalla cultural”, excepto Lanata, cuyas características, como veremos luego,
son otras). Imaginemos el periódico y su modo expansión en las
telecomunicaciones, como una playa donde recalaban diversas estirpes frustradas
de periodistas militantes (aunque entonces no se llamaran así, hace dos o tres
siglos que el periodista es un oficio indefinible, como no sea en términos de un
operador sofisticado de símbolos visibles e invisibles de la argamasa social),
periodistas, decimos, con una ambigua cargazón de conciencia, producida en gran
medida por las experiencias políticas infructíferamente atravesadas en su propia
biografía personal, eran por ese hecho dotados de una mirada cínica sobre todo
el acontecer político, al que acudían como estratos de un depósito de reservas
despreciativas del pasado, para decir de las nuevas experiencias en curso: “esto
ya lo vimos, no puede ser, no va, todo nos recuerda la forma rediviva de los
crasos errores de los cuales nosotros mismos ya estamos de vuelta, como maduros
profesionales del ‘establecimiento’”.
Los gobiernos Kirchner tuvieron un cuño genéricamente desarrollista, con
inscripciones heterogéneas de piezas diversas de alta sensibilidad (derechos
humanos, políticas de género, estado empleador, parciales nacionalizaciones,
fondos de pensión trasladados al Estado, regímenes de subsidios sociales
diversos, etc.), con lo cual definimos parcialmente a estos gobiernos de los
últimos doce años, cosa no fácil de hacer, pero imprescindible en estos
momentos. Frente a él, lo más fácil era aplicar el cinismo de los que se sentían
amenazados, pero ahora por una parte sensitiva en acción, obtenida de la nunca
cosificada memoria nacional en la que ellos habían participado de manera inversa
en un no tan remoto pasado.
No es fácil imaginar ahora en qué momento se produjo la bifurcación entre el
grupo corporativo Clarín y el gobierno de Kirchner, dado que había sido La
Nación, que por la vía de su clásico editorialista Claudio Escribano, había
intentado poner condiciones de cerco al nuevo gobierno que esbozaba posiciones
de “centro izquierda”, mientras Clarín ensayaba su cinismo de mercaderes que
saben manejar la rara y delicada mercancía de la moneda simbólica de los
“contratos del sentido común” que rigen la compra-venta de enunciados
lingüísticos en toda sociedad. Esperaban, como siempre, reinar en las sombras
con su poder extorsivo nunca a la luz del día, que eran en algún tiempos más
cómodos, y otros momentos debían actuar en los rigurosos “tiempos de desprecio”
que entonces, recientemente, se vivían. El semiólogo Eliseo Verón, en sus
últimos años colaborador de la maestría de periodismo de Clarín, decía que la
ley de medios, que afectaba a éste complejo empresarial, en verdad era
anacrónica pues no trataba las nuevas condiciones tecnológicas en las que se
ejercía el periodismo, y que los “contratos de lectura” –gustaba de esa noción
artificiosa- habían variado desde el lector de la época de Noble, esa vieja
conciencia individualista del ciudadano con supuestas creencias y gustos
“autogobernados”, hasta el lector contemporáneo, acribillado por pulsiones de
dispendios culturales vinculados a estratificaciones simbólicas totalmente
dispersivas respecto al núcleo de ciudadanía social a la que se dirigió el
periodismo arcaico y aquel modelo audiovisual que llamó “paleo-televisión”.
Clarín, por su parte, intentó ser cínicamente sincero. Ante el panorama de
desmembramiento que le auguraba la ley y que estuvo a punto de verificarse (pero
siempre concebido por el grupo en términos simulados o relativos ya que
encubiertamente se seguía manteniendo la centralidad del mando, dado que
pensaron siempre en su unicidad, mientras al público lo veían, por oposición, en
su “heterogeneidad”), Clarín decía que la economía de escala exigida hoy por el
tipo de negocio de comunicación que ellos representaban, era ese perfil
monopólico, el que necesariamente se sustentaba en la forma final que exigía
esta modalidad del capitalismo empresarial informatizado, tanto digital como
productor de imágenes de la "industria cultural”.
En verdad, como se sabe y ya se ha dicho demasiado, el gobierno pensaba una ley
de medios sin restricciones para la entrada de las compañías telefónicas, lo que
en su fondo, era la concepción más afín al pensamiento siempre esbozado, de una
u otra manera, de un "capitalismo serio” que sin embargo, no lograba convencer a
los verdaderos capitalistas, que comenzaron a responder al proyecto de
“democratización de los medios” –como lo llamó, con esas y otras definiciones el
propio gobierno- con el más grande trazado que se tenga memoria de una campaña
de degradación y vejamen dirigida hacia las figuras principales del gobierno.
Campaña de una dimensión (y aquel concepto, entre sus varias raigambres, posee
una de carácter militar) de la que no se tenía acabada noción en el país. Sin
duda, superaba a lo que se había visto en la época de Perón –aunque en especial
luego de caído este gobierno en el 55- y a la larga persistencia del diario
Crítica para deteriorar durante los finales de los años 20 al gobierno de
Yrigoyen, campaña cuya coronación fue el primer golpe militar exitoso dado en el
siglo veinte.
En algún tiempo específico de las relaciones complejas y tensas que tenía Néstor
Kirchner con Clarín, grupo al que poco antes de su conclusión de mandato le
permite una formidable licencia para las actividades de su principal anexo
empresarial, Cablevisión, se produce una ruptura definitiva que tiñó toda las
lógicas confrontativas que de ahí en adelante tuvieran como partes en conflicto
al gobierno y a este grupo monopólico. El entonces Jefe de Gabinete de Kirchner,
una figura que en su pasado no tan remoto tenía en su haber una alianza con el
economista Domingo Cavallo, lo que luego no le había impedido ser jefe de
campaña de un ascendente Kirchner, tenía vínculos estrechos con el multimedio y
no concordaba con una conflagración –como la que de inmediato se daría- en la
que el gobierno naturalmente debería recurrir a la pauta oficial de publicidad
como agencia de moldeamiento del conjunto de la emisión de significantes
periodísticos, y al canal televisivo y los entes radiofónicos de la red pública
de comunicación, para constituirse en un fuerte querellante de las
"corporaciones” a partir de esquemas de interpretación propios, que en los
últimos tiempos cobraron la forma de un fuerte slogan: "la crítica al poder
real”. Sobre todo, el gobierno de Cristina Kirchner solía admitir que el
verdadero poder, la verdadera forma del Estado, la verdadera fórmula de la
coacción social, residía en los "Medios”.
Durante el conflicto con el campo (ésta también, una mención muy difusa para la
nueva figura que adquirían los métodos de siembra transgénicos y los nuevos
estratos sociales que creaba), los medios de Clarín estrenaron sus nuevas
adquisiciones retóricas, estampando en sus noticiarios televisivos, con el uso
descontextuado de las imágenes, las subtitulaciones, las modalidades de
pantalla, angulaciones de cámara, recortes de diálogos, y otros recursos del
gran implícito discursivo de las tecnologías más avanzadas de montaje, una línea
política de neto apoyo a la insurgencia de lo que muy pronto se denominó “nueva
derecha agromediática”. Así, surgía también una militancia favorable al gobierno
en los medios públicos, cuya línea de apoyo se proclamaba “militante”, contra
otra, la más fuerte y dominante, que en cambio era totalmente tendenciada y
partidista, pero decía ejercerse en nombre del periodismo objetivo.
Paradójicamente, aquel buen periodismo que inmediatamente surgió de las
trincheras gubernativas –permítaseme esta rápida expresión acuñada como metáfora
aparentemente bélica-, decidió denominarse “periodismo militante”, con la tarea
que pronto se hizo evidente, de responderle al poder comunicacional central,
analizado en sus recursos expresivos, sus fórmulas de montaje, sus tics
enunciativos, etc. Estos programas eran sostenidos en general por figuras ya
conocidas del periodismo del progresismo genérico que habitó en la prensa del
período anterior, pero también por un nuevo elenco de jóvenes que surgían de las
carreras de ciencias de la comunicación, entonces con las más altas matrículas
de las universidades, que aplicaban con entusiasmo una tesis central de esos
cursos: las noticias se construyen, forjan un tipo idealizado de realidad,
poseen una ontología propia, por así decirlo, y en general pueden ser analizadas
como parte de una “gran construcción” donde poder, ideología y comunicación se
fusionan, se aúnan.
Personalmente, con nada de esto estoy en desacuerdo, aunque siempre me pareció –
y aún es menester pensarlo hoy, en muy otras condiciones - que habría un nuevo
tipo de objetividad. Objetividad, sí, que no abandonara el poderoso enclave que
tiene este concepto siempre ligado al sentido común, y lo depositara en manos de
las derechas tecnológicas que segregan un tipo de falsía novedosa, la falsía de
la neutralidad, que sin embargo ejerce un tradicional influjo en muy variados
públicos. Son los que ponen en juego su parte más sedimentada en el “contrato”
con los medios: su poderoso y humano afán de credulidad, constitutiva de
anclajes profundos del ser colectivo nutrido por distintas leyendas, relatos,
figuraciones. Para tales estratos del poderoso implícito de la imaginación
pública, era muy exigente extraer políticas sistemáticamente efectivas de ese
rotundo "Clarín miente” súbitamente desplegado, porque en verdad, lo que se
quería decir es que todo medio de expresión tiene retóricas que son poderes y
poderes que son retóricos, que generalmente no se hacen visibles, y que había
que "visibilizar” – esta expresión se fortaleció por esa época en todos los
contendientes - aquello mismo que parecía improcedentemente invisible. Muy
pronto, los que se hacían fuertes en la noción de relato, para decir todo lo
real estaba forjado por ellos, se veían profusamente atacados por el uso de esta
noción –"relato”- que los presuntos objetivistas no tenían ninguna dificultad en
hacer sinónimo de “impostura”.
(Fin de esta primera parte de mi balance de época, que contendrá breves
pantallazos de mi propia participación. Escrito el día 1º de febrero de 2016.
Hoy leo en los diarios que el nuevo Ministro de Cultura dice que "echar gente es
espantoso, pero necesario”. Continuará en este mismo medio)
Buenos Aires, 1° de febrero de 2016
*Sociólogo, ensayista. Ex Director de la Biblioteca Nacional.
Fuente:
La Tecl@ Eñe Revista Digital de Cultura y Política
www.lateclaene.com
El folletín argentino. Capítulo 2
La segunda entrega de "Derrota y esperanza: un folletín argentino por entregas",
balance de época que Horacio González escribe sobre los gobiernos kirchneristas,
aborda la compleja noción de “relato”. El capítulo II, “Relato y crítica del
relato”, nos alerta sobre como El Otro en su vida cotidiana, fue renuente a
alojarse en el Otro del pluralismo patriótico al que llamaba la Presidente
Cristina Fernández de Kirchner.
Relato y crítica del relato
Por Horacio González
Vinculado a lo que ya intentamos desarrollar en el capítulo uno, en el interior
de nuestro balance de este último período histórico en el país, vamos a tratar
la noción de relato y el modo en que fue usada en el debate político
contemporáneo. Es evidente que este concepto posee cierta trivialidad u obviedad
de origen, y generalmente se refiere a una mínima capacidad narrativa con la que
cuentan todos los seres humanos, y que se compone de diversos estilos, que
generalmente reposan en signos reveladores de la memoria para la creación de
vínculos comunes a través de recuerdos, eventos o leyendas compartidas.
En una media en que ahora no sabríamos apreciar tan ajustadamente, el
kirchnerismo fue derrumbado (empleo esta ruda expresión que luego explicaré;
tengo bien en claro que la resolución del problema del poder en la Argentina, en
su napa más superficial pero trascendente, fue a través del legítimo juego
electoral), derrumbado, digo, por el empleo del concepto de “relato” muy en
contraposición a la acepción “ingenua” que antes le dimos. Cuando digo muy en
contraposición, en realidad debo decir con una acepción inversa a la
tradicional: relato era aquí sinónimo de impostura, de falsedad, de fingimiento,
de “invención de tradiciones”, en suma, una superchería de Estado para contarle
a los crédulos una historia apócrifa sobre los gobernantes, sus orígenes y
propósitos. Ciertamente, todo gobierno - sobre todo el que mantiene raíces
populares complejas, como es el caso del que aquí consideramos - está expuesto a
este tipo de ataques, pero el kirchnerismo lo estuvo más que ninguno. Los dardos
maledicentes que en el ya casi remoto pasado argentino se dirigían contra la
“bastardía” de Eva Perón y su propio marido, eran prejuicios clasistas que muy
rápidamente se confundían con el temor de la por entonces bastante consolidada
“clase media” argentina ante el ascenso social de sectores obreros, o de lo que
con desdén podría considerarse el “bajo pueblo”. Pero esos prejuicios sociales
contra los “advenedizos” dieron resultado mucho después, cuando se fusionaron
con los ataques a las “costumbres íntimas” de Perón, que horadaban su vasto
apoyo social pero no eran comparables a la maciza cruzada de desprestigio que se
abalanzó en toda clase de exuberancias mediáticas contra el matrimonio Kirchner,
muchas décadas después. En la primer y segunda época peronista, y luego del 55,
incluso el concepto estigmatizante de “bastardía” fue respondido por los
entonces jóvenes literatos “existencialistas”, que no pertenecían al mundo
político del peronismo, pero a los que les atraía esa figura de la conciencia
con la que Sartre había retratado al aventurero o al comediante que hacía
“avanzar la historia por su lado negativo”. Convertían entonces al bastardo en
una figura respetable, rara y necesaria. El peronismo de los orígenes, que era “anti-existencialista”,
no se animaba a tanto en la apología de sus propios materiales originarios.
Con el matrimonio Kirchner no ocurrió esa capacidad de inversión de la injuria,
y crecieron hasta proporciones gigantescas los ataques donde el pasado de la
pareja presidencial era examinado por peritos en detectar supuestas falsedades y
mascaradas. En especial, en la honda cuestión de los derechos humanos, donde se
remarcaba que en su pasado de políticos provincianos, ni Néstor Kirchner ni
Cristina Fernández de Kirchner, se habían ocupado de los mencionados derechos,
que luego, en su gobierno, fueran rápidamente declarados piedra basal de donde
prácticamente se deducían todas las demás decisiones. Es claro, no fue así, pero
es cierto también que las tomas de posición del gobernante, que suelen suceder
bajo el cuño de la rapidez, la readecuación urgente o la súbita compresión de
una zona de franjas soterradas de la conciencia que de pronto se ilumina, no
podían ser festejadas y mucho menos comprendidas por los Cruzados que ya habían
aprendido a machacar sobre lo que en cualquier caso es fácil. Porque casi
siempre hay un halo propagandístico en todo gobierno, un ritual de auto-festejo
y una confianza en cómo se habla desde el poder (que por esa sola circunstancia,
ya enunciaría tópicos verdaderos), que de inmediato hacía fácil la tarea del
agente demolicionista, sobre todo en casos donde notoriamente, con verdad o no,
puede esgrimirse el rótulo de “populismo” (del que ya diremos algo más).
¿Qué decía este “agent demolitioniste”, experto en trabajar con los intersticios
de la comúnmente inconstante credibilidad pública? Que bastaba ver las
predilecciones cosméticas de la Presidenta, la engañosa austeridad de Néstor
Kirchner (mocasines rústicos, firma de decretos con lapiceras de plástico
barato) para combinar el pseudo-ascetismo de uno con el gusto por “carteras
Vuitton” de la otra, junto a veleidades indumentarias (paralelas a las
frivolidades discursivas), para que los agentes del descrédito concluyeran que
el amor por los derechos humanos y sociales, o por la vocación soberanista del
Estado, eran construcciones de último momento que salieron de la cabeza repleta
de astucia de dos codiciosos. Pobre argumento que muchos desdeñamos, pero que
tenía lentas consecuencias, como un aceite mortífero que va penetrando poco a
poco en inocentes porosidades colectivas.
Precisamente, lo que a muchos nos había interesado de la nueva situación –la
emergencia de Néstor Kirchner, político tradicional de carrera, de repente
tomando los grandes temas reparatorios de la nación- era el modo en que un mundo
político que nos parecía previsible, extraía nuevas fuerzas de los vacíos,
intersticios y fracturas del “sistema real”, el que registraba la profunda
crisis de representatividad del 2001. Ricardo Forster recurrió al concepto de
“anomalía” para adjudicarlo a la situación en que se verificó la emergencia de
Néstor Kirchner.
Debe decirse que la construcción simbólica que se inició enseguida –que comenzó
con el retiro del retrato de Videla en el Colegio Militar y de algún modo
concluyó con la construcción de la escultura de Juana Azurduy en las cercanías
de la Casa de Gobierno-, ocupó los doce años de gobierno kirchnerista. El tejido
simbológico del gobierno KIrchner es sólo equiparable al que practicó Perón en
sus dos primeros gobiernos, y remontándonos mucho más allá, al conjunto de
emblemas nacionales que desde 1880 perduraron como hilo interno del Estado y de
la pedagogía nacional, en la numismática, las monumentalística y en la
discursividad historiográfica, generalmente ligada al largo predominio de las
distintas variantes del liberalismo republicano (“el orden conservador”), desde
finales del siglo XIX hasta bien entrado el siglo XX. Con diferentes
interregnos, que en lo fundamental, no alteraron esta “paidea de la patria”.
Respecto de ella, un impoluto San Martín nunca cedió su lugar de privilegio como
cálido, severo y apacible numen estructurante de la nacionalidad, justo papel
que tiene desde que se publicaron los densos volúmenes de la historia de Mitre,
lo que luego fuera realzado por libros y películas – Ricardo Rojas, Torre
Nilsson, recientemente Galasso -, pero la Presidente Cristina Kirchner intervino
en esta dinastía nacional numerosas veces, ya sea resaltando el legado de
aquellos aires levemente jacobinos que nimbaron a Moreno y a Monteagudo (con
reservas), ya sea declarando preferencias por Manuel Belgrano, ya sea aceptando
la inverificable leyenda del Gaucho Rivero – que logró billete de circo2"> la moneda nacional - y más verosímilmente, exaltando la
Batal
Todos estos hechos, a los que se puede agregar el tono museístico que adquirió
la casa de Gobierno, el Museo del Bicentenario (que también tributa homenaje a
Siqueiros, el muralista mexicano), el Centro Cultural Kirchner, y hasta
Tecnópolis, revelan la fuerte intervención histórico-metafórica del gobierno, lo
que junto a sus auto-descripciones –el “modelo”, el “proyecto”, “el desarrollo
con inclusión”- fueron carne rápida o papilla de fácil identificación para la
gran prensa que elaboraría muy de inmediato, una larga cadena de objeciones –
que iban de la ironía a la burla, de la acusación de bonapartismo hasta la
denuncia de asfixiar el paisaje con sus nombres propios-, con la que el gobierno
fue insistentemente acosado. Junto al magno trípode santificado de la Cruzada –
con su manual básico de estereotipos - cuales eran la “inflación”, la
“seguridad” y la “corrupción”, el “relato” era una expresión que bastaba
mencionar para difamar al gobierno con el rápido símil que esta palabra evoca:
la mentira, el disfraz.
Es evidente que cuando Néstor Kirchner dijo “Clarín miente”, revelaba un fuerte
indicio de su carácter, más literal, fundado en frases directas y plenas para
designar a sus contrincantes de momento, de modo que no se ocupó de buscar
sinónimos o atajos más matizados para sus denuestos. Ya vimos en el primer
capítulo las fuertes implicancia que todo esto tenía. La oposición Gran
Mediática fue más metafórica en torno al concepto de mentira (básico en
cualquier facciosa discusión post-argumental) y no tuvo dificultades para
expandir el tema del “relato” como sinónimo de ocultamiento de una realidad
cotidiana cruzada por la corrosión de la vida diaria. Tal acto de ocultar se
haría, entonces, en nombre de una “épica emancipatoria” que recorría estaciones
obligadas del conocido historicismo de liberación nacional, pero, decía el
Crítico Demoledor, con esas palabras egregias pasaban por alto la dificultad
real de presente, donde no había indicio alguno de que las necesidades reales se
pudieran resolver con apelaciones al gauchaje lírico del siglo XIX, y más aún,
cuando eso se hacía por gobernantes que a la vez eran empresarios. (Esta última
expresión se basaba en los hoteles de propiedad familiar – tema del cual luego
hablaremos - que Néstor y Cristina Kirchner poseían desde antes de convertirse
en figuras públicas, y que fueron objeto de largas discusiones).
El gobierno Kirchner confió en que sus bases de apoyo no fueran horadadas por
este doble manejo criticista: primero, la épica del “relato”, como inconducente
frente a problemas reales del existir cotidiano. Ciertamente, inflación,
inseguridad y corrupción, no es que no existieran en la “empirie de los días”,
pero ya eran conceptos del Arquetipo básico del demoledor, anti-figuras
fabricadas por la Conciencia Bella que se dirigían a embestir a los Impostores.
Segundo, la situación en las clases populares, que ya por ese entonces revelaban
la profunda heterogeneidad cultural que regía sus deterioradas condiciones de
vida, y que no sólo registraban el enigmático fenómeno de la crítica del
trabajador pobre al “subsidiado pobre”, sino que en sus sensibilidad espontánea,
se hacían presentes los espantajos del folletín impugnatorio, donde la idea del
“relato” ya adquiría contornos folletinescos donde en la intimidad del
matrimonio Kirchner, uno o una podía ser el “asesino” del otro o de la otra.
Estas atrocidades del “contra-relato”, increíblemente, prosperaron en el país.
Una senecta y arcaica figura de la televisión argentina, que como contrafigura
de Evita, era actriz del cine argentino en los años 40, llegó a decir que en el
féretro de Kirchner no estaba realmente su cuerpo. Historias góticas que siempre
sacudieron el oscuro inconsciente de la humanidad, daban su campanazo tétrico en
la estremecida realidad argentina. Hay que reconocerlo, admitirlo y examinar con
una atención mucho mayor que hasta el momento le prestamos, a estos hechos.
Los Kirchner eran así objetados por partida doble, cuando se decían militantes,
recordándoles que bajo esa declaración de heroicidad política se escondía una
veta empresarial, y eran objetados como empresarios cada vez que anunciaban
grandes medidas públicas que surgían de sus convicciones militantes, a las que
se les atribuía un encubrimiento de “intereses particulares”. Retornaremos sobre
esta ardua cuestión en el capítulo próximo. (Morales Solá, tutor de presidentes
de la gran derecha áulica, exclama en su editorial de hoy en La Nación que Macri
se queja de los empresarios por serlo él mismo: “solo piensan en la facturación
de la semana próxima”. He aquí el empresario adulado como tal, que por poseer
esa identidad ni puede ser criticado, ni se lo exime del elogio del que sabe
incluso desprenderse de su ser empresarial. Créase o no. (No).
Siempre hubo un problema en torno a estos gobiernos de raíz popular – que
recurrentemente apoyamos -, calificados de “populistas” y que cuando esgrimen
tópicos emancipatorios y de derechos ciudadanos, son vistos como el gran teatro
de los arribistas que buscaban “enriquecerse personalmente”. El contra-relato no
es que fuera tan hábil, sino que sus banderines de triunfo lanzados al viento
encontraban una extrema facilidad en la recepción de un público masivo
poli-clasista, que incluyendo a los que eran beneficiados por medidas masivas
del gobierno, eran la clientela fija de las hipótesis conspirativas de las que
viven los grandes Medios de Comunicación. Había un espontaneísmo en la
conciencia empírica nacional que permitía hacer “creíbles” a los engendros del
folletín conspirativo – de los cuales es un maestro Jorge Lanata, tema que ya
consideraremos -, ante un gobierno que se esmeraba en imponerse sobre sus
diversas contradicciones internas. Su empeño anti-corporativo, que desde luego
se dirigía privilegiadamente contra el grupo Clarín, aunque ciertamente mucho
menos contra otras corporaciones “no mediáticas” (pero a las que de una manera u
otra Clarín articulaba: Monsanto, Barrick Gold, Chevron, etc.) no lograba
interesar a las izquierdas ni a una parte sustancial de la vida popular, que en
el “gran monopolio mediático”, no veía sino la posibilidad de saber cómo se
resolvían los misterios de amor y los prodigios de la ilusión en una telenovela
que recreaba “las mil y una noches” con un actor egipcio, cuya obvia biografía
peregrina era a su vez la actualización de un “relato del corazón”. Los grandes
autores de la crítica al “relato”, vaya si eran los taumaturgos de los grandes
relatos y especulaban con los pobres misterios orientalistas con los que
disciplinaban sentimentalmente a las masas populares, destinada a ser una parte,
quizás no en parte mayoritaria pero sustancial, de la gesta electoral
anti-kirchnerista, estrecha pero derrocadora al fin. Ya volveremos sobre este
concepto de “derrocamiento en democracia”.
No es indiferente este tipo de productos folletinescos de la gran industria
cultural, al destino de los gobiernos populares atípicos. Mientras la Presidente
proclamaba “la Patria es el Otro” – motivo de grandes alcances que precisaba ser
esclarecido con mayores aproximaciones conceptuales y prácticas, dada su
importancia -, había otro Otro, real, sin alteridad evidente, que fluctuaba
entre su real unicidad y su imaginado pluralismo, para proclamarse el ángel de
la tolerancia, acusando de ignorar el pluralismo social y cultural a un gobierno
que intentaba construir con la idea de Otro, esa unidad en la multiplicidad que
es la esencia última del arte de gobierno. El Otro en su vida cotidiana, era
renuente a alojarse en el Otro del pluralismo patriótico al que llamaba la
Presidente Cristina. Será otro de los temas del próximo capítulo.
(Escrito el 3 de febrero de 2016, día en que los empleados públicos ocupan el
Ministerio de Cultura dirigido por un “despedidor serial”, que tiene como
algunos de sus apoyos insólitos, a este episodio que me contaron: ante el stand
de una repartición pública donde se obtienen libritos clásicos argentinos a
cambio de un módico precio, poniendo un cospel en una máquina expendedora, una
abuelita argentina le dijo a su nietito, frente al empleado que la atendía:
“nene, pedile un cospel al ñoqui”. Hasta aquí las cosas. En tanto, Alain Badiou,
Chico Buarque y Serrat, firman la decisiva solicitada contra Lopérfido).
Continuará en este medio.
Buenos Aires, 3 de febrero de 2016
El
folletín argentino. Capítulo 3
Tercera entrega del Folletín argentino que Horacio González viene realizando como balance de una época que pasó. González desmenuza en este capítulo las relaciones entre la idea de corrupción asociada al Estado como concepto maestro de una línea de ataque al conjunto de la estructura gubernamental. El cúmulo de “relatos” e implícitos demonizantes – la corrupción mata - fueron hallazgos de las plumas de trinchera de buena parte del periodismo Gran Mediático.
La corrupción y el Estado
Por Horacio González
Ilustración: Ricardo "Mono" Cohen
No hay concepto más escurridizo e inaprensible que el de corrupción, siempre
vigente en el lenguaje político, con las más diversas acepciones. La inevitable
carga moral que subyace en él, su poder agraviante y desestabilizador, tanto
como su capacidad de eximirse de toda probanza –o de pruebas en el sentido
jurídico estricto-, tienen una fuerza capaz de resquebrajar cualquier andamiaje
gubernativo. Con esta apreciación no queremos decir que “no haya corrupción”.
Pero hagamos la inspección de este uso sistemático de un concepto tan abarcador
y difuso, que tiene una capacidad de golpear más allá de su capacidad real de
definir fenómenos específicos de la realidad estatal. Si hoy leemos El Príncipe
de Maquiavelo bajo el crisol del concepto de corrupción enlazado a una
proposición moral, podríamos decir que la totalidad de este famoso escrito
resulta en una apología del “ser corrupto” de la política. Pero no recordamos
que en este grandioso texto se emplee, por lo menos con frecuencia, este
concepto, siendo que no vacila en justificar asesinatos o afanes de dominio
enteramente viciosos. El Príncipe es obra de la intimidad de Maquiavelo, es su
propia conciencia irónica analizada por medio de un escrito que es un regalo o
tiene la forma de un regalo a su protector, Lorenzo de Médici. No se ha notado
mucho esta circunstancia del regalo, que figura en el mismo prólogo del
estremecedor escrito. El “regalo” es otro concepto confuso, supone generosidad y
astucia, amor y obligaciones, compromiso en los vínculos o disimulo. Todos
recordamos la historia del Caballo de Troya; los dichos populares… “caballo
regalado…etc.”; o las catastróficas escenas del Padrino, donde la torta de
cumpleaños viene con un killer adentro. Es la perseverante idea del “regalo
envenenado” o “peludo de regalo”.
Pues bien, el lector de Maquiavelo puede leer en el capítulo 7 del Príncipe que
hubo una matanza en Sinigaglia. Maquiavelo la narra con la asombrosa objetividad
que tiene su tersa prosa cuando se dedica a describir masacres. Allí, para
atraerlos a la celada, César Borgia les ofrece a quienes serán víctimas de su
cebada capacidad de fiereza, un conjunto de regalos –aparecen los “regalos”-,
tales como monedas, ajuares o caballos. Pero los que reciban esos presentes
tendrán como destino un vil asesinato. ¿Qué podemos leer en el propio prólogo de
El príncipe? Que Maquiavelo lamentaba que como regalo, él solo podía ofrecerle
libros al Médici: su propio libro, El príncipe. ¿Iba él a matar al Médici por
eso? Otros entregaban buenos equinos, relucientes armas, vestimentas lujosas.
Esta mención al “regalo” como anzuelo para atraer a los sacrificados, inquieta
en el famoso relato de la matanza en Sinigaglia, pero más inquieta cuando
Maquiavelo define a su mismo libro como el único regalo –no caballos, no lujosas
prendas- que le puede hacer a su Príncipe. Nunca sabremos bien qué quiso decir.
El kirchnerismo fue acusado de “corrupto”, y la generalización de esa imputación
excavó con el sistemático y meticuloso detallismo de un boletín diario, todo su
andamiaje intelectual y moral. El acceso a la corrupción como concepto maestro
de una línea de ataque al conjunto de la estructura gubernamental, precisaba un
conjunto de “relatos” que a su vez no se expusieran a las críticas al “relato”,
que era otro de los hallazgos de las plumas de trinchera de buena parte del
periodismo Gran Mediático. La facilidad que da lo anchuroso, ambiguo y pregnante
de la palabra “corrupción” –vecina a la idea del Mal- no eximía de cierta
verosimilitud en las pruebas, que circulaban cotidianamente por el “periodismo
de investigación” (luego haremos también unas consideraciones sobre cómo fue
deformándose esta práctica). Pero esas “pruebas” –desde el tema ostensible de
los Hoteles de Calafate hasta la muerte de Nisman-, poseían distinto grado de
validez y capacidad de convicción, porque también eran parte de estrategias
comunicacionales que se dedicaban a impartir sospechas mientras ellas se
situaban, por definición “por encima de toda sospecha”. Por eso, la
investigación que durante varias semanas el diario La Nación dedicó a examinar
cuestiones referidas a los hoteles propiedad de la Presidente (el alquiler de
cuartos a un empresario conocido de su llamado “entorno”, que finalmente no eran
ocupados, lo que sugería “lavado de dinero”), podía ser una “investigación
seria” sobre un tema sin duda cuestionable, como también la explotación pseudo
científica del “periodismo judicial” de un tema inmerso en el océano de
prejuicios que como un inconmensurable halo rodea a la palabra “corrupción”. Ya
dijimos: definida con precisión, es una categoría real para el examen público de
la acción de los gobiernos, pero como implícito demonizante, es un dato que
alude también a su propio poder corrosivo, tan expansivo como indeterminado.
Se forjó la noción “la corrupción mata”. Esta generalización tiene un enorme
poder de convicción, a partir de horrendos casos de muertes masivas en hechos
que ahora consideraremos, y que son los que inmediatamente despiertan nuestra
solidaridad con las víctimas y el deseo de que se “castigue a los culpables”,
que ofrezcan, no el rostro abstracto del “Estado ineficiente”, sino el concreto
de tal o cual funcionario “que desvió los subsidios” o el “empresario
enriquecido que sobornó a los inspectores”. No obstante, nos parece que la
asociación de corrupción y muerte no es adecuada, pero decirlo es difícil –desde
luego, difícil e inadecuado- cuando estamos ante tragedias como las de Once,
Cromangnon o Iron Mountain. Allí murieron personas que estaban trabajando,
viajando o cumpliendo con lo que imponían sus oficios diarios. Son hechos,
entonces, que motivan nuestra capacidad de escándalo y condolencia, tanto como
la necesidad de encontrarle explicación, reparo moral y punición a la tragedia.
Pero como es evidente que no todo hecho de corrupción –cualquiera sea los
alcances que le demos- no termina en masacres, ni que toda muerte ocasionada por
desperfectos en equipamientos públicos nunca deja de tener un ingrediente de
“tragedia” (es decir, podría no haberse producido), la extrema asociación entre
“corrupción” y “muerte” pertenece solo a casos en que en forma determinista, una
omisión o un acto ilegal de la administración lleva inexorablemente a un
desenlace de muerte. Por supuesto, nunca puede ser objetable el modo en que los
familiares de las víctimas exponen su dolida voz, que no puede ser impugnada
desde ningún otro punto de vista que se crea superior a ella, pues no lo hay.
Otra, en cambio, es la cuestión política. En este caso, hay sin duda una
responsabilidad de la institución pública.
En Cromangnon, la carencia de peritajes efectivos sobre el local (probablemente
debido a “coimas”, que es modo el diseminado con que se insertan las prácticas
de inspección oficial en un mundo de “omisiones recompensadas”), podía no llevar
a que una bengala se situara en el corazón de los hechos, pero una vez producida
la tragedia, nada evita que ésta se interprete como un hecho, no trágico, sino
parte de la “estructura corrupta de la política”. Decir tragedia entonces parece
de mal gusto, ante tal desidia estatal o empresarial. Sin duda, las condiciones
en que se realizan estas reuniones en todo el mundo (son frecuentes los
incendios en locales danzantes, seguido de muertes múltiples) revelan la
inseguridad de la existencia en un sentido general, y abandonar el concepto de
tragedia no parece conveniente –la arcaica forma educativa de los pueblos
antiguos- pues entonces se comprende mal los mismos hechos por los que luego hay
que designar responsables. El perito que no hizo su tarea adecuadamente, lo es,
el propietario del lugar, que no percibió el riesgo potencial que anidaba en las
instalaciones y escenografía, lo es, también lo es el sistema médico que quizás
no pudo concurrir a tiempo o el político que no se hizo presente en forma
inmediatamente solidaria.
Los hechos pueden desmenuzarse al infinito, y no hay que perderlos de vista en
su engarce inesperado y fatal, aun cuando optemos por la generalización política
de “la corrupción mata”, que afecta a todo el Estado sin distinción alguna, con
un dramatismo político al que ya no importaría darle una base en la natural
contingencia que tiene eventos que, súbitamente, en un momento de locura de la
realidad, pueden anudarse. Y en este círculo que va de la generalización
repentina al análisis del pormenor, siempre ganamos la contundencia del
universal condenatorio y podemos perder la noción que nos lleve a darle mayor
dimensión humana y real a la culpa, y con ello elaborar prevenciones efectivas
sin dejar de ver la dimensión política ni la objetividad de la cadena de
contingencias y tragedias. Visto todo esto, el concepto de corrupción no queda
como un universal abstracto sino como un modo de investigación sobre
responsabilidades ciertas, donde desde luego, deben figurar las del Estado.
En los tiempos de Menem, Horacio Verbitzky acuñó la noción de “modelo de
producción corrupto”, aludiendo a otra forma alternativa de los típicos
excedentes de la forma capitalista de producción. Es que ésta necesariamente
precisa esa aureola de ilegalidad para sustentar su “ambiente de negocios”, que
no obstante siempre invocan “estar a derecho”. En efecto, el alimento
clandestino del gran capitalismo globalizado-informático, es hoy su constante
ilegalidad entrelazada a formas visibles de legalidad. La ilegalidad es
productiva. En las cúspides sistémicas de los organismos visibles de la
globalización, hay un “plusvalor” jurídico, comunicacional y financiero, que
trabaja con “imponderables a futuro, “información reservada”, “clandestinidad de
las decisiones” o “bio-políticas del staff ejecutivo”, que casi siempre se
traducen en altas formas de circulación paralela del dinero. También, la
financiación de la política, en todos nuestros países, expone a los partidos
populares –en la otra punta del tablero- a situarse en zonas riesgosas de la
acción pública, en la cornisa misma de la ilegalidad y en la búsqueda de
provisiones de subsistencia partidaria donde hay un excedente monetario que sale
como sebo sigiloso de las arcas públicas. Sin avergonzarse demasiado, todos los
políticos, del color que sean, hablan del “control de la caja”, frase que se
mueve dentro de muy diferentes y sombrías alternativas semánticas. Allá tenemos
el caso de Petrobrás, talón de Aquiles del PT, una de las más elevadas
experiencias del movimiento popular de masas de Latino-américa, caso que puede
horadarlo en su propia quilla. En este caso la corrupción mata, metafóricamente,
a las experiencias de masas.
Pero tenemos ya diversas acepciones del vocablo corrupción: la “estructural”,
por así decirlo, que tiene el mismo valor fantasmagórico que el que Marx le
confirió en el capitalismo a la plusvalía, y la “coyuntural”, referida en
general a casos específicos y lo que ingresaría dentro de la moral general del
funcionariado público. Una teórica y otra práctica, si queremos expresarnos así.
El kirchnerismo fue golpeado en su quilla (ya que empleamos esta noción para el
PT) por casos como el de Ciccone Calcográfica, “empresarios amigos”, subsidios a
los transportes, hoteles de Calafate, etc., y en lo que hace a la esfera de la
dignidad pública, administrativa y política, por el caso Nisman, el Indec y el
tráfico de efedrina, por tomar algunos. Son todas situaciones diferentes, que en
su conjunto fueron el ariete de punta de acero manejando por la infantería más
rudamente experimentada en desmontajes de gobiernos populares y reformistas.
Todo este “paquete semántico” fue maniobrado por expertos, que en todos los
casos se basaban en grados de verosimilitud que parecían soberanos e
indeclinables. En principio, lo que hay que hacer no es situarse en una
hipótesis de rechazo indignado de estas incómodas situaciones. Algunas poseen
distinto grado de veracidad, y tanto como las que lo tienen menos o no la
tienen, deben ser explicados como parte de un acceso a la verdad social por
parte del gobierno anterior, que apoyamos, lo que hace que todos los que
estuvimos en esa situación, debamos explicarnos y su vez reclamar explicaciones.
Navegar es preciso. Por lo tanto, es necesario hablar de estos temas para que
tengan un esclarecimiento que no provenga tan solo de los que los usaron como
artefactos bien aceitados y ornamentados para su tarea demolicionista –bien
exitosa que fue.
Mientras nuestros ejes de discursividad eran diacrónicos –emancipación, derechos
humanos, articulación de nuevos derechos, subsidios al consumo popular,
negociación de deuda sin canje de soberanía, inclusión social, entre tantos
otros temas-, el mencionado ariete de demolición solo trabajaba temas
sincrónicos –narcotráfico, corrupción, inseguridad, inflación y ñoquis como
sinécdoque del Estado. En la elección Macri contra Scioli, triunfó el eje
sincrónico, el de la no historicidad, el de la historia como una planicie
indiferente, solo habitada por inmediatismos del sentido común de las derechas
mundiales. El tema de la muerte de Nisman fue muy oportuno, pues dejaba a la
Presidente expuesta a un razonamiento pobremente folletinesco, de raíz gótica,
de una rayana inverosimilitud, lo que nada le importaba a los operadores del
escarnio. Hay dos formas del sentido común (vieja entidad de la filosofía). El
sentido común democrático y el sentido común delirante. Este último es el que
muchas veces se impone porque goza con su paradoja interna, su relleno de
hojarasca pérfida y brutal. Para la primera forma del sentido común, el
democrático, el de Nisman fue evidentemente el suicidio de un hombre solo,
acosado y abandonado, con conciencia de sus equivocaciones garrafales, encerrado
entre sus goces particulares y un enfoque totalmente errado de las posiciones de
la Cancillería y de la propia Presidente ante el dilema de Irán. La inminencia
de una declaración en el Congreso, a la que fue llevado por sus propios pasos en
falso, y la desmesura de una denuncia política sin pruebas y totalmente
descabellada, puso un arma en su mano, y un espejo en un domingo vacío ante el
cual derramar su propia sangre. Para decir esto, empleamos, pues, el sentido
común democrático.
En cuanto a los otros temas, lo digo rápido: lo del Indec fue notoriamente un
error del Gobierno Kirchner. Las explicaciones que se escuchan, deben dejar paso
a la admisión del descuido. Lo de la efedrina, el narcotráfico, y temas
colindantes, todo ello existe pero fuera de la dimensión de gigantomaquia que le
dieron los relatores gran-mediáticos. Ellos invocaron con ganas el discurso
folletinesco, y las sensibles agujas del sentido común nos indican que “el
relato” que aquí se ponía a circular tenía las conocidas inflexiones de todo lo
que produce efectos inmediatistas y contaminantes. La cripta, la bolsa llena de
dólares, el mausoleo misterioso, el presidente Kirchner recibiendo dinero en el
despacho presidencial, el Jefe de Gabinete instruyendo asesinos profesionales,
todos ellos son elementos narrativos que pertenecen a la Saga del Mal, cuyo
recurso mayor es mostrar un Grand-Guignol de marionetas cuyas acciones no tienen
intermediarios, tal como lo exige el gusto guiado por la truculencia, que
cultivan en general los grandes Medios, herederos de Ponson du Terrail, creador
de Rocambole, de Batman y de James Bond. En estas creaciones, todos los crímenes
tienen culpables inmediatos y necesarios en figuras del poder. James Bond, por
otra parte, desde los años 60, ilustró a vastos públicos mundiales sobre el uso
de la Ilegalidad Asesina, pero al servicio “del Reino”. Su “licencia para
matar”, inspiró durante largos meses el relato del principal relator del
“agrietamiento” del gobierno, nos referimos al periodista Jorge Lanata (so
pretexto de combatir la “grieta” del que éste era “culpable”), que transfirió
este saber rocambolesco (“matar por poder”) a los Estados populares, atravesados
por múltiples problemas y deficiencias, pero no por eso carcomidos por el “Mal”.
Jorge Lanata, al espectacularizar la escena política como en una escena del
Maipo –teatro en donde actuó-, daba un paso más en el arte de arrojar sospechas
sistemáticas sobre la vida pública con el arte de representar lo complejo a
través de lo titiritesco, y el laberinto de lo real a través de su sumaria
inmediatez. De alguna manera, ha triunfado. Fue él quien usó la licencia 007
para triturar figuras públicas, convirtiendo las mínimas o máximas dudas que
toda figura pública puede generar, en una invitación para construirle prontuario
de asesino, ladrón o coimero. Pasamos buena parte de la historia argentina
contemporánea sin una teoría del Estado, pero el Estado, bamboleándose y
contrito, sacaba de sus entrañas momentos de lucidez. Hablaremos próximamente
también de esto.
(Fin del capítulo 3. Hoy, 5 de febrero de 2016, siguen las alternativas de la
división del bloque del Frente para la Victoria, que habla más de la fragilidad
espiritual del justicialismo que de la astucia del macrismo, aunque no es que
ésta no exista. Falta desarrollar algunos temas aquí anunciados, como Ciccone,
etc. Será la próxima vez, en el capítulo 4 ó 5. Respondo al lector Juan Ponce,
evitando cancherismos e innecesarias sobradas. Sobre el Banco de Santa Cruz nada
puedo decir. Si lo sabe él, que lo diga. Sobre el relato, coincido con su
definición, todos vivimos sumergidos de una manera u otra en un relato, pero yo
me refería al uso hiperbólico que se hizo de este concepto, asimilándolo a
“mentira”. Estaba, desde luego el “Clarín miente”. No sabía que en Chile,
Allende había esgrimido un “el Mercurio miente”. Por fin, no veo que tenga nada
de malo que una figura política principal use conceptos notorios que circulan en
los pasillos de las facultades. La cuestión es que efecto social tienen luego.
La seguimos.)
Buenos Aires, 5 de febrero de 2016
El
folletín argentino. Capítulo 4
Horacio González expone con lucidez en el cuarto capítulo del "Folletín
Argentino", los “artificios para la demolición” del mundo militante de los
setenta. Las declaraciones negacionistas del genocidio argentino tienen apenas
su punta de iceberg en Lopérfido. Pablo Avelluto - productor del film que
corresponde al libro de Héctor Leis sobre la militancia montonera -, Hernán
Lombardi y Jorge Lanata representan la fusta con la que el macrismo llegó para
amputarle la lengua social y crítica al país.
Artificios para la demolición
Por Horacio González
La batería de escarnios está hambrienta, porque precisa cobrar la presa mayor, a
la oradora insaciable que ofuscaba casi a diario con su verba, que solía irritar
a “extraños y propios” desde el atril mayor de Balcarce 50 a medida que
atravesaba ondulaciones diversas y ramificaciones abismales en su discurso. Ya
hablaremos y pensaremos algo más en relación a aquel estilo presidencial. Ahora
se nos cruza un tema más urgente: el juicio y consideración sobre las
militancias de los años 70. Está en discusión la figura, la contextura y el
alcance moral del militante, la idea misma de la militancia. Es conocida la
frase “una época sueña el modo de ser de la época siguiente”. No se trata de una
secuencia histórica que une períodos diferentes, sino de una visión
retrospectiva que el presente –con sus específicos hechos- siempre tiene sobre
el pasado. Por eso, un tiempo anterior “sueña” el que le sigue, es decir, no
puede imaginar que hechos ocurrirán, pero sospecha finalmente que será refutado
o desmentido. Pero de todas maneras, esa impugnación nunca es un mecanismo de
anulación, olvido y parsimonia tan absoluta, al límite del negacionismo.
Es evidente que el llamado “setentismo” del gobierno tenía múltiples dimensiones
y ángulos para ser interpretado. Había, y hay, una militancia que trabajaba en
su conciencia pública con una idea explícita de legado histórico. Un legado
siempre es problemático. Lo que se lega no es nunca un cuadro completo de
memorias, lo que se lega son precisamente interrogantes, preguntas. Por eso, los
actos en el Patio de las Palmeras tenían tanta emotividad, y también un
ritualismo ya consolidado como el que suele acompañar las formas más agudizadas
de conmemoración. ¿En qué consistía ese ritualismo, es apelación a la magna
leyenda? Bastaba escuchar a los militantes, que apelaban a una herencia que
tenía eslabones muy precisos, y concluía en un lema que atraviesa toda la
historia de la civilización: “no nos han vencido”. Ese relato –ya me referí en
el capítulo uno sobre este concepto-, en primer lugar, debo decir que a mí me
conmovía, y luego me sumergía en un mar de dudas. ¿Eran legítimas esas dudas? La
pregunta es pertinente, porque el mismo concepto de duda siempre está sometido a
averiguaciones e inquisiciones de muy diverso tono, no hace falta apelar a
Descartes para saberlo. El mundo militante más estricto, no deja tener fuertes
“dudas sobre las dudas”, y todos recordamos remordidos el cruel hallazgo de una
composición -un préstamo de Maurras o de Barrés-, que hizo cierto coronel del
rostro coloreado, por el cual se ligaba la duda al engreimiento de los hombres
cultivados. Lo cierto es que el mundo militante de los setenta se ha extinguido
entre la sangre y el tiempo, por mecanismos misteriosos que ni puede explicar la
“episteme” foucaultiana –una forma encubierta del tiempo fijo, parmenídico-. Ese
pasado ni se ha clausurado en sí mismo como un bloque cerrado, asfixiado en su
propio error, ni puede permanecer intocado. Hay que repensar con respeto sus
destellos quebradizos sobre el presente. No sólo porque carga en su ser un
elegíaco fracaso (su sonoridad es la estridente cadencia de una época que se
desploma), sino porque el toque de atención de ese “sueño futuro”, implora
siempre que la historia no se repita. O sea, el legado existe y hay que
mantenerlo, pero sus hebras complejas se abren a múltiples interpretaciones,
incluso a la reserva de las conciencias y al rebato de moderación y
circunspección en el recuerdo.
En los últimos dos o tres años cobró fuerza un proyecto efectivo de revisar en
su núcleo original, en su más duro fermento, los años de la militancia armada, y
eso se hacía tanto más verosímil cuanto provenía de escritos y memorias de
algunos de los participantes de las experiencias de aquellos grupos armados.
Mencionaré en especial el libro escrito por Héctor Leis, retomando algunos
tópicos que en su momento expuse en un artículo en Página/12. En Un testamento
de los años 70, Héctor Leis, fallecido recientemente luego de una larga
enfermedad, y a quien siempre le reservo un cálido recuerdo personal, escribe
una interesante memoria biográfica. Pero en ella veo un extravío que si no le
resta sinceridad, por lo menos la oscurece para la reflexión profunda, al punto
de anunciar los actuales actos negacionistas. No es este el propósito de Leis,
pero sus pensamientos dolidos fueron el cáñamo del que se sirvieron los póstumos
revisores y auditores macristas de la memoria. Leis cuenta un incidente casi
olvidado en un acto de conmemoración de los fusilamiento de 1956 en León Suárez.
Ese acto fue en 1973. Leis era militante montonero y portaba un arma. Al acudir
en defensa de una compañera, él también debe disparar. Este hecho tiene carácter
testimonial pero se halla en su camino de revelaciones personales. Estas
revelaciones, sin duda, nos deben acompañar siempre. La situación tiene cierta
envergadura borgeana; se asemeja al tiroteo en Tilsit (en Deutsches Requiem) que
decide la vida posterior de un militante nacionalsocialista, el oficial Otto
Dietrich Zur Linde. Con Héctor Leis es lo contrario, no sólo por la diversidad
radical del campo ideológico involucrado. Este evento adquiere estatura mítica
para Leis y se inscribe en una tradición autoreflexiva, el inicio de una piedad
necesaria en relación a lo que hacemos, a lo que nos hacen con lo que hacemos, y
los daños que inadvertidamente podemos provocar. Una vida entera puede o no
puede luego explicarlos.
La opción por las armas de toda una generación política puede poseer relatos
como éste o muy parecidos. El momento iniciático de la política, si es un hecho
de armas, puede desplegarse en el interior de una conciencia de múltiples
maneras. Podemos optar por decir que lo explica la época, y la culpabilidad se
escabulle hacia la epistemología social general en la que un historiador podrá
hurgar luego. O podemos decir que nadie puede vivir la muerte ni los hechos
vitales de otros, y que soy solo yo responsable de esos actos, por más que
mediaran órdenes y recomendaciones organizativas. Lo que narra Leis es
efectivamente interesante, tal como lo ocurrido con Hugo, en Las manos sucias de
Sartre, al exclamar “estoy solo en la historia con un cadáver”. Aunque Leis no
resuelve en su relato el resultado final del disparo que saliera de su arma.
Veo allí un sentido totalmente ajustado al debate actual, el sorprendente error
de vaciar la historia argentina de sus clásicos enfrentamientos, no por haber
sido violentos, sino por haber contado con un tipo de decisión armada por parte
de los grupos insurreccionales de la época que no habrían poseído habilitación
ética de ninguna especie. Esto no es así. Hace años que un revisionismo chato
viene acompañado trivialmente estos hechos que Leis narró después en su propia
carne. Una cosa es condenar la violencia, sobre todo la que emana de órganos
políticos que de alguna manera se burocratizan en torno a un lenguaje militar
que anula la autorreflexión, y otra cosa es trocar en el alma del hablante el
signo que lo hacía ser un joven militante armado (con críticas incluso muy
drásticas a esas organizaciones) y asumir hoy la equívoca santidad de hablar
desde el punto de vista de los otros, los profesionales del desprecio a todo
intento de conmover a las sociedades. Así lo hizo Lopérfido, aunque esta dura
opinión no alcanza a Leis.
Escuchemos La marcha de la Revolución Libertadora. Está tomada musicalmente de
la marcha de la Falange española: es claro, es el nacionalismo católico el que
la escribe y musicaliza: un hijo del músico santiagueño Gómez Carillo y un
abogado de la derecha nacional hace la letra que aún impresiona. Llama a la
lucha armada con énfasis místicos, emplea la falangista expresión “camaradas”
–compartida por la otra gran revolución del siglo XX-, y su tema principal es la
apología de la muerte heroica: “Y si la muerte quiebra tu vida al frío de una
madrugada / perdurará tu nombre entre los héroes de la patria amada”.
Su énfasis cristiano es literal, pero regado en sangre: “Y cuando el paso firme
de la Argentina altiva de mañana / traiga / el eco sereno / de la paz con tu
sangre conquistada /cantarás con nosotros camarada / de guardia allá en la
Gloria Peregrina / porque esta tierra de Dios tuviera / Mil veces una muerte
Argentina”. De allí salen épicas militantes que se bifurcaron varias veces en la
historia nacional, entreveradas en el misterio de las metáforas últimas. También
con el peronismo combatiente. ¿Lo habría entendido Perón así? ¿Se llegó al
núcleo último de esta dificultad conceptual de la historia argentina? Algunos
filamentos de estos sonidos y letanías del militante armado fueron a parar a
Montoneros. Otros, los portó silenciosamente la Marina en su plataforma de
placas hundidas en su inconsciente colectivo, y afloraron con creces en los
horrendos episodios de la ESMA. Hubo “miles de muertes argentinas”. Esas
alusiones y la mención de la sangre como signo de identidad frente al pífano
trágico del compromiso militante, no dejan que pasemos por alto el eco de esa
violencia del 55 –recordemos lo que pensaba Walsh en ese momento- repartida
luego a través de transfiguraciones y metamorfosis diversas de los espíritus
militantes que salían de una fragua que los había reelaborado dando vueltas y
vueltas (“mil vueltas argentinas”) a una trágica materia prima incesantemente
combinada. No son los “dos demonios”. Va más allá de eso y resiste la
comprensión, la de todos, pero más de aquellos que se burlan de los militantes.
Sería absurdo que no intentáramos comprender estos dramas y no extrajéramos de
allí todos los desmanes del espíritu que no estuvieron a nuestro alcance
apreciar en aquel momento. Pero no hay razón para que, al percibirlos ahora,
cultivemos un esteticismo de la traición en vez de rodearnos de la conmiseración
autocrítica que corresponda. Pero no la de hacer “una lista común de víctimas” o
dejar “los muertos en paz”, porque nunca eso es posible, salvo poniéndose del
punto de vista de los victimarios. Reclamar como había pedido Leis “un memorial
conjunto de las víctimas que incluya desde los soldados muertos en Formosa hasta
los estudiantes desaparecidos en La Plata”, no puede formar parte ninguna
decisión intelectual y moral de nuestro presente. Leis podía decirlo, actuaba en
nombre de una gran aflicción personal, pero ya es otra cosa cuando sabemos que
el actual Ministro de Cultura, Pablo Avelluto, participó de la producción del
film que corresponde al libro de Leis y es autor de un twitter que dice “la
revolución que prefiero es la Libertadora”. Luego se desdijo: “no hay que tomar
en serio los twitts”, exclamó. Acá hay en evento interesante y nos permite decir
algo concluyente. ¡Quizás los twitts sea lo único que hay que tomar en serio!
Sin embargo, no hay que asustarse ni acobardarse por lo dicho, señor Avellutto.
La Revolución Libertadora cargaba desde su origen la marca siniestra del
bombardeo a una plaza civil, y luego los fusilamientos de junio del año
posterior (donde cae otro militar que formaba en las filas del nacionalismo
católico, aunque volcado hacia simpatías con el peronismo: Valle). No obstante,
se es medroso y pusilánime cuando se desmiente lo que se cree; porque debe
corregirse esa creencia. Esto es así, debido a que lo que se cree no es cómo el
sr. ministro lo dice: no entiende realmente qué fue la Revolución Libertadora en
su condición especular, de reversibilidad irónica respecto al peronismo (Marcha
contra Marcha, Hugo del Carril contra el coro de militares y civiles en el
subsuelo eclesiástico), por lo que no comprende entonces la dimensión enzarzada
del peronismo y el modo cambiante en que la historia interpreta la figura del
militante. Aunque no es el único timorato para entender este complejo prisma
histórico, pues su oficio cubre solo con valentía únicamente aspectos propios de
un gerente de personal encabritado, agitando listas de despedidos en sus puños.
Por supuesto no caben comparaciones: pero otra cosa es Borges, el último
partisano de la Revolución Libertadora –en su despacho de la Biblioteca escribía
los postreros comunicados del cenáculo restante-, que la imaginó liberal y la
sospechó en su nacionalismo fracasado, y que en toda su obra magnífica, anterior
y posterior, está atento a esta tensión que nunca, nadie y nada pudo resolver.
Claro que el pasado, en su propio nombre, augura siempre una clausura, y claro
que extrapolar el juicio sobre criterios vigentes en otra época que no “soñaba”
dejar paso a la que la juzga, puede ser un trabajo perversamente fácil o
directamente guiado por sensibilidades vengativas. Y aún más, sabiéndose que,
con los cambios de cada época, la figura del que transmuta sus conocimientos y
creencias es más vieja que la ruda. La historia de las conversiones es la
historia misma de la civilización. También se sabe que la conversión es un arte
sigiloso, callado, inconfeso. El pliegue último del pensar es ese acto
secretamente converso. Pero decirlo ahora –e invocar el modo en que Leis hizo
público lo cauteloso que abriga en sí al modo de negación que cada conciencia
esgrime para ella misma- es jugar sucio en medio de una idea de la historia
paralizada. De este modo, aunque no se diga, se quiere cerrar el ciclo de los
juicios encarados desde los derechos humanos, ignorando que el dolor por lo
pasado es transpolítico, pero no debe equivocarse respecto a la madeja
intrincada de sentimientos que juzga. Se juzgan muertes ocurridas en gabinetes
ocultos del Estado, operados por torturadores que tenían graduaciones entregadas
por las ceremonias públicas que implican juramentos y deberes, y seguidos por
esbirros habilitados para asesinar en nombre de altos mandos que cuando daban la
cara decían no ver sino “entelequias”. ¿Cómo se pretende interrumpir ese río
interior de la sociedad argentina, donde también se lucha por ganar el derecho
de hacerse cargo de una explicación más duradera de lo ocurrido, y sostenida en
antiguos saberes humanistas? ¿Cómo se lo pretende interrumpir con una tesis que
es más tacaña que del documento que escribió Sábato para el “Nunca más”, que a
pesar de que equilibra las “dos violencias”, leído con atención, señala con más
decisión condenatoria a aquella proveniente del “infierno” señoreado por las
Fuerzas Armadas?
El libro de Leis me suena como si esa responsabilidad por el signo de una
interpretación, de la que Sábato estuvo más cerca de lo que muchos creímos,
quedase por fin en manos de las viejas fuerzas reaccionarias del país
–habilitadas por una conversión sacrificial y personal que ellos publicarían muy
contentos en sus matutinos-, impidiendo algo muy interesante, en lo que
hubiéramos debido esperar que alguna vez Leis participara. La rara, póstuma e
irrisoria ecuanimidad sobre la vida de los muertos, pero no antes de hacer el
doloroso tránsito por la convicción de que solo desnutridas religiones mustias,
pueden igualar todas las situaciones hundidas en la espesura onírica de una
época que se nos escurre. No, es preciso seguir sosteniendo que un modo de ser
víctima, la de aquellos jóvenes de cuando el propio Leis era otro, que sin
embargo pudieron haber matado pero estando a su vez casi todos muertos y
desaparecidos, ese modo, decimos, sigue sosteniendo el hilo de humanidad crítica
de la nación argentina. No es lo mismo que el tipo de víctima que Leis dice que
–fusionando todo con todo- llevaría a un “memorial conjunto”. Al
desmitologizador de la historia, le esperaban más saludos conservadores que
aplausos del historiador humanista. Es lo que ocurrió. Vino el macrismo a
amputar la lengua social y crítica al país.
En una inauguración de la Feria del Libro –la última o antepenúltima, no
recuerdo bien- se escuchó al secretario de Cultura de la Ciudad de Macri, hoy
Ministro de Medios, Hernán Lombardi, recomendar la lectura de Héctor Leis. Entre
tantos números de libros que se mencionaron, este único libro me movió a señalar
en el contexto de qué injusticia se mueve. Hay números implícitos en el libro de
Leis que comienzan a manifestarse: pero hoy, hágase el cómputo de las balas de
goma lanzadas por la Gendarmería ante una murga villera. ¿En nuestras pequeñas
conmemoraciones reconciliantes, incluiríamos a esos disparos del nuevo Estado en
el equilibrio justo que se verifique por la contrapuesta acción del “demonio del
narcotráfico”? Hay muertos de ambos lados, es claro, pero llamamos ética a la
capacidad de condenar toda ejecución de un daño, desde un lugar explícito,
humano, visible, que es único, puesto que en su excepcionalidad nos toca: es el
lugar que no desmantele la noción misma de justicia y de historia, que casi
vendrían a ser lo mismo.
Estas tesis cobraron fuerza en los últimos años, sobre todo promulgadas por
sectores académicos, al que por eso sólo no les correspondería el título de
liberal-progresistas con el que gustan llamarse, pero fueron llevadas a su
extremo de persuasión masiva por Jorge Lanata. Este periodista tuvo y tiene un
papel principal en la formación de esa espesura indefinible que atravesando el
espíritu colectivo busca asociar el “investigador solitario” con los grandes
juegos empresariales a los que finalmente acata. Fin de su soledad. Parece
libre, pero es la libertad que interpreta Etienne de La Boétie como el cese de
la voluntad propia en nombre de una apariencia nietzscheana de dominio. Compleja
situación, que se revela en todas las intervenciones de Lanata, que como nadie,
sabe deslizarse del saqueo de citas académicas al “burlesque”. He aquí en su
último artículo en Clarín (7 de febrero, día en que escribo este capítulo) una
cita de Todorov, invitado hace un tiempo a visitar el Parque de la Memoria en la
Argentina. Le viene como anillo al dedo, pues dice Todorov citado por Lanata:
“Los Montoneros y otros grupos de extrema izquierda organizaban asesinatos de
personalidades políticas y militares, que a veces incluían a toda su familia,
tomaban rehenes con el fin de obtener un rescate, volaban edificios públicos y
atracaban bancos. Tras la instauración de la dictadura, obedeciendo a sus
dirigentes, a menudo refugiados en el extranjero, esos mismos grupúsculos
pasaron a la clandestinidad y continuaron la lucha armada. Tampoco se puede
silenciar la ideología que inspiraba a esta guerrilla de extrema izquierda y al
régimen que tanto anhelaba. Como fue vencida y eliminada, no se pueden calibrar
las consecuencias que hubiera tenido su victoria. Pero, a título de comparación,
podemos recordar que, más o menos en el mismo momento (entre 1975 y 1979), una
guerrilla de extrema izquierda se hizo con el poder en Camboya. El genocidio que
desencadenó causó la muerte de alrededor de un millón y medio de personas, el
25% de la población del país. Las víctimas de la represión del terrorismo de
Estado en Argentina, demasiado numerosas, representan el 0,01% de la población”.
Es lo que llamo un modo que tiene una época posterior de chocar su “sueño” ya
estabilizado, desnatado y “desgrasado” con lo que el “setentismo” no fue capaz
de “soñar” de la época que lo juzgaría. ¡Qué gracia tiene este modo de sacarle
la “grasa” a la historia! ¡Claro que no sabríamos que hubiera pasado si
triunfaba aquel insurreccionalismo! ¿Quién puede proclamar su saber respecto a
lo que la historia no escribió nunca en su cuerpo escurridizo? ¿De qué vale
comparar Montoneros con Camboya? Por lo menos, este baile ominoso de las cifras,
para el señor Todorov, arroja un resultado poco alarmante: el terrorismo de
Estado apenas afectó aquí al 0,01 por ciento de la población. ¿No se siente a
gusto el lector dominguero de Clarín con tan escuetos y misérrimos resultados?
Lopérfido se quedó corto, mientras Todorov esgrimió la cifra conspicua desde su
cientificismo porcentual.
(En el próximo capítulo trataremos de ver con más atención las consecuencias de
la crítica a la militancia, sus efectos lúcidos y situaciones que pueden
afectarla si resulta mal planteada su situación existencial)
Buenos Aires, 7 de febrero de 2016
El
folletín argentino. Capítulo 5
Si tenemos en cuenta la historia de la injuria y del humor degradante que acompañó casi toda la historia nacional, se puede decir que los agravios hacia Cristina Fernández trajeron como novedad un exceso destructivo en los discursos periodísticos que recurrieron a banales palabras pseudo-médicas, como los vocablos “bipolar” o “crispación”, cuyo fin fue moldear un dictamen de “locura” al modo de una neurología de escasa monta pero efectiva a la hora de carcomer los pilares del gobierno.
Reflexiones sobre la figura de Cristina
Por Horacio González
Se escucha decir, ahora, que el gobierno de Cristina actuó “contra los pobres”,
habiendo dilapidado los dineros públicos contratando miles de “inútiles” en el
Estado, habiendo subsidiado a los “ricos”, habiendo hecho “negociados” con
medicamentos que les robaban a los jubilados. El tribunal de enjuiciamiento –con
tiradas insultantes contra las clases trabajadoras difícilmente escuchadas
antes-, reposa más que nunca en las Tablas de la Ley que escriben la prensa y la
televisión diaria, ecos perseverantes de los grandes nucleamientos
empresariales-financieros-comunicacionales que se erigieron ya mismo en actores
centrales del nuevo gobierno. Todo ello, sin ninguna intercesión de otras
interpretaciones alternativas, en el goce más ilimitado de una pérdida de la
“facultad de juzgar” que afecta a una parte importante, quizás mayoritaria, de
la esfera pública. Se la sustituye con una rápida y hasta grosera demagogia
(seccional clásica de la demonología), sin siquiera con los hipócritas cuidados
a través de los cuales supo presentarse la demagogia en otros tiempos.
No es ahora el caso, pues se ausentan incluso los ropajes “populistas” que
permitieron la victoria electoral de Macri, y abunda el argumento rústico, la
decisión gerencial implacable, el juego sumario de imágenes, el laconismo
eficientista que corta los rostros previamente ultrajados de los empleados
“despedidos”. ¡Este gobierno “ajusta”… pero en favor de los “pobres”! ¡El
anterior expandía una distribución de beneficios evidentes, aunque desprolijas,
y siempre “para formar su propia oligarquía de beneficiados”! Nunca es fácil
desandar las falsas instalaciones que promueven acertijos como estos, tan
tortuosos, y cognoscitivamente escabrosos al producir una inversión de los
signos de la interpretación colectiva. Pero no dejemos que esto impida las
verdaderas preguntas. ¿Es que no hubo problemas en y con el gobierno de
Cristina, y el conjunto del ciclo kirchnerista? Claro que sí, y muchos.
Ejemplos: Ciccone Calcográfica debió ser inmediatamente nacionalizada, era una
empresa impresora de valores monetarios, no podía quebrar o pasar a otras manos
privadas más o menos irregulares. Pero irregulares fueron también las acciones
del gobierno hasta que al final fue tomada a cargo del Estado, no sin antes una
sucesión de eventos no justificables (la intervención de Boudou, el
levantamiento sumario de la quiebra, etc.)
Como se ve, no le quito gravedad a estos hechos, quiero apenas ponerlos en un
cuadro completo de hechos colindantes, que den cuenta de la verdadera espesura
que tienen, lo que los hace analizables o enjuiciables reflexivamente. Pero no
–como se los ha tratado-, en la inclemencia de las peores adjetivaciones,
totalmente contaminadas con el afán de enviar cabezas propiciatorias al cadalso.
Una de ellas: la rubia testa de uno de los ex-ministros de economía de Cristina,
guitarrista ocasional del grupo la Mancha de Rolando, acusado ahora de todas las
manchas posibles que puedan tener el tal Rolando o cualquier otro hombre,
llámese como se quiera, pero al que fundamentalmente no se le perdona la
estatización de los fondos de pensión, entre los que se hallaban papeles
accionarios de empresas cruciales, entre ellas, Clarín.
Cuando se anunció quién sería el Vicepresidente del nuevo mandato de Cristina,
en uno de los salones de Olivos, en la transmisión televisiva que vimos, se
notaba el nerviosismo reinante en el lugar. Es posible que Boudou no supiera que
iba a ser Vicepresidente, y algunos pensaban también en Abal Medina (el mismo
que hoy hace los calculados equilibrios de un “viejo manual” entre Bossio y
Cristina). Aquella vez, cuando un viento más fuerte se coló por la rendija de la
puerta, Cristina aprovechó para asociar la decisión –que como se sabe recayó en
Boudou- con la presencia espiritual o espectral de Néstor Kirchner. La
Presidente no era espiritista, sino más bien creyente normal de las formas
habituales del culto católico. Su mención a ese soplo inspirador se debía, sin
ninguna duda, a su fuerte propensión de captar todos los signos flotantes de una
escena y vincularlos a momentos específicos de su discurso. Sin negar la
dimensión graciosa que podían tener muchas de estas asociaciones libres, es
necesario admitir que el molde irónico en que en general se situaban
–exceptuando la alusión de connotaciones místicas con la que aludía a su marido
fallecido-, ofrecía permanente un flanco excesivamente frágil y atacable desde
las fortificaciones de la implacable oposición.
¿Eran novedosos estos ataques? Si tenemos en cuenta una breve historia de la
injuria y del humor degradante que acompañó casi toda la historia nacional, se
puede decir que tenían como novedad ese exceso destructivo que acostumbraba a
munirse de banales palabras pseudo-médicas, a modo de un dictamen de “locura”.
Si los comparamos con las famosas campañas de la revista El Mosquito, o su casi
similar Don Quijote, se puede decir que no fueron tan devastadoras y que a un
tiempo recogían lo mejor del arte de la caricatura. La Revolución del 90 contra
Juárez Celman mucho le debe a la pluma audaz, incisiva e inclemente de Henri
Stein. Del tema absorbente de estas geniales caricaturas y sátiras de gran
nivel, se desprendía que era la corrupción una lógica interna del Estado,
cualquiera que sea. En verdad, para la gran tradición satírica en la caricatura,
la literatura o la poesía, la sistemática corrosión siempre emana de un Poder
actual, que se convierte en la viga maestra de los espíritus intranquilos y
perspicaces.
Ni Sarmiento, ni Mitre, ni Roca la pasaban bien en esas páginas llenas de acidez
y sarcasmo. ¿Es comparable este gesto corrosivo de grandes dibujantes –en su
mayoría exilados españoles-, con las recientes tapas de la revista Noticias, que
realizan montajes de carácter ultrajante con el cuerpo o el rostro de Cristina
Kirchner? El tiempo transcurrido ayuda a buscar semejanzas y desemejanzas. Pero
la extrema calidad de la pluma de esos caricaturistas de 1890 no fue jamás
repetida, y los ataques que el complejo mediático dirigía últimamente al
“gobierno de la pauta publicitaria”, solía basarse –por lo menos en la revista
que mencionamos y la editorial que la sostiene- en descalificaciones que
rondaban el enunciado psiquiátrico, ya sea implícito (la palabra “crispación”) o
vocablos desprovistos de toda rigurosidad, (como “bipolar” y otros) sacados de
una neurología improvisada, de faltriquera y portamonedas. Papilla de escasa
monta. Pero efectiva a la hora de carcomer los pilares del gobierno –decisiones
y personas- alcanzados por el demiúrgico veredicto de corrupto.
De todas maneras, la observación condenatoria de una caricatura de Sábat en
Plaza Pública, en medio de un encendido discurso por la Presidenta (recordemos
que se trataba del grave encontronazo con las nuevas clases
agro-técnicas-mediáticas, no era adecuada) Y no porque no fuera ofensiva, o
parte de una campaña mayor, sino porque también heredaba dos condiciones
relevantes: una, evidente, la gran tradición satírica del caricaturismo
rioplatense, autónomo en sí mismo de toda maniobra mayor de la política (aunque
sus efectos sí fueran políticos), y luego, porque en lo específico, heredaba la
tradición de El Mosquito, uno de cuyos dibujantes, como se sabe, era un
ascendiente -creo que indirecto- del propio Sábat. Era mejor –allí- que la
Presidenta no quedara expuesta con una pieza fácil de ser vista como acción de
censura. La lucha que entonces se inició tuvo tal dureza que, quizás, exigió
cuidados y sutilezas mayores que las muchas que de todas maneras se tuvieron,
sobre el trasfondo de las grandes movilizaciones ocurridas.
No era un espectáculo nuevo ni una situación nueva. El juicio incisivo
(despectivo o calumnioso) sobre las figuras más encumbradas del país, sobre todo
las que ocuparan en algún momento la presidencia, es un campo específico de la
historia nacional. Un género dramático habitual. Alberdi atacó a Sarmiento y
Mitre cuando eran presidentes, bajo la clásica argumentación de que prometían lo
que luego no cumplían, en especial, prologando arbitrariamente la guerra contra
el Paraguay. Pero su desprecio era filoso y amargo, así como el de Sarmiento era
fáustico. Ambos tiraban a matar. Incluso Sarmiento sugirió los “intereses
comerciales” de Alberdi en el diario chileno desde donde lo atacaba. Rosas fue
un motivo de grandes conflictos de interpretación, en vida, y después de muerto.
Esos conflictos interpretativos aún perduran. Sus culpas, para sus detractores y
por supuesto, para sus partidarios, se alivian con un exilio austero, de farmer
pobre pero ultra-reaccionario. Yrigoyen recibió en vida la fuerte campaña del
diario Crítica, cuyas razones son complejas, pues lo somete a tecnologías de
escarnio de estremecedor calibre, pero luego este diario fue clausurado,
paradójicamente, por Uriburu, el golpista.
Es posible conjeturar que el diario de Botana creyó que era factible adherirse
–y luego fomentar- un sentimiento de hastío que los sectores medios argentinos,
que también lo habían votado al “Peludo”, sentían frente a un presidente que era
un blanco absorbente de críticas en relación a lo que ya eran las grandes
percepciones sobre el miedo urbano, las noticias sobre grandes crímenes, y el
ancestral tema de las corrupción de las elites gobernantes. Casi diríamos que
fue Botana el que inició a los grandes públicos en estos tópicos. Si lo
comparamos con la campaña de Rivera Indarte contra Rosas, ésta se basaba en
elementos más primarios, como el del gobernante degollador, y otras temáticas
truculentas que concluían en la conocida consigna “es acción santa matar a
Rosas”. Éste, como se sabe, acusaba de “salvajes” y otras yerbas a los
unitarios. Alberdi, en su juvenil y moderado rosismo, había excluido la injuria
de sus publicaciones de época, sobre todo el impulso sacro que tenían, y a su
periódico La Moda (1837), solo lo hacía encabezar con la austera consigna “Viva
la Federación”.
Con Perón no fue muy diferente, pero se agregaba ahora, por expresarse bajo su
nombre, una fuerte irrupción de un lenguaje desacostumbrado, extraído de una
raíz militar, que obligó a los medios más importantes de la época a realizar un
pasaje semántico que antes no había hecho Crítica: declarar que ese lenguaje era
ficticio y que encubría fórmulas espurias de conducirse en los repliegues del
Estado. Se trataba de la idea de “conducción”, que impuso Perón en la sociedad
política argentina –hasta hoy- y que era analizada académicamente, con severidad
resignada, por un José Luis Romero, y al mismo tiempo tomada en solfa por un
humor cotidiano sigiloso y corrosivo, que veía en esa lengua (que también era
académica, pero de academia militar), un rasgo de encubrimiento respecto,
primero, al lenguaje político clásico, y segundo, respecto a cuestionables
hábitos personales de Perón –en sordina, esa fue una crítica que lo acompañó
siempre, desde sus comienzos a su caída- pero principalmente a su desligamiento
súbito de los “sagrados manteles de la misa”.
Era un gobierno, el de Perón, de origen electoral, que “lavaba” con un gran
plebiscito democrático su origen golpista –un golpe que poseía complejas
ideologías en su interior, reflejos amortiguados de la guerra europea-, y que
luego instituía evidentes combinatorias entre apoyo popular masivo y liderazgos
fuertes. El resultado era una democracia áspera sostenida en movilizaciones y
afiliaciones sindicales intensivas y enérgicos indicios de redistribución de la
renta con escalas de justicia avanzada. El desplazamiento de los “refutadores de
leyendas” consistía en verlo como totalitario o tiránico, y desde el punto de
vista de la convicción más sensibilizada de los sectores intelectuales, como
“monstruoso” (el famoso cuento escrito por Bioy y Borges).
Pero ya Natalio Botana, nombre del publicista angustioso que efectivamente nos
interesa, el director de Crítica, había llamado loco a Yrigoyen. Quizás la
historia de estos malentendidos, voluntarios o no, fundados en estrategias fijas
y de ritos circulares de la vida nacional, introducen elementos de no tan remoto
origen psiquiatrizante al debate. La “historia de la locura”, querría ser, para
muchos de los poderes efectivos del mundo –en contra de los que, a su vez, se
dirigieron con sorna Erasmo y Artaud-, la verdadera historia de los políticos y
luchadores populares. Desde una visión más profunda, el “instante de decisión”
puede ser equiparado al “momento de la locura”. Pero sería entrar a terrenos
propicios a las filosofías de un C. Schmitt o un J. Derrida, lo que poco les
importaría a los editorialistas de La Nación o Clarín.
Si leyeran estas breves observaciones, solo conseguirían exacerbarse y
convencerse que la esfera de lo político, con sus intereses específicos, es un
mundo desorbitado y en estado de permanente delirio cuando aparecen escenas,
todo lo imperfectas que se quieran, de un gobierno popular. Mucho de este linaje
de disensiones entre el periodismo enjuiciador clásico y los procesos llamados
populistas –con menor o mayor precisión en el uso de este vocablo- se repiten
ahora, con asombrosos parecidos a las prosapias y genealogías injuriantes del
pasado. Se dedicaban ahora a la presidenta Cristina Fernández, y enfocaban su
estilo, su discursividad y sus a veces inesperadas decisiones, como arena
privilegiada de una analítica del hundimiento de una forma de gobierno,
haciéndola motivo de un naufragio político, ético y moral a su principal
exponente.
La Presidenta, es evidente, tenía en tanto tal, un estilo sumamente particular.
Su oratoria estaba compuesta de innumerables planos y escorzos, y con incesantes
referencias “personalizadas” a los focos inmediatos y mediatos de sus
alocuciones, a fin de buscar retóricas confirmaciones de lo que se decía, o
diseminar una suerte de imaginarias preferencias sobre tal o cual circunstante.
Cuando interpelaba a los asistentes de sus actos oficiales, no lo hacía - no
podría hacerlo-, en términos de crear una relación igualitaria. Evidentemente,
era la Presidente generando simbolismos y alegorías de acción, que hacían de
cada acto un cierto arquetipo donde se esfumaba necesariamente las figuras
singulares con las que aparentemente hablaba. ¿Cómo juzgar ese hecho? Ellos han
merecido críticas demoledoras y escandalizadas, como si en estas espesuras de la
dicción de toda figura pública, no estuviera siempre la composición de
requisitos alegóricos de ésta índole. No obstante, podría decirse que la
Presidenta los empleaba en demasía.
Sobre esto, se podrían también poner en discusión –en esta democratización de
los estilos ceremoniales que parecen estar en juego- los demás modos de
expresión conocidos en este momento. La Presidente, como dijimos, era
“regaladamente” alegórica a través de desplazamientos que solían costarle al día
siguiente entusiastas y facilitadas críticas de los periodistas encargados de
triturarla con sus estiletes semiológicos.
En el talante presidencial de ese momento –podemos dar ejemplos-, las “cadenas”
del Combate de Obligado pasaban a ser los pensamiento encerrados en “cadenas”
que había que cuestionar; la transmisión abierta del fútbol llevaba a la tan
criticada idea del “secuestro de goles”; y en algunos momentos, alusiones del
argot popular de carácter picaresco, no se privaban también de ser incluidos por
la Presidente, en atrevidos pasajes discursivos para que los analistas de signos
de turno, desafiados, pusieran en su cosechadora de desprecios y acusaciones la
crítica a la “frivolidad”. La indetenible cadena metonímica que ponía en juego
la Presidente era muy interesante –contrastante con el parvo laconismo de los
demás magistrados, ni qué decir de Macri- pero como lo demostraron los hechos
posteriores, era tan atractivo como riesgoso.
Otras veces, anuncios fundamentales eran hechos por la Presidente en estilo
coloquial, que no parecerían pertinentes a la voz del Estado en su manera
circunspecta. El ex presidente uruguayo Mujica, llevando al máximo estas
expresiones de familiaridad en el lenguaje y a un toque un tanto rebuscado la
exposición frugal de su figura pública, era casi siempre festejado, así como por
mucho menos fue estigmatizado Chávez, inventor de un discurso que mezclaba
drama, comedia, vida intelectual y expresiones populares del vivir común, no
chulas sino basadas muchas veces en finuras de la lengua. Claro que acompañadas
de énfasis sin duda hiperbólicos. Un rasgo específico de la Presidenta es algo
que no suele tomarse en cuenta por la necesidad de hacer pasar a primer plano la
llamada “crispación”, usada, dijimos, como sinónimo de “locura” e incomprensión
de los otros –grave acusación pues significaría ni más ni menos una ausencia de
escucha de las máximas autoridades-, y se trata de un rasgo que alude a su
capacidad de reflexionar sobre la cualidad del tiempo, la fugacidad de las cosas
y la excepcionalidad del luto. Se pasan por alto estos momentos de
autorreflexión muy interesantes, no emanados de un cálculo sino de una
conciencia desgarrada, pero que suelen interpretarse por los críticos
profesionales, como parte de un amplio empaquetamiento de imposturas. Creemos
que no es así y que hay mucho más para decir sobre esto
Para todos, sería interesante que se hubieran desandado varios planos de este
excesivo estilismo –analizar los procesos históricos como si fueran solo rastros
estetizados de estilos oratorios, o bien indumentarios, o bien muletillas de
expresión-, para analizar los complejos problemas en curso, donde sin abandonar
las cuestiones expresivas y estéticas, se tuviera más en cuenta las bien
conocidas dificultades universales, no solo argentinas, para recrear los vasos
democráticos comunicantes entre Estado y sociedad. Eso no ocurrió. Y el debate
sobre los dichos presidenciales se nutría en la misma proporción de la amplia
reiteración con que la Presidente hacía públicas sus palabras, sea en la plaza
pública, en patios internos de la Casa de Gobierno, por twitter o
video-conferencia. ¿Y?
Una pieza discursiva que se le escuchó a menudo a Cristina fue la noción de
“presidenta militante”. Esto tiene sus problemas, acechanzas y novedades. El
riesgo de declarar “militancia” cuando se asume la primera magistratura, es el
de desaprovechar esa instancia universalista que abre la institución
presidencial para entrarle novedosamente a la entraña última de los problemas,
lo que no obstante estaba presente cuando la Presidente mencionaba a los
“cuarenta millones de argentinos”. Sin embargo, esa frase inevitablemente
adquiría una forma dispersiva cuando invocaba bajo la insignia de la militancia,
la condición transformadora específica del gobierno, con medidas
desequilibrantes de alcances sectoriales pero no facciosos.
No obstante, poner decisiones urgentes y traumáticas bajo la acepción
“militante”, implicaba más y mayores debates que los que –según mis recuerdos-
se atinaron a hacer. En su reemplazo apareció “el mal debate”. Las fórmulas
acusatorias fáciles se extendieron a todas las áreas de actividad, y por lo
tanto se acrecentaron también las rápidas respuestas defensivas. El “periodismo
militante” fue acusado de “despreciar los hechos”, y entonces se respondía con
la idea de que todo hecho es igual a la singularidad soberana que tienen sus más
diversas “interpretaciones”. Pero éstas rápidamente eran devueltas, por los
contradictores de la voz militante, como un signo de sectarismo que ignoraba la
necesaria “objetividad” de la vida y el mundo
El llamado a la militancia en el ejercicio de la función pública, sin embargo,
posee un evidente atractivo, que corre parejo a sus inconvenientes. El atractivo
es el de poner los ruinosos y oxidados estamentos del Estado en una situación
desentumecida, aireada respecto a los innumerables pasadizos de la lúgubre
burocracia tamizada por invisibles “peajes” obligatorios, o como se los llame.
Hay un aroma libertario en la consideración por la cual no se da el tajo final
que escinde el funcionario del militante. Visto del ángulo opuesto, el militante
en el interior del pliegue estatal, se presta como fácil blanco de la acusación
de “politización” de lo que, de “antemano”, posee una apacible “neutralidad”.
Los críticos del “Estado militante”, desde luego podían ver allí la excusa de
una ingeniosa fenomenología del latrocinio.
Bastante consiguieron inducir a la visión del político estatal como un
comediante de su propio interés personal. No hubo tal; hubo, sí, una falta de
calidad en la concepción del Estado. Eso fue algo que habitualmente suele
llamarse “oportunidad perdida”. Lo otro, lo que ahora vemos, parecería que
viniera a restaurar una racionalidad mecánica en el Estado, que “antes” parecía
“orgánico”. Se trata de “desgrasarlo”. Esto es, algo no explicado nunca, como no
sea con la guillotina de una lúgubre Razón lineal y expulsiva.
Un Estado como el que pretenden será un anexo de las agencias de “management”,
la suma de las desmesuras que, por su reverso, componen los pretendidos momentos
cristalinos de toda una sociedad supuestamente transparentada hacia sí. Una
aséptica vitrina decisionista donde máquinas humanoides tomarían providencias
exactas. Y que como ente no sólo de la racionalidad tosca, sino del juicio
disecado, vendría a reparar, convirtiendo automáticamente en réprobos y
cabecillas del robo nocturno de documentos, a los miles de funcionarios que bajo
cualquier título ocupamos cargos de dirección en instituciones notorias. Y
entonces, bajo la imagen de un desplome de los vampiros del Estado,
succionadores de arcas públicas y retenedores de los llamados “vueltos”, se
construirían imágenes casi parecidas a la caída de Hussein o a los momentos
finales de Kadaffi. El sistema metonímico, el de más fácil transferencia
imaginaria de una parte interesada y dramática de un acontecimiento, desplazado
a una difusa totalidad que se ha congelado previamente con toda clase de
objetivaciones en torno a la corrupción, tiene un papel formidable en esta
filosofía a martillazos de las comunicaciones Gran Mediáticas.
Creo, por fin, que no se planteó bien la idea de una militancia en articulación
con el ejercicio de políticas públicas. Lo que se hizo, sin embargo, tiene más
consistencias –aun ofreciéndose a legítimas críticas- que el
pseudo-universalismo o la pseudo neutralidad del macrismo. Ahí sí que el Estado
es un botín de empresas globalizadas o de “capitales nacionales” –siempre
entrelazados con las anteriores- que no solo incurren en los viejos vicios
nepotistas que nunca dejaron de existir, sino que simulan que el Estado es una
máquina “robótica” (el “equipo”) que no está atravesado por intereses
particularistas y la espesa confusión entre lo público y lo privado. Solo que
aquí hay que buscar al HSBC o a las Telefónicas, y no a un ministro “cabeza
fresca”.
Para terminar estas desordenadas líneas, me refiero a ese ministro. No sé bien
lo que hizo, solo conjeturo. Lo que sea, debe contar con más explicaciones. Como
mínimo, las irregularidades en Ciccone (tanto ésas como otras también notorias,
ya las mencioné antes), pero al mismo tiempo deben considerarse, muy
especialmente, las decisiones públicas de ese ex Ministro en torno a los fondos
de jubilaciones (que lo convirtieron en un objetivo inmediato de los grandes
grupos económico financieros) y por otro lado, sus estilos personales, fáciles
de subsumir en una serie de frivolidades rampantes… Todo ello debe ponerse en la
imaginara “balanza” del juicio que se le debe a los hechos acontecidos. Por mis
funciones, hablé varias veces con Boudou. Amable, simpático, muy “Mancha de
Rolando”, sin abandonar un aire de “rockero maduro”, conversaba de temas
económicos con pertinencia, aunque hubiera aspectos en que no se concordara
enteramente. Estampa viva del kirchnerismo, incluso en el abandono al que ahora
es sometido, según creo y percibo. Inclusive escuché que su grupo de rock ya
toca en el stand de Clarín en Mar del Plata.
Dada la envergadura que adquirió la inmediata demonización que ocurre cada vez
que es pronunciado su nombre, se exige que un juez probo intervenga en las
causas que tiene abiertas. Muy lejos estoy de pensar que Oyarbide sea esa
figura. Muy lejos estoy de pensar que nada y algo de esto sea fácil. Y muy lejos
estoy de pensar que éstos, mis pensamientos, alcancen. Quizás haya una segadera
preparada para el cuello de cada uno de nosotros. Sin embargo, se trata de
llegar verdaderamente a la “facultad de juzgar” –ente de la razón crítica que
para Hannah Arendt era la subvención máxima que se le debía otorgar a la tan
proclamada república-, que sin embargo, parece constantemente retirarse de
escena. Es que toda vida, en esencia, es trágica.
(En el capítulo 6 trataré la cuestión de Malvinas, en el clima de “negocios” que
incluso sobre esas islas ha diseminado el macrismo).
Buenos Aires, 12 de febrero de 2016
El
folletín argentino. Capítulo 6
El gobierno de Macri encarna una gestión despojada de cualquier nervio cultural, como no sea un pensamiento gerencial, que se aplica también sobre Malvinas. Un sentimiento público latinoamericano y emancipador, no los viejos y nuevos intereses generales referidos al petróleo y la pesca, debe ser en primer lugar el alimento de la juridicidad político-histórica que enmarque el caso. ¿Es posible con Macri este encuadre diplomático? No.
Las Malvinas, Argentina y el mundo
Por Horacio González
Cualquier lectura de la historia de las Islas Malvinas –la más recomendable es
sin duda la de Paul Groussac, escrita en 1898, que a su ponderada visión
histórica le agrega el condimento sutil de la ironía-, arroja un resultado
palmario. Son una pieza fundamental de la historia marítima, comercial, militar
y científica de esta región del planeta. Antes y ahora. No puede haber dudas
sobre los títulos de la potestad argentina sobre el archipiélago, y ellos surgen
de ningún otro lugar que de la irreversible geología que las ata al continente y
del combate por su pertenencia, que ocupó varios siglos, multitud de informes y
escaramuzas, cambios de mano y escritos diplomáticos de las más diversas
especies. Entre estos se destaca el del Dr. Johnson, uno de los mayores críticos
shakespeareanos, que implícitamente valida en 1771 los derechos de España. Estos
se proyectan sobre la jurisdicción española en América que corresponderá a la
creación o emergencia del orbe nacional argentino.
Un océano de papeles y hasta de debates filológicos permiten realizar una
pregunta casi impertinente por su obviedad. ¿Por qué las Malvinas se tornaron
tan esenciales, una pieza clave de la historia moderna, que es la historia de
las guerras económicas expansionistas desde el siglo XVII, a pesar de tener
ellas una posición marginal y aparecer tardíamente en los mapamundis? ¿Por qué
su nombre permanece enigmático, y el que adoptamos como inescindible con nuestro
idioma, proviene, más allá de inagotables discusiones, de los navegantes
bretones de Saint-Malo?
Hay un elemento utópico en todo proyecto de ocupación territorial, un sesgo
inevitablemente literario que a los efectos de una historia severa de la poesía,
no dejan de componer una estética colonial. El expansionismo mercantil, el
filibusterismo, los corsarios, las históricas usanzas de las empresas de
piratería, que supieron encumbrar imperios, asimismo buscaron su validación por
las grandes escrituras. Se acompañaron de distintas consideraciones utópicas,
que siquiera precisaron llegar a las cumbres poéticas como las de Kipling –
“Llevad la carga del Hombre Blanco”-, quien pensó el imperialismo como un
sufrimiento y una necesidad. Hasta mediados del siglo XIX la fabulosa Isla de
Pepys, que tuvo un supuesto avistamiento en el siglo anterior, figuró en muchos
de los codiciosos cálculos científicos o políticos de las potencias de la época,
y también en la publicística de Pedro de Ángelis, el gran polígrafo napolitano
al servicio de Rosas, que se interesó por ella. Pepys Island no existía, pero
era indudable que hacía las veces de contrafigura espectral de las Malvinas,
dado que su ubicación imaginaria tenía homólogas coordenadas oceánicas.
No es posible, por muchas razones, ignorar el papel que jugó Bouganville en el
proyecto de poblamiento de las Islas, que es el más importante antecedente del
reconocimiento de la pertenencia de Malvinas a España –por consecuencia de las
negociaciones posteriores para el abandono de esa colonización francesa en la
segunda mitad del siglo XVIII. Bouganville era también un gran naturalista; no
solo queda en la historia como un antecedente de la atribución argentina en la
posesión de Malvinas, sino como estudioso de una flor que lleva su nombre, la
buganvilla –o santa Rita-, que figura entre las preferidas por el trágico cónsul
inglés Geoffrey Firmin (personaje ficcional de la gran novela Bajo el Volcán, de
Malcom Lowry), que citamos no para dispersar el tema, sino para introducirle un
elemento cultural que sin dejar de ser un detalle, tiene su importancia
antropológica.
Es que Gran Bretaña es una cuerda interna de las historia de nuestros países,
desde las célebres y lamentables negociaciones del pacto Roca-Runciman, y si se
quiere abundar en la genealogía de las grandes y complejas escenas imperiales,
desde el empréstito de la Baring Brothers, que atraviesa muchas décadas como
modelos de préstamos canónicos de las finanzas coloniales. Manuel Moreno–el
hermano de Mariano, embajador de Rosas en Inglaterra-, es autor de documentos
importantes presentados ante Lord Palmerston, por más que Groussac prefiere
señalar que eran un tanto ingenuos. Como sea, estamos hoy mucho más cerca de
esos escritos de la diplomacia argentina del siglo XIX –en el momento en que se
produce la ocupación británica- que del desempeño moral y militarmente
desastroso de la Junta Militar que actuó en 1982. El detalle de la flor
preferida por Firmin, el cónsul inglés debajo del volcán, significa que hay una
“veta inglesa” a explorar.
No es ningún secreto: brota de todo aquello que compone el lenguaje y su
historia real, que es la fibra interior, resistente, de la democracia efectiva
argentina. Se trata de la existencia no solo de una opinión interna de un sector
no desdeñable de la tradición inglesa anticolonialista. A veces se halla oculta
bajo los pliegues de un interés por lo extraño, por lo “bárbaro” como
equivalente de una seductora inversión del refinamiento –de ahí el coronel
Lawrence “de Arabia”-, o por una civilización hindú que lejos de mostrar la
dudosa eficacia del Commonwealth, dejaría ver su tozuda incomprensión cultural,
tal como aparece en recordables novelas, como la muy célebre de E. M. Forster,
Pasaje para la India. Antes del advenimiento del Gobierno Macri, la política de
la diplomacia argentina, en especial llevada a cabo por la entonces embajadora
en Londres, basaba su estilo de persuasión no en una seducción superficial y
mucho menos en ofrecimientos de último momento, sino en una comprensión profunda
de las complejas relaciones anglo-argentinas. Diría que éstas siempre fueron así
desde el complejísimo Francisco Miranda hasta las diversas relaciones de los
sindicatos argentinos con las Trade Unions –reservorio de la historia obrera
universal, cualquiera sea hoy la interpretación que hagamos de ellas- y en esa
gran porción hoy activa de la memoria inglesa, con remotos aires de democracia
social decimonónica, se basó la posición argentina de formular el cuadro
significativo del diálogo. Implicaba esto, la condición de pares y un signo de
reconocimiento. Una potestad de la palabra ligada a una soberanía que surge de
locuacidad nacional, con todas sus dimensiones, que son todas las etapas de su
vida independiente.
Durante más de dos siglos, las cancillerías de España, Francia e Inglaterra se
disputaron los mares, guerrearon entre sí, hicieron y deshicieron tratados, y se
hicieron cargo también de otro convidado, el naciente poder norteamericano, que
trazó también su plan de ocupación en Malvinas en 1831 –el incidente bien
conocido de la fragata Lexington-, donde Estados Unidos esboza pretensiones
sobre las Islas con argumentos que demuestran su falta de sustento cuando
tiempos después los declina a favor de Inglaterra: era el colonialismo nuevo
rindiendo homenaje al colonialismo viejo.
En eso se parecen al actual primer ministro Cameron. Pero la conciencia
colonialista ha dado ahora un paso tortuoso, sumida en la incapacidad de
pensarse a sí misma. Este calificativo que señala la vasta saga colonial, se les
escapa de las manos. Culpabiliza pero no saben bien a qué emplearlo, ni que
inédito espejo se forja para que la Nación Inglesa no pueda mirarse a sí misma.
¡Qué diferencia con la oscura pero profunda conciencia que los estudios de Carl
Schmitt le atribuyen a Inglaterra, a partir de una frase shakespeareana de
Ricardo II: “esta joya en un mar de plata engarzada”! Por cierto, estos estudios
sobre el poder infinito del mar y el destino marítimo inglés que se desprende de
muchas obras de Shakespeare –de ahí la importancia que uno de sus mayores
estudiosos, el ya mencionado Dr. Samuel Johnson, a la vez lectura favorita de
Borges, tomara una posición “pre-argentinista” en el siglo XVIII- no pueden ser
ahora interpretadas a través de los fascinantes pero tremendos –en verdad:
riesgosos- estudios de Schmitt. Pero dan cuenta del paso que ha dado este viejo
país en una parte de su clase política, desde la época de la tragedia isabelina
hasta sus actuales dirigentes desprovistos de una visión más profunda sobre el
mundo que heredamos, en gran medida por la acción que durante siglos ellos
mismos desplegaron en torno a invasiones, conquistas y brutalidades sobre la
condición humana.
Debemos tener en cuenta pues a la “otra” Gran Bretaña, la de Cunninghame Graham,
la de Raymond Williams, de Eric Hobsbawn, de Daniel James, de John Lennon y de
John Ward. Sí, claro, este último es el personaje de la poesía de Borges sobre
Malvinas, que traza un rumbo para el pensamiento crítico, y que hay que hacer el
esfuerzo de entender. Lejos de ser Borges un “escritor inglés” es portador de un
criollismo universal que es necesario considerar e incorporar como pieza urgente
de nuestra materia. Borges es un intersticio argentino en las rotundas fisuras
de la literatura inglesa, que es una dimensión de su ética inquisitiva universal
(Berckley, Coledridge). Las consecuencias políticas de esto, las veremos luego.
Conocía como nadie, como argentino universal que era, la singularidad histórica
inglesa. Su John Ward, lector del Quijote, y su Juan López, lector de Joseph
Conrad (polaco que escribe en inglés), quedan ambos muertos en la nieve uniendo
sus grandes mitos literarios, sin comprender por qué, como en una lejana escena
bíblica. Son juguete de los “cartógrafos” al servicio de las fronteras creadas
por los poderes bélicos y mercantiles. Ahora indican otro destino para la
estrategia y significado de las Malvinas Argentinas, cuyo remoto nombre holandés
–acaso sus verdaderos descubridores- era Islas Sebaldinas.
La Embajadora Alicia Castro realizó en Londres una magnífica tarea de
convocatoria el diálogo, que al mismo tiempo que recibía un duro rechazo de
Cameron, había agitado al mundo cultural británico, que tiene como nota de
específico orgullo de haber sido la sede de la escritura de El Capital, y la
actividad de su “ala izquierda cultural”, en la que según las épocas y las
largas discusiones sobre la justicia social, incluye desde el gran artista
William Morris (no la localidad del Gran Buenos Aires, que conmemora a otra
persona de igual nombre, un pastor protestante) hasta incluso a Bertrand Russel,
que tomara tan cambiantes posiciones sobre los conflictos mundiales, pero al que
igual que Keynes, pueden considerarse ambos esenciales para una vida inglesa
abierta a la sensibilidad social no colonialista. Incluso el liberal Harold
Laski (al que Carl Schmitt fulmina a propósito del tema del “pluralismo”).
Incluimos el sutil historiador E. P. Thompson, o a Perry Anderson y su hermano
Benedict (que acaba de fallecer). Son los rastros de la izquierda inglesa, con
los mismos dilemas de rupturas y discusiones que pudieron haberse verificado
entre nosotros, sobre el juicio sobre la Unión Soviética o el empleo de la
violencia. ¿Quién de nosotros no leyó alguna vez un artículo en la New Left
Review?
Recobrar las Islas presupone reinterpretar la historia moderna a la luz de una
crítica al colonialismo, que debe ser nueva y original, hecha desde la vida
cultural argentina y en el establecimiento del diálogo con lo que aún conserva
la memoria del empirismo progresista inglés o su teoría del valor-trabajo (sus
grandes economistas del siglo XVIII y XIX, incluyendo al alemán Carlos Marx) y
eso implica muchas connotaciones culturales que aún deben ser descubiertas. Solo
que con el enfoque empresarial de Macri ahora no es posible. Porque no es
posible que este gran acto recuperatorio que cambiaría la historia misma de
Latinoamérica se produzca meramente en el marco de la globalización, con
acuerdos que apenas le provea la estructura abstracta de las grandes empresas
tentaculares, con sus nuevas “Ligas Hanseáticas” (hoy petrolíferas, de pesca
masiva y depredadoras). ¡Casualidad! Las que fascinan Macri con el nombre de
British Petroleum o HSBC, y lo llevan a aceptar un probable sistema de “Leasing”
para alquilar las Malvinas. Una rivadaviana enfiteusis al revés.
Un sentimiento público latinoamericano y emancipador, no los viejos y nuevos
intereses generales referidos al petróleo y la pesca, debe ser en primer lugar
el alimento de la juridicidad político-histórica que enmarque el caso. La
Argentina que recibe a Malvinas debe ser a la vez una Argentina más lúcidamente
internada en su proyecto de democracia colectiva, con inspirada justicia social,
con originales visiones sobre su propia historia, con sus propias políticas
extractivas y agropecuarias de cuño no contaminante, no depredatorias de
nuestras propias montañas ni distante de la creación de una nueva lengua social
para hablar profundamente con los antiguos habitantes de nuestro territorio, con
una nueva empresa petrolífera estatal reconstruida, con instituciones públicas
de financiamiento a través de nuevas doctrinas sobre incorporación de rentas
petrolíferas y financieras, con originales construcciones políticas que
revitalicen socialmente las instituciones de la representación cívica y con
nuevas concepciones históricas y antropológicas no simplemente emanadas de un
desarrollismo lineal. Este programa es permanente. Hoy está entre paréntesis
debido a la insensibilidad supina de la lógica compulsiva de la globalización
que ha introducido Macri, como quien abre de repente las puertas de su casa para
que entre un aire gélido, paralizante.
Sabemos que la población hoy viviente en las Malvinas –descartando la Base del
Otan que no es novedad respecto a lo que proyectaron los gabinetes europeos
desde hace cuatro siglos-, no puede ser un tercero necesario en la negociación
que más temprano que tarde deberá establecerse por imperio de una opinión
mundial cada vez más consciente del cambio que hay que operar en las condiciones
universales de vida. No obstante, allí hay derechos de ciudadanía y culturales
que son decisivos para constituir el diálogo. El nombre de Malvinas admite que
el pensamiento de un mundo más justo adopte una sensibilidad capaz de un
autonomismo nuevo, es decir, volverlas a sí mismas, darles su verdadero
significado que tampoco le puede ser indiferente al asentamiento humano
angloparlante de las Islas, que hoy es casi multicultural, y que comparte por
igual un destino de factoría y una fuerza vinculada a la “ética protestante”, en
un puñado muy reducido de descendientes originarios, que manejan la prensa –el
Penguin News- los negocios crecientes y hegemonía cultural, con toques facciosos
que los perjudican también a ellos.
Para interpretarlo adecuadamente Argentina debe extraer de su memoria nacional
sus mejores linajes y su vocación de alteridad, con redescubiertos componentes
universalistas, antropológicos y democráticos. Recibir así, en nombre de un
renovada justicia territorial, a los actuales habitantes de Malvinas será propio
de un país que a su vez cambie al recibirlos, al meditar sobre los ámbitos
receptivos de su propio idioma, sus renovaciones culturales y sus revisitadas
tradiciones culturales. La Argentina, con su no desmentido corazón de país de
compromisos humanísticos –a pesar de los oscuros períodos vividos, que muestran
las antípodas de este linaje que sin embargo hemos mantenido y que hoy se
debilitan por la rústica presencia, diariamente agresiva, del gobierno de Macri
- los debe recibir también en medio de un gran reflexión colectiva, por el
simple y extraordinario hecho de lo que implica recibirlos. Trazar una línea de
reflexión activa, de una diplomacia nacional que beba hasta el último sorbo de
sus propias posibilidades expresivas significa que las Islas pueden ser
recobradas, recobrándose a la vez una nueva energía democrática nacional, siendo
ambas cosas causa y complemento de la mutua posibilidad de la otra y un ejemplo
universal de diálogo que tampoco puede serle indiferente a las tradiciones
británicas que despojadas de un anacrónico sentimiento colonial, puedan hacer
revivir su implícito universalismo. Este universalismo no desconoció, muchas
veces, aunque sea excepcionalmente, que su verdadera raíz se halla que la
democracia interna de los países En la filosofía y la literatura contemporánea
(o quizás, de todas las épocas) hay una idea persistente, que es la de encontrar
en un punto complejo de la realidad, la condensación de todos los diversificados
temas que nos interesan resolver. En la tradición marxista, este punto es la
“síntesis de múltiples determinaciones”, pero se lo encuentra en todos los
pensamientos que nos interesan del mismo modo aunque con otras palabras. Por
ejemplo, en Spinoza, el Deus sive naturaleza, o en la recurrente idea de “aleph”,
como punto de aglomeración de todas las cosas.
Malvinas tiene esa especial consistencia en nuestro lenguaje, pues las
dimensiones que abarca son innumerables, complejas y dinámicas. En primer lugar,
el concepto Malvinas –sí, claro que no es solo un concepto, pero ese territorio,
la historia de ese territorio y las acciones políticas asociadas a su actual
realidad de no estar bajo la jurisdicción que corresponde- lo hace un principal
talismán de la historia contemporánea argentina. Una dimensión es entonces la de
los vínculos de la historia argentina con Inglaterra, o dicho más precisamente,
con el desarrollo de los episodios característicos del imperialismo mercantil
desde el siglo XVII en adelante. Ya sugerimos las complejidades de este punto. A
esto se le agrega la difusa y desafiante cuestión de la Antártida, donde las
lógicas territoriales ya no del viejo colonialismo, sino de la nueva
globalización, incidirán de una manera “espectacular” (como dice Durán Barba) en
el gobierno de Macri, no solo receptivo de esas lógicas, sino que existe porque
es su criatura misma.
En el silgo XVII aún no existía “la Argentina” y su nombre es pronunciado recién
un siglo después (la poesía toma el delicado tema del metal “plata”,
argentinorum, y lo devuelve como gentilicio, ver Angel Rosemblat, El nombre de
la Argentina), pero lo que hoy llamamos Argentina emanada precisamente de esa
trama de fuerzas previas o de lo que podríamos llamar proto-argentina, contiene
problemas dinásticos, de las cancillerías globales de la época, cuestiones
políticos y sociales que se expresan en acciones militares de la época, así como
en el presente. Esas acciones significan una afirmación de soberanía en plena
era de la universalización compulsiva del dominio global, con lo cual el
concepto de soberanía tiene otro dinamismo, cubre expectativas generales que no
son solo territoriales y extienden su interés a los modelos de economía pública
y social que debe asumir la Argentina. En aquel tiempo Malvinas era una pieza
territorial del juego de las de las naciones latinoamericanas. ¿Y ahora? ¿Cuánto
más que se espera, para reanudar este ciclo; el macrismo, sin duda, lo
interrumpe con su grosería y tosquedad políticas.
Hace un par de años, algunos intelectuales que cuestionaban lo que les parecía
una hybris nacionalista en el tratamiento de la cuestión Malvinas, decían algo
así como que Malvinas sería una idea contemporánea que no podría proyectarse más
que irrealmente sorbe el pasado. Un ente sin raíces. No. Hay un derecho del
presente para interpretar sólida y serenamente el pasado. Es cierto que no se
puede extender la idea de la argentina al pleistoceno o al cenozoico (Lugones
mismo se lo dijo a Ameghino), pero sí a los umbrales de la modernidad. Y allí, a
diferencia de las posiciones que pasan por alto la cuestión nacional –cuestión
no tratada con criterios esquemáticos, sino precisamente plenos de
historicidad-, es fundamental, a la luz de un plexo de argumentos jurídicos de
la era de las naciones y de las expansiones imperiales, pensar Malvinas. Y
hacerlo en el seno de este momento histórico de la nación argentina, con sus
conflictos, sus desgarramientos sociales, sus intereses contradictorios. Así se
lo hizo en el período kirchnerista y durante la embajada de Alicia Castro en
Londres, cuyo principal resultado es la declaración de J. Corbin, el secretario
general de Labour Party, en relación al diálogo.
Porque también a diferencia de los que decían que hablar de “unidad nacional” es
una imposición a los hombres libres (y ahora ellos convocan a un “pluralismo
obligatorio”), también se puede decir lo contrario pero aceptando la pertinencia
del debate. La unidad nacional nunca la postuló nadie como la “comunión de todos
los santos”, slavo el abstraccionismo gerencial que ahora nos gobierna. Salvo en
la imaginación de los “gerentes de producción y ventas” nunca hubo términos de
una nación monolítica, sin poros, cerrada a la novedad y a sus luchas internas.
¡Pero ellos también ven consumidores y no ciudadanos, pero en gradaciones de
“poder adquisitivo”! Un país es un potencial adquisitvo y consumidor. Malvinas
es un territorio visto desde el “clima de negocios”.
Pero Malvinas, para nosotros, solo pude el lugar conceptual cuya importancia
proviene de que solo puede ser obra de hombres libres y solo se puede pensar
desde la autonomía de las conciencias grupales y particulares. Siempre esa
apelación surgida de movimientos populares significó la realización de frentes
políticos y sociales que corrieron distinta suerte en la historia argentina,
como bien lo demuestra la historia del peronismo (de alguna manera, como
Kerensky, inspirado en el Laborismo inglés… ¿digo alguna herejía?). Por eso, en
este crucial momento de la vida del país, la cuestión Malvinas, dicha su
condición de ente histórico y ético, también encierra la cuestión de la
infraestructura de transporte, de la infraestructura de las industrias
extractivas, de la distribución de la renta y de los distintos modos de tratar
los excedentes rentísticos de la actividad económica. Son diferentes pero
complementarias instancias de la autodeterminación social, frente a la cual
estamos en franco retroceso, en “franco-macrismo”, por así decirlo. Si la
minería eran antes extremadamente descuidada y deformante de la política, hoy
adquiere una responsabilidad más que aciaga con las medidas que quitan el casi
mínimo control que había, en una de las más riesgosas –junto al fracking-
acciones de degradación económica del medio ambiente.
No nos equivoquemos: estas cuestiones de la auto-determinación ambiental también
se proyectan sobre “Malvinas”, tema sobre el cual el nuevo gobierno nada
entiende, pues en su fondo anímico indeclarado, piensa que “son inglesas”, lo
que ni los ingleses, en su mismo fondo, piensan. No puede haber
autodeterminación forzada para los habitantes malvineros, pues su
autodeterminación debe ser otra, vinculada a su autoindagación: la tradición
anglicana de habla inglesa, no economicista, preguntándose a sí misma ante la
costa cercana, donde estamos los hispanoparlantes, que nos llamamos argentinos y
estamos dispuestos a vernos también en el espejo de una historia compleja. Por
eso es fundamental postular que su estatus actual de Malvinas es fruto de un
despojo territorial certificado por la documentación histórica de la “era de las
naciones”. Pero a partir de allí hay sujetos de derecho, porque todo ser
viviente, con su cultura, devociones y biografías individuales, los posee. En
tal sentido, posiciones abstractas y mitológicas no sirven para pensar el tema
de las Islas unidas al Continente, pues componen un hecho histórico singular que
ilumina para todos –también para los habitantes isleños- un futuro social
argentino o neo-argentino de otra calidad política, apelando a otros núcleos
conceptuales para interpretar una cuestión nacional revisitada con criterio de
avanzada social, humana, tecnológica y jurídica. ¿Es esto posible con el
Gobierno Macri? No. Pero es posible reabrir la discusión al margen de la actual
Cancillería Globalizada.
Sobre todo, porque en el futuro va a dar lugar también a un latino-americanismo
renovado, es decir, a un fortalecimiento y replanteo de la relación entre los
países que son herederos de una historia común, pero aun atravesados por
heterogeneidades políticas muy fuertes y dilemas cruciales, como el de
Venezuela, Cuba o Brasil. ¡Por no mentar el nuestro! Malvinas es el nombre y el
horizonte de un racimo de problemas que por sí solos permiten inspirar de su
buena resolución un hecho novedoso para nuestro país, en una dimensión política,
humana y cultural. Integrada Malvinas al derrotero común de Latinoamérica, allí
comienza el debate perentorio y sutil sobre las autodeterminaciones sociales,
políticas, económicas y culturales. Me refería antes a una intervención de
intelectuales sobre el tema. Vuelvo a decir lo que en su momento opiné, no me
acuerdo en dónde. Al leer los artículos perseverantes de Vicente Palermo y Luis
Alberto Romero me vinieron a la memoria algunas páginas de los Escritos póstumos
de Alberdi. Observando ácidamente el papel que Sarmiento y Mitre juegan en la
guerra del Paraguay, Alberdi, que como sabemos, la condena, se pregunta porque
esos gobernantes hicieron una cuestión de honor de esa terrible conflagración.
Para provocarla, habían mandado ex profeso dos buques, y los usaron como
pretexto cuando fueron quemados por tropas paraguayas. Declararon que era un
atropello al “honor argentino”. Siempre según Alberdi, los gobernantes de Buenos
Aires no habían sentido el mismo bofetazo al honor cuando Sucre ocupa Tarija en
1825 o en oportunidad de la anexión de la Banda Oriental por Brasil. Y prosigue
otro ejemplo incómodo: en 1838 la bandera argentina fue extirpada por Francia de
la Isla Martín García y muchos de los que entonces no vieron problema alguno en
ese abuso y que incluso lo aplaudieron, ahora se indignaban por hechos de poca
monta protagonizados por Paraguay. Y el caso mayor: “los americanos del Norte
arrancaron la bandera argentina de las islas Malvinas y entregaron ese
territorio argentino a Inglaterra, que lo tiene hasta hoy, sin que se viese
arruinado el honor argentino y se llevase la guerra a los Estados Unidos”.
Alberdi es verdaderamente el liberal argentino. Si se busca por otras
ambientaciones culturales, nunca hay nadie como él que cumpla tan exactamente
con los preceptos del humanismo radical y del universalismo económico. Podrán
discutirse hoy todos estos aspectos del pensamiento de Alberdi, pero no es fácil
tratar al núcleo último de un razonamiento que lo acompaña por lo menos desde
que escribe las Bases, y que consiste en atacar los argumentos de “gloria y
loor” que fundan a las naciones. Advirtiendo Alberdi que habían llegado a su fin
los empeños de las espadas libertadoras, la cuestión simbólica de la nación se
desplazaba a otras materias concretas: el arado, los cables submarinos, la
integración con la economía europea, los “heroísmos industriales” como los que
protagonizaban los constructores de ferrocarriles, no como herederos de los
conductores de míticas campañas militares –como hubiera dicho un Sorel, no mucho
tiempo después- sino otra cosa, lo contrario. Acabada una época, había que
replantear para la nación el sistema complejo de sus honras y ceremonias.
Sustituir, en fin, un lenguaje fundado en la gloria militar por un horizonte de
palabras ligadas a otras retóricas. Alberdi propone una, perdurable, a la que no
define (a nuestro juicio) adecuadamente, pero tiene sonoridades de las buenas.
El pueblo-mundo.
Vicente Palermo dijo alguna vez en Clarín, aludiendo a que harían los isleños
que no son contemplados verdaderamente como sujetos de derecho por las
definiciones de la Cancillería argentina, que: “una cosa es segura: seguir
odiándonos y hasta más, si es posible (y con toda la razón, a mi entender). Me
parece indiscutible que a lo largo del proceso el activismo de los malvinenses
se incrementará, y tendrá a la opinión británica (que muchos llaman, de modo
simplón, "el lobby de las Falklands") de magnífica caja de resonancia”. Luis
Alberto Romero a su vez dice en La Nación sobre el estatuto mismo de las Islas:
“En cuanto a la historia, los derechos sobre Malvinas se afirman en su
pertenencia al imperio español. Pero hasta el siglo XIX los territorios no
tenían nacionalidad; pertenecían a los reyes y las dinastías y en cada tratado
de paz se intercambiaban como figuritas. Antes de 1810, Malvinas cambió varias
veces de manos, como Colonia del Sacramento -finalmente uruguaya- o las
Misiones, que en buena parte quedaron en Brasil. Sobre esta base colonial se
puede construir un buen argumento, pero no un derecho absoluto e inalienable”.
Quiero decir que considero inadecuados –en verdad, parciales o insuficientes-
ambos razonamientos. En los dos casos, creo que existe en ellos una impropia y
descuidada definición de la cuestión nacional. No me refiero con esto a alguna
trivialidad ya transitada, sino a la omisión de nuevas perspectivas para la
propia cuestión nacional, bajo cuyo punto de vista hay que disponerse. Hoy más
que ayer: gobierna un gobierno despojado de cualquier nervio cultural, como no
sea un pensamiento gerencial, también aplicado sobre Malvinas. Pero
simultáneamente excluyo también las alusiones al gaucho Rivero o a cualquier
otro saber de gesta, que si no es redefinido, empantanaría nuestras definiciones
en una leyenda resecada. Una consideración novedosa de la cuestión nacional
supone ahora un culturalismo universalista e inherente a él, una historia
nacional revisitada en términos de lenguajes emancipatorios alternativos. Deben
ser los lenguajes de una oposición resistente.
En años pasados se empleó un concepto de “patriotismo constitucional” que se le
atribuía a Habermas (no es así, aunque él lo popularizó), y que curiosamente,
Alberdi también menta en los mismos escritos que mencioné anteriormente: lo
llama patriotismo cívico y constitucional. Como ven, como polemista, parecería
que les sigo favoreciendo las cosas a Palermo y Romero (visitantes del despacho
de Macri, donde entra con un cepillo de dientes en la boca, pues concluye allí
la tarea empezada en el toilette; en la foto de aquella visita, es cierto, no vi
tal adminículo dental). Pero no se las favorezco. Les discuto como “pluralista”.
Como ambos tienen irresolubles problemas con el planteo nacionalista de la
cuestión Malvinas, me parece bien remitirnos a esta cuestión a través de lo que
aquí hemos llamado el “honor”, que Alberdi tiende a considerar un aglutinante
imperfecto de la idea moderna de nación. No lo es para nosotros, si le cambiamos
la perspectiva. Hay un honor intelectual fundado en una nueva democracia activa
que si es válida para una nación renovada, nos permitirá acceder de nuevos modos
a la cuestión Malvinas.
Siendo así, lo considero un concepto interesante para redefinirlo en otros
términos, pues por un lado, no creo que se pueda decir simplemente que las Islas
“cambiaron varias veces de manos” debido al juego entre dinastías, relativizando
inopinadamente que pertenecen al ciclo complejo de la nación –la nación
argentina- y así se lo considera en la citada frase de Alberdi. De seguirse
aquel criterio, tendríamos apenas “un buen argumento” –se supone que entre
tantos otros sujetos a refutación-, y no un hecho de naturaleza histórico-social
pertinente para hacer de las Malvinas un hecho inmanente de nuestro lenguaje
político. No los siempre mencionados por Romero y Palermo como alarmantes
tamboriles del “esencialismo nacional”, sino los lenguajes del pueblo-mundo. La
nación argentina, pues, con su historia abierta a todas las contemporaneidades.
Y además, siempre entrelazada con alguna de las formas disponibles de la
presencia inglesa desde el siglo XVIII, lo que dio lugar al juego de
aceptaciones y rechazos, en los que, en el segundo caso, se destacaron las
plumas de los Irazusta o de Scalabrini, con sus grandes interpretaciones
antibritánicas de nuestra historia. En el primero, ya sabemos –y nada de
desdeñarlo- las sucesivas readecuaciones del cuerpo literario nacional ante los
impulsos que provenían del núcleo de Bloomsbury (son familiares los nombres de
Virginia Woolf, Roger Fry, Keynes, E. M. Forster, el Mismo B. Russel y quizás
hasta Wittgenstein y Katherine Mansfield)
Pues bien, ahora estamos en condiciones de crear otro campo de honra
democrática, releyendo los anteriores de manera nueva, campo que incluye el
patriotismo constitucional más una idea democrática de nación, por la cual la
futura integración con Malvinas debe ser portadora de reformulados sujetos
históricos: el pueblo argentino redefinido por sí mismo y en nombre de una nueva
conversación con otros. Allí hay un pluralismo sustantivo, no meramente
propagandístico y capturador de conciencias. Esa nueva conversación abarcará a
los pobladores actuales de Malvinas cuyo destino empobrecedor no debería ser
“seguir odiándonos”. Para ello, es necesario advertir que son poseedores de una
historia de mayor interés para nuestro país, más que para la historia de la
expansión mercantil inglesa durante más de tres siglos. Ellos (la minoría
originaria “comprensiblemente obcecada”) son coetáneos absolutos del ciclo de
nación argentina de un siglo y medio a esta parte –coetáneos, testigos y
adversarios- y eso tan intrincadamente complejo los puede licenciar de los
efectos que hasta hoy asumen de una mera historia colonial y con “mentalidad de
colonos enriquecidos”. Es un hecho no simple ni despojado de cierto utopismo,
considerar que encierran en su propia presencia en el archipiélago –entre bases
militares y cálculos del capitalismo globalizado- una potencialidad de mudanza
para las propias relaciones sociales y políticas internas del país que no desean
integrar.
Este comprensible no-deseo es la gema trascendente de la conversación ahora
inhibida. Ellos no saben hasta qué punto son portadores de un drama de identidad
que no puede resolverse en Londres y sí en el seno de las conflictivas
relaciones entre Inglaterra y Argentina, tratadas como paradojas crudas –y muy
crudas- de la historia, desde Mariano Moreno en adelante. Pero resolubles por
otros senderos de la vida intelectual y moral de los pueblos. Aunque en los
acuerdos que se exigen se diga que esos pobladores no cuentan, cuentan sí en su
tragedia, en lo que creen saber de ellos mismos y en lo que nosotros creemos
saber de ellos.
Pero esos deseos antagónicos, que como todo deseo puede ser interpelado, ovillan
una historia de amplios conflictos. Del pueblo-mundo que es el pueblo argentino,
y de la pequeña comunidad malvinense, que es una pequeña metáfora de un camino
frustrado de la modernidad. Historia de comunidades en conflicto, pero de un
conflicto de piezas que encajan, históricamente, mucho menos en una historia
colonial que en una nueva territorialidad cultural cualitativamente renovada en
su aspecto federativo, multicultural y transformador. Inevitablemente, un
reencuentro político-territorial deberá ser correlativo a una perspectiva que
considere a la nueva geomorfología cultural así rehecha como novedosísimo sujeto
de derechos: el acto de recibir Malvinas reclama también el acto de mudanza
tanto del recibido como del recipiente. Por lo tanto, este acto sería capaz de
anunciar otras locuciones para la economía territorial: otra minería, otra
relación con la formas vivas de la tierra, otros estilos ambientalistas
auténticos, otra interpretación de la historia bajo el signo de un lenguaje
libertario que supere las pretéritas discursividades “liberales” cuanto
“nacionalistas”, en todas sus variantes. Con este gobierno de Sturzzenegger,
Macri, Carrió y Morales, no es posible.
Es sabido el problema –el temblor doliente- que provoca mencionar a los soldados
argentinos que yacen en el cementerio de Darwin. Hacia allí se disloca el tema
del honor, ya no considerado como conducta del ceremonial de Estado, sino
penuria del memorial social y rememoración obligada de una tragedia. No es fácil
desvincular a esos soldados de aquel Ejército al que pertenecieron, pero esa
operación del conocimiento –la desvinculación- es simultánea a la de pensar de
otro modo también la democracia en la fuerza armada argentina, tema de vastísma
actualidad y que tiene su raíz en una reinterpretación cabal de la remembranza
nacional. Tampoco lo veo posible en el gobierno de Patricia Bullrich.
Tampoco es fácil tratar ese nombre –Malvinas- al margen de la forma nacionalista
del honor. Pero no por tal dificultad, que se vino conjurando en el gobierno
anterior a pesar del escepticismo de Palermo y Romero, hay que desistir del
intento de recrear la honra colectiva con nuevos elementos culturales. Esto es,
con una nueva observación sobre la lengua nacional, los medios de comunicación
de masas, las éticas colectivas en general, a lo que nos obliga la enorme
pretensión de atraer hacia el “odiado continente” a el núcleo insular de una
cultura que puede aspirar a algo mejor que a una conducta de lobby o a un
economicismo que haría de la era de las petroleras, un símil de aquellas
dinastías que se disputaban islotes en todos los océanos. La anterior
Cancillería, aunque no vimos a Timmerman comprando galletitas en un
supermercado, trató con contundencia temas difíciles y controvertidos. (Sobre
los que también ya hablaremos). En cuanto a Malvinas, acertó al mencionar el
argumento de las comunidades galesas que viven desde hace ciento cincuenta años
en territorio argentino sin perder su ethos cultural, o las mismas comunidades
inglesas repartidas por todo el país –con sus herencias culturales plenamente
activas-, que son la demostración de cómo la matriz sentimental argentina es
porosa y albergadora, excepto cuando la expropia el mal pluralismo de los
actuales gobernantes (en verdad un pluralismo con aguijones inyectantes de “macridad”,
desechable pócima).
Es un modelo de fusión posible, recibir así, en nombre de un renovada justicia
territorial, a los actuales habitantes de Malvinas (ingleses y chilenos) y será
propio de un país que a su vez cambie al recibirlos, al meditar sobre los
ámbitos receptivos de su propio idioma, sus renovaciones culturales y sus
revisitadas tradiciones culturales. Ya lo dije: ni con Macri ni con el
nacionalismo ciego, ni con el liberalismo insípido, o el impostado pluralismo,
esto sería posible. Macri silenció cuando Cameron, un hombre rústico como él, no
tan remotamente vinculado con la etnografía del hooligan, menospreció como
siempre la mera insinuación tradicional avalada por resoluciones de las Naciones
Unidas. El hombre ni chistó, no dijo nada porque en el fondo “el otro era él”.
Macri es Cameron, pero apáticamente tamizado por el Cardenal Newman, y recién
haciendo sus primeros pininos. (Este Cardenal no dejaba de ser interesante, en
su momento trastornó la vida religiosa inglesa con su conversión al
cristianismo).
La Argentina, con su no desmentido corazón de país de compromisos humanísticos
–a pesar de los oscuros períodos vividos, el guerrerismo galtierista o el
economicismo de quienes ahora ven las islas como una cuestión inmobiliaria, que
muestran las antípodas de este linaje que sin embargo hemos mantenido- debe
recibir a la ciudadanos ingleses de Malvinas también en medio de un gran
reflexión colectiva, por el simple y extraordinario hecho de recibirlos. Trazar
una línea de reflexión activa, de una diplomacia nacional que beba hasta el
último sorbo de sus propias posibilidades expresivas significa que las Islas
pueden ser recobradas recobrándose a la vez una nueva energía democrática
nacional, libertaria y democrático-socialista (la utopía del “vamos a volver”)
siendo ambas cosas causa y complemento de la mutua posibilidad de la otra y un
ejemplo universal de diálogo que tampoco puede serle indiferente a las
tradiciones británicas que despojadas de un anacrónico sentimiento colonial,
pueden hacer revivir su universalismo que no desconoció que su verdadera raíz se
halla que la democracia interna de los países. ¿Ahora? El interregno macrista lo
impide. Pero tenemos que seguir pensándolo.
El esfuerzo diplomático argentino cuando ocupó la embajada Alicia Castro tuvo
mucho de historiográfico y de culturalista, y no poco de filosófico. Ese
antecedente corre riesgos ahora, pero permanece en nuestra memoria política. La
guerra de Malvinas fue el fin de una etapa dictatorial de la que el estado mismo
se debe hacer cargo. En otro momento, y con otro un presidente civil, se escuchó
el asombroso gesto de “pedir perdón” en nombre del estado actual, por aquel otro
estado infame. Es un único y mismo problema. Desvincular un momento de otro es
una apetencia democrática y filosófica para el país. ¿Ante quién pidió “perdón”
Kirchner? Ante el pueblo-mundo. (Aunque allí hubiera debido estar también
Alfonsín, Kirchner lo llamó al otro día disculpándose). Concepto de una honra
democrática nacional capaz de revisar –si seguimos su hilo severo- el conjunto
del lenguaje que usamos para referirnos a Malvinas. No referimos a la idea
alberdiana de pueblo-mundo. Será válido el lenguaje que usemos una vez
descontado el de la alarma del escéptico liberal, pero también el de los sones
de la epopeya inconclusa. Malvinas está ahora en la honra de la lengua
democrática, y ésta no es ni más ni menos que una cuestión popular y universal
de emancipación. Postergada con Macri. Nos gobiernan Farmacity, Chevron,
Generals Motor, y Barrick. ¿Qué podemos esperar? Para mí, no hay “cien días de
gracia”. Pienso sobre la cuestión Malvinas lo que pensaba antes, y si antes me
parecía que había que hacerle retoques reconstitutivos al planteo de Museo
Malvinas, mucho más me parecen necesarios ahora, que entra en un ambiguo e
irresoluto cono de sombra, convertido en agencia de alquileres, un rent-a-car de
la memoria colectiva.
(Escrito el domino 14 de febrero. Se anuncia que Cristina retorna a Buenos Aires
con un Instituto o Fundación. Muchos esperamos que lo haga con ideas y estilos
renovados, a la altura de esta nueva gravedad de los hechos, que así como están,
nadie los había previsto. Por otra parte, abundan los “pluralistas”. Pero no.
Ese pluralismo, si es para aceptar este antiguo concepto de la historia
política, no se refiere seguramente al “pluralista inventado”, a la “ficha
ganada”, a la “carta robada”. Otra cosa es y lo tendremos que decir nosotros).
Buenos Aires, 14 de febrero de 2016
El
folletín argentino. Capítulo 7
El concepto de pluralismo no goza de mucho prestigio en la teoría política pero
siempre está ahí, a disposición de esos momentos de urgencia en los que hay que
conjurar lo que parece un abuso – léase kirchnerismo. Así dicho, el halo de
simpatía que destila la palabra pluralismo puede asemejarse a la huella empática
que despiertan palabras como ‘amistad’ o ‘bondad’ –en el campo de los
sentimientos primigenios- o ‘justicia social’ y ‘derechos personalísimos’ en el
campo de las sensibilidades políticas. Ernesto Laclau y Nicolás Casullo
abordaron en profundidad el concepto de populismo. Pero el arte de ceder la
palabra, el coaching Cambiemos-Pro, una muda inspección de Macri a la Ex ESMA y
la utilización de la visita de Obama a la Argentina para cerrar el ciclo de
memoria, verdad y justicia, revelan que los nuevos pluralistas no son sino la
confirmación de una de las más implacables formas de dominio del capitalismo
mediático.
Geopolítica americana, pluralismo y crítica
Por Horacio González
Fui varias veces al programa 6,7,8. Si concibiéramos las relaciones políticas
como una máquina de polarizaciones de dos términos que son excluyentes (muy
lejos de la opinión corriente, tanto política como académica, de que ellas son
incesantes correlaciones de fuerza con balances provisorios e inestables), la
dicotomía especular que se había establecido, y que ese programa traducía muy
bien, era Magnetto o Cristina. Estas disyuntivas de hierro abundan en la
historia argentina e universal y desmienten aparentemente la idea de Foucault
que “el poder se crea, no se tiene ni se acumula”. En este cuadro de naturaleza
skapespeareana –en él, siempre es un mismo poder trágico, circunscripto en sí
mismo, al que lo quieren dos entidades diferentes y excluyentes, dispuestas para
lograrlo a matarse entre sí-, era muy poco lo que podía hacer para jugar con las
ramificaciones “plurales” de dos entes que tendían a abroquelarse bajo su lógica
unívoca. Y estas lógicas iban agrupando a sus adherentes bajo un tipo de
“solidaridad orgánica” que les daba apariencia granítica. Pero era perceptible
que Clarín, siendo el más abroquelado (la corpo, el poder mediático concentrado,
según el librillo de descripciones en uso) era al que mejor le salían los
esfuerzos cosméticos para diseñar su “pluralismo”. Su redacción lo permitía,
pues había periodistas de todas las tendencias, algunos con fuertes pasados en
las izquierdas más drásticas de los 70, y que empleaban una versión
“ético-moralista” de ese verbo encarnado, para atacar al gobierno Kirchner desde
el “ala izquierda de Clarín”. Luego vino Lanata, uno de los fundadores del
diario Página 12, al que ahora denunciaba. Una propaganda de Clarín de la época
–tan reciente época, pero tan lejana- señalaba justamente ese modelo. Decían
que: “eran un grupo periodístico fundado en la pluralidad”. Mostraban historias
diversas de sus periodistas. Algo así como la razón cínica. Porque eran
diversos, cumplían con las exigencias de un amplio abanico ideológico, todo
bien, pero tributaban a un único Mando ensamblador. Así, era evidente que todas
las posiciones existentes, remitían a una estructura semántica unificada a modo
de un metalenguaje. “El Grupo”. Y el Grupo era monolítico en su forma última,
pero al margen y silenciosamente, esa arquitectura monádica, controlaba y
desplegaba su propia pluralidad. (El mismo modelo de la publicidad de Lombardi
en torno a “Ceder la palabra”). Habitaban en el Grupo, pues, todas las
direcciones del estilo crítico, de izquierdas a derechas, pero aprobadas por el
“significante Magnetto”, que pasaba a ser, a los efectos de esta metodología, un
nombre vacío y a la vez, sigilosamente generativo. Contra esta paradoja, se
estrellaba una y otra vez el gobierno de entonces, salvo que se había conseguido
que Magnetto mismo, el “metalenguaje”, se hiciera visible para asumir
personalmente, él, mostrando su rostro, momentos centrales del desacuerdo. Había
percibido los riesgos, tan manifiestos como nunca en toda la historia del
emporio fundado por Roberto Noble. Y debió salir de la penumbra corporativa.
Cuando a 678 se invitó a Beatriz Sarlo, se registró un punto alto en el intento
pluralista del programa que no obstante tenía bien desplegadas –en sus islas de
edición, en los análisis de sus panelistas- las banderas del periodismo de “bataille”.
Era un periodismo que tenía obligaciones refutativas que no se podían mover de
su situación previa, aun si la entrevistada insistía en que el modelo
comunicacional público debía regirse por las normas de la BBC. Personalmente
pienso que el modelo inglés no se atiene estrictamente a la separación
Estado/Gobierno, pero en lo que tiene de mayor “alícuota de objetividad”,
digamos así, se refiere a que en la sociedad británica las posiciones de
alternancia entre las fuerzas “conservadoras” y “laboristas”, no tienen el mismo
dramatismo que las que aquí estaban y están en juego. Entre nosotros, el
pluralismo debe surgir de núcleos dramáticos previamente reconocidos y que de
alguna manera están enclavados con gran fuerza intelectual y moral. Todos
sabemos cuáles son. Y el pluralismo surge como una táctica que reafirma una y
otra vez no su diversidad, sino su mismidad. De todos modos, aquella emisión de
678, aunque no sólo esa, con la tensión que tuvo y todo cuánto se dijo allí,
quedará en el recuerdo del espectador argentino como uno de los momentos en los
cuales el verdadero debate, cuerpo a cuerpo, pudo ser posible. Si por ventura se
piensa que no fue así, acepto; pero no es posible imaginar que esa no hubiese
sido una perspectiva que estaba el corazón del problema, perfectamente
percibida. Por mi parte, en la última emisión de 678 fui invitado y concurrí. No
se sospechaba que todo iba a ser más grave de lo que imaginábamos, pero en esos
momentos, los sentimientos cruzados como en una lejana tormenta que apenas se
escucha, dictaban frases de aliento y perseverancia. No me animé a decirlas en
esa reunión bajo los fuertes focos de la televisión, que hacen irreal todo, pero
me animé a declarar a esa suerte de despedida como una “noche fundamental” por
su aliento amargo. Evidentemente, era Borges, que ya nos sirve para todo, pero
en especial, si hay duelo por delante.
Las palabras poseen un misterioso régimen de transformaciones. Sin considerarlas
bajo el rigor con que un Saussure, un Austin o un Martinet examinarían sus
modulaciones, significados y formas realizativas, el simple mortal siempre
podría apreciar cómo se asemejan a monedas u otros signos materiales de
intercambio de valores, pues sufren el mismo desgaste, y su apreciación varía
con los tiempos. O al revés, los tiempos varían a través de las diversas
apreciaciones de valores bursátiles, ideológicos, morales o lingüísticos (en
este caso, simples palabras cotidianas que como aerolitos persistentes, se
cruzan de tiempo en tiempo por nuestra lengua candente para reaparecer, si
reaparecen, mucho tiempo después). Hay una lógica circular en la fortuna de
ciertos conceptos y palabras, aunque algunas solo las rescata el filólogo o el
anticuario de la lengua. El concepto de pluralismo no goza de mucho prestigio en
la teoría política. Pero siempre está ahí. Subyace en un modesto segundo o
tercer plano, a disposición de esos momentos de urgencia en los que hay que
conjurar lo que parece un abuso, la inclinación excesiva de un imaginario
sistema de equilibrios, un predominio marcado de una forma de autoridad endémica
o un reagrupamiento de fragmentos que desearían mejor una existencia desmembrada
en relación a algún imán que los pretende centralizar o atraer hacia sí. Así
dicho, el halo de simpatía que destila la palabra pluralismo puede asemejarla a
la inmediata huella empática que despiertan palabras como ‘amistad’ o ‘bondad’
–en el campo de los sentimientos primigenios- o ‘justicia social’ y ‘derechos
personalísimos’ en el campo de las sensibilidades políticas.
Una de las acusaciones que recibe a diario el gobierno anterior –sometido ahora
a poderosas maquinarias de compresión como las grúas compactadoras en los
cementerios de automóviles chocados o abandonados-, es su carencia de nociones
básicas sobre pluralismo. Este concepto, sin capacidad mayor para definir el
campo democrático como una arena incesante de conflictos y mutancias, cuyas
lógicas internas funcionan siempre a la luz de un desacuerdo ineluctable, se
convierte en una muletilla molesta. Ella, a cambio del bajo tenor analítico que
posee, carga con una gran posibilidad de asestar estocadas morales. No es de
ahora este cómodo respaldo que tienen los ataques, en nombre del “pluralismo”, a
los gobiernos que normalmente se basan en la indicación explícita de que hay o
había en marcha un “proyecto hegemónico”. En verdad, también este último
concepto tuvo un uso diseminado y reiterativo a lo largo de los últimos años,
fruto de su lugar medular en el lenguaje político de la época, caracterizado por
las excesivamente rápidas lecturas de Gramsci en las carreras de ciencias
políticas del país (ya al margen del dramatismo que tuvo el gramscismo de los
años 60) y el modo en que fue adoptado por el descriptivismo profesional de los
políticos –del ámbito que fueren- cuando se referían a su propia actividad o a
la de sus oponentes. Surgió, como inevitable deformación, el vocablo
“contra-hegemonía” (de poco uso en Gramsci, que siempre indica sus conceptos de
un modo tenue, lo que no los hace menos imaginativos, “sin aplicarlos” ni
hacerlos parte de un “teoricismo axiomático”), e inevitablemente hizo su
aparición la expresión “hegemonismo”, teñida de cierto fastidio o aire de
imputación para interpretar el crecimiento de grupos o de posiciones
determinadas, al calor de un campo de presiones cercanos a las estrecheces de
las tesis de la política “suma cero”. Esta conocida tesis supone que siempre se
producirán actos de coerción sobre espacios escasos, que son ocupados por uno u
otro, que sin más se excluyen y tiene conciencia absoluta de incompatibilidad. A
este proyecto hegemónico se lo exhibía, se lo declaraba, se lo hacía carne en el
verbo militante de la hora. La característica que tenía era la de cierta
inocencia ufana: el “hegemonista” quiere decir que lo es. Y no es que esté bien
que si alguien cree ser tal o cual cosa, no lo diga. La cuestión es que ese
concepto precisaba –como todos- el trabajo persistente de conceptualizaciones
más matizadas, diversificadas, o –permítanme un poco de hegelianismo ramplón-,
más mediatizadas. No cabe duda que el kirchnerismo fue poco atento con estos
matices.
Frente a todas estas situaciones que mal o bien ofrecían una representación del
estilo “kirchnerista”, aparecen ahora las devoradas “compactadoras ideológicas”
(una maquinaria de apelmazar ideas que podía deslizarse desde el Áulico Morales
Solá hasta el Locutor del programa de chimentos en la televisión de la tarde, y
así estrujarlo todo en el descrédito de los necios), pero era necesario también
un concepto tolerable, facilitador, que operara como “embrague” de lo que sería
agradable decir para una tarde de té: “pluralismo”. ¡Pluralismo! No me burlo de
este concepto; existe y tiene su historia, su balance polémico, su pertinencia,
dificultosa pero apta para el trato de la crítica y la construcción política.
Pero si empleo este tono, algo contaminado de sorna para hablar de estos mojones
del léxico de una época (“ayer nomás”), es porque caían todos bajo el fuego de
las compactadoras del escarnio. Si pluralismo era una bandera de la benignidad y
el altruismo, el hegemonismo era palabra revistada por el acoso de los oscuros
batallones del miedo y el estrago. ¿Cómo se llegó a eso? Comienzo a explicarlo y
a explicármelo por lo que quizás sea lo menos grave.
La política, aun en su sentido más lato y visible, siempre tiene un deseo
fundacional y otro acumulativo. Ambos no son lo mismo, pero se conjugan en el
lenguaje del militante, donde la palabra “acumular poder” aparece a menudo, y no
menos frecuentemente, se escucha el reclamo “fundacional”. Raramente son
exitosos, porque el infortunio –palabra, ésta sí, no muy solicitada- es la
compañera silenciosa y corrosiva de toda vanagloria política. La idea de
“acumulación” connota un sentido lineal de la política, un crecimiento que
generalmente recoge almas en una colectora que adquiere símiles de “aparato”, y
que generalmente opera con una noción lineal de la historia que los hechos tarde
o temprano desmienten. El “aparato” no se jacta de pluralismo pero lo tolera y
por lo bajo se felicita a sí mismo de los “desengañados del ciclo anterior” a
los que ahora se les “respeta sus rarezas o identidades”, pero se sabe que de
todos modos son “empoderados del aparato”.
El ánimo “fundacional” es diferente y todos, alguna u otra vez hemos caído bajo
su sugerente llamado. Quizás sea bueno decir que no hay política sin fundación
–es decir sin acto inaugural- pero todo acto inaugural –que en general obedece a
una quiebra de la continuidad “acumulativa” anterior-, al fin sucumbe, acaso
inevitablemente. Pero este momento “originario” se sitúa en una serie de actos
semejantes de fundación ocurridos antes. Allí florece el “pluralismo”, porque se
trata de lo que podríamos llamar un florilegio –un ramillete, colección o
analectas- donde situaciones diversas convergen. El Fundador se menciona pocas a
veces a sí mismo, y si lo hace no le gusta haberlo dicho, porque lo que viene a
fundar es precisamente su contrario. Esta fue la modesta dialéctica alfonsinista,
que todos respetamos. El pluralismo siempre es lo que se “parece al pluralismo”.
Al pluralismo lo funda alguien que no lo es.
Por cierto, del mismo modo lo hubo en 1945, donde “alrededor de Perón”, se
reunieron anarco-socialistas, conservadores, forjistas, fracciones militares y
de otros “aparatos del Estado”, nacionalistas católicos, radicales yrigoyenistas,
comunistas, laboristas… Y peronistas. ¡No, pero peronistas no había! El nombre
vino después para calcificar esta dispersividad fastuosa. De modo que se generó
la necesidad de la “unidad en la diversidad” –concepto lejanamente vinculado a
la dialéctica- y el pluralismo de los orígenes subsistió en una segunda
instancia, mientras que en primer lugar se erigía la figura del que conducía
todo el sistema de agregaciones. ¿Qué nombre tiene esa figura? Hay que remontare
a los griegos antiguos y más allá. El estratega (de estratós, ejército, y agere,
actuar, conducir) es ese nombre, traducible a conductor. No sólo no había algún
pudor en señalar esta posición, sino que se hacía gala de que se la tenía. Había
que proclamarla y cantarla, y se podían dar clases de cómo llegar a ella.
No podemos calcular todavía los cambios profundos que se produjeron en la vida
política argentina cuando ese nombre se introdujo. El estratega está obligado al
pluralismo de los propios, pero también a lo que llamaríamos la angustia del
pluralista. Porque siendo “pluralista” en esencia por el lado de su hipótesis
fundacional, es “conductor de sus leales” por la fuerza de la escisión que
introduce su propio apelativo de “estrategein” (si es que lo escribo bien). Por
eso el conductor es un pluralista fracasado, y más, cuando en el peronismo, se
instituye la oscura figura de la traición, que simultáneamente a esa
institución, y por la mismísima época, Borges explicaba muy bien en sus cuentos.
En el peronismo, la “traición” es un estado vaporoso o fluido, en el que se pasa
por una frontera imaginaria de tanto en tanto, o siempre, de manera potencial, y
esto de un modo necesario, circular y constitutivo. Así, se acentúa el esquema
binario que señala al “leal”, que asimismo está sujeto a ese estado etéreo del
riesgo permanente que lo tienta a atravesar la línea imaginaria. Es la dramática
historia de Héctor Cámpora, que en su desempeño póstumo, puso en tensión esa
línea imaginaria y sólo trazada en la conciencia imperceptible del estrategein.
Esta vaporosidad entre lealtad y traición habla más bien de cierto pluralismo
dentro del esquema –a veces llamado “vertical”- del Conductor. Borges, por la
misma época en que emergía el peronismo, hacía del traidor y del héroe una única
figura escindida, cuyo pasaje de un estado a otro no era discernible: “el otro
era él”. Solucionaba el problema del aguijón traidor en la conciencia del leal
con un golpe simbólico inusitado: los dos eran verso y reverso del mismo hilo
anímico.
Las dificultades del estrateguein, cuando extiende hasta el límite su capacidad
de llamar a todos los núcleos de identidades dispersos (a la manera de un imán
incesante) considerando que la primer identidad la da el autor del llamado y
luego cada uno conserva su “identidad específica”, hace que conducción y
pluralidad ocurran en un momento de tensión última, también en un esquema de
espalda contra espalda, o queden totalmente superpuestos. Frente a frente y en
instante de decisión, que aunque no se quiera, implícitamente estaba llamado a
todos. Allí se produce “Ezeiza”. Así que ante estos ejemplos históricos que no
traen buenos recuerdos, es comprensible que se emplee la noción más pequeña de
pluralismo, (le petit pluralism) que es la del ministro Lombardi: “los
pluralistas que son míos, míos”. Es la posesión del pluralista propio. Una
suerte de peronismo menor. En este caso, lo encabeza Santiago Kovadloff, del que
luego diremos una palabrillas. Precisamente sobre eso, sobre la “palabra”, o su
“ceder la palabra”. Porque nos falta decir algo más: en los tiempos de Alfonsín
(hoy recordables con benevolencia activa, tenía y tiene más importancia que la
que muchos fuimos capaces de comprender en ese momento) hubo también un proyecto
pluralista más preciso, que sin embargo tropieza con las variadas alusiones que
se hacían a su figura en términos de “fundador”, esto es, fundador de una nueva
atapa en la argentina post-dictatorial. Con toda la importancia que esto
revestía, indudablemente se producía una fisura conceptual en el esquema
utópico-pluralista del alfonsinismo, cual es el de necesitar también –como en el
peronismo, aunque de otra forma-, una representación invariable y aglutinadora.
Ya aquí se podría recordar la gran discusión de Carl Schmitt en El concepto de
lo político, con el pluralismo que defendía el liberal inglés Harold Laski. Aquí
se trataba, creo, del cuestionamiento que hacía Laski del poder monárquico. Y la
respuesta de Schmitt: no aceptaba los términos en que ese pluralismo intentaba
otorgarle mayor preeminencia a asociaciones confesionales o sindicales, fundadas
en la capacidad del individuo aislado de producir escenas contractualistas en su
singularidad, lo que de todos modos siempre podría concluir en el agujero negro
de la misma teoría de Schmitt: la pareja amigo-enemigo, siempre sobreponiéndose
a cualquier forma de relación en la sociedad civil, inclusive ésta, la del
individualismo que proyecta su propia soberanía exclusivamente sobre sí. En todo
caso, la alternativa excluyente sería aquí: pluralistas y antipluralistas, con
lo cual siempre el antagonismo capital se eleva sistemáticamente un grado por
encima de lo que aparece como queriéndolo conjurar. La escisión tiene una lógica
incesante en su interior.
No llegamos nosotros a eso, pero es necesario relevar los problemas aquí
contenidos. Un pluralismo lineal que no aluda tan solo a la tolerancia sino al
infinito encadenamiento de posibilidades expresivas “equivalenciales” –utilizo
aquí una palabra que era propia del idioma de Laclau- no resulta sino en una
forma de encubrimiento del mecanismo que lo “funda”. Por ejemplo, en el video
que supongo que se le debe a los “equipos” del Ministro Hernán Lombardi,
titulado Ceder la palabra, parecería una “mano invisible”, la que convocó al
grupo de pluralistas, y es claro que es la Radiodifusión oficial, como en algún
momento luego se lee, pues tiene la concesiva cualidad de no ser anónimo. Pero
entonces es pluralismo “más” la mano, “invisible” o no, del Estado. Mano
invisible igual a la astucia de la razón, decía Fredric Jameson. En las tesis de
Laclau, tan injustamente atacadas, para contener el flujo inerte de
equivalencias demandantes, había un significante, llamado “flotante” que
generaba una intertextualidad hegemónica, o los “vacíos”, que toman todos los
elementos disponibles de las reivindicaciones, uno de cuyos términos es un
significado-sin-significado, cuestión algo mística, pues está en condiciones de
reunirlos a todos en un núcleo vivo de prácticas que pueden llamarse
hegemónicas. Estas tesis son un modo de sincerar procedimientos que permiten el
pluralismo (o cierta deconstrucción de la realidad), pero la juzgan desde un
punto de vista decisional “que le da nombre, por tanto, lo hegemoniza”, lo que
ya pertenece a la idea de un pluralismo bajo una armazón que no oculta su don de
consistencia y catarsis. Empleo este viejo concepto aristotélico-gramsciano para
percibir que allí yace el pasaje a la acción en las tesis de Laclau.
A Laclau se lo leyó mucho y se lo asoció, evidentemente, al kirchnerismo. He
mantenido con él una amistad en la lejanía, que hoy me lleva a recordarlo con
cariño personal y gran respeto intelectual. Como todos, Laclau percibía que sus
largas investigaciones podían vincularse a la idea de “populismo”, convertido en
la interpelación que emana de cada rasgo singular vinculante para convertirse en
legítimo invocante del significante “pueblo”. Quiso sacarle así la carga
peyorativa al concepto de populismo, y en parte lo logró, pero con grandes
críticas en el ambiente académico y sin abundancia de lecturas en los ambientes
oficiales de la época, por no decir casi ninguna. Sin duda, García Linera, que
de ninguna manera se aparta tanto de las nociones de contradicción,
articulación, deconstrucción y resolución de tensiones de Laclau –aunque eligió
un título “spinoziano” para su libro-, mantiene con Evo Morales relaciones más
directas que las que llegó a tener Laclau, siempre ocasionales, con las figuras
del gobierno Kirchner. Por su parte, otro gran intelectual, Nicolás Casullo, en
su último libro, Las cuestiones, (gran título), expuso una meditada y profunda
argumentación en torno al populismo. No era ni igual ni poseía el mismo estilo
que la de Ernesto. Pero ambos –Ernesto y Nicolás, que se conocieron poco-,
tenían en cuenta que el rigor intelectual y el trabajo intenso con fuentes
clásicas y modernas, era la única vía para la reflexión y al mismo tiempo, el
único modo de no forjar clishés. Al contrario, pensar era disolverlos. Porque
solo constituyendo una investigación crítica y una ardua argumentación política,
se podían poner a prueba los conceptos usuales. “Pluralismo”, como idea o
vocablo impregnante, usado ahora por el macrismo en su publicidad básica, no
hubiera sido acogido por ninguno de ellos, no solo por su levedad subjetiva (si
algo no es el concepto de pluralismo es precisamente pluralista) sino por
faltarle el punto constitutivo del sentido. Borges lo dijo de la misma manera
(no me acuerdo dónde), y lo cito de modo apenas reminiscente: cuando hay una
cadena de acontecimientos, llamamos influjo a cualquiera de esos acontecimientos
que adquiere mayor coherencia separándose imperceptiblemente del resto. Era la
idea de hegemonía dicha con otras palabras, pero con el mismo espíritu
contingencial que tenían las tesis de Ernesto. El pluralismo lineal y meramente
exterior en cualquiera de las partes que se aglutinan, deja en las sombras el
verdadero poder homogenizador que lo mueve. Cuando Kovadloff dice “Ceder la
palabra” –en eso consistirían los valores plurales- no sería difícil cuestionar
esta declaración de propósitos, de apariencia, sin embargo, impecable. ¿Quién no
gustaría de una ética tan leve y capaz de eximirnos siempre de mayores
compromisos? Pero la crítica al pluralismo lineal no es por su superficialidad,
sino porque encubre las condiciones últimas de su enunciación. ¿Quién dice que
quiere ceder la palabra? ¿Cómo interpreta el sentido de esa cesión? ¿Qué es la
palabra? Sería fácil decir que todo esto es sinónimo de diálogo, de razón
comunicativa, de predominio final del argumento más justo. ¿Quién no lo querría?
Pero el pluralismo nos invita a una falsa transparencia, interpretando la
palabra como un regalo místico en que subyace la operación del profeta
mediático, cargado de poderes que no declara, y de engaños que sin saberlo se
hace a sí mismo por no poseer la meta-lengua que lo llevaría a comprender que
nadie cede nada que no pueda explicar antes por qué lo tiene. En verdad, cede la
palabra que antes le cedió el poder reinante, pero esta frase de mal gusto no
conviene a la economía profesional del augur. Los nuevos pluralistas no son sino
la confirmación de una de las más implacables formas de dominio del capitalismo
mediático.
Ahora: que Obama venga como viene obtura al conjunto de la historia nacional
reciente. No que venga, sino que venga como viene, para mostrar cierto triunfo
simbólico sobre Cuba –que precisa esta visita, por lo que parece-, y otro
triunfo sobre Venezuela usando el nombre de Argentina –que no precisa esta
visita. Por los menos en los términos planteados. Como un “festejo de los
derechos humanos” a los que habría “contribuido Macri”. ¿Es un chiste? Se pone
así la historia argentina del revés, en nombre de una geopolítica torpe que
descarga un mazazo sobre la el decurso crítico de la rasgada memoria nacional,
yendo más allá de los que pedían “memoria completa”. Decir esto último me parece
que era atendible, pero no era justo. Para la historia del país, no es justa la
apelación institucional a las “dos memorias”, aunque sin duda debe tenerse en
cuenta que cada caso contiene un valor subjetivo innegable, quien sea el que lo
porte. Pero para la objetividad jurídica, moral y política del país, y antes que
eso, para la trama íntima de la historia desplegada del colectivo “plural” de la
Nación, hubo un unívoco terrorismo de Estado, emanado del propio Estado en su
clandestinidad infausta, que inmoló a innumerables personas (militantes
políticos o no). Este gobierno de Macri se adjudicó la misión de suprimir esa
memoria, con todas las consecuencias que esto tiene para el tejido convivencial.
Obama, lo sepa o no, viene a convalidarlo. Ya él no es, claro, el jovencito de
la Universidad de Harvard que dirigió su revista de Derecho, debido a sus
cualidades de estudiante modelo, ni el que dijo inspirarse en el New Deal, ni el
que prometió el desmantelamiento de la base de Guantánamo. Ciertamente, su
carrera es mucho más interesante que la de Macri, pues Obama es un afroamericano
cuya complejidad familiar –uno de sus nombres recuerda al del propio presidente
de Irak derrocado por Estados Unidos, Hussein- no le impidió un itinerario
ascendente en las instituciones norteamericanas de caridad, políticas, o de
promoción de derechos. Rozó temas “progresistas” y los acarreó para el interior
del sistema de reproducción del poder real en su país. Ese es su parco mérito y
el gran escenario de su fracaso. En los bordes en que se situó, un facsímil
dudoso de las luchas por los derechos civiles en los EEUU, dejó frases y
actitudes que intentaban tomar legados, algún discurso de Lincoln –el muy famoso
de la “Casa Dividida”-, que tiene un contenido antiesclavista y un tono bíblico
(puede leerlo el pluralista Macri), y algún otro de Martín Luther King. No es lo
mismo que Macri, carente de cualquier drama o complejidad, y que está forjado
por un carácter naturalmente amenazante. Macri fue la Esma y no dijo nada, su
silencio icónico revela su desinterés o su intención de “implementar” los
“derechos humanos” con vistas a la entrevista con Obama, que a la vez entorpece
la conmemoración del 24 de marzo con su visita: en su curriculum, en el que
apela a la herencia de Lincoln, todo esto figurará como un hecho aciago –uno
más- de sus reales servicios al “poder real”. Volvamos al “ceder la palabra”.
¿No se la cedieron los macristas a este Obama? ¿No era ese el contenido del
“pluralismo”, poner la palabra del presidente Norteamericano como punto final de
un capítulo –el más agitado, contradictorio pero vivaz del inmediato pasado- que
llevó a fundar Unsaur y extendió una promesa libertaria en Latinoamérica, para
cuyo lacrado y cierre final, Cuba incluida, Macri fue electo y a su vez se
autoeligió –con aquiescencias varias, de justicialistas, progresistas
resentidos, radicales de derecha, peronistas del transfuguismo de siempre,
politólogos de las nuevas derechas…-
A todo esto, el macrismo puede ser tan laxo, servicial e inasible –salvo en el
momento del fustazo a los trabajadores- al punto que en la voz de Durán Barba
–miembro del fantasmal Club Político Argentino- parecería que el
desmantelamiento de la conciencia civil al que estamos asistiendo, podríamos
considerado una herencia de Jack Kerouac y León Rozitchner. “Así como suena”. Lo
dice Durán B. en un artículo en Perfil, “La izquierda y la música”. Leo:
“Mientras aplaudo a sus Satánicas Majestades pienso que Woodstock dejó huellas
más perdurables que la Revolución de Octubre y que a los conciertos de los
Stones asistieron más personas que las que leyeron las obras completas de
Lenin”. Si entendemos por “pluralismo” este tipo de pensamientos en revoltijo,
propios de uno de los grandes libretos de Capussoto, le pediríamos a Lombardi y
Kovadloff que no se molesten más en enseñarnos de qué se trata. Reconocemos que
hemos vivido nuestra vida en vano. Pensábamos que lo más parecido al pluralismo
era esa difícil dialéctica entre Woodstock y los movimientos sociales por los
derechos, que casi siempre se vinculaban a la nueva izquierda. Ahora, aparece
bajo un dudoso manto académico este risueño caradura que con sus ingeniosas
burlas encontró a quienes “cederles su palabra”, y convierte a la cultura
contemporánea en la mueca torva de un márketing para aventureros de poca monta y
crueldad en avanzadas dosis. (Escrito el viernes 19 de febrero de 2016. La noche
anterior vi el noticiero del nuevo canal oficial. Revoleteaban los fantasmas de
678. No se lo puede ver de otra manera. El locutor, muy “BBC”, saboreando su
triunfo, ejercía la neutralidad valorativa con sus imposibles a la vista; en las
imágenes, hablaban dos economistas de la situación, otro que ponía reparos a las
escalas del impuesto a las ganancias, y también Carlos Raimundi, más una muy
buena intervención de una representante del Cels, y el señor Marangoni, nuevo
pluralista militante. Aquí, poner el acento en futuras reflexiones sobre lo que
se practicó y lo que deberemos practicar. Pero más importante ahora es la noción
de que la Plaza de Mayo el 24 de marzo debe estar abierta a todas las
organizaciones sociales y políticas argentinas, en una única marcha colectiva,
para poner la historia argentina sobre sus pies.)
Buenos Aires, 19 de febrero de 2016
El
folletín argentino. Capítulo 8
En la octava entrega de El folletín argentino, Horacio González propone un
análisis histórico y semántico del peronismo, movimiento social de vastos
alcances y creador de identidades que atravesaron ciclos heterogéneos de la
política argentina. La aspiración a la unidad nacional que supone un
antagonista externo y los intentos de hacer del peronismo un frente
transversal, son otros de los puntos que González aborda. La reflexión final
queda para el concepto de autocrítica como una mirada que examine lo que
ocurrido durante los últimos doce años bajo la manera de un método de
extrañamiento que lejos de desentenderse de una interpretación profunda, se
aparte de los “conversos”, “nuevos pluralistas” y “ortodoxos de la
vendetta”.
Peronismo: esquemas de adecuación
Por Horacio González
La atracción que ejerce el peronismo es que fue preparado como un conjunto
de astucias que de alguna manera u otra terminan siendo un conjunto de
tragedias. Por otra parte, su aspiración a la unidad nacional, siempre se ve
impedida por su propia configuración enunciativa: al afirmar su deseo de
universalizarse, queda automáticamente convertido en una parcialidad que se
realiza fronteras adentro y deja un fuerte resto afuera. Ese exterior
sobrante o antagónico, según los momentos históricos, es juzgado como
incapaz de comprender las intenciones de instituir la unidad extensa, y
merece el apelativo de “gorila”. Esta expresión es muy profunda, y por mera
complementación lo es también decir peronismo. Se trata de conceptos pre-categoriales,
vinculados a un modo de comprensión donde es habitual postular un tipo de
identidad “bebida en las fuentes”. Se escuchó muchas veces decir “esto lo
mamé en mi casa”. El peronismo como desprendimiento iniciático de una voz
maternal, una heredad que apela a las primeras huellas emotivas que se
inscriben en una conciencia lactante.
Esos criterios hacían del peronismo un linaje genético, y si bien su
doctrina está articulada como un texto de saberes patriarcales, un marxismo
mucho más que ocasional también imprimió otra veta en su verba, lo cual
convivió bien con una épica extraída de una crónica de ascensos y caídas. De
modo que lo “heredado” podía conciliarse muy bien con lo “adquirido”, y en
la imaginación más cotidiana del peronismo, lo habitual es menos lo “mamado”
que lo adoptado, lo que no impide en éste último caso, que pasado un ligero
período de tiempo, se invoquen alusiones originarias. Siempre se es
“peronista originario”. El nombre pesa tanto, que está a disposición de
todos. Es una inmensa paradoja. Pero el que cree que con este requisito tan
fácil se arregla todo, no sabe aún lo fundamental. Que en su cuerpo interno
de límites imprecisos, hay un gatillo siempre montado en su lengua interna,
que traza ahora sí una frontera de apariencia inapelable: traidores y
leales. En vida de Perón, la única facultad que se arrogaba era la de ser el
autor (sigiloso, tácito, pues nunca lo decía sino a través de un
elaboradísimo sistema de signos y de notables implícitos gestuales). Pero
una vuelta de tuerca más tenía este rasgo crucial de trazar la “línea”.
Estaba escrito en la doctrina: el peronista que se cree más de lo que es, se
convierte en oligarca. (Cito de memoria). Esto convertía potencialmente a
todos en candidatos a atravesar la línea. ¿Era grave? No, para el Perón
exilado, o para el Perón anterior a la aparición de Montoneros. La “línea”
era sumamente porosa, se salía de ella en medio de estridencia, pero se
podía volver con los debidos recaudos, pues si todo leal podía ser traidor,
todo traidor podía ser leal.
El núcleo final de estos vaivenes estipulados, era un concepto agrupado en
un lema sucinto de Perón, que de tan enigmático parecía tener la más fácil
de las interpretaciones: la única verdad es la realidad. En nuestras épocas
de estudiantes que iniciábamos el largo contacto con el peronismo –con Perón
exilado, con el atractivo de la proscripción y la resistencia, con la
fascinación del “Gordo Cooke”-, nos reíamos de la coincidencia de uno de los
conceptos magnos de Hegel –la “realidad efectiva”-, con una línea de las
estrofas de la marcha peronista. Pero en esa época, no era inadmisible
pensar en un hegelianismo peronista –el Hegel de la Filosofía del Derecho-
que podía encarnar Guardia de Hierro, y un sartrismo peronista, que por
supuesto, encarnaba Cooke, quien había conocido a Sartre, y toda su teoría
del “hecho maldito” no era sino una variante de la idea de la “mala fe” del
autor de El Ser y la Nada. Queda muy poco hoy de eso, como debate o como
rastro que late en un presente dado. Desde luego, el peronismo cuyo nombre
vale la pena conservar, es el de los perseguidos, los caídos, los que fueron
torturados, los que la soportaron sin “cantar”, los fusilados… Esta historia
fue muchas veces contada, y en libros célebres de la literatura argentina, y
tiene un fuerza tal, que incluso subyace aun en pócimas reducidas en el
trasfondo último de la conciencia de los funcionarios peronistas, burócratas
o edecanes, senadores, sindicalistas o diputados, mandaderos o
transfuguistas, pues en todas las trapisondas en que se empeñan, hay siempre
un rasguido último, un quejido casi inaudible, que los lleva a una tan vaga
como indeclarable culposidad. Allá ellos. Perdónenme que ahora no hable de
las numerosas excepciones, que como es lógico, abundan en un movimiento
social de tan vastos alcances y creador de identidades que atravesaron
ciclos heterogéneos de la política argentina.
Un dilema por el que hoy se atraviesa es el de afiliarse o no al Partido
Justicialista. Personalmente, me duele en mi pequeño memorial, en los
puntazos de intimidad reminiscente que me asaltan, que jóvenes militantes
que esperaban tan otra cosa de las zozobras de la vida nacional, terminen
afiliados a esa armazón artificiosa, gobernada por una clase política cuyo
único arte es el de la adecuación a los poderes de turno en el mejor de los
casos, o a las proclamas libremente expresadas de un antiintelectualismo o
un anticomunismo propio de la “guerra fría”. Néstor Kirchener sospechó dos
veces esta situación. Una cuando lanzó la transversalidad y propuso
configurar –sobre la base del peronismo- un gran frente de centro izquierda
nacional. Otra, cuando fundó la Cámpora, poniéndole al grupo juvenil un
nombre que sería determinante. Por un lado, de una “ala izquierda” definida
por el propio Perón en la persona de quien era su delegado en la Argentina.
Por otro, arriesgándose a que con ese nombre, varias décadas después, se
reprodujera el episodio de enfriamiento de las relaciones de Perón con su
Delegado, que de la “lealtad” había comenzado a bordear la “traición”.
Siempre, el peronismo recurre a su validación arcaica, y está realmente
formado de los distintos afluentes que lo alimentan cíclicamente en nombre
de la “realidad efectiva”. Su maquinaria real se compone de ventosas
adaptativas que en su recóndita sabiduría, espera a los nuevos conversos.
¿Qué los aguarda? El credo realista de cuño adaptativo: la única verdad es
la realidad. Enigmático aforismo que puede preanunciar un examen realmente
crítico de las condiciones de lo real, o una adaptacionismo que siempre
encontrará su justificativo oportuno. Mientras, muchos jóvenes podrán
cotejar ese futuro destino, protegidos de las inclemencias que durante un
tiempo deberán soportar por el solo hecho de que provisoriamente sigan
considerándose los “herederos de la gloriosa resistencia”.
No quiero ocultar mi pesimismo ante las afiliaciones masivas de los jóvenes
que llenaron el Patio de las Palmeras, ente los discursos agonales y
autoafirmativos de la Presidenta; me basta para alimentar esa desesperanza
cualquiera de las fotos que veo de los pelucones del justicialismo,
gobernadores en actividad o retirados, operadores de “todo terreno”, ex
insurgentes setentistas absorbidos ahora por la “única verdad”. El peronismo
es una masilla adaptativa cuyo mimetismo se realiza en la espera del
“próximo turno”, frase balbinista por excelencia, solo que ahora no ocurrió
un episodio de alternancia, sino de cataclismo. La diferencia de tres por
ciento de votos era mínima desde el punto de vista cuantitativo, pero
cualitativamente, fue como la caída de Constantinopla. Había algo mal
ensamblado en el kirchnerismo, una debilidad constitutiva que no se sabía
declarar como tal, mientras se encaraban gestas comunicacionales –que sin
duda acompañamos- que se presentaban como “la crítica al poder real”. En
efecto, aunque un gobierno no suele decir eso, el kirchnerismo se
caracterizó por sus rasgos contingencialistas, acentuados por tener una
única y absorbente voz enunciativa, pero también muchos pigmentos que
combinaban la tolerancia disidente con el control despreocupado de la
diversidad.
¿Qué cosa no les gustaban a las ortodoxias del viejo Movimiento de estos
rasgos kirchneristas? ¿Qué cosa causó la ruptura con Moyano, con Pichetto,
con Smith? Las rupturas con la derecha justicialista ya estaban instituidas,
preanunciadas. De la Sota, Urtubey, Massa, eran y son evidentemente la
derecha oceánica que existe desde siempre en la Argentina, forjada al calor
de su geografía política, su reconversión de las almas, su enclave de clase
(aristócratas del noroeste, algunas patronales empresarias, son figuras
permanentes de los aparatos del Estado, son “peronistas”) con la hipótesis
–hoy en pleno curso en el macrismo- de que hay una “pata peronista” en el
proyecto de situar al país en el bloque mundial del Capitalismo Global,
servicialmente ubicado, con sus cuadros de situación en torno a temas de
“derechos humanos”, “seguridad”, “narcotráfico”, “terrorismo”, etc., ya
absorbidos por los grandes Configurados mundiales, ideología central de su
Banco de Datos. La subsunción del peronismo por su intermediación macrista
está casi hecha. Le siége est fait.
El programa de Kirchner que se insinuaba, en sus primeros pasos, junto a
Torcuato Di Tella (el único testimonio escrito más completo de los inicios
de esta experiencia) nunca pudo ser consumado, y muy pronto se convenció que
la “transversalidad” (un frente social potencial, que contara con una viga
peronista capaz de replantear su historia), no era posible. Las
sustituciones de este programa originario, a pesar de que el Presidente
Kirchner no guardaba grandes esperanzas en relación al Mamut petrificado,
recubierto de medallas y canciones, testifican que sin embargo no podía
privarse de él. Esta discusión nunca se hizo pública de un modo en que,
necesariamente, debía ser asumida como un tema vital para miles de personas
vinculadas a la memoria nacional. Lo que estaba destinado a despertar
grandes polémicas fundamentales, se hablaba en sordina y formaba parte de la
mayor incógnita para los militantes del “pan-peronismo” de la época.
Una, fue la Convergencia Plural –muy pronto fracasada, pero nótese que ya se
invocaba el concepto de “pluralismo”- y otra, “La Cámpora”, cuya
heterogeneidad como grupo de gobierno ligado al primer círculo presidencial,
también incluía fervor militante, adopción inmediata de la fascinación
simbológica, una tesis sobre la continuidad de las grandes epopeyas
argentinas y palabras-salmo como “modelo” y “proyecto”. De algún modo sigue
representando la dialéctica soterrada de todo grupo político, entre el
funcionario que tributa al conjunto, la militancia barrial activa, y la
hipótesis magna de la historia del peronismo transferida al siglo XXI: “la
relación líder masas”. No hablo con sorna ni suficiencia, aunque sí con
dudas espirituales. Era imposible escuchar los cánticos de la Plaza o del
interior de la Casa de Gobierno, sin que se suscite el perseverante recuerdo
y la nerviosa ansiedad por las recurrencias históricas que siempre precisan
de un balance específico, pero que con ese balance nunca reaparecerían desde
los caudales remotos de la memoria. ¿Qué es lo mejor? No pertenece a los
dominios de la política la posesión exacta de ese saber.
La expresión la “pata peronista” –en verdad, esta catacresis era empleada
por todo aquel que pensara en una política de remiendos rápidos y
oportunos-, fue aceptada por el propio peronismo, en la confianza de su
ubicuidad (podía alimentar y participar de las experiencias más diversas o
antagónicas a lo que es o cree ser). El macrismo tiene desde hace casi una
década, una “pata peronista”, pero la cosa va mucho más allá. Una vieja
figura de la retórica, tomada de la medicina, es el quiasma. El
entrecruzamiento por pares de diversos elementos antagónicos que se turnan
para forjar pseudo-antagonismos o antagonismos que tienen un plano efectivo,
pero con napas internas de fuertes intercambios e interrelaciones. Creo que
la estructura semántica profunda de la política argentina, incluyendo de
Alfonsín en adelante, es ese quiasmo, resumido en: el neoliberalismo “en” el
peronismo y el peronismo “en” el neoliberalismo. Con Alfonsín, empezó la
búsqueda de la “pata peronista”, mientras muchos sectores de la entonces
renovación, éramos la “pata alfonsinista” del peronismo. Sé algo de eso. El
Chacho, cuyo ascenso y caída es parte de esta tragedia, no sólo lo sabe,
sino que fue una víctima propiciatoria de esta situación, una “convergencia
plural” fracasada. En su sentido general, como primer destituido de una
alianza de centro derecha que declaraba un improbable progresismo, su caso
destiló escenas injustas hacia un político ingenioso, audaz, pero con
irresolubles vacilaciones.
Estos entrecruces se acentuaron con Menem, que ya había asumido plenamente
el programa económico neoliberal, con ministros de esa orientación, aunque
ratificando la “cultura peronista”, ocasión en que surgieron teorizaciones
diversas respecto a que el peronismo era precisamente “una cultura” que
podía ser adosado al programa económica que cada época recomendara, por más
caprichosamente diferentes entre sí que fueran. Papilla banal. La historia
en remate, la biblia junto al calefón. El signo del menemismo bañó al
conjunto del peronismo y fue apenas una antesala de la experiencia en curso
que no sabemos cómo llamar: apelemos para señalizarla al mero nombre de
superficie: Macrismo, pues.
En el macrismo actúa un peronismo pleno –han puesto la estatua de Perón en
la ciudad-, y en el peronismo hay un macrismo más que adulatorio, sobre todo
a nivel gobernadores, que concurren a la Casa Rosada sin el enojo, era
evidente, que les provocaba Cristina. No será en vano que se investigue al
macrismo, politológicamente hablando, como cierta fase superior de lo más
ambiguo y pregnante del modismo asociativo básico peronismo. Basta ver
rostro, estilos, declaraciones, astucias. El kirchnerismo problematizó a las
Corporaciones, sobre todo las mediáticas, que en todo el mundo se han
convertido en fábricas de subjetividad, lenguajes y deseos, y ubicó a Clarín
como su enemigo esencial (en un capítulo anterior comentamos largamente esta
situación); mantuvo rasgos de independencia en la política exterior; sostuvo
con los tenedores de la deuda que no entraron en el canje (los fondos
buitres) una actitud digna; el Banco Central asumió políticas sociales
además de las tradicionales en torno a la moneda; el programa económico
acentuaba las demandas efectivizadas en el mercado interno; y se dedicaban
fuertes partidas presupuestarias al sostenimiento de universidades
suburbanas, investigación científica, con resultados tecnológicos
ostensibles en la ocupación de órbitas satelitales, además de construir una
infra-estructura cultural que antes nunca existió de esta manera tan
copiosa. Por supuesto, todo esto cae ahora bajo el fuego granado del
gobierno macrista, que percibe esta conjunción de hechos como parte de una
Gran Corrupción, incluso de latrocinios personales, lo cual provoca la
secreta satisfacción de los peronistas ortodoxos y quizás de los nuevos
pluralistas, algunos de los cuales con actuación implícita en el
kirchnerismo, que han pasado a la posición de inquisidores en los medios
masivos, participando de tribunales sumarios a los antiguos funcionarios del
“régimen caído”.
Ante este delicado panorama, surgen voces que reclaman “autocríticas”. En
verdad, no tengo nada contra quienes las anuncian e incluso avanzan en
señalar ciertos temas enojosos, pero en lo que no creo es en ese concepto
tan complaciente, autocrítica, originado en una de las formas más rígidas de
la dialéctica. En los ámbitos de antiguas izquierdas, cualquier tropiezo no
se tornaba casi nunca un hecho de la historia que producía aperturas
inesperadas y muy desafiantes hacia situaciones nuevas, sino que apenas
exigía una autocrítica, un perdón por lo actuado –la Iglesia tiene ese
equivalente, pero lo usa con más ambigüedad- que permitía salir fresco hacia
el próximo segmento de actuación, tan previsible como el anterior. Por
supuesto, luego de un resultado tan abrumador –como dije, menos electoral
que abismal- no es posible quedarse mudo en la afirmación a-crítica de todo
lo actuado. No obstante, la crítica no es de índole literal, rutinaria,
equivalente a una rápida expurgación que sirve para comprar otro boleto de
tren para reiniciar otro viaje en dirección contraria. Hay que estar muy
intranquilo para conocer a fondo las razones de un derrumbe, de este
desplome con tantas dimensiones a ser examinadas, internas y externas. Y esa
intranquilidad proviene de lo que se venía originando en las grandes escenas
internacionales, donde las lógicas financieras asociadas a nuevas formas de
consumo –del poder, de las guerras territoriales y religiosas, de las nuevas
militancias sacrificiales, de las nuevas acciones del capitalismo ya
fusionado a todas las “formas de vida”- arrasaban con los tejidos
existenciales de vastos núcleos humanos.
Pero también el gobierno de Cristina transitaba por difíciles cornisas, que
mezclaban valentías inusuales en foros internacionales con proclamas sobre
el “capitalismo serio” que no se condecían con la crítica a las
“corporaciones”. Muchas veces, un genuino fervor sostenido en grandes
leyendas nacionales, ocupaba el lugar entero que debía compartir con
análisis más realistas de la situación. Por otro lado, las políticas
económicas no se sometían a miradas más agudas que alertaran que se estaba
transitando por el filo de la navaja –resalto, no obstante, la sensatez
decidida con que Kicillof tomó los delicados asuntos de los deudores
recalcitrantes que impiden ya no las soberanías nacionales sino las formas
existenciarias colectivas más elementales-, y si bien el Estado era
desacralizado (desburocratizado) para hacerlo admitir comportamientos
militantes que lo reactiven, no pocas veces esto permitió desprolijidades,
que hoy exaltadas al extremo por la prensa oficial que ocupa todos los
espacios del lenguaje informativo, configuran las bases de una situación
genéricamente persecutoria basada en la interpretación hiperbólica de ese u
otros errores.
La “autocrítica” no es un ritual o un protocolo cargado de axiomas. Es
principalmente la búsqueda de una forma para hablar de lo que pasó.
Especialmente, esa forma requiere cierta distancia para los que de alguna
manera u otra, tomamos el compromiso de actuar en el apoyo del gobierno –o
como es mi caso- aceptando ser sus funcionarios en distintos niveles de
responsabilidad. Y esa distancia no es un apartamiento de lo político y los
compromisos que de allí emanan, o una negación de aquello que aceptamos,
sino la creación de una mirada que examine lo que ocurrió al estar cerca,
bajo la manera de un método de extrañamiento que lejos de desentendernos de
una interpretación profunda, nos aparte de los “conversos”, “nuevos
pluralistas”, “inquisidores que pasan la factura” y “ortodoxos de la
vendetta”. Pero que nos acerque con más sensibilidad a explicar lo que
vivimos. El extrañamiento es un modo de la objetividad en antiguas críticas
literarias, pero es la objetividad del comprometido.
Asistimos ahora a una nueva persecución bajo la forma de la difamación, que
nunca cesó. Es pre y post gobierno de Cristina. Como tantos opinan, se trata
ya no de destruir una estructura sino de demoler un recuerdo. Debe haber
entonces una reflexión que acentúe formas éticas –no debe ser problema
llamarlas resistentes, todo resurgir futuro implica una forma óntica de tipo
resistente – y después una oposición política –parlamentaria, social, y en
ámbitos urbanos abiertos- que ate los puntos de protesta más elocuentes y no
rociados de un costumbrismo sin capacidad de convicción o persuasión, y que
así nos vaya acercando a la configuración de un frente social novedoso,
aglutinante, convergente.
Una y otra vez en la historia se ha presentado esta disyuntiva. Estamos
recién en los comienzos de reconocerla y pasar lista de los infinitos
nombres que llenarán lo casilleros donde se inscriban las voluntades que ya
estaban y las que se sumarán.
(Escrito el 22 de febrero de 2016, a la noche. Leo en Clarín una nota sobre
una asamblea de Carta Abierta, donde el comentario del periodista sobre una
intervención mía no es totalmente exacto. No puse a Holland a la misma
altura que la presencia de Obama en la Ex Esma. Ambos son hechos complejos
de distinta significación. El periodista pone entre paréntesis su opinión,
refutando al parecer al orador, que sería tan necio que no sabe que Holland
viene a recordar a los desaparecidos franceses. Creo que es el periodismo de
combate de Clarín, que entre líneas sabe cómo ridiculizar todo lo que
digamos los del “período anterior”. Reafirmo que el problema es la fecha en
que vienen. Si hubiera venido Mitterand, seguro que no se prestaba a la
confirmación de una nueva versión de los “derechos humanos”, ya convertidos
en una pieza de la globalización y un canje con la situación venezolana y
cubana. Es claro que festejo que Holland recuerde a los desaparecidos
franceses, pero no me diga el periodista Héctor Pavón –que sigue gozando de
mi simpatía, en este caso crítica- que no se abre un dilema trascendente
respecto a la fecha. Eso es lo que tendría que haber informado, pues eso fue
el corazón de lo que se dijo. De ahí también mi observación de que la
invitación a Estela Carlotto adquiere una gran importancia, porque sobre
ella reposará la responsabilidad de devolver la atención pública sobre el
tradicional acto de Plaza de Mayo de las organizaciones de derechos humanos
y sociales del país. Estela conoce suficientemente bien a todos estos
personajes de la política mundial, como para salir muy airosa del desafío al
que es sometida).
Buenos Aires, 22 de febrero de 2016
El
folletín argentino. Capítulo 9
En este capítulo de El Folletín Argentino, Horacio González examina algunas
alternativas de la política cultural de las tres presidencias Kirchner que a
través de las diferentes secretarías y ministerios generó una gran
infraestructura cultural dedicada a públicos específicos o masivos: Tecnópolis,
el Centro Cultural Néstor Kirchner, el museo del Bicentenario, los espacios de
la Memoria, por ejemplo. También realiza precisiones sobre su dirección en la
Biblioteca Nacional y sobre las intenciones del macrismo de continuar con el
desguace de todo aquello que remita al kirchnerismo y su "pesada herencia". El
nuevo director, Alberto Manguel, quien todavía no se ha hecho cargo físicamente
de la dirección de la BN debido a sus compromisos en Princeton, deberá afrontar
este dilema que se propone entre un modelo cancelatorio y revanchista, basado en
la auditoría, y otro, el anterior, de puertas abiertas, que creció en
personalidad cultural porque creció en indagaciones culturales y territoriales,
en lectores y en espectadores, que tomó jóvenes que se integraron a una
instancia educativa y pedagógica, pues así también estuvo concebida la BN (hay
cuatro escuelas diferentes en su interior) y con todo eso, se lanzó a recuperar
la joya perdida, el edificio de Calle México.
Borgismo, jauretchismo y pluralismo: astillas de una política cultural
Por Horacio González
En este capítulo vamos a examinar rápidamente algunas alternativas de la
política cultural de las tres presidencias Kirchner, tarea que siempre resultará
complicada por las esferas superpuestas que abarca el propio concepto de
cultura. No alcanzan las definiciones que a diario suelen facilitar un conjunto
de funcionarios internacionales, que han creado su lenguaje operativo y no cesan
de promulgarlo con arrebato. “Cultura material”, “cultura inmaterial”. Preparada
esta sucinta dicotomía, ya estarían los organismos púbicos en el vertedero
fundamental de sus políticas: desde la memoria colectiva, los cacharros
arqueológicos, los autores consagrados, las fiestas populares, las
conmemoraciones estatales o costumbristas.
No obstante, no se resuelven con esto las decisiones en torno a los apoyos
económicos que deben tener las áreas. Aquí se presenta enseguida la cuestión de
los mecenatos de empresas privadas –no avanzó mucho este tema en nuestro país, a
diferencia de lo que ocurre en Brasil-, que en caso de substituirse con ellos
alguna parte (a veces sustanciales) del presupuesto público destinado a cultura,
inevitablemente el control o “agenciamiento” de las acciones culturales, pasará
a formar parte del halo reconocible con que los grandes emporios económicos y
financieros les gusta revestir sus actividades específicas: un gran concierto de
alguna consagradísima pianista, la presencia de algún ballet internacional, la
exposición itinerante de Marc Chagall, los pentimentos de Vermeer, fotografiados
con lentes infrarrojos especiales, etc. Doy estos ejemplos sin rastro de
disconformidad; me gusta que cada una de esas cosas ocurra. Me gusta también que
podamos ver bajo qué condiciones se producen.
Durante el período del gobierno anterior se generó una gran infraestructura
cultural. Aunque hay algo incómodo en esa expresión, podrá comprenderse que me
refiero a construcciones y edificios que albergan actividades culturales para
públicos específicos o masivos. Cada una exigiría una reflexión en particular:
Tecnópolis, con su nombre de fantasía, tomó a su cargo grandes espectáculos y
exposiciones, siendo su origen una suerte de parque ligeramente museificado
sobre la historia de la ciencia y la técnica en la Argentina. Personalmente,
discutí este nombre, salido de las fáciles gavetas con las que el administrador
cultural atiende el encargo de interesar a grandes públicos, pues no me
convencía una denominación demasiado extraída de las tiras de ciencias ficción.
Detrás de la apología de la técnica suele abrigarse la denegación de un examen
más agudo de la expresividad cultural, y esto lo demuestran, incluso
inversamente, las parques de diversiones: son grandes construcciones basadas en
aparatos de la técnica (incluso más vinculados al procedimiento normal de una
fábrica industrial), pero sin embargo ellos viven de generar sentimientos
culturales primigenios: la alegría, el temor, el azar, el goce, el choque, la
utopía del viaje espacial, etc. Considerando todo esto, la evolución que tuvo el
lugar –en el que la Biblioteca Nacional, a través del Museo del Libro participó
numerosas veces- me pareció una gran experiencia, pues recobró muy fácilmente su
carácter de espacio lúdico donde se presenta con calidad la cultura popular
masiva. El actual gobierno habla ahora de Tecnópolis como si lo hubiera creado,
conforme a su política de borrar todos los signos del pasado y atribuirse
rápidamente autorías cuyo origen no reconoce…, so pena de malquistarse con el
juez Bonadío.
Con el CCK ocurre algo parecido. Mientras alegan que con el costo de la
reconstitución de esa joya arquitectónica que albergó el Correo Argentino desde
la década del 20 se podrían haber hecho “numerosos centros culturales en el
interior”, no encuentran mal que allí se hagan agasajos al presidente Hollande
-ciertamente, portador inadecuado del nombre de socialismo, ya nada tiene que
ver con Jean Jaurés o con Mitterrand, le interesaba más patear un penal en la
cancha de Boca que las nuevas penalidades a las que son sometidos los
manifestantes que se oponen al gobierno-, con lo que cometen desaciertos
múltiples. Los centros del interior también se han construido y son más
numerosos de los que ellos suponen –les basta preguntar o viajar- y el CCK
recién comenzaba a funcionar, no de apuro, como alegan, sino con una
programación muy cuidada, que estaba en elaboración. ¿Y la restauración? Que
debe haber sido cara, no hay duda. Y que siempre permanece un toque de solemne
frivolidad en estas cosas, es probable. ¿Pero había que dejar en la ruina esa
reliquia de la Buenos Aires de Gardel, Martínez Estrada e Yrigoyen? En su
intimidad, saben que no. Mientras tanto se dedican a criticar el órgano alemán
importado, que por su complejidad aún no está totalmente afinado.
¿Y el nombre? Quizás podía no habérsele puesto el de Néstor Kirchner. En este
tema, siempre hubiera sido mejor seguir el consejo de Jauretche a Perón. “Su
nombre es parte del paisaje; si se convierte en abrumador, solo por esto usted
puede llegar a caer”. Pero siendo esto una lección para los gobiernos populares,
no se justifica ni la fácil refutación de una obra por vía del odio a los
nombres, ni la hipócrita condición del que usufructúa astutamente lo mismo que
critica por causas cuya importancia no es mayor que lo que reciben como
herencia. Pesada herencia: sin duda lo es, porque se trata de un edificio que
equivale a 10 manzanas, con posibilidades de intervenir renovadoramente en el
conjunto de la vida cultural argentina con resonancias que aún ni imaginamos.
Pero no es la misma y misteriosa “pesada herencia” que a diario alegan, para
justificar sus torpezas y poder cometerlas con mayor amplitud, encima
disfrutando de lo realizado por otros. La cultura real no son metros cuadrados
de nada, pero mejor que haya metros cuadrados. La cultura, en esencia, es la
transfiguración inesperada de los “metros cuadrados”, sea en poesía, música o
literatura o “en otra cosa”. Siempre un oculto sistema métrico es afirmado o
negado. Aquí sí lo material e inmaterial se entroncan y se desestabilizan
mutuamente. Provisoriamente, definimos así el arte.
Un breve recuento de los secretarios y ministros de cultura de la Administración
Kirchner –con todos los cuales he convivido-, nos permite visualizar una
heterogeneidad de estilos, una serie de dilemas irresueltos, tanto como de
logros y experiencias muy valorables. Torcuato Di Tella quiso crear un museo de
la industria en Jujuy (descentralización, federalización y un estímulo cultural
para repensar la industria nacional). De algún modo, una parte de Tecnópolis, no
en Jujuy sino en el conurbano, también se fundamentó en ese anhelo. José Nun se
acercó a formulaciones gramscianas sobre el significado dramático de la cultura:
se la entendía como forma de vida y obras formalizadas. Se excluía el concepto
de “bellas artes” –no estoy seguro que eso deba ser así- y había una inclinación
hacia la educación popular, siguiendo la tradición argentina de la ilustración:
libros y casas, café-cultura, fueron decisiones bien recibidas.
Por su parte, Jorge Coscia provenía de una tradición diferente a la de Nun: la
Izquierda nacional. Le atribuía a la cultura un poder de iniciativa muy amplio
para redefinir el complejo sentido de la Nación. Éste concepto lo refería
especialmente a un “proyecto cultural”, en el centro de las acciones políticas y
económicas. Durante su gestión creció el interés por las industrias culturales,
y como compensación, la reanudación de los Premios Nacionales. Se creó una
oficina de cine experimental anexa a la Secretaría. Coscia había sido, además de
diputado nacional, presidente del Incaa, instituto que financió toda clase de
obras cinematográficas, acusado de gastar dinero en obras de poco público.
Durante las tres presidencias Kirchner, el Incaa tuvo una gestión, siempre
acusada de “populista”, que dejó obras singulares de alta concepción estética.
Menciono, por ejemplo, el film “Lumpen”, de Luis Ziembrowski, película extraña y
sutil, reforzada por alegorías que se ensamblan en un espacio atemporal y
mitologizado. Cuestionar esos filmes que sólo pueden financiarse con presupuesto
estatal es dejar, como en todo el mundo, la producción cinematográfica en manos
de un sentido unidireccional del gusto colectivo.
Con la gestión de Teresa Parodi maduró el tan reclamado Ministerio de Cultura,
que sus antecesores –secretarios nacionales- siempre habían demandado. Se
reforzaron las actividades musicales en todo el país y se iniciaron las
difíciles decisiones que implicaban poner en marcha un nuevo Ministerio. No hubo
carencia de problemas y discusiones, pero la Ministra exhibió firmes
convicciones en su tarea, sorteó obstáculos numerosos e inauguró el CCK con una
programación diversificada que para aplicar la palabra que luego cundiera como
“motto” fetichista, fue absolutamente pluralista. Cualquiera que revise lo
actuado en torno a ese Centro Cultural percibirá el modo que en él se unían un
flujo de lo popular (las entradas eran gratuitas, lo que de por sí entraña una
gran discusión) con experiencias capaces de recoger todos los vanguardismos y
clasicismos posibles, por decirlo así. La ex-ministra Parodi no sólo es conocida
por su actividad de autora y cantante de canciones de vasta repercusión, sino
por sus vinculaciones con los grupos poéticos más importantes de la Argentina
del último medio siglo, como la revista “Poesía Buenos Aires”, dirigida por Raúl
Gustavo Aguirre y Edgar Bayley. Aunque corro el riesgo de extenderme demasiado,
diré una palabra sobre el Instituto Dorrego, que fue intervenido durante esta
última gestión ministerial y disuelto por el nuevo ministro de Macri.
Evidentemente, no parecía ser una decisión acertada su fundación. No formulo
esta opinión bajo ningún tipo de reserva con sus integrantes, a quienes conozco
casi en su totalidad, sino por el tipo de polémica que enseguida sobrevendría, y
no por saberse ahora el conjunto de inconvenientes que se presentaron, me animo
a decir que una decisión de esa magnitud en torno al pasado argentino debería
haber contado con más prevenciones.
Dorrego es una figura fundamental de la historia de nuestro país, y sin duda,
era necesario dotar de mayores recaudos un estudio renovado de su memoria, que
sigue siendo ahora tan o más necesario que antes. Aquella decisión,
indudablemente fue tomada por la Presidenta al calor de sus intereses
historiográficos, que pasaban por clásicos del revisionismo histórico, los
autores siempre citables de las izquierdas nacionales de décadas atrás –Jauretche,
sobre todo-, y por la necesidad de una evidente renovación del elenco
nacional-popular, pues también solía incluir no sólo a Belgrano sino a los (de
alguna manera u otra) considerados “jacobinos argentinos”: Moreno, Castelli y
Monteagudo.
Del mismo modo, generó otro tipo de polémica la Secretaría de Estado confiada a
Ricardo Forster. Basadas en una interpretación desfavorable del nombre de esa
Secretaría (que efectivamente, debió ser otro), se dirigieron numerosas críticas
a una experiencia que será recordada en la historia del polemismo argentino como
la forjadora de grandes eventos internacionales sobre temas de teoría política,
situación latinoamericana, estudio de autores clásicos y modernos, ámbito de
encuentro de las más diversas expresiones del pensamiento crítico. Todo esto
frente a una dimensión que cobraba la industria cultural (no la que impulsaba el
gobierno entre pequeños y medianos productores de obras de todo tipo) sino una
de signo poderosamente empresarial: la que permitía un gigantesco giro en la
cinematografía –“Relatos salvajes” es un complejo buceo en las relaciones
cotidianas, con un humor ácido e ideologías pseudo-críticas a la sociedad
postindustrial- y también en la televisión de masas, con festejados usos del
lenguaje injuriante y desaprensivo, modelos de conflictos interpersonales más o
menos neurotizados y fuerte propensión a construir un estilo de interpelaciones
desmanteladoras del patrimonio idiomático corriente, exportable al campo de la
expresión política, cada vez más disminuido cultural y sensitivamente. Cualquier
política cultural lo es si desafía ese aparato disciplinante con alternativas
capaces de disputar con las propias fauces del Gran Moloch.
De las tantas alternativas mencionables, prefiero recordar los programas
auspiciados por la Biblioteca Nacional que tuvieron lugar en una emisión seriada
del Canal Público, a cargo de Ricardo Piglia. Eran programas literarios lanzados
al viento, al margen de los cálculos habituales de las programadoras, y son
hasta hoy parte de la ejemplificación vigorosa de lo que puede hacerse con los
medios públicos. Abundan otros ejemplos, bien conocidos, que se sabrán recordar
adecuadamente. Y dicho esto, propongo al lector que me acompañe con algunas
consideraciones sobre la Biblioteca Nacional, justo en el momento en que vive su
máxima encrucijada del último medio siglo. Inevitablemente, le daré un tono más
personal a este relato.
Cuando ocupé la dirección de la Biblioteca Nacional durante más de una década,
sucediendo a mi amigo Elvio Vitali, tuve algunos “problemas con Borges”, tan
inevitables como sugestivos. Si bien la Presidenta se interesó por su lectura,
muchos funcionarios del gobierno provenientes del peronismo –digamos: del
memorial de la palabra política peronista-, me sugirieron varias veces que no se
enfatizara tanto la figura del autor del Aleph. ¿En que se basaba esta opinión?
En que –entre tantas cosas- Borges fue también una efigie central de la
Revolución Libertadora. Efectivamente, en las anotaciones del fabulístico e
incisivo libro de Bioy, Borges y él aparecen como los últimos discípulos de
aquel hecho de armas. Ya entrado el gobierno de Frondizi, ellos se extrañan de
que hubieran cambiado tanto los temas dominantes – ahora se hablaba de
desarrollo, integración, pactos con el exilado Perón, etc.-, que para conjurar
ese lamento, se dedican a escribir los últimos y laboriosos volantes de la
Comisión de Afirmación de la Revolución Libertadora. Lo hacen en el mismo
Despacho de Borges, como décadas antes, Pellegrini escribía sus discursos en el
Despacho de Groussac. La Biblioteca –les informo- siempre tuvo esa politicidad.
Basta saber que una buena parte del tercer piso está ocupada por la Academia de
Periodismo, donde se reunían muchas de las plumas que tanto contribuyeron a
zarandear al kirchenrismo. Urdimbre heteróclita de símbolos, es inútil que
alguien quiera hacer de la Biblioteca otra cosa.
Nuestra lectura de Borges nunca fue vaciada en ningún estereotipo, sino que
partió de una consideración estricta de su invención literaria, la sospecha que
siempre comprobamos y siempre se evade quedamente, de que en su literatura están
“embotellados” como en la lámpara de Aladino, buena parte de los signos del
drama argentino, y también los esbozos de su explicación, a modo de la “esfinge”
a develar que mentó Sarmiento siguiendo al francés Pierre Leroux. Por lo tanto,
era ahora, más que en cualquier otro momento, que había que invocarlo. Nunca fue
un recitado escolar sino un acertijo de complejo desciframiento. En ese sentido,
quien lo lee así, es su verdadero lector.
Si una estatua es garantía de algo –una inocente imagen de perdurabilidad, el
establecimiento de una silueta inmóvil que el peatón mira impávido, un
simbolismo inopinado entre el silencio de un parque o el hollín de la ciudad-
fuimos nosotros los que emplazamos su figura, la de Borges, en piedra en uno de
los jardines del a Biblioteca, obra del escultor popular Oriana. Los jardines de
la Biblioteca son modestamente poco bifurcados, pero exuberantes. Quizás,
humorísticamente babilónicos: tienen un Papa, un Mujica Laínez (obra de
Fioravanti, que se repone cíclicamente por los robos, pues el autor de Bomarzo
padece también de la “inseguridad”), y un Perón anónimo, (a prudente distancia
de Manucho). Perdura silencioso en el Parque de entrada, un asombroso gomero
entre gótico y barroco, cerca del cual hay un Cortázar delicadamente cubista,
iniciativa de la legisladora Susana Rinaldi; detrás, un Alfonso Reyes, olvidado
aquí y en México, que fue agudo incitador de la lengua castellana en los dos
países, un Ricardo Rojas de Perlotti (su amigo), y hasta la rareza de un Horacio
Salgán, una gran cabeza pétrea, del gran autor de “A fuego lento”. Todo indica
que nunca se sabe cuándo poner un busto y si estas piedras o mármoles miméticos
que acompañan toda la historia cultural, deben seguir cultivándose… es decir, de
quiénes, y cuándo. Gramsci estudiaba la “hegemonía cultural” en una ciudad según
esos monolitos. Lo mismo haría Jauretche. Desde luego, son decisiones
historiográficas, culturales y políticas. A veces regidas por la casualidad.
Porque en los jardines de la BN hay también un José Mármol, en la plaza
posterior de la Biblioteca, que como toda talla de un rostro es indiscernible
respecto al modelo real, pero esta pieza tiene un soporte providencial para el
interesado: al menos es de mármol.
¿Deberíamos darle importancia a las esculturas urbanas representativas de figura
históricas? Mejor examinemos el hilo de disconformidad, las decisiones que toma
el Estado frente a ellas y cómo se evidencia una “política cultural” en relación
a la monumentalística arquitectónica dedicadas a flujos de masas, sea el CCK y
Tecnópolis, de los que ya hablamos y que mantienen claras diferencias entre sí.
David Viñas se detenía sorprendido a analizar la escultura de pie de Bernardo de
Yrigoyen, en Callao y Paraguay, en la cual contrasta la ejecución recubierta de
finos detalles y bajorrelieves –quizás de las más logradas que hay en Buenos
Aires-, con la ignorancia en que hoy se tiene a esa figura, tanto como de los
problemáticos resultados de sus compromisos políticos. Con el monumento de Roca,
es evidente que hay diversos problemas, discernibles en varios planos. Un
monumento se emplaza en la ciudad y es parte de su trama de signos
referenciales. En ese sentido, esa obra representa no sólo a su “héroe epónimo”
sino también una localización urbana, un segmento de la historia de la ciudad y
una parte del “memento histórico” que tuvo una efectiva realidad pasada. La
revisión de la figura de Roca en virtud de la nueva consideración que tiene la
historia a la luz de los “pueblos originarios” –con la creación, incluso de este
concepto- obliga a otras consideraciones. El tema contiene una filigrana de
sutileza que obliga a un tratamiento muy delicado. No se trata de la “caída de
un régimen” con multitudes que se arremolinan furibundas contras las estatuas
del gobernante derrocado (como ocurrió en 1955), sino de una instancia de la
historia estatal argentina puesta en discusión al conjuro de la formación de
naciones en base a la conquistas de geo-espacios para el capitalismo en ciernes.
Con la consiguiente expulsión –basada en distintas gradaciones de una masacre-
de los pobladores allí establecidos, pertenecientes a la relación
etnias-territorio que eran las que más antiguamente pudieran considerarse. El
gobierno Kirchner siguió con preocupación y ambigüedad esta polémica, y encontró
una resolución que finalmente no parecía la más adecuada para intervenir en este
dilema historiográfico. Quitó de los aledaños de la Casa Rosada la estatua de
Colón.
Entre las filas de los que, cada uno a nuestra manera, apoyábamos al gobierno,
solo se levantó la voz de Mempo Giardinelli para cuestionar un hecho poco
convincente, que sin duda emanaba de una decisión de la propia Presidenta. El
hecho, en efecto, no era justificable, pero entrañaba una concepción de la
historia, que también habitaba ciertos discursos de la Presidenta en los
aniversarios del Combate de Obligado, la creación del mencionado Instituto
Dorrego y los apuntes más que ligeros en torno a la evocación del revisionismo
histórico en los medios de comunicación del gobierno. No creo que hubiera sido
difícil la convivencia de Juana Azurduy y Colón –tan heterogéneos desde el punto
de vista de la historia- si se hubiera compuesto una nueva consideración
escenográfica para la Plaza de Mayo. Uno de los artistas destacados del período
–hubo muchos pero no los mencionaremos aquí- fue Daniel Santoro. Santoro podría
ser un personaje que hubiera participado con gusto en las discusiones sobre el
Proletkult durante la década del 20, pero a su expresionismo místico le agrega
un esoterismo político para encuadrar una interpretación “escópica” sobre la
historia nacional emanada del interior de la historia de sus tendencias
artísticas en lo que habitualmente se considera la “plástica”. No sería posible
esta revisión de época si no se debate más seriamente sobre esta obra
fundamental. No mencionaré otras que no lo son menos para no agrandar tanto este
escrito. En cambio, la presencia de Marta Minujin en el agasajo a Hollande en el
CCK –no sé si todavía lo llaman así- me suena a un eco tardío de todo lo que
quieren expurgar, aunque quizás lo toleren por ser destellos de una nostálgica
repetición.
En cuanto a Borges, hubiera sido chistoso convertirlo solo en una estatua, como
quería Lugones hacer con todo. Hicimos algo más, pues el Borges estatuario
apareció recién después de afirmado el Borges anti-monumental y utópico. Pues lo
imaginamos inspirador no sólo de una política cultural sino también
bibliotecológica. Borges interpreta la catalogación y la clasificación de libros
como provocativos argumentos del destino, basados en la falta, el rigor y la
extrañeza. Cuando Borges escribe, se producen eventos retóricos, artísticos,
irónicos y bibliotecológicos. Creo que ese es el espíritu secreto de una
Biblioteca, lo que incluye una interpretación literaria de sus métodos de
catalogación sin que estos dejen de registrar los avances y discusiones técnicas
que atraviesa la época. Por eso, es posible distinguir por lo menos dos Borges
(dos, y no tres, porque aquí subsumimos el Borges político en el Borges
ficcional). Hay entonces un Borges del juego con la palabra bajo un orden
discursivo paradojal, irónico, inagotablemente ligado a la revelación que se
omite o que al darse implica la muerte. Este Borges tiene intacta su frescura.
Y hay otro Borges, el de la globalización, que puede ser convertido en aforismo,
en almanaque, en video-clip, en nombre de una boutique, en cita apropiada para
adornar un best seller, o en un remedo betsellerista de una investigación
divertida, aunque reconocidamente bien hecha. Fue el caso del estimable e
imaginativo Umberto Eco, al que extrañaremos. El Borges de la globalización no
es antagónico a un supuesto Borges “argentino”, porque esta no es tampoco su
definición última: lo que corresponde a Borges es un universalismo argentino. En
mi opinión, sin que sus trabajos sean de ninguna manera desdeñables, Alberto
Manguel –esperemos que el próximo director de la BN, y aquí entramos en un tema
problemático-, ronda sobre el Borges de la globalización. Lo hace áulico,
anodino, citable, imitable. Lo que él escribe es amable, no son best sellers
explícitos, pero disimulan esa condición en su pliegue último de interconexión
de citas, sorpresas y metáforas de lectura que se obtienen con un cultivado
imán, delicado hierro magnético que colecta todo unánimemente, desde San Agustín
a Flaubert.
Buena parte de lo que Manguel ha dicho sobre bibliotecas, acá ya ha sido hecho;
pero también mucho de lo que ha dicho en su vertiginoso paso reciente por la
“Dirección Invisible” de la BN, implicaría un lamentable retroceso. Sobre eso
tiene que reflexionar y sobre todo informarse bien, evitando los vulgares
prejuicios que les presentan sus informantes, explicados por el hecho inusual de
que hace cuarenta años está fuera del país. (A propósito, Sarmiento, un tanto
rencoroso, se opuso a que Groussac sea Director de la Biblioteca Nacional por
ser “extranjero”. Pero era una rara clase de extranjero, en el fondo poseedor de
una comprensión conservadora pero rigurosa del país.) Manguel no es realmente
extranjero, pero para que sea Director de la Biblioteca, es necesario que piense
en las peculiaridades del lugar en el que se establece. Lo decimos para que
venga y no para que no venga.
Sabemos que viene con una utopía borgeana, pero ésta no puede ser un no-lugar.
En ese sentido, hablando de lugares, es urgente que se preserve el antiguo
edificio de la calle México: eso hace que le reclamemos a Manguel que se hago
cargo del lugar ahora mismo. No deberían ser más importantes sus clases en
Princeton para demorar su llegada. El gobierno que lo trae ya dijo que ese
edificio –que condensa buena parte de la historia cultural del país- es una
ruina inútil. Justamente es al revés, solo las ruinas son útiles cuando se trata
de retomar la historia de un recinto trabajado por el tiempo, haciéndoselo
hablar otra vez.
No le negamos a Manguel su condición de orfebre de una literatura de solaz,
amenamente concebida, voluntariamente carente de tensión, por más que la
envuelva en celofanes y centelleos borgeanos. Pero es en vano que nos diga cómo
debe ser una Biblioteca Nacional, porque también en este caso sostiene criterios
globalizados, aunque aquí y allí pigmentados con las protestas del humanista
aristocrático contra las teorías informáticas. Sus filigranas deliciosas de
gurmet literario, que también podemos apreciar, padecen cuando no se sumergen en
una cultura viva, con sus problemas singularizados, demostrándose que el
detallismo hedónico puede no ser incompatible con el lector abstracto, al que
recién denominamos globalizado.
Manguel hizo como un ejecutivo de “apretada agenda” una visita que distó mucho
de la del Don Juan de las Bibliotecas. Dejó cargadas preocupaciones: habló de
desmantelar ediciones (la única editorial pública del país con catálogo
sistemático), controlar exposiciones, averiguar qué libro se va a presentar
antes de dar permisos. Su erudición debería cuidarse de no bordear la censura y
de decir cosas sin fundamento. Por supuesto, está dotado para hacerlo y debe
discutir con el contexto que no se lo permite. Porque si no consentiría con la
idea de lo que llamaríamos una Biblioteca Cancel, gobernada por el miedo en vez
de aquella trama de símbolos que hasta ahora tenían sus diversos senderos. Es
vergonzoso que se diga, como imputación, que allí se reunía un grupo político
oficial. Uno de los libros de Manguel, permite sacar conclusiones apreciables
sobre las estigmatizaciones a que en extensos períodos de la historia son
sometidos los intelectuales. Créanos, amigo Manguel, de aquí a Canadá, usted es
testigo de casos masivos de ultrajes que se pueden seguir en un fácil hilo
histórico –precisamente usted los comenta bien-, pero lo que ocurre ya con el
papel que va a cumplir, obliga asimismo a que usted cuide muy celosamente que no
lo sorprenda la involuntaria y tan poco elegante condición de coadjutor de
despidos de personal. En aquel grupo político de mentas venían a hablar desde
Leonardo Favio hasta el filósofo francés Etienne Balibar, y no había aduladores
de ningún gobierno sino una suerte de “urgidos historiadores del presente”.
Se hacen auditorias, hoy, solo para tener pretextos para exoneraciones masivas,
no para saber cuál es “el estado de la nación”, lo que por otra parte en la
Biblioteca está a la vista. Una auditoría, diría Borges –si fuera un pluralista
a la manera del Aleph, condensando en forma transparente toda la simultaneidad
puntillosa del mundo-, es una manera de escuchar en la libertad de un fluir
impensado, sino imposible, la totalidad del discurrir de los hechos. Pero este
Borges no es el Borges macrista que asoma, como máscara de un nuevo
autoritarismo, del desprecio a lo que se ha hecho y a la manera libertaria en
que se lo ha hecho. Fábrica desvitalizada de unidades atomizadas y
aterrorizadas, es en lo que quieren convertir a la Biblioteca Nacional. Manguel
hará de humanista y los empresarios del “software enlatado” gobernarán, a través
de tristes intermediarios, a las Bibliotecas Nacionales. Nosotros nos atrevimos
a lanzar su independencia intelectual, ellos creyeron que esta equivalía a su
cautiverio tecnológico.
Con estas prevenciones, en los tiempos inmediatamente anteriores creció el
personal porque crecían las tareas, se creció en personalidad cultural porque
creció en indagaciones culturales y territoriales, creció en investigadores
porque creció en lectores y en espectadores, se tomaron personas en algunos
casos sin preparación previa porque eran jóvenes que se integraban a una
instancia educativa y pedagógica, pues así también estaba concebida la BN (hay
cuatro escuelas diferentes en su interior) y con todo eso, se lanzó a recuperar
la joya perdida, el edificio de Calle México. Puede concluir usted, Manguel, esa
tarea, que nunca se hubiera iniciado si éste, su antecesor, y la antecesora en
el Misterio de Cultura de quien ahora es su actual Ministro, no se hubieran
ocupado como conjurados, de abrir paso hacia ese notable edifico histórico. No
le pedimos que reconozca nada. Apenas que custodie la Biblioteca, el Museo de
Libro, retome la Calle México y rechace el destino de atender las implacables
llamadas de su ministro, que podrán guardarle consideraciones –usted es el
intelectual más adulado por los medios oficiales-, pero no se permita escuchar,
ni a la distancia ni estando aquí, pedidos de despidos y recortes de todo tipo.
Abandone esas palabras de su diccionario, pues son parte de los sortilegios
despectivos hacia el lector, ese mismo que usted estudia muy bien en sus libros.
No acepte en las trastiendas de la historia lo que reprueba en sus escritos.
La política cultural de las presidencias Kirchner tuvieron diversas dimensiones,
contradictorias entre sí, que en la callada afirmación con que se daban los
grandes debates, ponían en tensión necesaria las relaciones entre el
financiamiento del Estado, la vida popular, los repentinos conceptos
“sociopolíticos” como “inclusión”, grandes obras, a veces majestuosas, y
convivencias a destiempo de horizontes culturales cosmopolitas con afirmaciones
jauretcheanas (este viejo duelista era solicitado con cierta liviandad)… y en
esa misma tensión, se jugaba una nunca resuelta teoría del Estado y el sagitario
mismo de los que sería un conjunto de decisiones culturales que fueran
universales cuando se referían a una obra nacional, y que fueran nacionales
cuando se recurría a un necesario universalismo. Como en todo, mucho de eso
hubo, y los vaivenes que daban imprecisión al conjunto, a veces parecían
gobernarlo todo. Por mi parte, si me permito parafrasear al Borges del Informe
Brodie, mascullando decepciones, tuve el orgullo de haber integrado esas filas.
(Escrito el domingo 28 de febrero. Los libretistas de la clausura, no en la
política sino en el conjunto de la memoria social, no descansan para producir un
cancelamiento orwelliano de la experiencia kirchnerista. Se valen para eso de la
literatura gótica transformada en pobres dictámenes de último momento. En el
“protocolo” figura la prisión de Cristina Kirchner, cuyas huellas digitales son
examinadas por el zapatófono del Super Agente 86, y la acusación a los
principales funcionarios económicos del anterior gobierno de decisiones sobre el
dólar cuya responsabilidad en última instancia le cabe a los funcionarios del
gobierno actual. Los acusadores de alquiler culpan a otros de sus propias
responsabilidades)
Buenos Aires, 28 de febrero de 2016
El folletín argentino. Capítulo 10 (final)
Capítulo final de “El Folletín Argentino” escrito por Horacio González para La Tecl@ Eñe. Siempre un balance es el difícil desdoblamiento de una conciencia sobre sí misma, todo lo que pretendamos en nuestro futuro inmediato está ligado a hacerlo, a hacer ese balance trascendental, pues sin él –sin que sus posibilidades triunfen sobre sus escollos- pocos derechos tendríamos a ser los críticos más escuchados de esa vecina que llama a la policía porque ha auscultado el pliegue no tan invisible donde el actual Presidente ubica sus calibradas amenazas, sus repliegues calculados, y su vuelta sin pudor a la intimidación reiterada. En el discurso del 1º de marzo, Macri dijo que nada vale del pasado. Para nosotros todo pasado vale pero bajo la forma en la cual no nos coacciona sino que nos libera y que depende de la manera de interrogarlo una y otra vez para ser nosotros mismos los que digamos qué hicimos bien, qué no hicimos y que no deberemos volver a hacer.
Posibilidad
o escollo para un balance del illus tempore
Por Horacio González
Luego del discurso de Macri del 1º de Mayo muchas cosas han mutado. La primera
de ellas es que se ha suprimido la noción de “alternancia”, colindante a la de
“pluralismo”, noción que se señalaba como la falla esencial del tiempo en que se
ejercieron los gobiernos Kirchner. Por eso estos gobiernos eran denostados, y
esa era la base de las acusaciones que se lanzaron, un “pendant” que iba del
“populismo” al “totalitarismo”. Falta de republicanismo y responsabilidad de una
grieta, eran dos tipos diferentes de recusaciones. Una politológica; la otra,
folletinesca. Junto a ello, pululaban los cuestionamientos moralizantes
-corrupción-, económicos –inflación- y emocionales –inseguridad. Todo puede
resumirse ahora en la búsqueda de justificaciones para un tipo de poder que muy
lejos del “republicanismo” que invocaba, mantiene un gesto de índole totalista y
aun represivo, aunque usa el resorte táctico- fullero, de dar marcha atrás antes
las más visibles atrocidades. (Una Ministra macrista: “es una atrocidad que
baleen a dos militantes kirchneristas”) Pero es indiferente a si esos hechos se
forjan desde la condensación discursiva que imparten a diario, adensada en
oleajes de desestimación y furia “hacia el pasado”. Es muy antiguo el problema y
tiene estructura indecidible. Se trata de la violencia verbal en los casos en
que se conecta con la violencia física. Pero un indecidible sólo quiere decir
que aun no habiendo relaciones orgánicas entre ambos hechos, no sabemos si puede
ocurrir la vinculación y bajo qué condiciones. Pero es una vinculación que
repentinamente, ocurre. En un cruce inesperado del “dicho y el hecho” se prende
la chispa que hace a esa frase un momento de la utopía, la casualidad o la
aparición anómala del aerolito que siempre pasaba de largo y de repente, produce
el impacto. Se suprime así la rima que reza “hay mucho trecho”. Este
razonamiento proverbial es justo, pero el trecho del que habla –exigido por la
rima- condena, por un lado, al discurso a sus propias leyes no delegables al
“hecho”, y al mismo tiempo abre lo que llamamos indecidible ante la compleja
categoría de “hecho”. Éste ocurre cargado de metáforas aparentemente
discursivas, pero indecidibles respecto a los enlaces finales que produce en
busca de una consumación. Tan derruida está la capacidad proverbial del país,
que el caso Nisman lo demuestra por todos los costados. Una justicia vergonzosa
busca culpables y conspiradores allí donde el pensamiento real (pensamiento
común con el agregado de la inteligencia y la intuición espontáneas) no debería
admitir otra cosa que un suicidio de un hombre equivocado y acosado. Hay más
conspiradores que conspiraciones. La objetividad de lo real está despedazada por
su propia contingencia, aunque esa contingencia suele dispersarse al acaso pero
guiada por una remota coherencia siempre visible.
Escuchamos a una vecina del local político en donde fueron baleadas dos
militantes, por otro “vecino”. “Llamé a la policía porque estaban tomando
cerveza en la calle”. Respuesta: “Pero eso no justifica que se los balee”. “No
claro, pero estaban borrachos, y en el barrio somos todos tranquilos”.
Respuesta: “Aun así, hubo dos heridas de bala que por poco no mueren en el
atentado”. “Sí, pero estaban tomando cerveza y fui yo que llamé a la policía.
Otros locales políticos del lugar, hacen reuniones sin ocupar la calle”.
Respuesta: “Lo mismo, nada justifica lo que ocurrió”. “No, pero no se siquiera
si eran del barrio, y aquí somos tranquilos, por eso llamé a la policía”.
Respuesta: “¿Entonces le parece bien que hayan disparado, aun no habiendo sido
la policía”? “No, pero tomaban cerveza. ¡Y además perdieron! ¡Perdieron! ¿Me
escuchó? ¡Perdieron!”. Curiosamente, en el acto frente al local atacado, se leyó
una declaración de la Junta de Estudios Históricos de Villa Crespo, aludiendo a
los vecinos de las tres torres desde algunas de cuyas ventanas salieron los
disparos. Son nuevos vecinos, decía el comunicado, allí había una vieja fábrica
de calzado demolida, fueron bien recibidos como “habitantes nuevos del barrio” y
eran invitados a reflexionar sobre su integración a esa zona, donde
tradicionalmente se expresan varias fuerzas políticas (con sus respectivos
locales) sin que nunca haya habido problemas.
Hay mucho para comentar aquí pero seremos breves. La vecina del primer diálogo
se podría decir que no justificaba el atentado. Pero dejaba un lugar vacío en
sus dichos, donde la idea de que eran borrachos los que “perdieron”, no sólo
dejaba espacio para llamar a la policía, sino que creaba el típico vacío
discursivo que se repleta de los sentimientos tácitos no declarados, cubiertos
de metáforas rotas y símbolos aplastados, que reconstruidos bajo una forma
inexistente del habla lineal, conduce a la escena de los balazos y a su
implícita justificación. Escena anónima, no se quiere pensar en la autoría y el
sujeto de la frase no se encarna como “autor del balazo”, pero rodea
alegóricamente el hecho de forma afirmativa, sin darse cuenta que en su último
renglón de la conciencia no expresada, los está sosteniendo. Son más temibles
las palabras no literales, y quizás ser “vecino” signifique apenas una forma de
expresión cuya inocencia vecinal despliega un trasfondo implícito de oscuridad y
negatividad que tiene todo lenguaje. El macrismo impuso esa idea de “vecino”,
sobre el cual hay tantas visiones literarias, artísticas y cinematográficas
relacionadas a la violencia comprimida que como un rifle oculto y viscoso, yace
en el interior de esa apología candorosa de la proximidad. Grandes filosofías se
basaron en la “proximidad” de los rostros y los cuerpos. Bien: el macrismo no es
una de ellas, y el “vecinazgo” en las grandes ciudades está bien caracterizado
ya como el lugar de las micropolíticas de la violencia diaria. Pero hace bien la
Junta de Estudios de Villa Crespo al aludir a la forma clásica de la vecindad
como comunidad libre y vincular. Es una utopía urbana, que de alguna manera
encarnan los militantes. No les gusta decirse meramente vecinos, pues se elevan
a ciudadanos y a algo más (a militantes de un compromiso social eminente), pero
los que balean son los “verdaderos vecinos” que sonríen al verdulero y se hallan
armados con las armas en sus roperos y con el teléfono de la seccional pegado en
sus heladeras junto al sticker de la Pizzería Imperial.
Al “vecino” se dirige el macrismo en su ideal de supresión del tiempo. Son
refutadores del tiempo. Es así que el macrismo se sustrae de lo anterior
fingiendo que no le interesa, se deprende del inmediato pasado y al mismo tiempo
sustraen la idea misma de pasado. La clave de esta actitud es un reduccionismo
de la diversidad política y social hacia un orden específico que no precisa
ideas –cualesquiera sean-, como las de hegemonía y alianzas. Le basta con
saberse capaz de adosarse a una lógica reproductora del mando mundial (cito
rápido a Toni Negri, con el cual es posible coincidir en no pocas cuestiones). Y
a eso lo llaman gerenciamiento o gobernabilidad (ya lo dos conceptos están
equiparados) y a ambos los respalda un acuerdo macrista-peronista donde –para no
juzgar con otro tipo de palabras- digamos que se trata del “ágora trucha” donde
se expresan los políticos, gobernadores, diputados y senadores –del partido que
sean-, que están forzados a actuar como actúan. “A no hacer política infantil”.
Esta frase resuena en la historia. Ahora los que no quieren ser “infantiles” son
los senadores peronistas que tomaron el curso rápido de gobernabilidad, supuesto
sinónimo de madurez. Cuando escuchamos esta palabra –madurez- no tengamos duda.
Estamos ante una defección más, que cualquier persona “infantil” comprendería de
inmediato. Son los que ven la política como un sistema de menoscabos. Hoy me
menoscaban a mí y yo, mañana, menoscabo al otro. Este sistema se reproduce sobre
la base del control de los financiamientos que son el tapiz material de una
estrategia –es el “litio” de la política, el fracking de las conciencias-, lo
que hace, en efecto, a la “estabilidad” de los gobiernos, ergo, madurez,
vecindad, etc. Toda ésta seguidilla de mutilaciones al pensamiento político
autogobernado se contienen implícitos, una por una, en numerosos elementos del
discurso de Macri del 1º de Marzo.
El pasado y sus contrastes, resistencia y protocolo.
El grave ataque del Presiente en este discurso contra el gobierno anterior
(dónde lo que se escuchaba no eran análisis sino órdenes, que de ninguna manera
exigían del respaldo de la conciencia en vigilia de orador vicario, sino apenas
su entonación amenazadora), tenía como su mayor motivo de goce, la falta de
pruebas y la autocomplacencia por su capacidad de injuria y desfalco de temas
(“nunca más”). Sonreía jactancioso y pendenciero, ante cada frase arbitraria
regida por un servil oficio de mnemotécnica. Marcado por el regodeo de un
irresponsable, el discurso resumió un ramillete de escenas ya mostradas por la
Televisión Central que antes había trabajado durante varios años con esos mismos
planos internos de los prejuicios colectivos: omitir, mejor despreciar, la
“hojarasca” irresponsable del pasado. Ofertó dudosos datos y frases preparadas
en gabinetes que en nada se diferencian de las “agencias de informaciones” –sólo
que parten de un incierto perfeccionamiento del viejo arte de control de las
poblaciones, llamado desde hace años “focus group”-, rompiendo los “naturales e
implícitos” acuerdos que deberían regir la “alternancia”. Se sobreentendía que
ésta rotación aleatoria pero efectiva del poder era el esquema “republicano”
central del “pluralismo”. Lo que ahora percibimos es un boceto integralista del
poder, ocupando el dominio de todas las instancias del presupuesto y las
finanzas públicas empleadas como clásica extorsión a las provincias, y la
archiconocida circunstancia de una imposición externa –la de los acreedores que
actúan como depredadores-, ante la cual debe inclinarse el parlamento argentino,
a la vez formado por representantes de provincias que necesitan del auxilio
central. El nudo genérico de esta situación está señalado por un aspecto
dominante: la extorsión. La extorsión como forma final de la política. Es decir,
el desprecio hacia el tejido último de la convivencia cívica y la posibilidad de
un deterioro irreparable del conjunto de la vida política y cultural de la
nación. La extorsión es la contracara de la creciente carencia de dignidad y
pérdida de significado autoreflexivo de todos los antiguos partidos políticos
argentinos. Ha triunfado el que postulaba que esos valores no eran destinos de
la política, pues no “medían”, no medían en la infinita atomización a la que
habían sido sometidos los colectivos sociales. Ha triunfado una clase especial
de Jueces –cuyo modelo universal es Griesa- que pervive en el repliegue interno
de estos políticos, sin distinción partidaria. Esa conciencia regula una
“alternancia”, pues es la misma en su capacidad de lanzar la cautelar (“el fin
de la historia”), o levantar el “stay”, dando dadivosamente curso otra vez al
flujo controlado de la respiración de los deudores.
La propia figura política de Macri es la de un “deudor”. Surge de una
preparación en que ingresan componentes mecánicos y orgánicos (por así decirlo)
que parten de la biografía personal: un ingeniero de un familia inmigratoria
industrial con pasado político en Italia (las derechas post-fascistas),
presidente del más popular club de fútbol argentino, sin perder el señoritismo y
al mismo tiempo la pátina antiintelectual: su pregunta fundamental ante
cualquier objeto, imagen o discurso es la indignación del necio: “para qué sirve
esto”. Podría ser la pregunta del místico en su ergástula, pero es un Presidente
con tecnología y protocolos que se inflaman cuando no alcanza a evaluar la
complejidad simbólico-tecnológica del mundo. Profesionales, los gabinetes para
la educación del “príncipe” hacen su trabajo pues son atraídos por él y
viceversa (Durán Barba dijo “este hombre es espectacular, fuera de serie”), pues
ya se hallan en el mundo empresarial (industrial o futbolístico) cobrando
siempre la forma de un “entrenamiento para la mejor decisión”, una
“mentalización”, un “juego de equipo”, una “sana competencia”, un “mejorar cada
día un poco”, o “pensar cada día qué cosa he hecho de buena para mis
conciudadanos”. Una conciencia de este tipo se autodescribe como “limpia”,
llegado “desde afuera de los poderes” (así definía Eliseo Verón al político
salvacionista, que llegaba del “exterior del sistema”) y reniega tanto de la
política, como del pasado y de la historia, de un modo aparentemente candoroso.
“¿Para qué sirven?” No obstante, repone todo eso de una manera
sobre-determinada, con el rostro de las derechas económicas empresariales
globalizadas. Se habla con chascarrillos de gabinete (hay “oficinas de discurso”
que los preparan, los chistes se pagan a tanto el metro), y nos sirve de ejemplo
el que ofreció Macri en Tecnópolis: “somos cancheros… pero no del modo sobrador,
sino del que corta el pasto de la cancha para que jueguen todos los argentinos”.
La frase es la de un Deudor. Adeuda siempre la prueba, el argumento, la
reflexión que busca su compleja autenticidad. La frase cumple múltiples
funciones: tiene un primer período en que desconcierta y luego la revierte con
elegancia, se funda en una metáfora futbolística y pone a la política en una
esfumatura donde apenas se ofrece como una plataforma previa para que otros
gocen. Es una joya de couching, es decir, el “empoderamiento” de los ujieres y
pajes de lo que antes se llamaba “ejecutivo” y hoy convirtió a un gerente de
grandes empresas en una sigla trasladable al Gobierno. Como el gol en una cancha
sin arquero, todo fácil, como el que pateó Hollande en el arco de Boca. “Sí,
podemos”. El coach que entrenó al presidente francés para tan preciso “shot”
(creo que no se dice más esta palabra), pudo haber sentido que le robaban algo
del concepto que lo define. Ahora los presidentes son coach, no el viejo y
añorable entrenador de fútbol anterior a la psicología social, al márketing de
los cuerpos y la televisación que le expropia toda incerteza a la tarea del
referí. No se va a poder gritar más “referí bombero”. Nació el fútbol “selfie”
con el gran penal convertido por Mesié Hollande junto al Canchero que le
correspondía, que podó bien el pasto. La deuda se la reclaman los represores de
ese pasado que no atina a pensar, excepto bajo la forma de un partido de golf.
No será un gran descubrimiento, pero el “couchear” pone a lo político en un
plano oculto, marcando sus lúgubres mañas, pero mostrando apenas una supuesta
transparencia y servicialidad. El macrismo es una trans-política de derecha
fundada en arduas maquinarias financieras, jurídicas y comunicacionales
globalizadas, aunque muestran una novelería desprotocolizada y diáfana. Pero a
la vez, cuando difunde la palabra protocolo, es al control disciplinario del
trabajo y de la política a lo que se refiere. Desprotocoliza el poder icónico y
protocoliza el poder represivo. Pero en el fondo, hay protocolo para ambos, pues
la informalidad, en la era de las imágenes construidas fabrilmente, también está
protocolizada. Los discursos de Macri son un hilván lineal de enunciados con
micro-estructuras de palabras de orden. “Cuando más subsidios más pobreza”, etc.
Toma los prejuicios reinantes y los protocoliza. Pero su mirada socarrona, la
soberbia del inopinado triunfador que no se priva de jactarse del infortunio de
los ayer gobernantes, inspira oscuros comportamientos. Están las páginas de los
diarios digitales. ¿Quiénes son los que hablan ahí? Encontramos en ellos una
respuesta a la incógnita material que anuda la violencia física a la invocación
a la violencia de una manera oral o escrita. Esos enunciados performáticos, por
llamarlos de una manera, recubren toda la atmósfera de una nación con llamados
al linchamiento, escritos de manera soez y vengativa, la mente secreta del
verdugo que sale a luz. Y todos ellos en los grandes diarios “serios”. Y en todo
el mundo. Algunos países intentan legislar sobre el anonimato. Pero esa clase de
operaciones son irremovibles; alimentan una clase mayoritaria de periodismo y
periodistas, es el fruto característico, quizás el más amargo, de las
tecnologías reticulares de comunicación, generosamente llamadas “redes
sociales”, cuyo valor ambiguo, dual y equívoco, con sus signos intercambiables,
está suficientemente demostrado. No es que ordena disparar balas contra los
militantes que abren un local partidario en un barrio de la ciudad. Pero se
desprenden de estos discursos actio per distans, estudiados por Paul Alsberg,
como el acto respecto del cual se opera un desprendimiento que consiste en
“señalar”, el pensamiento por delegación a modo de ampliar el campo perceptivo y
evitar el “cuerpo a cuerpo”. Un retroceso civilizatorio consiste en limitar el
actio per distans. Y ahí el discurso –el discurso macrista, de él hablamos- se
pierde como signo abstracto y forja en algunos actos la consumación de la
violencia, la eliminación de aquella “distancia”.
Como resultado directo de la irrupción de esta nueva teodicea empresarial,
ocurre la depredación y el desvalijamiento de las relaciones que aun
trabajosamente se mantenían entre política y emancipación. Estas relaciones
estaban sostenidas por un gobierno cuyas deficiencias eran conocidas –nunca
fáciles de definir o debatir para quienes lo apoyábamos-, pero que expresaban un
sentimiento nuevo, que intentaré precisar y en eso consiste el rescate
provisorio que ahora prefiero hacer. Y para ello, debo aclarar que durante esos
años no me parecía que fuera una buena elección, proclamar que se trataba de un
ciclo formado por tal y cual número de años que eran “ganados”. Las publicidades
oficiales quedan siempre en la memoria con un tilde irredento de ingenuidad o
caricatura. El sentimiento efectivo de libertad, el que simplemente estaba
vigente, no trata de eso. Lo que quiero decir es que fueron años donde la
dicotomía futbolera ganar/perder era insuficiente en ese lugar donde había que
tratar, de un modo más suelto y novedoso, el completo drama argentino. Ese que
brotaba como flujos repentinos, con forma de un largo listado de cosas a ser
reparadas y rehabilitadas bajo un nuevo orden democrático, un ordine nuovo.
Esto era más importante que un Modelo o un Proyecto. Era un programa no escrito,
el murmullo permanente e irresuelto que es la historia argentina tomada de
improviso, en su desnuda precariedad y en sus oscuras posibilidades. Pero,
cosificado en un “proyecto”, el flujo creativo nacía neutralizado. No es que no
me guste ese concepto. Lo que no me gusta, lo que no debe gustarnos, es el uso
de palabras macizas y sin poros, que cierran el debate sobre cualquier
definición política escondiendo esas carencias en palabras—talismán. Son
palabras que en otro momento inspiran; usadas desaprensivamente obturan el
misterio del canto, la alegoría y la palabra política. Es claro que ejercen un
efecto encantatorio cuando son coreadas, nada nos inhibe de hacerlo, pero no
pueden substituir el núcleo de problemas del que son supuestamente la síntesis.
En el kirchneismo estaban como en un bajorrelieve iluminado, por partes, todos
los problemas contenidos que iban apareciendo de las penumbras una y otra vez,
para volverse visibles reclamando los esfuerzos que pululaban –con artes de las
añejas políticas o de las innovaciones repentinas-, para resolverlos o
postergarlos. Sin embargo, con más confianza de la que se desprende de mis
palabras, se decía “lo que falta” como si la historia fuera un tren de línea que
ya tenía recorrido un trecho asegurado y hacia el frente se sabía lo que restaba
recorrer. Tampoco: la historia nunca es así, pues sucede en la simultaneidad o
el vacío, nunca se llena y sólo está completa cuando no nos damos cuenta. Hay
que convenir que el kirchnerismo era mucho más que un señalamiento de lo que
faltaba. Era las novedades que traía, los obstáculos que él mismo portaba y los
esfuerzos para poder desanudar una épica que buscaba ser legítima, tanto del
“mito nacional” como de las lógicas de la reproductibilidad del capital
corporativo. Aquí estaba todo, nada “faltaba”. Ya sólo por esto era interesante.
Reinaba el actio per distans.
La minería, un ejemplo. No era lo que “faltaba”, sino que desde el comienzo se
había optado por no poner obstáculos a un modelo extractivo con alto potencial
degradante del medio ambiente, un sistema de ocupación territorial más allá de
regiones políticas naturales, ahora arrasadas por síntomas apabullantes de la
globalización, y un bajo nivel impositivo, que de todas maneras, el macrismo
hizo cesar por completo. Y así con todo: lo que en los gobiernos Kirchner eran
acuerdos con grandes empresas mundiales, con convenios realizados de muy
distintas maneras, como la estatización de YPF complementada con grandes
contratos con empresas petrolíferas globalizadas, con el macrismo se convirtió
en sistema y se agravaba así la subordinación. Hasta se deseaba. El proclamado
“capitalismo serio” del kirchnerismo era un elemento vaporoso, entre otros,
dentro de un ejercicio flotante del poder, sin duda un tipo de bonapartismo
obligado o ineludible, porque manejaba la cuerda de la recomposición
productivista y la de la soberanía colectiva. La primera tenía una dominancia de
ingredientes técnicos. La segunda, de ingredientes míticos o memorables.
Llamamos bonapartismo, en un sentido general (dado que ningún término del
vocabulario político tiene un significado literal respecto a ninguna otra cosa
que pueda ser su referente), a un tipo de gobierno que mantiene un intervínculo
general y distante con secciones diversas del mundo político-social. Una versión
poco estimable pero de gran fuerza histórica del actio per distans. Está basado
en intereses nacionales definidos desde la política “real”, pero adiciona
factores de la memoria altiva que se rescata de un pasado ideal, y una visión
movediza de las alianzas, los momentos, las oportunidades, etc. Su productividad
genérica atraviesa el campo de lo popular en nombre del cual habla, presenta una
faceta tecnológicamente modernizadora y no rehúsa un intercambio de favores con
las heterogéneas fuerzas “propias” y “periféricas” que lo apoyan. El
kirchnerismo llevó esos equilibrios hacia diversas direcciones, y en eso no se
diferenció de las procesos basculantes que tuvieron gobiernos como los de Perón
e Yrigoyen en la Argentina (incluso Alfonsín), y salvando diferencias
ostensibles, el de Allende en Chile o el de Vargas y luego el de Lula y Dilma en
Brasil.
¿Por qué fue tan atacado? Evidentemente, había descargado un mayor peso
tributario sobre el nuevo sector vinculado a las tecnologías artificiales del
cultivo de soja (hecho económico que había forjado nuevos vínculos ideológicos
en un sector vital basado en aceptadas pero biotecnologías transgénicas) y había
ligado ese sector social de los “condados de siembra”, materia de los nuevos
lands lords tercerizados y farmers expo-agrarios de la ex-pampa gringa, a los
medios de comunicación que controlaban las audiencias masivas como si fueran
“silo-bolsas”. Garante de estas “ciencias” resultó ser el señor Barañao,
multiministro que comprueba las formas de continuidad en la diferencia que a la
larga constituye todo proceso histórico, aunque, ciertamente, cuando esas
continuidades siguen el conducto que les proporciona la mayor mediocridad, no
los actos realmente innovadores.
Esa mayor potestad tributaria que mencionamos, adjudicada sobre un sector de la
nueva burguesía “rururbana”, ese ataque hacia la legitimidad de Clarín o las
reubicaciones internacionales del país que tuvieron su epicentro en un proyecto
de acuerdo con el parlamento iraní en torno al interrogatorio de sospechosos al
atentado a la AMIA, todo eso, ¿era suficiente como para generarle a un gobierno
eminentemente distribucionista y estimulador de la demanda de consumo, una
imagen de tumultuosa ineptitud? La imagen creada obedeció al Gran Libreto para
sofocar gobiernos de raíz popular: corrupción, (y su variante legendaria, el
narcotráfico), la desubicación frente a la lógica mundial, el gasto público
(frase estudiada de Macri: “el desempleo se encubrió con el empleo público”), la
ineficacia y la retórica emancipatoria vista burlonamente como “un relato”. Para
debilitarlo se emplearon nuevas fórmulas e ingenios salidos de la imaginación
del Gran Focus Group del mando globalizado: estudios jurídicos vinculados a
fondos de tenedores de deudas, jueces que como CEO´s de protocolos y misteriosos
códices, son causantes de efectos sabidamente financieros, políticos o
comunicacionales, y de todo tipo de operaciones periodísticas que se asimilan
como papel carbónico a los grandes medios comunicacionales, los movimientos
financieros ilegales (lo legal, obedece a la dialéctica de lo ilegal) y estilos
cuentísticos tomados de la novela gótica, donde una gobernante “asesina con sus
propias manos”, saliendo cualquiera de estas noches a caminar sigilosamente por
las Rues Morgues de Puerto Madero. Jueces que producen estos efectos y a la vez
son producidos por los Servicios Secretos de los Estados, que no se animan a
suprimirlos porque representan en el fondo la idea “conspirativa” que casi todos
los políticos tienen de su labor.
Como todo gobierno, los gobiernos Kirchner tuvieron su mito fundante y sus
cánticos legendarios. Se los hizo convivir de distintas maneras con un corazón
desarrollista que llegó a lanzar el Arsat en la órbita correspondiente, en un
acto de soberanía espacial complejo (el Arsat se construyó en la Argentina, gran
logro, aunque la mayoría de sus piezas son importadas, y la rampa de lanzamiento
estaba en terceros países). Pero era un fruto específico del kirchnerismo. No
era un hecho puro de la autonomía de un Estado, sino un tipo de soberanía
intersticial que permiten las tecnologías comunicacionales universalizadas y que
aun así requieren gran imaginación política para desplegarse. Ahora, su destino
es la globalización y la anexión por Clarín a través de otros esquemas
empresarios. A esto lo llamamos macrismo. Otro ejemplo de anexión por parte del
macrismo de una parte sustancial de la herencia que condenó. Ésta era muy
pesada, es necesario reconocerlo, pues el satélite no se caracteriza por tener
un tamaño menor.
Con los fondos buitres ocurre algo parecido. No se trata de un debate entre los
que no quieren pagar y los que quieren pagar. El kirchnerismo buscó otras
condiciones, y como bien recordó Prat Gay en el Parlamento, pagó la vieja deuda
–no contraída por este gobierno-, al club de París. También se quería demostrar
que había una voluntad de recomponer, pero es evidente que al actual ministro de
economía le salía afinado el cántico de la recomposición porque hablaba el
idioma de Griesa (aunque no necesariamente el del insaciable Paul Singer), pero
al anterior ministro Kiciloff, ese mismo cántico no le era posible, pues no
tenía el punto de vista de Griesa. Tenía el punto de vista del protocolo de un
capitalismo no extorsivo, que llevaba a cuestionar el torniquete jurídico que
aplicaba un insólito juez de primera instancia debido a una “irregularidad”
oscura y deseada en el sistema mundial de las finanzas. Para Prat-Gay era todo
más fácil. Donde para Kiciloff había un trabazón política-financiera
cuestionable, para Prat Gay sólo había días de intereses que corrían, por lo
cual, la “culpa” del monto a pagar se agravaba por la visión del realismo
sensato nacional de un ministro, mientras se solucionaba por el otro, sin
recaudos espirituales para poner ningún impedimento a la ideología del complejo
jurídico-financiero mundial, que vive en atmósferas fétidas y especulativos.
Para Prat Gay ésa era su actio per distans. ¿Qué problema podía tener para
construir un idioma acuerdista de rápidas homologaciones quien fuera director de
estrategia del J. P. Morgan, asesor en el manejo de activos de Tilton Capital,
con clientes como María Amalia Lacroze de Fortabat? Por la misma época, Kiciloff
organizaba grupos estudiantiles autonomistas que cuestionaban la lógica
reproductiva del sistema político argentino, en crisis crónica por sí, en sí, y
por interpósitas cuestiones. La distancia con el pasado indudablemente es más
amplia en Kiciloff que en las jornadas unánimes que enhebra el curso de Prat
Gay. Pero también en esto el actio per distans nos dice que tener una distancia
armoniosa es mejor que el bloque monolítico en que se convierten nuestras vidas,
aun en el caso que todo ello sea sincero pero siempre enlazado a la invisible
secretaría ejecutiva (eficiente coucher) de los poderes económicos ostensibles.
Hablé del actio per distans. Es lo que caracteriza de distintas maneras lo
humano y lo político. Lo que se llama autocrítica (proscribamos esa palabra, no
sirve) sin embargo es un acto necesario, Implica hablar con distancia de lo que
creíamos y de los que protagonizamos creyendo. Es un acto necesario esa
distancia. Lula se mueve agarrado de su enorme intuición de tornero mecánico.
Tuvo que volver a esos tiempos para rescatar su credibilidad. La manera de hacer
política que mucha veces aceptamos no fue la mejor aunque lo hubiéramos hecho en
nombre de una ansiedad por lo mejor. Peor si así no hubiera sido. Debemos pensar
cómo renovar nuestros estilos y formulaciones, mientras nos convertimos en
blancos móviles de un neofascismo involuntario. Como lo son sin saberlo, no
reclaman el mismo tratamiento de aquel que actúa según lo que sabe que es
siéndolo verosímilmente. Aquí hay toda clase de tipologías, y abunda el gerente
empresarial que no sabe que con sus discursos anodinos desata disparos en la
sombra. No es igual, claro, que lo sepa o que no lo sepa, pero no difiere la
gravedad de las consecuencias. En un caso la irresponsabilidad es total, y en
otro, creyéndose poderoso mientras juega al golf con el Golfista más importante
del mundo (es el juego del actio per distans) que entre golpe y golpe a la
pelotita, puede demorar una carnificina y quizás obtener algún resultado de ese
pariente lejano de la “meditación trascendental” que es el deporte por
excelencia de los gerentes. Hablamos de una ley de entidades financieras que les
retire la delegación de enormes poderes que la historia de la globalización
mundial les ha concedido.
Pero no menos necesario es replantear nuestros compromisos políticos respecto a
las numerosas veces que estaríamos dispuestos a ejercer una excepción en nombre
de una causa mayor. Si esa excepción se llamaba “Petrobrás” –y quienes conocemos
a Lula sabemos que no lo abarca-, no estaríamos haciendo el balance necesario de
nuestras vidas militantes en el sentido adecuado. El balance se hace frente a
esos confesionarios de “oro negro” y otras curiosidades afines. El pasado del
país no merecía el balance de Macri, en el que sordamente se escuchaba, se
preparaba ya, el eco en sordina de los seis disparos en la noche de un sábado.
Pero aunque siempre un balance es el difícil desdoblamiento de una conciencia
sobre sí misma, todo lo que pretendamos en nuestro futuro inmediato está ligado
a hacerlo, a hacer ese balance trascendental, pues sin él –sin que sus
posibilidades triunfen sobre sus escollos- pocos derechos tendríamos a ser los
críticos más escuchados de esa vecina que llama a la policía porque ha
auscultado el pliegue no tan invisible donde el actual Presidente ubica sus
calibradas amenazas, sus repliegues calculados, y su vuelta sin pudor a la
intimidación reiterada. Saben que lo escuchan, no quiere mayores
responsabilidades pues promulga sólo el pluralismo, pero es el pluralismo del
chantaje y la provocación, el pluralismo del transfigurado o “cambiado”. Dice el
discurso del 1º de marzo que nada vale del pasado. Para nosotros todo pasado
vale, pero bajo la forma en la cual no nos coacciona sino que nos libera. Lo que
depende de la manera de interrogarlo una y otra vez para ser nosotros mismos los
que digamos qué hicimos bien, qué no hicimos y que no deberemos volver a hacer.
(Con esta nota concluyo mi balance de estos años transcurridos, escrito para
La Tecl@ Eñe, con esperanza en la
reconstrucción política popular y en formas personales y colectivas de
resistencia frente al chantaje oficial)
Buenos Aires, 7 de marzo de 2016
Fuente: La Tecl@ Eñe Revista Digital de Cultura y Política
Director/Editor: Conrado Yasenza
www.lateclaene.com