Derrota y esperanza: un folletín argentino por entregas. Capítulo 1

El sociólogo y ensayista Horacio González inicia con la entrega del presente capítulo su balance de los doce años de gobiernos kirchneristas. El balance de época de Horacio González está conformado por diez capítulos publicados en La Tecl@ Eñe.

La batalla

Por Horacio González*

Por un sentimiento difícil de explicar, nunca me gustó la palabra derrota, no porque para definir los resultados de una batalla no haya que usarla, necesariamente, como lo hace en forma célebre Julio César en la Guerra de las Galias, sino que en estos casos –tan lejanos a aquellos notables episodios-, no se trata de fuerzas militares con justificaciones intrínsecas a su propia manifestación en tanto figuraciones de un orden bélico, sino que se enfrentan núcleos políticos y culturales, provistos de distintas amalgamas de ideas –no digo ideologías- que se expresan en el interior de otras fuerzas. ¿Cuáles son ellas? Fuerzas de índole "cultural”, pero en verdad expresadas en términos de grandes aparatos comunicacionales y empresariales, y en una suerte de "bañado” no superficial pero al menos complementario, de instituciones provenientes de tradiciones históricas democráticas, entre las cuales, ahora, son específicas el ejercicio reiterado de contiendas electorales y la repercusión en el andamiaje de la justicia de intereses cruzados en manos de fueros económicos basados en decisiones propias de las lógicas del puro poder empresarial, o mejor, corporativo.

Para tratar estas cuestiones, lo que parecía adecuado era la también clásica noción de "hegemonía”, que triunfó en las lenguas militantes de toda coloración y espesura, significando habitualmente el reino de lo político sumergido en la multiplicidad de los signos culturales que organizan y subordinan las creencias colectivas y son capaces de darles una dirección común que finalmente fusiona cultura y poder, con implicaciones en el consumo de los llamados “bienes simbólicos”, los perfiles de sociabilidad, las formas de expresión, los modos lingüísticos generales, las diversas formas de inserción en el gran giro folletinesco de la llamada, bien o mal, “sociedad del espectáculo”, etc.

La metáfora de los “generales mediáticos”, dicha por la ex presidente Cristina Kirchner en una de las grandes manifestaciones de Plaza de Mayo, durante el conflicto con los poderes empresariales agroexportadores, es precisa en su factura y contenido, y desde luego, siempre fue riesgosa en su uso. De hecho, pasaba toda la naturaleza del conflicto social a una nueva esfera de confrontación “por la vía de otros medios”, cuáles eran los también así llamados "fierros mediáticos”, con lo que estábamos en una interesante situación –una confrontación eminentemente cultural y simbólica- pero heredera de la noción clásica de batalla. Julio César, en “De Bello Gallico”, lógicamente, no hace, en este gran relato sobre hechos de hace más de veinte siglos, ninguna alusión a esta idea con la que convivimos: “fierros mediáticos” son cámaras de reproducción de imágenes, aparatos y columnas de sonidos, fibras ópticas, canales de transmisión, satélites informáticos, empresas dedicadas a modelar la actuación humana en torno a tales recursos, cableados diversos, “conectividad”, etc. La idea de fierros, coloquialmente, suele equipararse con la de arma, o más precisamente, arma de fuego. Para Julio César, obvio es decirlo, los fierros son solo lo que la industria o la manufactura del hierro y el bronce había permitido fabricar hasta entonces –algunos siglos antes de la “era cristina”- en torno a lanzas, escudos, hachas, arcos lanzadores de flechas, predominantemente de madera, y demás artefactos bélicos, con su específica dualidad entre infantería y caballería, que se extendieron plenamente hasta el siglo XIX.

Por la razón anteriormente dicha, lo que se definió como “batalla cultural” tenía varias piezas centrales – en medio de otras prácticas tradicionales de la vida política-, una de las cuales era una formidable pieza legislativa, finalmente aprobada pero a la vez neutralizada luego por distintos medios (esencialmente jurídicos), que se llamó ley de servicios de comunicación audiovisual, nombre técnico de un conjunto de disposiciones tendientes a desmonopolizar el control de audiencias, y la expansión “corporativa” de tales medios audiovisuales hacia la telefonía celular y a internet. (Esto último, por intervención de un sector de la bancada de la oposición, que para aprobarse mayoritariamente la ley exigió a cambio de su apoyo, el retiro de los artículos que permitía lo que entonces se llamó “triple play”). Esta ley apuntaba especialmente al grupo Clarín –que ya libre ahora de esta amenaza, en su papel de “corporación victoriosa”, acaba de adquirir Nextel, y seguramente, quedará más interrelacionada con lo producido por Arsat-, y se complementaba con una crítica intervención de la mirada estatal en Papel Prensa y una hipótesis, no comprobada pero tampoco inverosímil, sobre los hijos adoptivos de la propietaria del Grupo. Esta batalla cultural, implicaba necesariamente la posesión de “fierros propios”, en un modelo de lucha que no era de cuño tradicional, extraña a los “manuales clausewitzianos”.



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El gobierno anterior –en su papel de detentor de los conductos operativos del Estado-, organizó apresuradamente grupos empresariales cercanos, para la emisión de periódicos propios, canales de televisión por lo menos neutrales, sino amigos, y especialmente un programa político en la televisión pública masiva, desde el cual respondió –para seguir usando símiles bélicos- a un poder de fuego mayor, pero no sin ingenio y coraje, aunque, sin duda, con las mismas tecnologías del adversario corporativo privado. Ni más ni menos que Clarín, fundado por Roberto Noble en los años 40, periódico con compleja trayectoria, que acompaña de un modo específico (con sus propios intereses, algunos permanentes, otros muy cambiantes) el conjunto tan opaco de la política nacional, como una de sus inesquivables vetas o franjas internas. (Ver el importante libro de Martín Sivak sobre el tema). En mi opinión, dentro de lo necesario del tratamiento de la monopolización mediática, se pasó por alto, lo que de alguna manera era inevitable, la configuración de Clarín como un ente histórico o poseedor de una evidente historicidad. No se tuvieron en cuenta, con la repentina fustigación del “Clarín miente”, las diferentes fases que atravesó la ideología y la metodología del grupo, antes y después del golpe del 55, antes y después de la dictadura militar, antes y después de la adquisición de Papel Prensa durante la dictadura, antes y después de su “fase desarrollista”, antes y después de las llamadas “revoluciones tecnológicas”, de los años 90 en adelante. ¿Qué deseo afirmar con esto, que expresé en muchas oportunidades anteriores, tanto por escrito como en círculos políticos en que participaba, de apoyo al frente político que encarnaba el gobierno? Algo así como que Clarín es el testigo privilegiado de numerosos fracasos políticos de la Argentina, no solo el del desarrollismo frondizista, sino el de las diversas izquierdas y peronismos de izquierda, incluso armados, que ocurrieron en los siempre recordados episodios de los años 70. Esos fracasos son ahora su argamasa.

La redacción de Clarín fue integrada sucesivamente por los coletazos de esos fracasos (hasta hoy: y esto se puede seguir en la trayectoria de sus más importantes periodistas, los que se mantuvieron en la línea del frente de la "batalla cultural”, excepto Lanata, cuyas características, como veremos luego, son otras). Imaginemos el periódico y su modo expansión en las telecomunicaciones, como una playa donde recalaban diversas estirpes frustradas de periodistas militantes (aunque entonces no se llamaran así, hace dos o tres siglos que el periodista es un oficio indefinible, como no sea en términos de un operador sofisticado de símbolos visibles e invisibles de la argamasa social), periodistas, decimos, con una ambigua cargazón de conciencia, producida en gran medida por las experiencias políticas infructíferamente atravesadas en su propia biografía personal, eran por ese hecho dotados de una mirada cínica sobre todo el acontecer político, al que acudían como estratos de un depósito de reservas despreciativas del pasado, para decir de las nuevas experiencias en curso: “esto ya lo vimos, no puede ser, no va, todo nos recuerda la forma rediviva de los crasos errores de los cuales nosotros mismos ya estamos de vuelta, como maduros profesionales del ‘establecimiento’”.

Los gobiernos Kirchner tuvieron un cuño genéricamente desarrollista, con inscripciones heterogéneas de piezas diversas de alta sensibilidad (derechos humanos, políticas de género, estado empleador, parciales nacionalizaciones, fondos de pensión trasladados al Estado, regímenes de subsidios sociales diversos, etc.), con lo cual definimos parcialmente a estos gobiernos de los últimos doce años, cosa no fácil de hacer, pero imprescindible en estos momentos. Frente a él, lo más fácil era aplicar el cinismo de los que se sentían amenazados, pero ahora por una parte sensitiva en acción, obtenida de la nunca cosificada memoria nacional en la que ellos habían participado de manera inversa en un no tan remoto pasado.

No es fácil imaginar ahora en qué momento se produjo la bifurcación entre el grupo corporativo Clarín y el gobierno de Kirchner, dado que había sido La Nación, que por la vía de su clásico editorialista Claudio Escribano, había intentado poner condiciones de cerco al nuevo gobierno que esbozaba posiciones de “centro izquierda”, mientras Clarín ensayaba su cinismo de mercaderes que saben manejar la rara y delicada mercancía de la moneda simbólica de los “contratos del sentido común” que rigen la compra-venta de enunciados lingüísticos en toda sociedad. Esperaban, como siempre, reinar en las sombras con su poder extorsivo nunca a la luz del día, que eran en algún tiempos más cómodos, y otros momentos debían actuar en los rigurosos “tiempos de desprecio” que entonces, recientemente, se vivían. El semiólogo Eliseo Verón, en sus últimos años colaborador de la maestría de periodismo de Clarín, decía que la ley de medios, que afectaba a éste complejo empresarial, en verdad era anacrónica pues no trataba las nuevas condiciones tecnológicas en las que se ejercía el periodismo, y que los “contratos de lectura” –gustaba de esa noción artificiosa- habían variado desde el lector de la época de Noble, esa vieja conciencia individualista del ciudadano con supuestas creencias y gustos “autogobernados”, hasta el lector contemporáneo, acribillado por pulsiones de dispendios culturales vinculados a estratificaciones simbólicas totalmente dispersivas respecto al núcleo de ciudadanía social a la que se dirigió el periodismo arcaico y aquel modelo audiovisual que llamó “paleo-televisión”.

Clarín, por su parte, intentó ser cínicamente sincero. Ante el panorama de desmembramiento que le auguraba la ley y que estuvo a punto de verificarse (pero siempre concebido por el grupo en términos simulados o relativos ya que encubiertamente se seguía manteniendo la centralidad del mando, dado que pensaron siempre en su unicidad, mientras al público lo veían, por oposición, en su “heterogeneidad”), Clarín decía que la economía de escala exigida hoy por el tipo de negocio de comunicación que ellos representaban, era ese perfil monopólico, el que necesariamente se sustentaba en la forma final que exigía esta modalidad del capitalismo empresarial informatizado, tanto digital como productor de imágenes de la "industria cultural”.

En verdad, como se sabe y ya se ha dicho demasiado, el gobierno pensaba una ley de medios sin restricciones para la entrada de las compañías telefónicas, lo que en su fondo, era la concepción más afín al pensamiento siempre esbozado, de una u otra manera, de un "capitalismo serio” que sin embargo, no lograba convencer a los verdaderos capitalistas, que comenzaron a responder al proyecto de “democratización de los medios” –como lo llamó, con esas y otras definiciones el propio gobierno- con el más grande trazado que se tenga memoria de una campaña de degradación y vejamen dirigida hacia las figuras principales del gobierno. Campaña de una dimensión (y aquel concepto, entre sus varias raigambres, posee una de carácter militar) de la que no se tenía acabada noción en el país. Sin duda, superaba a lo que se había visto en la época de Perón –aunque en especial luego de caído este gobierno en el 55- y a la larga persistencia del diario Crítica para deteriorar durante los finales de los años 20 al gobierno de Yrigoyen, campaña cuya coronación fue el primer golpe militar exitoso dado en el siglo veinte.

En algún tiempo específico de las relaciones complejas y tensas que tenía Néstor Kirchner con Clarín, grupo al que poco antes de su conclusión de mandato le permite una formidable licencia para las actividades de su principal anexo empresarial, Cablevisión, se produce una ruptura definitiva que tiñó toda las lógicas confrontativas que de ahí en adelante tuvieran como partes en conflicto al gobierno y a este grupo monopólico. El entonces Jefe de Gabinete de Kirchner, una figura que en su pasado no tan remoto tenía en su haber una alianza con el economista Domingo Cavallo, lo que luego no le había impedido ser jefe de campaña de un ascendente Kirchner, tenía vínculos estrechos con el multimedio y no concordaba con una conflagración –como la que de inmediato se daría- en la que el gobierno naturalmente debería recurrir a la pauta oficial de publicidad como agencia de moldeamiento del conjunto de la emisión de significantes periodísticos, y al canal televisivo y los entes radiofónicos de la red pública de comunicación, para constituirse en un fuerte querellante de las "corporaciones” a partir de esquemas de interpretación propios, que en los últimos tiempos cobraron la forma de un fuerte slogan: "la crítica al poder real”. Sobre todo, el gobierno de Cristina Kirchner solía admitir que el verdadero poder, la verdadera forma del Estado, la verdadera fórmula de la coacción social, residía en los "Medios”.

Durante el conflicto con el campo (ésta también, una mención muy difusa para la nueva figura que adquirían los métodos de siembra transgénicos y los nuevos estratos sociales que creaba), los medios de Clarín estrenaron sus nuevas adquisiciones retóricas, estampando en sus noticiarios televisivos, con el uso descontextuado de las imágenes, las subtitulaciones, las modalidades de pantalla, angulaciones de cámara, recortes de diálogos, y otros recursos del gran implícito discursivo de las tecnologías más avanzadas de montaje, una línea política de neto apoyo a la insurgencia de lo que muy pronto se denominó “nueva derecha agromediática”. Así, surgía también una militancia favorable al gobierno en los medios públicos, cuya línea de apoyo se proclamaba “militante”, contra otra, la más fuerte y dominante, que en cambio era totalmente tendenciada y partidista, pero decía ejercerse en nombre del periodismo objetivo. Paradójicamente, aquel buen periodismo que inmediatamente surgió de las trincheras gubernativas –permítaseme esta rápida expresión acuñada como metáfora aparentemente bélica-, decidió denominarse “periodismo militante”, con la tarea que pronto se hizo evidente, de responderle al poder comunicacional central, analizado en sus recursos expresivos, sus fórmulas de montaje, sus tics enunciativos, etc. Estos programas eran sostenidos en general por figuras ya conocidas del periodismo del progresismo genérico que habitó en la prensa del período anterior, pero también por un nuevo elenco de jóvenes que surgían de las carreras de ciencias de la comunicación, entonces con las más altas matrículas de las universidades, que aplicaban con entusiasmo una tesis central de esos cursos: las noticias se construyen, forjan un tipo idealizado de realidad, poseen una ontología propia, por así decirlo, y en general pueden ser analizadas como parte de una “gran construcción” donde poder, ideología y comunicación se fusionan, se aúnan.

Personalmente, con nada de esto estoy en desacuerdo, aunque siempre me pareció – y aún es menester pensarlo hoy, en muy otras condiciones - que habría un nuevo tipo de objetividad. Objetividad, sí, que no abandonara el poderoso enclave que tiene este concepto siempre ligado al sentido común, y lo depositara en manos de las derechas tecnológicas que segregan un tipo de falsía novedosa, la falsía de la neutralidad, que sin embargo ejerce un tradicional influjo en muy variados públicos. Son los que ponen en juego su parte más sedimentada en el “contrato” con los medios: su poderoso y humano afán de credulidad, constitutiva de anclajes profundos del ser colectivo nutrido por distintas leyendas, relatos, figuraciones. Para tales estratos del poderoso implícito de la imaginación pública, era muy exigente extraer políticas sistemáticamente efectivas de ese rotundo "Clarín miente” súbitamente desplegado, porque en verdad, lo que se quería decir es que todo medio de expresión tiene retóricas que son poderes y poderes que son retóricos, que generalmente no se hacen visibles, y que había que "visibilizar” – esta expresión se fortaleció por esa época en todos los contendientes - aquello mismo que parecía improcedentemente invisible. Muy pronto, los que se hacían fuertes en la noción de relato, para decir todo lo real estaba forjado por ellos, se veían profusamente atacados por el uso de esta noción –"relato”- que los presuntos objetivistas no tenían ninguna dificultad en hacer sinónimo de “impostura”.

(Fin de esta primera parte de mi balance de época, que contendrá breves pantallazos de mi propia participación. Escrito el día 1º de febrero de 2016. Hoy leo en los diarios que el nuevo Ministro de Cultura dice que "echar gente es espantoso, pero necesario”. Continuará en este mismo medio)

Buenos Aires, 1° de febrero de 2016

*Sociólogo, ensayista. Ex Director de la Biblioteca Nacional.

Fuente: La Tecl@ Eñe Revista Digital de Cultura y Política
www.lateclaene.com

 

El folletín argentino. Capítulo 2

La segunda entrega de "Derrota y esperanza: un folletín argentino por entregas", balance de época que Horacio González escribe sobre los gobiernos kirchneristas, aborda la compleja noción de “relato”. El capítulo II, “Relato y crítica del relato”, nos alerta sobre como El Otro en su vida cotidiana, fue renuente a alojarse en el Otro del pluralismo patriótico al que llamaba la Presidente Cristina Fernández de Kirchner.

Relato y crítica del relato

Por Horacio González

Vinculado a lo que ya intentamos desarrollar en el capítulo uno, en el interior de nuestro balance de este último período histórico en el país, vamos a tratar la noción de relato y el modo en que fue usada en el debate político contemporáneo. Es evidente que este concepto posee cierta trivialidad u obviedad de origen, y generalmente se refiere a una mínima capacidad narrativa con la que cuentan todos los seres humanos, y que se compone de diversos estilos, que generalmente reposan en signos reveladores de la memoria para la creación de vínculos comunes a través de recuerdos, eventos o leyendas compartidas.

En una media en que ahora no sabríamos apreciar tan ajustadamente, el kirchnerismo fue derrumbado (empleo esta ruda expresión que luego explicaré; tengo bien en claro que la resolución del problema del poder en la Argentina, en su napa más superficial pero trascendente, fue a través del legítimo juego electoral), derrumbado, digo, por el empleo del concepto de “relato” muy en contraposición a la acepción “ingenua” que antes le dimos. Cuando digo muy en contraposición, en realidad debo decir con una acepción inversa a la tradicional: relato era aquí sinónimo de impostura, de falsedad, de fingimiento, de “invención de tradiciones”, en suma, una superchería de Estado para contarle a los crédulos una historia apócrifa sobre los gobernantes, sus orígenes y propósitos. Ciertamente, todo gobierno - sobre todo el que mantiene raíces populares complejas, como es el caso del que aquí consideramos - está expuesto a este tipo de ataques, pero el kirchnerismo lo estuvo más que ninguno. Los dardos maledicentes que en el ya casi remoto pasado argentino se dirigían contra la “bastardía” de Eva Perón y su propio marido, eran prejuicios clasistas que muy rápidamente se confundían con el temor de la por entonces bastante consolidada “clase media” argentina ante el ascenso social de sectores obreros, o de lo que con desdén podría considerarse el “bajo pueblo”. Pero esos prejuicios sociales contra los “advenedizos” dieron resultado mucho después, cuando se fusionaron con los ataques a las “costumbres íntimas” de Perón, que horadaban su vasto apoyo social pero no eran comparables a la maciza cruzada de desprestigio que se abalanzó en toda clase de exuberancias mediáticas contra el matrimonio Kirchner, muchas décadas después. En la primer y segunda época peronista, y luego del 55, incluso el concepto estigmatizante de “bastardía” fue respondido por los entonces jóvenes literatos “existencialistas”, que no pertenecían al mundo político del peronismo, pero a los que les atraía esa figura de la conciencia con la que Sartre había retratado al aventurero o al comediante que hacía “avanzar la historia por su lado negativo”. Convertían entonces al bastardo en una figura respetable, rara y necesaria. El peronismo de los orígenes, que era “anti-existencialista”, no se animaba a tanto en la apología de sus propios materiales originarios.

Con el matrimonio Kirchner no ocurrió esa capacidad de inversión de la injuria, y crecieron hasta proporciones gigantescas los ataques donde el pasado de la pareja presidencial era examinado por peritos en detectar supuestas falsedades y mascaradas. En especial, en la honda cuestión de los derechos humanos, donde se remarcaba que en su pasado de políticos provincianos, ni Néstor Kirchner ni Cristina Fernández de Kirchner, se habían ocupado de los mencionados derechos, que luego, en su gobierno, fueran rápidamente declarados piedra basal de donde prácticamente se deducían todas las demás decisiones. Es claro, no fue así, pero es cierto también que las tomas de posición del gobernante, que suelen suceder bajo el cuño de la rapidez, la readecuación urgente o la súbita compresión de una zona de franjas soterradas de la conciencia que de pronto se ilumina, no podían ser festejadas y mucho menos comprendidas por los Cruzados que ya habían aprendido a machacar sobre lo que en cualquier caso es fácil. Porque casi siempre hay un halo propagandístico en todo gobierno, un ritual de auto-festejo y una confianza en cómo se habla desde el poder (que por esa sola circunstancia, ya enunciaría tópicos verdaderos), que de inmediato hacía fácil la tarea del agente demolicionista, sobre todo en casos donde notoriamente, con verdad o no, puede esgrimirse el rótulo de “populismo” (del que ya diremos algo más).

¿Qué decía este “agent demolitioniste”, experto en trabajar con los intersticios de la comúnmente inconstante credibilidad pública? Que bastaba ver las predilecciones cosméticas de la Presidenta, la engañosa austeridad de Néstor Kirchner (mocasines rústicos, firma de decretos con lapiceras de plástico barato) para combinar el pseudo-ascetismo de uno con el gusto por “carteras Vuitton” de la otra, junto a veleidades indumentarias (paralelas a las frivolidades discursivas), para que los agentes del descrédito concluyeran que el amor por los derechos humanos y sociales, o por la vocación soberanista del Estado, eran construcciones de último momento que salieron de la cabeza repleta de astucia de dos codiciosos. Pobre argumento que muchos desdeñamos, pero que tenía lentas consecuencias, como un aceite mortífero que va penetrando poco a poco en inocentes porosidades colectivas.

Precisamente, lo que a muchos nos había interesado de la nueva situación –la emergencia de Néstor Kirchner, político tradicional de carrera, de repente tomando los grandes temas reparatorios de la nación- era el modo en que un mundo político que nos parecía previsible, extraía nuevas fuerzas de los vacíos, intersticios y fracturas del “sistema real”, el que registraba la profunda crisis de representatividad del 2001. Ricardo Forster recurrió al concepto de “anomalía” para adjudicarlo a la situación en que se verificó la emergencia de Néstor Kirchner.

Debe decirse que la construcción simbólica que se inició enseguida –que comenzó con el retiro del retrato de Videla en el Colegio Militar y de algún modo concluyó con la construcción de la escultura de Juana Azurduy en las cercanías de la Casa de Gobierno-, ocupó los doce años de gobierno kirchnerista. El tejido simbológico del gobierno KIrchner es sólo equiparable al que practicó Perón en sus dos primeros gobiernos, y remontándonos mucho más allá, al conjunto de emblemas nacionales que desde 1880 perduraron como hilo interno del Estado y de la pedagogía nacional, en la numismática, las monumentalística y en la discursividad historiográfica, generalmente ligada al largo predominio de las distintas variantes del liberalismo republicano (“el orden conservador”), desde finales del siglo XIX hasta bien entrado el siglo XX. Con diferentes interregnos, que en lo fundamental, no alteraron esta “paidea de la patria”. Respecto de ella, un impoluto San Martín nunca cedió su lugar de privilegio como cálido, severo y apacible numen estructurante de la nacionalidad, justo papel que tiene desde que se publicaron los densos volúmenes de la historia de Mitre, lo que luego fuera realzado por libros y películas – Ricardo Rojas, Torre Nilsson, recientemente Galasso -, pero la Presidente Cristina Kirchner intervino en esta dinastía nacional numerosas veces, ya sea resaltando el legado de aquellos aires levemente jacobinos que nimbaron a Moreno y a Monteagudo (con reservas), ya sea declarando preferencias por Manuel Belgrano, ya sea aceptando la inverificable leyenda del Gaucho Rivero – que logró billete de circo2"> la moneda nacional - y más verosímilmente, exaltando la Batal

Todos estos hechos, a los que se puede agregar el tono museístico que adquirió la casa de Gobierno, el Museo del Bicentenario (que también tributa homenaje a Siqueiros, el muralista mexicano), el Centro Cultural Kirchner, y hasta Tecnópolis, revelan la fuerte intervención histórico-metafórica del gobierno, lo que junto a sus auto-descripciones –el “modelo”, el “proyecto”, “el desarrollo con inclusión”- fueron carne rápida o papilla de fácil identificación para la gran prensa que elaboraría muy de inmediato, una larga cadena de objeciones – que iban de la ironía a la burla, de la acusación de bonapartismo hasta la denuncia de asfixiar el paisaje con sus nombres propios-, con la que el gobierno fue insistentemente acosado. Junto al magno trípode santificado de la Cruzada – con su manual básico de estereotipos - cuales eran la “inflación”, la “seguridad” y la “corrupción”, el “relato” era una expresión que bastaba mencionar para difamar al gobierno con el rápido símil que esta palabra evoca: la mentira, el disfraz.

Es evidente que cuando Néstor Kirchner dijo “Clarín miente”, revelaba un fuerte indicio de su carácter, más literal, fundado en frases directas y plenas para designar a sus contrincantes de momento, de modo que no se ocupó de buscar sinónimos o atajos más matizados para sus denuestos. Ya vimos en el primer capítulo las fuertes implicancia que todo esto tenía. La oposición Gran Mediática fue más metafórica en torno al concepto de mentira (básico en cualquier facciosa discusión post-argumental) y no tuvo dificultades para expandir el tema del “relato” como sinónimo de ocultamiento de una realidad cotidiana cruzada por la corrosión de la vida diaria. Tal acto de ocultar se haría, entonces, en nombre de una “épica emancipatoria” que recorría estaciones obligadas del conocido historicismo de liberación nacional, pero, decía el Crítico Demoledor, con esas palabras egregias pasaban por alto la dificultad real de presente, donde no había indicio alguno de que las necesidades reales se pudieran resolver con apelaciones al gauchaje lírico del siglo XIX, y más aún, cuando eso se hacía por gobernantes que a la vez eran empresarios. (Esta última expresión se basaba en los hoteles de propiedad familiar – tema del cual luego hablaremos - que Néstor y Cristina Kirchner poseían desde antes de convertirse en figuras públicas, y que fueron objeto de largas discusiones).

El gobierno Kirchner confió en que sus bases de apoyo no fueran horadadas por este doble manejo criticista: primero, la épica del “relato”, como inconducente frente a problemas reales del existir cotidiano. Ciertamente, inflación, inseguridad y corrupción, no es que no existieran en la “empirie de los días”, pero ya eran conceptos del Arquetipo básico del demoledor, anti-figuras fabricadas por la Conciencia Bella que se dirigían a embestir a los Impostores. Segundo, la situación en las clases populares, que ya por ese entonces revelaban la profunda heterogeneidad cultural que regía sus deterioradas condiciones de vida, y que no sólo registraban el enigmático fenómeno de la crítica del trabajador pobre al “subsidiado pobre”, sino que en sus sensibilidad espontánea, se hacían presentes los espantajos del folletín impugnatorio, donde la idea del “relato” ya adquiría contornos folletinescos donde en la intimidad del matrimonio Kirchner, uno o una podía ser el “asesino” del otro o de la otra. Estas atrocidades del “contra-relato”, increíblemente, prosperaron en el país. Una senecta y arcaica figura de la televisión argentina, que como contrafigura de Evita, era actriz del cine argentino en los años 40, llegó a decir que en el féretro de Kirchner no estaba realmente su cuerpo. Historias góticas que siempre sacudieron el oscuro inconsciente de la humanidad, daban su campanazo tétrico en la estremecida realidad argentina. Hay que reconocerlo, admitirlo y examinar con una atención mucho mayor que hasta el momento le prestamos, a estos hechos.

Los Kirchner eran así objetados por partida doble, cuando se decían militantes, recordándoles que bajo esa declaración de heroicidad política se escondía una veta empresarial, y eran objetados como empresarios cada vez que anunciaban grandes medidas públicas que surgían de sus convicciones militantes, a las que se les atribuía un encubrimiento de “intereses particulares”. Retornaremos sobre esta ardua cuestión en el capítulo próximo. (Morales Solá, tutor de presidentes de la gran derecha áulica, exclama en su editorial de hoy en La Nación que Macri se queja de los empresarios por serlo él mismo: “solo piensan en la facturación de la semana próxima”. He aquí el empresario adulado como tal, que por poseer esa identidad ni puede ser criticado, ni se lo exime del elogio del que sabe incluso desprenderse de su ser empresarial. Créase o no. (No).

Siempre hubo un problema en torno a estos gobiernos de raíz popular – que recurrentemente apoyamos -, calificados de “populistas” y que cuando esgrimen tópicos emancipatorios y de derechos ciudadanos, son vistos como el gran teatro de los arribistas que buscaban “enriquecerse personalmente”. El contra-relato no es que fuera tan hábil, sino que sus banderines de triunfo lanzados al viento encontraban una extrema facilidad en la recepción de un público masivo poli-clasista, que incluyendo a los que eran beneficiados por medidas masivas del gobierno, eran la clientela fija de las hipótesis conspirativas de las que viven los grandes Medios de Comunicación. Había un espontaneísmo en la conciencia empírica nacional que permitía hacer “creíbles” a los engendros del folletín conspirativo – de los cuales es un maestro Jorge Lanata, tema que ya consideraremos -, ante un gobierno que se esmeraba en imponerse sobre sus diversas contradicciones internas. Su empeño anti-corporativo, que desde luego se dirigía privilegiadamente contra el grupo Clarín, aunque ciertamente mucho menos contra otras corporaciones “no mediáticas” (pero a las que de una manera u otra Clarín articulaba: Monsanto, Barrick Gold, Chevron, etc.) no lograba interesar a las izquierdas ni a una parte sustancial de la vida popular, que en el “gran monopolio mediático”, no veía sino la posibilidad de saber cómo se resolvían los misterios de amor y los prodigios de la ilusión en una telenovela que recreaba “las mil y una noches” con un actor egipcio, cuya obvia biografía peregrina era a su vez la actualización de un “relato del corazón”. Los grandes autores de la crítica al “relato”, vaya si eran los taumaturgos de los grandes relatos y especulaban con los pobres misterios orientalistas con los que disciplinaban sentimentalmente a las masas populares, destinada a ser una parte, quizás no en parte mayoritaria pero sustancial, de la gesta electoral anti-kirchnerista, estrecha pero derrocadora al fin. Ya volveremos sobre este concepto de “derrocamiento en democracia”.

No es indiferente este tipo de productos folletinescos de la gran industria cultural, al destino de los gobiernos populares atípicos. Mientras la Presidente proclamaba “la Patria es el Otro” – motivo de grandes alcances que precisaba ser esclarecido con mayores aproximaciones conceptuales y prácticas, dada su importancia -, había otro Otro, real, sin alteridad evidente, que fluctuaba entre su real unicidad y su imaginado pluralismo, para proclamarse el ángel de la tolerancia, acusando de ignorar el pluralismo social y cultural a un gobierno que intentaba construir con la idea de Otro, esa unidad en la multiplicidad que es la esencia última del arte de gobierno. El Otro en su vida cotidiana, era renuente a alojarse en el Otro del pluralismo patriótico al que llamaba la Presidente Cristina. Será otro de los temas del próximo capítulo.

(Escrito el 3 de febrero de 2016, día en que los empleados públicos ocupan el Ministerio de Cultura dirigido por un “despedidor serial”, que tiene como algunos de sus apoyos insólitos, a este episodio que me contaron: ante el stand de una repartición pública donde se obtienen libritos clásicos argentinos a cambio de un módico precio, poniendo un cospel en una máquina expendedora, una abuelita argentina le dijo a su nietito, frente al empleado que la atendía: “nene, pedile un cospel al ñoqui”. Hasta aquí las cosas. En tanto, Alain Badiou, Chico Buarque y Serrat, firman la decisiva solicitada contra Lopérfido). Continuará en este medio.

Buenos Aires, 3 de febrero de 2016

 

El folletín argentino. Capítulo 3

Tercera entrega del Folletín argentino que Horacio González viene realizando como balance de una época que pasó. González desmenuza en este capítulo las relaciones entre la idea de corrupción asociada al Estado como concepto maestro de una línea de ataque al conjunto de la estructura gubernamental. El cúmulo de “relatos” e implícitos demonizantes – la corrupción mata - fueron hallazgos de las plumas de trinchera de buena parte del periodismo Gran Mediático.

La corrupción y el Estado

Por Horacio González

Ilustración: Ricardo "Mono" Cohen

No hay concepto más escurridizo e inaprensible que el de corrupción, siempre vigente en el lenguaje político, con las más diversas acepciones. La inevitable carga moral que subyace en él, su poder agraviante y desestabilizador, tanto como su capacidad de eximirse de toda probanza –o de pruebas en el sentido jurídico estricto-, tienen una fuerza capaz de resquebrajar cualquier andamiaje gubernativo. Con esta apreciación no queremos decir que “no haya corrupción”. Pero hagamos la inspección de este uso sistemático de un concepto tan abarcador y difuso, que tiene una capacidad de golpear más allá de su capacidad real de definir fenómenos específicos de la realidad estatal. Si hoy leemos El Príncipe de Maquiavelo bajo el crisol del concepto de corrupción enlazado a una proposición moral, podríamos decir que la totalidad de este famoso escrito resulta en una apología del “ser corrupto” de la política. Pero no recordamos que en este grandioso texto se emplee, por lo menos con frecuencia, este concepto, siendo que no vacila en justificar asesinatos o afanes de dominio enteramente viciosos. El Príncipe es obra de la intimidad de Maquiavelo, es su propia conciencia irónica analizada por medio de un escrito que es un regalo o tiene la forma de un regalo a su protector, Lorenzo de Médici. No se ha notado mucho esta circunstancia del regalo, que figura en el mismo prólogo del estremecedor escrito. El “regalo” es otro concepto confuso, supone generosidad y astucia, amor y obligaciones, compromiso en los vínculos o disimulo. Todos recordamos la historia del Caballo de Troya; los dichos populares… “caballo regalado…etc.”; o las catastróficas escenas del Padrino, donde la torta de cumpleaños viene con un killer adentro. Es la perseverante idea del “regalo envenenado” o “peludo de regalo”.

Pues bien, el lector de Maquiavelo puede leer en el capítulo 7 del Príncipe que hubo una matanza en Sinigaglia. Maquiavelo la narra con la asombrosa objetividad que tiene su tersa prosa cuando se dedica a describir masacres. Allí, para atraerlos a la celada, César Borgia les ofrece a quienes serán víctimas de su cebada capacidad de fiereza, un conjunto de regalos –aparecen los “regalos”-, tales como monedas, ajuares o caballos. Pero los que reciban esos presentes tendrán como destino un vil asesinato. ¿Qué podemos leer en el propio prólogo de El príncipe? Que Maquiavelo lamentaba que como regalo, él solo podía ofrecerle libros al Médici: su propio libro, El príncipe. ¿Iba él a matar al Médici por eso? Otros entregaban buenos equinos, relucientes armas, vestimentas lujosas. Esta mención al “regalo” como anzuelo para atraer a los sacrificados, inquieta en el famoso relato de la matanza en Sinigaglia, pero más inquieta cuando Maquiavelo define a su mismo libro como el único regalo –no caballos, no lujosas prendas- que le puede hacer a su Príncipe. Nunca sabremos bien qué quiso decir.

El kirchnerismo fue acusado de “corrupto”, y la generalización de esa imputación excavó con el sistemático y meticuloso detallismo de un boletín diario, todo su andamiaje intelectual y moral. El acceso a la corrupción como concepto maestro de una línea de ataque al conjunto de la estructura gubernamental, precisaba un conjunto de “relatos” que a su vez no se expusieran a las críticas al “relato”, que era otro de los hallazgos de las plumas de trinchera de buena parte del periodismo Gran Mediático. La facilidad que da lo anchuroso, ambiguo y pregnante de la palabra “corrupción” –vecina a la idea del Mal- no eximía de cierta verosimilitud en las pruebas, que circulaban cotidianamente por el “periodismo de investigación” (luego haremos también unas consideraciones sobre cómo fue deformándose esta práctica). Pero esas “pruebas” –desde el tema ostensible de los Hoteles de Calafate hasta la muerte de Nisman-, poseían distinto grado de validez y capacidad de convicción, porque también eran parte de estrategias comunicacionales que se dedicaban a impartir sospechas mientras ellas se situaban, por definición “por encima de toda sospecha”. Por eso, la investigación que durante varias semanas el diario La Nación dedicó a examinar cuestiones referidas a los hoteles propiedad de la Presidente (el alquiler de cuartos a un empresario conocido de su llamado “entorno”, que finalmente no eran ocupados, lo que sugería “lavado de dinero”), podía ser una “investigación seria” sobre un tema sin duda cuestionable, como también la explotación pseudo científica del “periodismo judicial” de un tema inmerso en el océano de prejuicios que como un inconmensurable halo rodea a la palabra “corrupción”. Ya dijimos: definida con precisión, es una categoría real para el examen público de la acción de los gobiernos, pero como implícito demonizante, es un dato que alude también a su propio poder corrosivo, tan expansivo como indeterminado.

Se forjó la noción “la corrupción mata”. Esta generalización tiene un enorme poder de convicción, a partir de horrendos casos de muertes masivas en hechos que ahora consideraremos, y que son los que inmediatamente despiertan nuestra solidaridad con las víctimas y el deseo de que se “castigue a los culpables”, que ofrezcan, no el rostro abstracto del “Estado ineficiente”, sino el concreto de tal o cual funcionario “que desvió los subsidios” o el “empresario enriquecido que sobornó a los inspectores”. No obstante, nos parece que la asociación de corrupción y muerte no es adecuada, pero decirlo es difícil –desde luego, difícil e inadecuado- cuando estamos ante tragedias como las de Once, Cromangnon o Iron Mountain. Allí murieron personas que estaban trabajando, viajando o cumpliendo con lo que imponían sus oficios diarios. Son hechos, entonces, que motivan nuestra capacidad de escándalo y condolencia, tanto como la necesidad de encontrarle explicación, reparo moral y punición a la tragedia. Pero como es evidente que no todo hecho de corrupción –cualquiera sea los alcances que le demos- no termina en masacres, ni que toda muerte ocasionada por desperfectos en equipamientos públicos nunca deja de tener un ingrediente de “tragedia” (es decir, podría no haberse producido), la extrema asociación entre “corrupción” y “muerte” pertenece solo a casos en que en forma determinista, una omisión o un acto ilegal de la administración lleva inexorablemente a un desenlace de muerte. Por supuesto, nunca puede ser objetable el modo en que los familiares de las víctimas exponen su dolida voz, que no puede ser impugnada desde ningún otro punto de vista que se crea superior a ella, pues no lo hay. Otra, en cambio, es la cuestión política. En este caso, hay sin duda una responsabilidad de la institución pública.

En Cromangnon, la carencia de peritajes efectivos sobre el local (probablemente debido a “coimas”, que es modo el diseminado con que se insertan las prácticas de inspección oficial en un mundo de “omisiones recompensadas”), podía no llevar a que una bengala se situara en el corazón de los hechos, pero una vez producida la tragedia, nada evita que ésta se interprete como un hecho, no trágico, sino parte de la “estructura corrupta de la política”. Decir tragedia entonces parece de mal gusto, ante tal desidia estatal o empresarial. Sin duda, las condiciones en que se realizan estas reuniones en todo el mundo (son frecuentes los incendios en locales danzantes, seguido de muertes múltiples) revelan la inseguridad de la existencia en un sentido general, y abandonar el concepto de tragedia no parece conveniente –la arcaica forma educativa de los pueblos antiguos- pues entonces se comprende mal los mismos hechos por los que luego hay que designar responsables. El perito que no hizo su tarea adecuadamente, lo es, el propietario del lugar, que no percibió el riesgo potencial que anidaba en las instalaciones y escenografía, lo es, también lo es el sistema médico que quizás no pudo concurrir a tiempo o el político que no se hizo presente en forma inmediatamente solidaria.

Los hechos pueden desmenuzarse al infinito, y no hay que perderlos de vista en su engarce inesperado y fatal, aun cuando optemos por la generalización política de “la corrupción mata”, que afecta a todo el Estado sin distinción alguna, con un dramatismo político al que ya no importaría darle una base en la natural contingencia que tiene eventos que, súbitamente, en un momento de locura de la realidad, pueden anudarse. Y en este círculo que va de la generalización repentina al análisis del pormenor, siempre ganamos la contundencia del universal condenatorio y podemos perder la noción que nos lleve a darle mayor dimensión humana y real a la culpa, y con ello elaborar prevenciones efectivas sin dejar de ver la dimensión política ni la objetividad de la cadena de contingencias y tragedias. Visto todo esto, el concepto de corrupción no queda como un universal abstracto sino como un modo de investigación sobre responsabilidades ciertas, donde desde luego, deben figurar las del Estado.

En los tiempos de Menem, Horacio Verbitzky acuñó la noción de “modelo de producción corrupto”, aludiendo a otra forma alternativa de los típicos excedentes de la forma capitalista de producción. Es que ésta necesariamente precisa esa aureola de ilegalidad para sustentar su “ambiente de negocios”, que no obstante siempre invocan “estar a derecho”. En efecto, el alimento clandestino del gran capitalismo globalizado-informático, es hoy su constante ilegalidad entrelazada a formas visibles de legalidad. La ilegalidad es productiva. En las cúspides sistémicas de los organismos visibles de la globalización, hay un “plusvalor” jurídico, comunicacional y financiero, que trabaja con “imponderables a futuro, “información reservada”, “clandestinidad de las decisiones” o “bio-políticas del staff ejecutivo”, que casi siempre se traducen en altas formas de circulación paralela del dinero. También, la financiación de la política, en todos nuestros países, expone a los partidos populares –en la otra punta del tablero- a situarse en zonas riesgosas de la acción pública, en la cornisa misma de la ilegalidad y en la búsqueda de provisiones de subsistencia partidaria donde hay un excedente monetario que sale como sebo sigiloso de las arcas públicas. Sin avergonzarse demasiado, todos los políticos, del color que sean, hablan del “control de la caja”, frase que se mueve dentro de muy diferentes y sombrías alternativas semánticas. Allá tenemos el caso de Petrobrás, talón de Aquiles del PT, una de las más elevadas experiencias del movimiento popular de masas de Latino-américa, caso que puede horadarlo en su propia quilla. En este caso la corrupción mata, metafóricamente, a las experiencias de masas.

Pero tenemos ya diversas acepciones del vocablo corrupción: la “estructural”, por así decirlo, que tiene el mismo valor fantasmagórico que el que Marx le confirió en el capitalismo a la plusvalía, y la “coyuntural”, referida en general a casos específicos y lo que ingresaría dentro de la moral general del funcionariado público. Una teórica y otra práctica, si queremos expresarnos así. El kirchnerismo fue golpeado en su quilla (ya que empleamos esta noción para el PT) por casos como el de Ciccone Calcográfica, “empresarios amigos”, subsidios a los transportes, hoteles de Calafate, etc., y en lo que hace a la esfera de la dignidad pública, administrativa y política, por el caso Nisman, el Indec y el tráfico de efedrina, por tomar algunos. Son todas situaciones diferentes, que en su conjunto fueron el ariete de punta de acero manejando por la infantería más rudamente experimentada en desmontajes de gobiernos populares y reformistas. Todo este “paquete semántico” fue maniobrado por expertos, que en todos los casos se basaban en grados de verosimilitud que parecían soberanos e indeclinables. En principio, lo que hay que hacer no es situarse en una hipótesis de rechazo indignado de estas incómodas situaciones. Algunas poseen distinto grado de veracidad, y tanto como las que lo tienen menos o no la tienen, deben ser explicados como parte de un acceso a la verdad social por parte del gobierno anterior, que apoyamos, lo que hace que todos los que estuvimos en esa situación, debamos explicarnos y su vez reclamar explicaciones. Navegar es preciso. Por lo tanto, es necesario hablar de estos temas para que tengan un esclarecimiento que no provenga tan solo de los que los usaron como artefactos bien aceitados y ornamentados para su tarea demolicionista –bien exitosa que fue.

Mientras nuestros ejes de discursividad eran diacrónicos –emancipación, derechos humanos, articulación de nuevos derechos, subsidios al consumo popular, negociación de deuda sin canje de soberanía, inclusión social, entre tantos otros temas-, el mencionado ariete de demolición solo trabajaba temas sincrónicos –narcotráfico, corrupción, inseguridad, inflación y ñoquis como sinécdoque del Estado. En la elección Macri contra Scioli, triunfó el eje sincrónico, el de la no historicidad, el de la historia como una planicie indiferente, solo habitada por inmediatismos del sentido común de las derechas mundiales. El tema de la muerte de Nisman fue muy oportuno, pues dejaba a la Presidente expuesta a un razonamiento pobremente folletinesco, de raíz gótica, de una rayana inverosimilitud, lo que nada le importaba a los operadores del escarnio. Hay dos formas del sentido común (vieja entidad de la filosofía). El sentido común democrático y el sentido común delirante. Este último es el que muchas veces se impone porque goza con su paradoja interna, su relleno de hojarasca pérfida y brutal. Para la primera forma del sentido común, el democrático, el de Nisman fue evidentemente el suicidio de un hombre solo, acosado y abandonado, con conciencia de sus equivocaciones garrafales, encerrado entre sus goces particulares y un enfoque totalmente errado de las posiciones de la Cancillería y de la propia Presidente ante el dilema de Irán. La inminencia de una declaración en el Congreso, a la que fue llevado por sus propios pasos en falso, y la desmesura de una denuncia política sin pruebas y totalmente descabellada, puso un arma en su mano, y un espejo en un domingo vacío ante el cual derramar su propia sangre. Para decir esto, empleamos, pues, el sentido común democrático.

En cuanto a los otros temas, lo digo rápido: lo del Indec fue notoriamente un error del Gobierno Kirchner. Las explicaciones que se escuchan, deben dejar paso a la admisión del descuido. Lo de la efedrina, el narcotráfico, y temas colindantes, todo ello existe pero fuera de la dimensión de gigantomaquia que le dieron los relatores gran-mediáticos. Ellos invocaron con ganas el discurso folletinesco, y las sensibles agujas del sentido común nos indican que “el relato” que aquí se ponía a circular tenía las conocidas inflexiones de todo lo que produce efectos inmediatistas y contaminantes. La cripta, la bolsa llena de dólares, el mausoleo misterioso, el presidente Kirchner recibiendo dinero en el despacho presidencial, el Jefe de Gabinete instruyendo asesinos profesionales, todos ellos son elementos narrativos que pertenecen a la Saga del Mal, cuyo recurso mayor es mostrar un Grand-Guignol de marionetas cuyas acciones no tienen intermediarios, tal como lo exige el gusto guiado por la truculencia, que cultivan en general los grandes Medios, herederos de Ponson du Terrail, creador de Rocambole, de Batman y de James Bond. En estas creaciones, todos los crímenes tienen culpables inmediatos y necesarios en figuras del poder. James Bond, por otra parte, desde los años 60, ilustró a vastos públicos mundiales sobre el uso de la Ilegalidad Asesina, pero al servicio “del Reino”. Su “licencia para matar”, inspiró durante largos meses el relato del principal relator del “agrietamiento” del gobierno, nos referimos al periodista Jorge Lanata (so pretexto de combatir la “grieta” del que éste era “culpable”), que transfirió este saber rocambolesco (“matar por poder”) a los Estados populares, atravesados por múltiples problemas y deficiencias, pero no por eso carcomidos por el “Mal”. Jorge Lanata, al espectacularizar la escena política como en una escena del Maipo –teatro en donde actuó-, daba un paso más en el arte de arrojar sospechas sistemáticas sobre la vida pública con el arte de representar lo complejo a través de lo titiritesco, y el laberinto de lo real a través de su sumaria inmediatez. De alguna manera, ha triunfado. Fue él quien usó la licencia 007 para triturar figuras públicas, convirtiendo las mínimas o máximas dudas que toda figura pública puede generar, en una invitación para construirle prontuario de asesino, ladrón o coimero. Pasamos buena parte de la historia argentina contemporánea sin una teoría del Estado, pero el Estado, bamboleándose y contrito, sacaba de sus entrañas momentos de lucidez. Hablaremos próximamente también de esto.

(Fin del capítulo 3. Hoy, 5 de febrero de 2016, siguen las alternativas de la división del bloque del Frente para la Victoria, que habla más de la fragilidad espiritual del justicialismo que de la astucia del macrismo, aunque no es que ésta no exista. Falta desarrollar algunos temas aquí anunciados, como Ciccone, etc. Será la próxima vez, en el capítulo 4 ó 5. Respondo al lector Juan Ponce, evitando cancherismos e innecesarias sobradas. Sobre el Banco de Santa Cruz nada puedo decir. Si lo sabe él, que lo diga. Sobre el relato, coincido con su definición, todos vivimos sumergidos de una manera u otra en un relato, pero yo me refería al uso hiperbólico que se hizo de este concepto, asimilándolo a “mentira”. Estaba, desde luego el “Clarín miente”. No sabía que en Chile, Allende había esgrimido un “el Mercurio miente”. Por fin, no veo que tenga nada de malo que una figura política principal use conceptos notorios que circulan en los pasillos de las facultades. La cuestión es que efecto social tienen luego. La seguimos.)

Buenos Aires, 5 de febrero de 2016

 

El folletín argentino. Capítulo 4

Horacio González expone con lucidez en el cuarto capítulo del "Folletín Argentino", los “artificios para la demolición” del mundo militante de los setenta. Las declaraciones negacionistas del genocidio argentino tienen apenas su punta de iceberg en Lopérfido. Pablo Avelluto - productor del film que corresponde al libro de Héctor Leis sobre la militancia montonera -, Hernán Lombardi y Jorge Lanata representan la fusta con la que el macrismo llegó para amputarle la lengua social y crítica al país.

Artificios para la demolición

Por Horacio González

La batería de escarnios está hambrienta, porque precisa cobrar la presa mayor, a la oradora insaciable que ofuscaba casi a diario con su verba, que solía irritar a “extraños y propios” desde el atril mayor de Balcarce 50 a medida que atravesaba ondulaciones diversas y ramificaciones abismales en su discurso. Ya hablaremos y pensaremos algo más en relación a aquel estilo presidencial. Ahora se nos cruza un tema más urgente: el juicio y consideración sobre las militancias de los años 70. Está en discusión la figura, la contextura y el alcance moral del militante, la idea misma de la militancia. Es conocida la frase “una época sueña el modo de ser de la época siguiente”. No se trata de una secuencia histórica que une períodos diferentes, sino de una visión retrospectiva que el presente –con sus específicos hechos- siempre tiene sobre el pasado. Por eso, un tiempo anterior “sueña” el que le sigue, es decir, no puede imaginar que hechos ocurrirán, pero sospecha finalmente que será refutado o desmentido. Pero de todas maneras, esa impugnación nunca es un mecanismo de anulación, olvido y parsimonia tan absoluta, al límite del negacionismo.

Es evidente que el llamado “setentismo” del gobierno tenía múltiples dimensiones y ángulos para ser interpretado. Había, y hay, una militancia que trabajaba en su conciencia pública con una idea explícita de legado histórico. Un legado siempre es problemático. Lo que se lega no es nunca un cuadro completo de memorias, lo que se lega son precisamente interrogantes, preguntas. Por eso, los actos en el Patio de las Palmeras tenían tanta emotividad, y también un ritualismo ya consolidado como el que suele acompañar las formas más agudizadas de conmemoración. ¿En qué consistía ese ritualismo, es apelación a la magna leyenda? Bastaba escuchar a los militantes, que apelaban a una herencia que tenía eslabones muy precisos, y concluía en un lema que atraviesa toda la historia de la civilización: “no nos han vencido”. Ese relato –ya me referí en el capítulo uno sobre este concepto-, en primer lugar, debo decir que a mí me conmovía, y luego me sumergía en un mar de dudas. ¿Eran legítimas esas dudas? La pregunta es pertinente, porque el mismo concepto de duda siempre está sometido a averiguaciones e inquisiciones de muy diverso tono, no hace falta apelar a Descartes para saberlo. El mundo militante más estricto, no deja tener fuertes “dudas sobre las dudas”, y todos recordamos remordidos el cruel hallazgo de una composición -un préstamo de Maurras o de Barrés-, que hizo cierto coronel del rostro coloreado, por el cual se ligaba la duda al engreimiento de los hombres cultivados. Lo cierto es que el mundo militante de los setenta se ha extinguido entre la sangre y el tiempo, por mecanismos misteriosos que ni puede explicar la “episteme” foucaultiana –una forma encubierta del tiempo fijo, parmenídico-. Ese pasado ni se ha clausurado en sí mismo como un bloque cerrado, asfixiado en su propio error, ni puede permanecer intocado. Hay que repensar con respeto sus destellos quebradizos sobre el presente. No sólo porque carga en su ser un elegíaco fracaso (su sonoridad es la estridente cadencia de una época que se desploma), sino porque el toque de atención de ese “sueño futuro”, implora siempre que la historia no se repita. O sea, el legado existe y hay que mantenerlo, pero sus hebras complejas se abren a múltiples interpretaciones, incluso a la reserva de las conciencias y al rebato de moderación y circunspección en el recuerdo.

En los últimos dos o tres años cobró fuerza un proyecto efectivo de revisar en su núcleo original, en su más duro fermento, los años de la militancia armada, y eso se hacía tanto más verosímil cuanto provenía de escritos y memorias de algunos de los participantes de las experiencias de aquellos grupos armados. Mencionaré en especial el libro escrito por Héctor Leis, retomando algunos tópicos que en su momento expuse en un artículo en Página/12. En Un testamento de los años 70, Héctor Leis, fallecido recientemente luego de una larga enfermedad, y a quien siempre le reservo un cálido recuerdo personal, escribe una interesante memoria biográfica. Pero en ella veo un extravío que si no le resta sinceridad, por lo menos la oscurece para la reflexión profunda, al punto de anunciar los actuales actos negacionistas. No es este el propósito de Leis, pero sus pensamientos dolidos fueron el cáñamo del que se sirvieron los póstumos revisores y auditores macristas de la memoria. Leis cuenta un incidente casi olvidado en un acto de conmemoración de los fusilamiento de 1956 en León Suárez. Ese acto fue en 1973. Leis era militante montonero y portaba un arma. Al acudir en defensa de una compañera, él también debe disparar. Este hecho tiene carácter testimonial pero se halla en su camino de revelaciones personales. Estas revelaciones, sin duda, nos deben acompañar siempre. La situación tiene cierta envergadura borgeana; se asemeja al tiroteo en Tilsit (en Deutsches Requiem) que decide la vida posterior de un militante nacionalsocialista, el oficial Otto Dietrich Zur Linde. Con Héctor Leis es lo contrario, no sólo por la diversidad radical del campo ideológico involucrado. Este evento adquiere estatura mítica para Leis y se inscribe en una tradición autoreflexiva, el inicio de una piedad necesaria en relación a lo que hacemos, a lo que nos hacen con lo que hacemos, y los daños que inadvertidamente podemos provocar. Una vida entera puede o no puede luego explicarlos.

La opción por las armas de toda una generación política puede poseer relatos como éste o muy parecidos. El momento iniciático de la política, si es un hecho de armas, puede desplegarse en el interior de una conciencia de múltiples maneras. Podemos optar por decir que lo explica la época, y la culpabilidad se escabulle hacia la epistemología social general en la que un historiador podrá hurgar luego. O podemos decir que nadie puede vivir la muerte ni los hechos vitales de otros, y que soy solo yo responsable de esos actos, por más que mediaran órdenes y recomendaciones organizativas. Lo que narra Leis es efectivamente interesante, tal como lo ocurrido con Hugo, en Las manos sucias de Sartre, al exclamar “estoy solo en la historia con un cadáver”. Aunque Leis no resuelve en su relato el resultado final del disparo que saliera de su arma.

Veo allí un sentido totalmente ajustado al debate actual, el sorprendente error de vaciar la historia argentina de sus clásicos enfrentamientos, no por haber sido violentos, sino por haber contado con un tipo de decisión armada por parte de los grupos insurreccionales de la época que no habrían poseído habilitación ética de ninguna especie. Esto no es así. Hace años que un revisionismo chato viene acompañado trivialmente estos hechos que Leis narró después en su propia carne. Una cosa es condenar la violencia, sobre todo la que emana de órganos políticos que de alguna manera se burocratizan en torno a un lenguaje militar que anula la autorreflexión, y otra cosa es trocar en el alma del hablante el signo que lo hacía ser un joven militante armado (con críticas incluso muy drásticas a esas organizaciones) y asumir hoy la equívoca santidad de hablar desde el punto de vista de los otros, los profesionales del desprecio a todo intento de conmover a las sociedades. Así lo hizo Lopérfido, aunque esta dura opinión no alcanza a Leis.

Escuchemos La marcha de la Revolución Libertadora. Está tomada musicalmente de la marcha de la Falange española: es claro, es el nacionalismo católico el que la escribe y musicaliza: un hijo del músico santiagueño Gómez Carillo y un abogado de la derecha nacional hace la letra que aún impresiona. Llama a la lucha armada con énfasis místicos, emplea la falangista expresión “camaradas” –compartida por la otra gran revolución del siglo XX-, y su tema principal es la apología de la muerte heroica: “Y si la muerte quiebra tu vida al frío de una madrugada / perdurará tu nombre entre los héroes de la patria amada”.

Su énfasis cristiano es literal, pero regado en sangre: “Y cuando el paso firme de la Argentina altiva de mañana / traiga / el eco sereno / de la paz con tu sangre conquistada /cantarás con nosotros camarada / de guardia allá en la Gloria Peregrina / porque esta tierra de Dios tuviera / Mil veces una muerte Argentina”. De allí salen épicas militantes que se bifurcaron varias veces en la historia nacional, entreveradas en el misterio de las metáforas últimas. También con el peronismo combatiente. ¿Lo habría entendido Perón así? ¿Se llegó al núcleo último de esta dificultad conceptual de la historia argentina? Algunos filamentos de estos sonidos y letanías del militante armado fueron a parar a Montoneros. Otros, los portó silenciosamente la Marina en su plataforma de placas hundidas en su inconsciente colectivo, y afloraron con creces en los horrendos episodios de la ESMA. Hubo “miles de muertes argentinas”. Esas alusiones y la mención de la sangre como signo de identidad frente al pífano trágico del compromiso militante, no dejan que pasemos por alto el eco de esa violencia del 55 –recordemos lo que pensaba Walsh en ese momento- repartida luego a través de transfiguraciones y metamorfosis diversas de los espíritus militantes que salían de una fragua que los había reelaborado dando vueltas y vueltas (“mil vueltas argentinas”) a una trágica materia prima incesantemente combinada. No son los “dos demonios”. Va más allá de eso y resiste la comprensión, la de todos, pero más de aquellos que se burlan de los militantes.

Sería absurdo que no intentáramos comprender estos dramas y no extrajéramos de allí todos los desmanes del espíritu que no estuvieron a nuestro alcance apreciar en aquel momento. Pero no hay razón para que, al percibirlos ahora, cultivemos un esteticismo de la traición en vez de rodearnos de la conmiseración autocrítica que corresponda. Pero no la de hacer “una lista común de víctimas” o dejar “los muertos en paz”, porque nunca eso es posible, salvo poniéndose del punto de vista de los victimarios. Reclamar como había pedido Leis “un memorial conjunto de las víctimas que incluya desde los soldados muertos en Formosa hasta los estudiantes desaparecidos en La Plata”, no puede formar parte ninguna decisión intelectual y moral de nuestro presente. Leis podía decirlo, actuaba en nombre de una gran aflicción personal, pero ya es otra cosa cuando sabemos que el actual Ministro de Cultura, Pablo Avelluto, participó de la producción del film que corresponde al libro de Leis y es autor de un twitter que dice “la revolución que prefiero es la Libertadora”. Luego se desdijo: “no hay que tomar en serio los twitts”, exclamó. Acá hay en evento interesante y nos permite decir algo concluyente. ¡Quizás los twitts sea lo único que hay que tomar en serio!

Sin embargo, no hay que asustarse ni acobardarse por lo dicho, señor Avellutto. La Revolución Libertadora cargaba desde su origen la marca siniestra del bombardeo a una plaza civil, y luego los fusilamientos de junio del año posterior (donde cae otro militar que formaba en las filas del nacionalismo católico, aunque volcado hacia simpatías con el peronismo: Valle). No obstante, se es medroso y pusilánime cuando se desmiente lo que se cree; porque debe corregirse esa creencia. Esto es así, debido a que lo que se cree no es cómo el sr. ministro lo dice: no entiende realmente qué fue la Revolución Libertadora en su condición especular, de reversibilidad irónica respecto al peronismo (Marcha contra Marcha, Hugo del Carril contra el coro de militares y civiles en el subsuelo eclesiástico), por lo que no comprende entonces la dimensión enzarzada del peronismo y el modo cambiante en que la historia interpreta la figura del militante. Aunque no es el único timorato para entender este complejo prisma histórico, pues su oficio cubre solo con valentía únicamente aspectos propios de un gerente de personal encabritado, agitando listas de despedidos en sus puños. Por supuesto no caben comparaciones: pero otra cosa es Borges, el último partisano de la Revolución Libertadora –en su despacho de la Biblioteca escribía los postreros comunicados del cenáculo restante-, que la imaginó liberal y la sospechó en su nacionalismo fracasado, y que en toda su obra magnífica, anterior y posterior, está atento a esta tensión que nunca, nadie y nada pudo resolver.

Claro que el pasado, en su propio nombre, augura siempre una clausura, y claro que extrapolar el juicio sobre criterios vigentes en otra época que no “soñaba” dejar paso a la que la juzga, puede ser un trabajo perversamente fácil o directamente guiado por sensibilidades vengativas. Y aún más, sabiéndose que, con los cambios de cada época, la figura del que transmuta sus conocimientos y creencias es más vieja que la ruda. La historia de las conversiones es la historia misma de la civilización. También se sabe que la conversión es un arte sigiloso, callado, inconfeso. El pliegue último del pensar es ese acto secretamente converso. Pero decirlo ahora –e invocar el modo en que Leis hizo público lo cauteloso que abriga en sí al modo de negación que cada conciencia esgrime para ella misma- es jugar sucio en medio de una idea de la historia paralizada. De este modo, aunque no se diga, se quiere cerrar el ciclo de los juicios encarados desde los derechos humanos, ignorando que el dolor por lo pasado es transpolítico, pero no debe equivocarse respecto a la madeja intrincada de sentimientos que juzga. Se juzgan muertes ocurridas en gabinetes ocultos del Estado, operados por torturadores que tenían graduaciones entregadas por las ceremonias públicas que implican juramentos y deberes, y seguidos por esbirros habilitados para asesinar en nombre de altos mandos que cuando daban la cara decían no ver sino “entelequias”. ¿Cómo se pretende interrumpir ese río interior de la sociedad argentina, donde también se lucha por ganar el derecho de hacerse cargo de una explicación más duradera de lo ocurrido, y sostenida en antiguos saberes humanistas? ¿Cómo se lo pretende interrumpir con una tesis que es más tacaña que del documento que escribió Sábato para el “Nunca más”, que a pesar de que equilibra las “dos violencias”, leído con atención, señala con más decisión condenatoria a aquella proveniente del “infierno” señoreado por las Fuerzas Armadas?

El libro de Leis me suena como si esa responsabilidad por el signo de una interpretación, de la que Sábato estuvo más cerca de lo que muchos creímos, quedase por fin en manos de las viejas fuerzas reaccionarias del país –habilitadas por una conversión sacrificial y personal que ellos publicarían muy contentos en sus matutinos-, impidiendo algo muy interesante, en lo que hubiéramos debido esperar que alguna vez Leis participara. La rara, póstuma e irrisoria ecuanimidad sobre la vida de los muertos, pero no antes de hacer el doloroso tránsito por la convicción de que solo desnutridas religiones mustias, pueden igualar todas las situaciones hundidas en la espesura onírica de una época que se nos escurre. No, es preciso seguir sosteniendo que un modo de ser víctima, la de aquellos jóvenes de cuando el propio Leis era otro, que sin embargo pudieron haber matado pero estando a su vez casi todos muertos y desaparecidos, ese modo, decimos, sigue sosteniendo el hilo de humanidad crítica de la nación argentina. No es lo mismo que el tipo de víctima que Leis dice que –fusionando todo con todo- llevaría a un “memorial conjunto”. Al desmitologizador de la historia, le esperaban más saludos conservadores que aplausos del historiador humanista. Es lo que ocurrió. Vino el macrismo a amputar la lengua social y crítica al país.

En una inauguración de la Feria del Libro –la última o antepenúltima, no recuerdo bien- se escuchó al secretario de Cultura de la Ciudad de Macri, hoy Ministro de Medios, Hernán Lombardi, recomendar la lectura de Héctor Leis. Entre tantos números de libros que se mencionaron, este único libro me movió a señalar en el contexto de qué injusticia se mueve. Hay números implícitos en el libro de Leis que comienzan a manifestarse: pero hoy, hágase el cómputo de las balas de goma lanzadas por la Gendarmería ante una murga villera. ¿En nuestras pequeñas conmemoraciones reconciliantes, incluiríamos a esos disparos del nuevo Estado en el equilibrio justo que se verifique por la contrapuesta acción del “demonio del narcotráfico”? Hay muertos de ambos lados, es claro, pero llamamos ética a la capacidad de condenar toda ejecución de un daño, desde un lugar explícito, humano, visible, que es único, puesto que en su excepcionalidad nos toca: es el lugar que no desmantele la noción misma de justicia y de historia, que casi vendrían a ser lo mismo.

Estas tesis cobraron fuerza en los últimos años, sobre todo promulgadas por sectores académicos, al que por eso sólo no les correspondería el título de liberal-progresistas con el que gustan llamarse, pero fueron llevadas a su extremo de persuasión masiva por Jorge Lanata. Este periodista tuvo y tiene un papel principal en la formación de esa espesura indefinible que atravesando el espíritu colectivo busca asociar el “investigador solitario” con los grandes juegos empresariales a los que finalmente acata. Fin de su soledad. Parece libre, pero es la libertad que interpreta Etienne de La Boétie como el cese de la voluntad propia en nombre de una apariencia nietzscheana de dominio. Compleja situación, que se revela en todas las intervenciones de Lanata, que como nadie, sabe deslizarse del saqueo de citas académicas al “burlesque”. He aquí en su último artículo en Clarín (7 de febrero, día en que escribo este capítulo) una cita de Todorov, invitado hace un tiempo a visitar el Parque de la Memoria en la Argentina. Le viene como anillo al dedo, pues dice Todorov citado por Lanata:

“Los Montoneros y otros grupos de extrema izquierda organizaban asesinatos de personalidades políticas y militares, que a veces incluían a toda su familia, tomaban rehenes con el fin de obtener un rescate, volaban edificios públicos y atracaban bancos. Tras la instauración de la dictadura, obedeciendo a sus dirigentes, a menudo refugiados en el extranjero, esos mismos grupúsculos pasaron a la clandestinidad y continuaron la lucha armada. Tampoco se puede silenciar la ideología que inspiraba a esta guerrilla de extrema izquierda y al régimen que tanto anhelaba. Como fue vencida y eliminada, no se pueden calibrar las consecuencias que hubiera tenido su victoria. Pero, a título de comparación, podemos recordar que, más o menos en el mismo momento (entre 1975 y 1979), una guerrilla de extrema izquierda se hizo con el poder en Camboya. El genocidio que desencadenó causó la muerte de alrededor de un millón y medio de personas, el 25% de la población del país. Las víctimas de la represión del terrorismo de Estado en Argentina, demasiado numerosas, representan el 0,01% de la población”.

Es lo que llamo un modo que tiene una época posterior de chocar su “sueño” ya estabilizado, desnatado y “desgrasado” con lo que el “setentismo” no fue capaz de “soñar” de la época que lo juzgaría. ¡Qué gracia tiene este modo de sacarle la “grasa” a la historia! ¡Claro que no sabríamos que hubiera pasado si triunfaba aquel insurreccionalismo! ¿Quién puede proclamar su saber respecto a lo que la historia no escribió nunca en su cuerpo escurridizo? ¿De qué vale comparar Montoneros con Camboya? Por lo menos, este baile ominoso de las cifras, para el señor Todorov, arroja un resultado poco alarmante: el terrorismo de Estado apenas afectó aquí al 0,01 por ciento de la población. ¿No se siente a gusto el lector dominguero de Clarín con tan escuetos y misérrimos resultados? Lopérfido se quedó corto, mientras Todorov esgrimió la cifra conspicua desde su cientificismo porcentual.

(En el próximo capítulo trataremos de ver con más atención las consecuencias de la crítica a la militancia, sus efectos lúcidos y situaciones que pueden afectarla si resulta mal planteada su situación existencial)

Buenos Aires, 7 de febrero de 2016

 

El folletín argentino. Capítulo 5

Si tenemos en cuenta la historia de la injuria y del humor degradante que acompañó casi toda la historia nacional, se puede decir que los agravios hacia Cristina Fernández trajeron como novedad un exceso destructivo en los discursos periodísticos que recurrieron a banales palabras pseudo-médicas, como los vocablos “bipolar” o “crispación”, cuyo fin fue moldear un dictamen de “locura” al modo de una neurología de escasa monta pero efectiva a la hora de carcomer los pilares del gobierno.

Reflexiones sobre la figura de Cristina

Por Horacio González

Se escucha decir, ahora, que el gobierno de Cristina actuó “contra los pobres”, habiendo dilapidado los dineros públicos contratando miles de “inútiles” en el Estado, habiendo subsidiado a los “ricos”, habiendo hecho “negociados” con medicamentos que les robaban a los jubilados. El tribunal de enjuiciamiento –con tiradas insultantes contra las clases trabajadoras difícilmente escuchadas antes-, reposa más que nunca en las Tablas de la Ley que escriben la prensa y la televisión diaria, ecos perseverantes de los grandes nucleamientos empresariales-financieros-comunicacionales que se erigieron ya mismo en actores centrales del nuevo gobierno. Todo ello, sin ninguna intercesión de otras interpretaciones alternativas, en el goce más ilimitado de una pérdida de la “facultad de juzgar” que afecta a una parte importante, quizás mayoritaria, de la esfera pública. Se la sustituye con una rápida y hasta grosera demagogia (seccional clásica de la demonología), sin siquiera con los hipócritas cuidados a través de los cuales supo presentarse la demagogia en otros tiempos.

No es ahora el caso, pues se ausentan incluso los ropajes “populistas” que permitieron la victoria electoral de Macri, y abunda el argumento rústico, la decisión gerencial implacable, el juego sumario de imágenes, el laconismo eficientista que corta los rostros previamente ultrajados de los empleados “despedidos”. ¡Este gobierno “ajusta”… pero en favor de los “pobres”! ¡El anterior expandía una distribución de beneficios evidentes, aunque desprolijas, y siempre “para formar su propia oligarquía de beneficiados”! Nunca es fácil desandar las falsas instalaciones que promueven acertijos como estos, tan tortuosos, y cognoscitivamente escabrosos al producir una inversión de los signos de la interpretación colectiva. Pero no dejemos que esto impida las verdaderas preguntas. ¿Es que no hubo problemas en y con el gobierno de Cristina, y el conjunto del ciclo kirchnerista? Claro que sí, y muchos. Ejemplos: Ciccone Calcográfica debió ser inmediatamente nacionalizada, era una empresa impresora de valores monetarios, no podía quebrar o pasar a otras manos privadas más o menos irregulares. Pero irregulares fueron también las acciones del gobierno hasta que al final fue tomada a cargo del Estado, no sin antes una sucesión de eventos no justificables (la intervención de Boudou, el levantamiento sumario de la quiebra, etc.)

Como se ve, no le quito gravedad a estos hechos, quiero apenas ponerlos en un cuadro completo de hechos colindantes, que den cuenta de la verdadera espesura que tienen, lo que los hace analizables o enjuiciables reflexivamente. Pero no –como se los ha tratado-, en la inclemencia de las peores adjetivaciones, totalmente contaminadas con el afán de enviar cabezas propiciatorias al cadalso. Una de ellas: la rubia testa de uno de los ex-ministros de economía de Cristina, guitarrista ocasional del grupo la Mancha de Rolando, acusado ahora de todas las manchas posibles que puedan tener el tal Rolando o cualquier otro hombre, llámese como se quiera, pero al que fundamentalmente no se le perdona la estatización de los fondos de pensión, entre los que se hallaban papeles accionarios de empresas cruciales, entre ellas, Clarín.

Cuando se anunció quién sería el Vicepresidente del nuevo mandato de Cristina, en uno de los salones de Olivos, en la transmisión televisiva que vimos, se notaba el nerviosismo reinante en el lugar. Es posible que Boudou no supiera que iba a ser Vicepresidente, y algunos pensaban también en Abal Medina (el mismo que hoy hace los calculados equilibrios de un “viejo manual” entre Bossio y Cristina). Aquella vez, cuando un viento más fuerte se coló por la rendija de la puerta, Cristina aprovechó para asociar la decisión –que como se sabe recayó en Boudou- con la presencia espiritual o espectral de Néstor Kirchner. La Presidente no era espiritista, sino más bien creyente normal de las formas habituales del culto católico. Su mención a ese soplo inspirador se debía, sin ninguna duda, a su fuerte propensión de captar todos los signos flotantes de una escena y vincularlos a momentos específicos de su discurso. Sin negar la dimensión graciosa que podían tener muchas de estas asociaciones libres, es necesario admitir que el molde irónico en que en general se situaban –exceptuando la alusión de connotaciones místicas con la que aludía a su marido fallecido-, ofrecía permanente un flanco excesivamente frágil y atacable desde las fortificaciones de la implacable oposición.

¿Eran novedosos estos ataques? Si tenemos en cuenta una breve historia de la injuria y del humor degradante que acompañó casi toda la historia nacional, se puede decir que tenían como novedad ese exceso destructivo que acostumbraba a munirse de banales palabras pseudo-médicas, a modo de un dictamen de “locura”. Si los comparamos con las famosas campañas de la revista El Mosquito, o su casi similar Don Quijote, se puede decir que no fueron tan devastadoras y que a un tiempo recogían lo mejor del arte de la caricatura. La Revolución del 90 contra Juárez Celman mucho le debe a la pluma audaz, incisiva e inclemente de Henri Stein. Del tema absorbente de estas geniales caricaturas y sátiras de gran nivel, se desprendía que era la corrupción una lógica interna del Estado, cualquiera que sea. En verdad, para la gran tradición satírica en la caricatura, la literatura o la poesía, la sistemática corrosión siempre emana de un Poder actual, que se convierte en la viga maestra de los espíritus intranquilos y perspicaces.

Ni Sarmiento, ni Mitre, ni Roca la pasaban bien en esas páginas llenas de acidez y sarcasmo. ¿Es comparable este gesto corrosivo de grandes dibujantes –en su mayoría exilados españoles-, con las recientes tapas de la revista Noticias, que realizan montajes de carácter ultrajante con el cuerpo o el rostro de Cristina Kirchner? El tiempo transcurrido ayuda a buscar semejanzas y desemejanzas. Pero la extrema calidad de la pluma de esos caricaturistas de 1890 no fue jamás repetida, y los ataques que el complejo mediático dirigía últimamente al “gobierno de la pauta publicitaria”, solía basarse –por lo menos en la revista que mencionamos y la editorial que la sostiene- en descalificaciones que rondaban el enunciado psiquiátrico, ya sea implícito (la palabra “crispación”) o vocablos desprovistos de toda rigurosidad, (como “bipolar” y otros) sacados de una neurología improvisada, de faltriquera y portamonedas. Papilla de escasa monta. Pero efectiva a la hora de carcomer los pilares del gobierno –decisiones y personas- alcanzados por el demiúrgico veredicto de corrupto.

De todas maneras, la observación condenatoria de una caricatura de Sábat en Plaza Pública, en medio de un encendido discurso por la Presidenta (recordemos que se trataba del grave encontronazo con las nuevas clases agro-técnicas-mediáticas, no era adecuada) Y no porque no fuera ofensiva, o parte de una campaña mayor, sino porque también heredaba dos condiciones relevantes: una, evidente, la gran tradición satírica del caricaturismo rioplatense, autónomo en sí mismo de toda maniobra mayor de la política (aunque sus efectos sí fueran políticos), y luego, porque en lo específico, heredaba la tradición de El Mosquito, uno de cuyos dibujantes, como se sabe, era un ascendiente -creo que indirecto- del propio Sábat. Era mejor –allí- que la Presidenta no quedara expuesta con una pieza fácil de ser vista como acción de censura. La lucha que entonces se inició tuvo tal dureza que, quizás, exigió cuidados y sutilezas mayores que las muchas que de todas maneras se tuvieron, sobre el trasfondo de las grandes movilizaciones ocurridas.

No era un espectáculo nuevo ni una situación nueva. El juicio incisivo (despectivo o calumnioso) sobre las figuras más encumbradas del país, sobre todo las que ocuparan en algún momento la presidencia, es un campo específico de la historia nacional. Un género dramático habitual. Alberdi atacó a Sarmiento y Mitre cuando eran presidentes, bajo la clásica argumentación de que prometían lo que luego no cumplían, en especial, prologando arbitrariamente la guerra contra el Paraguay. Pero su desprecio era filoso y amargo, así como el de Sarmiento era fáustico. Ambos tiraban a matar. Incluso Sarmiento sugirió los “intereses comerciales” de Alberdi en el diario chileno desde donde lo atacaba. Rosas fue un motivo de grandes conflictos de interpretación, en vida, y después de muerto. Esos conflictos interpretativos aún perduran. Sus culpas, para sus detractores y por supuesto, para sus partidarios, se alivian con un exilio austero, de farmer pobre pero ultra-reaccionario. Yrigoyen recibió en vida la fuerte campaña del diario Crítica, cuyas razones son complejas, pues lo somete a tecnologías de escarnio de estremecedor calibre, pero luego este diario fue clausurado, paradójicamente, por Uriburu, el golpista.

Es posible conjeturar que el diario de Botana creyó que era factible adherirse –y luego fomentar- un sentimiento de hastío que los sectores medios argentinos, que también lo habían votado al “Peludo”, sentían frente a un presidente que era un blanco absorbente de críticas en relación a lo que ya eran las grandes percepciones sobre el miedo urbano, las noticias sobre grandes crímenes, y el ancestral tema de las corrupción de las elites gobernantes. Casi diríamos que fue Botana el que inició a los grandes públicos en estos tópicos. Si lo comparamos con la campaña de Rivera Indarte contra Rosas, ésta se basaba en elementos más primarios, como el del gobernante degollador, y otras temáticas truculentas que concluían en la conocida consigna “es acción santa matar a Rosas”. Éste, como se sabe, acusaba de “salvajes” y otras yerbas a los unitarios. Alberdi, en su juvenil y moderado rosismo, había excluido la injuria de sus publicaciones de época, sobre todo el impulso sacro que tenían, y a su periódico La Moda (1837), solo lo hacía encabezar con la austera consigna “Viva la Federación”.

Con Perón no fue muy diferente, pero se agregaba ahora, por expresarse bajo su nombre, una fuerte irrupción de un lenguaje desacostumbrado, extraído de una raíz militar, que obligó a los medios más importantes de la época a realizar un pasaje semántico que antes no había hecho Crítica: declarar que ese lenguaje era ficticio y que encubría fórmulas espurias de conducirse en los repliegues del Estado. Se trataba de la idea de “conducción”, que impuso Perón en la sociedad política argentina –hasta hoy- y que era analizada académicamente, con severidad resignada, por un José Luis Romero, y al mismo tiempo tomada en solfa por un humor cotidiano sigiloso y corrosivo, que veía en esa lengua (que también era académica, pero de academia militar), un rasgo de encubrimiento respecto, primero, al lenguaje político clásico, y segundo, respecto a cuestionables hábitos personales de Perón –en sordina, esa fue una crítica que lo acompañó siempre, desde sus comienzos a su caída- pero principalmente a su desligamiento súbito de los “sagrados manteles de la misa”.

Era un gobierno, el de Perón, de origen electoral, que “lavaba” con un gran plebiscito democrático su origen golpista –un golpe que poseía complejas ideologías en su interior, reflejos amortiguados de la guerra europea-, y que luego instituía evidentes combinatorias entre apoyo popular masivo y liderazgos fuertes. El resultado era una democracia áspera sostenida en movilizaciones y afiliaciones sindicales intensivas y enérgicos indicios de redistribución de la renta con escalas de justicia avanzada. El desplazamiento de los “refutadores de leyendas” consistía en verlo como totalitario o tiránico, y desde el punto de vista de la convicción más sensibilizada de los sectores intelectuales, como “monstruoso” (el famoso cuento escrito por Bioy y Borges).

Pero ya Natalio Botana, nombre del publicista angustioso que efectivamente nos interesa, el director de Crítica, había llamado loco a Yrigoyen. Quizás la historia de estos malentendidos, voluntarios o no, fundados en estrategias fijas y de ritos circulares de la vida nacional, introducen elementos de no tan remoto origen psiquiatrizante al debate. La “historia de la locura”, querría ser, para muchos de los poderes efectivos del mundo –en contra de los que, a su vez, se dirigieron con sorna Erasmo y Artaud-, la verdadera historia de los políticos y luchadores populares. Desde una visión más profunda, el “instante de decisión” puede ser equiparado al “momento de la locura”. Pero sería entrar a terrenos propicios a las filosofías de un C. Schmitt o un J. Derrida, lo que poco les importaría a los editorialistas de La Nación o Clarín.

Si leyeran estas breves observaciones, solo conseguirían exacerbarse y convencerse que la esfera de lo político, con sus intereses específicos, es un mundo desorbitado y en estado de permanente delirio cuando aparecen escenas, todo lo imperfectas que se quieran, de un gobierno popular. Mucho de este linaje de disensiones entre el periodismo enjuiciador clásico y los procesos llamados populistas –con menor o mayor precisión en el uso de este vocablo- se repiten ahora, con asombrosos parecidos a las prosapias y genealogías injuriantes del pasado. Se dedicaban ahora a la presidenta Cristina Fernández, y enfocaban su estilo, su discursividad y sus a veces inesperadas decisiones, como arena privilegiada de una analítica del hundimiento de una forma de gobierno, haciéndola motivo de un naufragio político, ético y moral a su principal exponente.

La Presidenta, es evidente, tenía en tanto tal, un estilo sumamente particular. Su oratoria estaba compuesta de innumerables planos y escorzos, y con incesantes referencias “personalizadas” a los focos inmediatos y mediatos de sus alocuciones, a fin de buscar retóricas confirmaciones de lo que se decía, o diseminar una suerte de imaginarias preferencias sobre tal o cual circunstante. Cuando interpelaba a los asistentes de sus actos oficiales, no lo hacía - no podría hacerlo-, en términos de crear una relación igualitaria. Evidentemente, era la Presidente generando simbolismos y alegorías de acción, que hacían de cada acto un cierto arquetipo donde se esfumaba necesariamente las figuras singulares con las que aparentemente hablaba. ¿Cómo juzgar ese hecho? Ellos han merecido críticas demoledoras y escandalizadas, como si en estas espesuras de la dicción de toda figura pública, no estuviera siempre la composición de requisitos alegóricos de ésta índole. No obstante, podría decirse que la Presidenta los empleaba en demasía.

Sobre esto, se podrían también poner en discusión –en esta democratización de los estilos ceremoniales que parecen estar en juego- los demás modos de expresión conocidos en este momento. La Presidente, como dijimos, era “regaladamente” alegórica a través de desplazamientos que solían costarle al día siguiente entusiastas y facilitadas críticas de los periodistas encargados de triturarla con sus estiletes semiológicos.

En el talante presidencial de ese momento –podemos dar ejemplos-, las “cadenas” del Combate de Obligado pasaban a ser los pensamiento encerrados en “cadenas” que había que cuestionar; la transmisión abierta del fútbol llevaba a la tan criticada idea del “secuestro de goles”; y en algunos momentos, alusiones del argot popular de carácter picaresco, no se privaban también de ser incluidos por la Presidente, en atrevidos pasajes discursivos para que los analistas de signos de turno, desafiados, pusieran en su cosechadora de desprecios y acusaciones la crítica a la “frivolidad”. La indetenible cadena metonímica que ponía en juego la Presidente era muy interesante –contrastante con el parvo laconismo de los demás magistrados, ni qué decir de Macri- pero como lo demostraron los hechos posteriores, era tan atractivo como riesgoso.

Otras veces, anuncios fundamentales eran hechos por la Presidente en estilo coloquial, que no parecerían pertinentes a la voz del Estado en su manera circunspecta. El ex presidente uruguayo Mujica, llevando al máximo estas expresiones de familiaridad en el lenguaje y a un toque un tanto rebuscado la exposición frugal de su figura pública, era casi siempre festejado, así como por mucho menos fue estigmatizado Chávez, inventor de un discurso que mezclaba drama, comedia, vida intelectual y expresiones populares del vivir común, no chulas sino basadas muchas veces en finuras de la lengua. Claro que acompañadas de énfasis sin duda hiperbólicos. Un rasgo específico de la Presidenta es algo que no suele tomarse en cuenta por la necesidad de hacer pasar a primer plano la llamada “crispación”, usada, dijimos, como sinónimo de “locura” e incomprensión de los otros –grave acusación pues significaría ni más ni menos una ausencia de escucha de las máximas autoridades-, y se trata de un rasgo que alude a su capacidad de reflexionar sobre la cualidad del tiempo, la fugacidad de las cosas y la excepcionalidad del luto. Se pasan por alto estos momentos de autorreflexión muy interesantes, no emanados de un cálculo sino de una conciencia desgarrada, pero que suelen interpretarse por los críticos profesionales, como parte de un amplio empaquetamiento de imposturas. Creemos que no es así y que hay mucho más para decir sobre esto

Para todos, sería interesante que se hubieran desandado varios planos de este excesivo estilismo –analizar los procesos históricos como si fueran solo rastros estetizados de estilos oratorios, o bien indumentarios, o bien muletillas de expresión-, para analizar los complejos problemas en curso, donde sin abandonar las cuestiones expresivas y estéticas, se tuviera más en cuenta las bien conocidas dificultades universales, no solo argentinas, para recrear los vasos democráticos comunicantes entre Estado y sociedad. Eso no ocurrió. Y el debate sobre los dichos presidenciales se nutría en la misma proporción de la amplia reiteración con que la Presidente hacía públicas sus palabras, sea en la plaza pública, en patios internos de la Casa de Gobierno, por twitter o video-conferencia. ¿Y?

Una pieza discursiva que se le escuchó a menudo a Cristina fue la noción de “presidenta militante”. Esto tiene sus problemas, acechanzas y novedades. El riesgo de declarar “militancia” cuando se asume la primera magistratura, es el de desaprovechar esa instancia universalista que abre la institución presidencial para entrarle novedosamente a la entraña última de los problemas, lo que no obstante estaba presente cuando la Presidente mencionaba a los “cuarenta millones de argentinos”. Sin embargo, esa frase inevitablemente adquiría una forma dispersiva cuando invocaba bajo la insignia de la militancia, la condición transformadora específica del gobierno, con medidas desequilibrantes de alcances sectoriales pero no facciosos.

No obstante, poner decisiones urgentes y traumáticas bajo la acepción “militante”, implicaba más y mayores debates que los que –según mis recuerdos- se atinaron a hacer. En su reemplazo apareció “el mal debate”. Las fórmulas acusatorias fáciles se extendieron a todas las áreas de actividad, y por lo tanto se acrecentaron también las rápidas respuestas defensivas. El “periodismo militante” fue acusado de “despreciar los hechos”, y entonces se respondía con la idea de que todo hecho es igual a la singularidad soberana que tienen sus más diversas “interpretaciones”. Pero éstas rápidamente eran devueltas, por los contradictores de la voz militante, como un signo de sectarismo que ignoraba la necesaria “objetividad” de la vida y el mundo

El llamado a la militancia en el ejercicio de la función pública, sin embargo, posee un evidente atractivo, que corre parejo a sus inconvenientes. El atractivo es el de poner los ruinosos y oxidados estamentos del Estado en una situación desentumecida, aireada respecto a los innumerables pasadizos de la lúgubre burocracia tamizada por invisibles “peajes” obligatorios, o como se los llame. Hay un aroma libertario en la consideración por la cual no se da el tajo final que escinde el funcionario del militante. Visto del ángulo opuesto, el militante en el interior del pliegue estatal, se presta como fácil blanco de la acusación de “politización” de lo que, de “antemano”, posee una apacible “neutralidad”. Los críticos del “Estado militante”, desde luego podían ver allí la excusa de una ingeniosa fenomenología del latrocinio.

Bastante consiguieron inducir a la visión del político estatal como un comediante de su propio interés personal. No hubo tal; hubo, sí, una falta de calidad en la concepción del Estado. Eso fue algo que habitualmente suele llamarse “oportunidad perdida”. Lo otro, lo que ahora vemos, parecería que viniera a restaurar una racionalidad mecánica en el Estado, que “antes” parecía “orgánico”. Se trata de “desgrasarlo”. Esto es, algo no explicado nunca, como no sea con la guillotina de una lúgubre Razón lineal y expulsiva.

Un Estado como el que pretenden será un anexo de las agencias de “management”, la suma de las desmesuras que, por su reverso, componen los pretendidos momentos cristalinos de toda una sociedad supuestamente transparentada hacia sí. Una aséptica vitrina decisionista donde máquinas humanoides tomarían providencias exactas. Y que como ente no sólo de la racionalidad tosca, sino del juicio disecado, vendría a reparar, convirtiendo automáticamente en réprobos y cabecillas del robo nocturno de documentos, a los miles de funcionarios que bajo cualquier título ocupamos cargos de dirección en instituciones notorias. Y entonces, bajo la imagen de un desplome de los vampiros del Estado, succionadores de arcas públicas y retenedores de los llamados “vueltos”, se construirían imágenes casi parecidas a la caída de Hussein o a los momentos finales de Kadaffi. El sistema metonímico, el de más fácil transferencia imaginaria de una parte interesada y dramática de un acontecimiento, desplazado a una difusa totalidad que se ha congelado previamente con toda clase de objetivaciones en torno a la corrupción, tiene un papel formidable en esta filosofía a martillazos de las comunicaciones Gran Mediáticas.

Creo, por fin, que no se planteó bien la idea de una militancia en articulación con el ejercicio de políticas públicas. Lo que se hizo, sin embargo, tiene más consistencias –aun ofreciéndose a legítimas críticas- que el pseudo-universalismo o la pseudo neutralidad del macrismo. Ahí sí que el Estado es un botín de empresas globalizadas o de “capitales nacionales” –siempre entrelazados con las anteriores- que no solo incurren en los viejos vicios nepotistas que nunca dejaron de existir, sino que simulan que el Estado es una máquina “robótica” (el “equipo”) que no está atravesado por intereses particularistas y la espesa confusión entre lo público y lo privado. Solo que aquí hay que buscar al HSBC o a las Telefónicas, y no a un ministro “cabeza fresca”.

Para terminar estas desordenadas líneas, me refiero a ese ministro. No sé bien lo que hizo, solo conjeturo. Lo que sea, debe contar con más explicaciones. Como mínimo, las irregularidades en Ciccone (tanto ésas como otras también notorias, ya las mencioné antes), pero al mismo tiempo deben considerarse, muy especialmente, las decisiones públicas de ese ex Ministro en torno a los fondos de jubilaciones (que lo convirtieron en un objetivo inmediato de los grandes grupos económico financieros) y por otro lado, sus estilos personales, fáciles de subsumir en una serie de frivolidades rampantes… Todo ello debe ponerse en la imaginara “balanza” del juicio que se le debe a los hechos acontecidos. Por mis funciones, hablé varias veces con Boudou. Amable, simpático, muy “Mancha de Rolando”, sin abandonar un aire de “rockero maduro”, conversaba de temas económicos con pertinencia, aunque hubiera aspectos en que no se concordara enteramente. Estampa viva del kirchnerismo, incluso en el abandono al que ahora es sometido, según creo y percibo. Inclusive escuché que su grupo de rock ya toca en el stand de Clarín en Mar del Plata.

Dada la envergadura que adquirió la inmediata demonización que ocurre cada vez que es pronunciado su nombre, se exige que un juez probo intervenga en las causas que tiene abiertas. Muy lejos estoy de pensar que Oyarbide sea esa figura. Muy lejos estoy de pensar que nada y algo de esto sea fácil. Y muy lejos estoy de pensar que éstos, mis pensamientos, alcancen. Quizás haya una segadera preparada para el cuello de cada uno de nosotros. Sin embargo, se trata de llegar verdaderamente a la “facultad de juzgar” –ente de la razón crítica que para Hannah Arendt era la subvención máxima que se le debía otorgar a la tan proclamada república-, que sin embargo, parece constantemente retirarse de escena. Es que toda vida, en esencia, es trágica.

(En el capítulo 6 trataré la cuestión de Malvinas, en el clima de “negocios” que incluso sobre esas islas ha diseminado el macrismo).

Buenos Aires, 12 de febrero de 2016
 


El folletín argentino. Capítulo 6

El gobierno de Macri encarna una gestión despojada de cualquier nervio cultural, como no sea un pensamiento gerencial, que se aplica también sobre Malvinas. Un sentimiento público latinoamericano y emancipador, no los viejos y nuevos intereses generales referidos al petróleo y la pesca, debe ser en primer lugar el alimento de la juridicidad político-histórica que enmarque el caso. ¿Es posible con Macri este encuadre diplomático? No.

Las Malvinas, Argentina y el mundo

Por Horacio González

Cualquier lectura de la historia de las Islas Malvinas –la más recomendable es sin duda la de Paul Groussac, escrita en 1898, que a su ponderada visión histórica le agrega el condimento sutil de la ironía-, arroja un resultado palmario. Son una pieza fundamental de la historia marítima, comercial, militar y científica de esta región del planeta. Antes y ahora. No puede haber dudas sobre los títulos de la potestad argentina sobre el archipiélago, y ellos surgen de ningún otro lugar que de la irreversible geología que las ata al continente y del combate por su pertenencia, que ocupó varios siglos, multitud de informes y escaramuzas, cambios de mano y escritos diplomáticos de las más diversas especies. Entre estos se destaca el del Dr. Johnson, uno de los mayores críticos shakespeareanos, que implícitamente valida en 1771 los derechos de España. Estos se proyectan sobre la jurisdicción española en América que corresponderá a la creación o emergencia del orbe nacional argentino.

Un océano de papeles y hasta de debates filológicos permiten realizar una pregunta casi impertinente por su obviedad. ¿Por qué las Malvinas se tornaron tan esenciales, una pieza clave de la historia moderna, que es la historia de las guerras económicas expansionistas desde el siglo XVII, a pesar de tener ellas una posición marginal y aparecer tardíamente en los mapamundis? ¿Por qué su nombre permanece enigmático, y el que adoptamos como inescindible con nuestro idioma, proviene, más allá de inagotables discusiones, de los navegantes bretones de Saint-Malo?

Hay un elemento utópico en todo proyecto de ocupación territorial, un sesgo inevitablemente literario que a los efectos de una historia severa de la poesía, no dejan de componer una estética colonial. El expansionismo mercantil, el filibusterismo, los corsarios, las históricas usanzas de las empresas de piratería, que supieron encumbrar imperios, asimismo buscaron su validación por las grandes escrituras. Se acompañaron de distintas consideraciones utópicas, que siquiera precisaron llegar a las cumbres poéticas como las de Kipling – “Llevad la carga del Hombre Blanco”-, quien pensó el imperialismo como un sufrimiento y una necesidad. Hasta mediados del siglo XIX la fabulosa Isla de Pepys, que tuvo un supuesto avistamiento en el siglo anterior, figuró en muchos de los codiciosos cálculos científicos o políticos de las potencias de la época, y también en la publicística de Pedro de Ángelis, el gran polígrafo napolitano al servicio de Rosas, que se interesó por ella. Pepys Island no existía, pero era indudable que hacía las veces de contrafigura espectral de las Malvinas, dado que su ubicación imaginaria tenía homólogas coordenadas oceánicas.

No es posible, por muchas razones, ignorar el papel que jugó Bouganville en el proyecto de poblamiento de las Islas, que es el más importante antecedente del reconocimiento de la pertenencia de Malvinas a España –por consecuencia de las negociaciones posteriores para el abandono de esa colonización francesa en la segunda mitad del siglo XVIII. Bouganville era también un gran naturalista; no solo queda en la historia como un antecedente de la atribución argentina en la posesión de Malvinas, sino como estudioso de una flor que lleva su nombre, la buganvilla –o santa Rita-, que figura entre las preferidas por el trágico cónsul inglés Geoffrey Firmin (personaje ficcional de la gran novela Bajo el Volcán, de Malcom Lowry), que citamos no para dispersar el tema, sino para introducirle un elemento cultural que sin dejar de ser un detalle, tiene su importancia antropológica.

Es que Gran Bretaña es una cuerda interna de las historia de nuestros países, desde las célebres y lamentables negociaciones del pacto Roca-Runciman, y si se quiere abundar en la genealogía de las grandes y complejas escenas imperiales, desde el empréstito de la Baring Brothers, que atraviesa muchas décadas como modelos de préstamos canónicos de las finanzas coloniales. Manuel Moreno–el hermano de Mariano, embajador de Rosas en Inglaterra-, es autor de documentos importantes presentados ante Lord Palmerston, por más que Groussac prefiere señalar que eran un tanto ingenuos. Como sea, estamos hoy mucho más cerca de esos escritos de la diplomacia argentina del siglo XIX –en el momento en que se produce la ocupación británica- que del desempeño moral y militarmente desastroso de la Junta Militar que actuó en 1982. El detalle de la flor preferida por Firmin, el cónsul inglés debajo del volcán, significa que hay una “veta inglesa” a explorar.

No es ningún secreto: brota de todo aquello que compone el lenguaje y su historia real, que es la fibra interior, resistente, de la democracia efectiva argentina. Se trata de la existencia no solo de una opinión interna de un sector no desdeñable de la tradición inglesa anticolonialista. A veces se halla oculta bajo los pliegues de un interés por lo extraño, por lo “bárbaro” como equivalente de una seductora inversión del refinamiento –de ahí el coronel Lawrence “de Arabia”-, o por una civilización hindú que lejos de mostrar la dudosa eficacia del Commonwealth, dejaría ver su tozuda incomprensión cultural, tal como aparece en recordables novelas, como la muy célebre de E. M. Forster, Pasaje para la India. Antes del advenimiento del Gobierno Macri, la política de la diplomacia argentina, en especial llevada a cabo por la entonces embajadora en Londres, basaba su estilo de persuasión no en una seducción superficial y mucho menos en ofrecimientos de último momento, sino en una comprensión profunda de las complejas relaciones anglo-argentinas. Diría que éstas siempre fueron así desde el complejísimo Francisco Miranda hasta las diversas relaciones de los sindicatos argentinos con las Trade Unions –reservorio de la historia obrera universal, cualquiera sea hoy la interpretación que hagamos de ellas- y en esa gran porción hoy activa de la memoria inglesa, con remotos aires de democracia social decimonónica, se basó la posición argentina de formular el cuadro significativo del diálogo. Implicaba esto, la condición de pares y un signo de reconocimiento. Una potestad de la palabra ligada a una soberanía que surge de locuacidad nacional, con todas sus dimensiones, que son todas las etapas de su vida independiente.

Durante más de dos siglos, las cancillerías de España, Francia e Inglaterra se disputaron los mares, guerrearon entre sí, hicieron y deshicieron tratados, y se hicieron cargo también de otro convidado, el naciente poder norteamericano, que trazó también su plan de ocupación en Malvinas en 1831 –el incidente bien conocido de la fragata Lexington-, donde Estados Unidos esboza pretensiones sobre las Islas con argumentos que demuestran su falta de sustento cuando tiempos después los declina a favor de Inglaterra: era el colonialismo nuevo rindiendo homenaje al colonialismo viejo.

En eso se parecen al actual primer ministro Cameron. Pero la conciencia colonialista ha dado ahora un paso tortuoso, sumida en la incapacidad de pensarse a sí misma. Este calificativo que señala la vasta saga colonial, se les escapa de las manos. Culpabiliza pero no saben bien a qué emplearlo, ni que inédito espejo se forja para que la Nación Inglesa no pueda mirarse a sí misma. ¡Qué diferencia con la oscura pero profunda conciencia que los estudios de Carl Schmitt le atribuyen a Inglaterra, a partir de una frase shakespeareana de Ricardo II: “esta joya en un mar de plata engarzada”! Por cierto, estos estudios sobre el poder infinito del mar y el destino marítimo inglés que se desprende de muchas obras de Shakespeare –de ahí la importancia que uno de sus mayores estudiosos, el ya mencionado Dr. Samuel Johnson, a la vez lectura favorita de Borges, tomara una posición “pre-argentinista” en el siglo XVIII- no pueden ser ahora interpretadas a través de los fascinantes pero tremendos –en verdad: riesgosos- estudios de Schmitt. Pero dan cuenta del paso que ha dado este viejo país en una parte de su clase política, desde la época de la tragedia isabelina hasta sus actuales dirigentes desprovistos de una visión más profunda sobre el mundo que heredamos, en gran medida por la acción que durante siglos ellos mismos desplegaron en torno a invasiones, conquistas y brutalidades sobre la condición humana.

Debemos tener en cuenta pues a la “otra” Gran Bretaña, la de Cunninghame Graham, la de Raymond Williams, de Eric Hobsbawn, de Daniel James, de John Lennon y de John Ward. Sí, claro, este último es el personaje de la poesía de Borges sobre Malvinas, que traza un rumbo para el pensamiento crítico, y que hay que hacer el esfuerzo de entender. Lejos de ser Borges un “escritor inglés” es portador de un criollismo universal que es necesario considerar e incorporar como pieza urgente de nuestra materia. Borges es un intersticio argentino en las rotundas fisuras de la literatura inglesa, que es una dimensión de su ética inquisitiva universal (Berckley, Coledridge). Las consecuencias políticas de esto, las veremos luego. Conocía como nadie, como argentino universal que era, la singularidad histórica inglesa. Su John Ward, lector del Quijote, y su Juan López, lector de Joseph Conrad (polaco que escribe en inglés), quedan ambos muertos en la nieve uniendo sus grandes mitos literarios, sin comprender por qué, como en una lejana escena bíblica. Son juguete de los “cartógrafos” al servicio de las fronteras creadas por los poderes bélicos y mercantiles. Ahora indican otro destino para la estrategia y significado de las Malvinas Argentinas, cuyo remoto nombre holandés –acaso sus verdaderos descubridores- era Islas Sebaldinas.

La Embajadora Alicia Castro realizó en Londres una magnífica tarea de convocatoria el diálogo, que al mismo tiempo que recibía un duro rechazo de Cameron, había agitado al mundo cultural británico, que tiene como nota de específico orgullo de haber sido la sede de la escritura de El Capital, y la actividad de su “ala izquierda cultural”, en la que según las épocas y las largas discusiones sobre la justicia social, incluye desde el gran artista William Morris (no la localidad del Gran Buenos Aires, que conmemora a otra persona de igual nombre, un pastor protestante) hasta incluso a Bertrand Russel, que tomara tan cambiantes posiciones sobre los conflictos mundiales, pero al que igual que Keynes, pueden considerarse ambos esenciales para una vida inglesa abierta a la sensibilidad social no colonialista. Incluso el liberal Harold Laski (al que Carl Schmitt fulmina a propósito del tema del “pluralismo”). Incluimos el sutil historiador E. P. Thompson, o a Perry Anderson y su hermano Benedict (que acaba de fallecer). Son los rastros de la izquierda inglesa, con los mismos dilemas de rupturas y discusiones que pudieron haberse verificado entre nosotros, sobre el juicio sobre la Unión Soviética o el empleo de la violencia. ¿Quién de nosotros no leyó alguna vez un artículo en la New Left Review?

Recobrar las Islas presupone reinterpretar la historia moderna a la luz de una crítica al colonialismo, que debe ser nueva y original, hecha desde la vida cultural argentina y en el establecimiento del diálogo con lo que aún conserva la memoria del empirismo progresista inglés o su teoría del valor-trabajo (sus grandes economistas del siglo XVIII y XIX, incluyendo al alemán Carlos Marx) y eso implica muchas connotaciones culturales que aún deben ser descubiertas. Solo que con el enfoque empresarial de Macri ahora no es posible. Porque no es posible que este gran acto recuperatorio que cambiaría la historia misma de Latinoamérica se produzca meramente en el marco de la globalización, con acuerdos que apenas le provea la estructura abstracta de las grandes empresas tentaculares, con sus nuevas “Ligas Hanseáticas” (hoy petrolíferas, de pesca masiva y depredadoras). ¡Casualidad! Las que fascinan Macri con el nombre de British Petroleum o HSBC, y lo llevan a aceptar un probable sistema de “Leasing” para alquilar las Malvinas. Una rivadaviana enfiteusis al revés.

Un sentimiento público latinoamericano y emancipador, no los viejos y nuevos intereses generales referidos al petróleo y la pesca, debe ser en primer lugar el alimento de la juridicidad político-histórica que enmarque el caso. La Argentina que recibe a Malvinas debe ser a la vez una Argentina más lúcidamente internada en su proyecto de democracia colectiva, con inspirada justicia social, con originales visiones sobre su propia historia, con sus propias políticas extractivas y agropecuarias de cuño no contaminante, no depredatorias de nuestras propias montañas ni distante de la creación de una nueva lengua social para hablar profundamente con los antiguos habitantes de nuestro territorio, con una nueva empresa petrolífera estatal reconstruida, con instituciones públicas de financiamiento a través de nuevas doctrinas sobre incorporación de rentas petrolíferas y financieras, con originales construcciones políticas que revitalicen socialmente las instituciones de la representación cívica y con nuevas concepciones históricas y antropológicas no simplemente emanadas de un desarrollismo lineal. Este programa es permanente. Hoy está entre paréntesis debido a la insensibilidad supina de la lógica compulsiva de la globalización que ha introducido Macri, como quien abre de repente las puertas de su casa para que entre un aire gélido, paralizante.

Sabemos que la población hoy viviente en las Malvinas –descartando la Base del Otan que no es novedad respecto a lo que proyectaron los gabinetes europeos desde hace cuatro siglos-, no puede ser un tercero necesario en la negociación que más temprano que tarde deberá establecerse por imperio de una opinión mundial cada vez más consciente del cambio que hay que operar en las condiciones universales de vida. No obstante, allí hay derechos de ciudadanía y culturales que son decisivos para constituir el diálogo. El nombre de Malvinas admite que el pensamiento de un mundo más justo adopte una sensibilidad capaz de un autonomismo nuevo, es decir, volverlas a sí mismas, darles su verdadero significado que tampoco le puede ser indiferente al asentamiento humano angloparlante de las Islas, que hoy es casi multicultural, y que comparte por igual un destino de factoría y una fuerza vinculada a la “ética protestante”, en un puñado muy reducido de descendientes originarios, que manejan la prensa –el Penguin News- los negocios crecientes y hegemonía cultural, con toques facciosos que los perjudican también a ellos.

Para interpretarlo adecuadamente Argentina debe extraer de su memoria nacional sus mejores linajes y su vocación de alteridad, con redescubiertos componentes universalistas, antropológicos y democráticos. Recibir así, en nombre de un renovada justicia territorial, a los actuales habitantes de Malvinas será propio de un país que a su vez cambie al recibirlos, al meditar sobre los ámbitos receptivos de su propio idioma, sus renovaciones culturales y sus revisitadas tradiciones culturales. La Argentina, con su no desmentido corazón de país de compromisos humanísticos –a pesar de los oscuros períodos vividos, que muestran las antípodas de este linaje que sin embargo hemos mantenido y que hoy se debilitan por la rústica presencia, diariamente agresiva, del gobierno de Macri - los debe recibir también en medio de un gran reflexión colectiva, por el simple y extraordinario hecho de lo que implica recibirlos. Trazar una línea de reflexión activa, de una diplomacia nacional que beba hasta el último sorbo de sus propias posibilidades expresivas significa que las Islas pueden ser recobradas, recobrándose a la vez una nueva energía democrática nacional, siendo ambas cosas causa y complemento de la mutua posibilidad de la otra y un ejemplo universal de diálogo que tampoco puede serle indiferente a las tradiciones británicas que despojadas de un anacrónico sentimiento colonial, puedan hacer revivir su implícito universalismo. Este universalismo no desconoció, muchas veces, aunque sea excepcionalmente, que su verdadera raíz se halla que la democracia interna de los países En la filosofía y la literatura contemporánea (o quizás, de todas las épocas) hay una idea persistente, que es la de encontrar en un punto complejo de la realidad, la condensación de todos los diversificados temas que nos interesan resolver. En la tradición marxista, este punto es la “síntesis de múltiples determinaciones”, pero se lo encuentra en todos los pensamientos que nos interesan del mismo modo aunque con otras palabras. Por ejemplo, en Spinoza, el Deus sive naturaleza, o en la recurrente idea de “aleph”, como punto de aglomeración de todas las cosas.

Malvinas tiene esa especial consistencia en nuestro lenguaje, pues las dimensiones que abarca son innumerables, complejas y dinámicas. En primer lugar, el concepto Malvinas –sí, claro que no es solo un concepto, pero ese territorio, la historia de ese territorio y las acciones políticas asociadas a su actual realidad de no estar bajo la jurisdicción que corresponde- lo hace un principal talismán de la historia contemporánea argentina. Una dimensión es entonces la de los vínculos de la historia argentina con Inglaterra, o dicho más precisamente, con el desarrollo de los episodios característicos del imperialismo mercantil desde el siglo XVII en adelante. Ya sugerimos las complejidades de este punto. A esto se le agrega la difusa y desafiante cuestión de la Antártida, donde las lógicas territoriales ya no del viejo colonialismo, sino de la nueva globalización, incidirán de una manera “espectacular” (como dice Durán Barba) en el gobierno de Macri, no solo receptivo de esas lógicas, sino que existe porque es su criatura misma.

En el silgo XVII aún no existía “la Argentina” y su nombre es pronunciado recién un siglo después (la poesía toma el delicado tema del metal “plata”, argentinorum, y lo devuelve como gentilicio, ver Angel Rosemblat, El nombre de la Argentina), pero lo que hoy llamamos Argentina emanada precisamente de esa trama de fuerzas previas o de lo que podríamos llamar proto-argentina, contiene problemas dinásticos, de las cancillerías globales de la época, cuestiones políticos y sociales que se expresan en acciones militares de la época, así como en el presente. Esas acciones significan una afirmación de soberanía en plena era de la universalización compulsiva del dominio global, con lo cual el concepto de soberanía tiene otro dinamismo, cubre expectativas generales que no son solo territoriales y extienden su interés a los modelos de economía pública y social que debe asumir la Argentina. En aquel tiempo Malvinas era una pieza territorial del juego de las de las naciones latinoamericanas. ¿Y ahora? ¿Cuánto más que se espera, para reanudar este ciclo; el macrismo, sin duda, lo interrumpe con su grosería y tosquedad políticas.

Hace un par de años, algunos intelectuales que cuestionaban lo que les parecía una hybris nacionalista en el tratamiento de la cuestión Malvinas, decían algo así como que Malvinas sería una idea contemporánea que no podría proyectarse más que irrealmente sorbe el pasado. Un ente sin raíces. No. Hay un derecho del presente para interpretar sólida y serenamente el pasado. Es cierto que no se puede extender la idea de la argentina al pleistoceno o al cenozoico (Lugones mismo se lo dijo a Ameghino), pero sí a los umbrales de la modernidad. Y allí, a diferencia de las posiciones que pasan por alto la cuestión nacional –cuestión no tratada con criterios esquemáticos, sino precisamente plenos de historicidad-, es fundamental, a la luz de un plexo de argumentos jurídicos de la era de las naciones y de las expansiones imperiales, pensar Malvinas. Y hacerlo en el seno de este momento histórico de la nación argentina, con sus conflictos, sus desgarramientos sociales, sus intereses contradictorios. Así se lo hizo en el período kirchnerista y durante la embajada de Alicia Castro en Londres, cuyo principal resultado es la declaración de J. Corbin, el secretario general de Labour Party, en relación al diálogo.

Porque también a diferencia de los que decían que hablar de “unidad nacional” es una imposición a los hombres libres (y ahora ellos convocan a un “pluralismo obligatorio”), también se puede decir lo contrario pero aceptando la pertinencia del debate. La unidad nacional nunca la postuló nadie como la “comunión de todos los santos”, slavo el abstraccionismo gerencial que ahora nos gobierna. Salvo en la imaginación de los “gerentes de producción y ventas” nunca hubo términos de una nación monolítica, sin poros, cerrada a la novedad y a sus luchas internas. ¡Pero ellos también ven consumidores y no ciudadanos, pero en gradaciones de “poder adquisitivo”! Un país es un potencial adquisitvo y consumidor. Malvinas es un territorio visto desde el “clima de negocios”.

Pero Malvinas, para nosotros, solo pude el lugar conceptual cuya importancia proviene de que solo puede ser obra de hombres libres y solo se puede pensar desde la autonomía de las conciencias grupales y particulares. Siempre esa apelación surgida de movimientos populares significó la realización de frentes políticos y sociales que corrieron distinta suerte en la historia argentina, como bien lo demuestra la historia del peronismo (de alguna manera, como Kerensky, inspirado en el Laborismo inglés… ¿digo alguna herejía?). Por eso, en este crucial momento de la vida del país, la cuestión Malvinas, dicha su condición de ente histórico y ético, también encierra la cuestión de la infraestructura de transporte, de la infraestructura de las industrias extractivas, de la distribución de la renta y de los distintos modos de tratar los excedentes rentísticos de la actividad económica. Son diferentes pero complementarias instancias de la autodeterminación social, frente a la cual estamos en franco retroceso, en “franco-macrismo”, por así decirlo. Si la minería eran antes extremadamente descuidada y deformante de la política, hoy adquiere una responsabilidad más que aciaga con las medidas que quitan el casi mínimo control que había, en una de las más riesgosas –junto al fracking- acciones de degradación económica del medio ambiente.

No nos equivoquemos: estas cuestiones de la auto-determinación ambiental también se proyectan sobre “Malvinas”, tema sobre el cual el nuevo gobierno nada entiende, pues en su fondo anímico indeclarado, piensa que “son inglesas”, lo que ni los ingleses, en su mismo fondo, piensan. No puede haber autodeterminación forzada para los habitantes malvineros, pues su autodeterminación debe ser otra, vinculada a su autoindagación: la tradición anglicana de habla inglesa, no economicista, preguntándose a sí misma ante la costa cercana, donde estamos los hispanoparlantes, que nos llamamos argentinos y estamos dispuestos a vernos también en el espejo de una historia compleja. Por eso es fundamental postular que su estatus actual de Malvinas es fruto de un despojo territorial certificado por la documentación histórica de la “era de las naciones”. Pero a partir de allí hay sujetos de derecho, porque todo ser viviente, con su cultura, devociones y biografías individuales, los posee. En tal sentido, posiciones abstractas y mitológicas no sirven para pensar el tema de las Islas unidas al Continente, pues componen un hecho histórico singular que ilumina para todos –también para los habitantes isleños- un futuro social argentino o neo-argentino de otra calidad política, apelando a otros núcleos conceptuales para interpretar una cuestión nacional revisitada con criterio de avanzada social, humana, tecnológica y jurídica. ¿Es esto posible con el Gobierno Macri? No. Pero es posible reabrir la discusión al margen de la actual Cancillería Globalizada.

Sobre todo, porque en el futuro va a dar lugar también a un latino-americanismo renovado, es decir, a un fortalecimiento y replanteo de la relación entre los países que son herederos de una historia común, pero aun atravesados por heterogeneidades políticas muy fuertes y dilemas cruciales, como el de Venezuela, Cuba o Brasil. ¡Por no mentar el nuestro! Malvinas es el nombre y el horizonte de un racimo de problemas que por sí solos permiten inspirar de su buena resolución un hecho novedoso para nuestro país, en una dimensión política, humana y cultural. Integrada Malvinas al derrotero común de Latinoamérica, allí comienza el debate perentorio y sutil sobre las autodeterminaciones sociales, políticas, económicas y culturales. Me refería antes a una intervención de intelectuales sobre el tema. Vuelvo a decir lo que en su momento opiné, no me acuerdo en dónde. Al leer los artículos perseverantes de Vicente Palermo y Luis Alberto Romero me vinieron a la memoria algunas páginas de los Escritos póstumos de Alberdi. Observando ácidamente el papel que Sarmiento y Mitre juegan en la guerra del Paraguay, Alberdi, que como sabemos, la condena, se pregunta porque esos gobernantes hicieron una cuestión de honor de esa terrible conflagración. Para provocarla, habían mandado ex profeso dos buques, y los usaron como pretexto cuando fueron quemados por tropas paraguayas. Declararon que era un atropello al “honor argentino”. Siempre según Alberdi, los gobernantes de Buenos Aires no habían sentido el mismo bofetazo al honor cuando Sucre ocupa Tarija en 1825 o en oportunidad de la anexión de la Banda Oriental por Brasil. Y prosigue otro ejemplo incómodo: en 1838 la bandera argentina fue extirpada por Francia de la Isla Martín García y muchos de los que entonces no vieron problema alguno en ese abuso y que incluso lo aplaudieron, ahora se indignaban por hechos de poca monta protagonizados por Paraguay. Y el caso mayor: “los americanos del Norte arrancaron la bandera argentina de las islas Malvinas y entregaron ese territorio argentino a Inglaterra, que lo tiene hasta hoy, sin que se viese arruinado el honor argentino y se llevase la guerra a los Estados Unidos”.

Alberdi es verdaderamente el liberal argentino. Si se busca por otras ambientaciones culturales, nunca hay nadie como él que cumpla tan exactamente con los preceptos del humanismo radical y del universalismo económico. Podrán discutirse hoy todos estos aspectos del pensamiento de Alberdi, pero no es fácil tratar al núcleo último de un razonamiento que lo acompaña por lo menos desde que escribe las Bases, y que consiste en atacar los argumentos de “gloria y loor” que fundan a las naciones. Advirtiendo Alberdi que habían llegado a su fin los empeños de las espadas libertadoras, la cuestión simbólica de la nación se desplazaba a otras materias concretas: el arado, los cables submarinos, la integración con la economía europea, los “heroísmos industriales” como los que protagonizaban los constructores de ferrocarriles, no como herederos de los conductores de míticas campañas militares –como hubiera dicho un Sorel, no mucho tiempo después- sino otra cosa, lo contrario. Acabada una época, había que replantear para la nación el sistema complejo de sus honras y ceremonias. Sustituir, en fin, un lenguaje fundado en la gloria militar por un horizonte de palabras ligadas a otras retóricas. Alberdi propone una, perdurable, a la que no define (a nuestro juicio) adecuadamente, pero tiene sonoridades de las buenas. El pueblo-mundo.

Vicente Palermo dijo alguna vez en Clarín, aludiendo a que harían los isleños que no son contemplados verdaderamente como sujetos de derecho por las definiciones de la Cancillería argentina, que: “una cosa es segura: seguir odiándonos y hasta más, si es posible (y con toda la razón, a mi entender). Me parece indiscutible que a lo largo del proceso el activismo de los malvinenses se incrementará, y tendrá a la opinión británica (que muchos llaman, de modo simplón, "el lobby de las Falklands") de magnífica caja de resonancia”. Luis Alberto Romero a su vez dice en La Nación sobre el estatuto mismo de las Islas: “En cuanto a la historia, los derechos sobre Malvinas se afirman en su pertenencia al imperio español. Pero hasta el siglo XIX los territorios no tenían nacionalidad; pertenecían a los reyes y las dinastías y en cada tratado de paz se intercambiaban como figuritas. Antes de 1810, Malvinas cambió varias veces de manos, como Colonia del Sacramento -finalmente uruguaya- o las Misiones, que en buena parte quedaron en Brasil. Sobre esta base colonial se puede construir un buen argumento, pero no un derecho absoluto e inalienable”.

Quiero decir que considero inadecuados –en verdad, parciales o insuficientes- ambos razonamientos. En los dos casos, creo que existe en ellos una impropia y descuidada definición de la cuestión nacional. No me refiero con esto a alguna trivialidad ya transitada, sino a la omisión de nuevas perspectivas para la propia cuestión nacional, bajo cuyo punto de vista hay que disponerse. Hoy más que ayer: gobierna un gobierno despojado de cualquier nervio cultural, como no sea un pensamiento gerencial, también aplicado sobre Malvinas. Pero simultáneamente excluyo también las alusiones al gaucho Rivero o a cualquier otro saber de gesta, que si no es redefinido, empantanaría nuestras definiciones en una leyenda resecada. Una consideración novedosa de la cuestión nacional supone ahora un culturalismo universalista e inherente a él, una historia nacional revisitada en términos de lenguajes emancipatorios alternativos. Deben ser los lenguajes de una oposición resistente.

En años pasados se empleó un concepto de “patriotismo constitucional” que se le atribuía a Habermas (no es así, aunque él lo popularizó), y que curiosamente, Alberdi también menta en los mismos escritos que mencioné anteriormente: lo llama patriotismo cívico y constitucional. Como ven, como polemista, parecería que les sigo favoreciendo las cosas a Palermo y Romero (visitantes del despacho de Macri, donde entra con un cepillo de dientes en la boca, pues concluye allí la tarea empezada en el toilette; en la foto de aquella visita, es cierto, no vi tal adminículo dental). Pero no se las favorezco. Les discuto como “pluralista”. Como ambos tienen irresolubles problemas con el planteo nacionalista de la cuestión Malvinas, me parece bien remitirnos a esta cuestión a través de lo que aquí hemos llamado el “honor”, que Alberdi tiende a considerar un aglutinante imperfecto de la idea moderna de nación. No lo es para nosotros, si le cambiamos la perspectiva. Hay un honor intelectual fundado en una nueva democracia activa que si es válida para una nación renovada, nos permitirá acceder de nuevos modos a la cuestión Malvinas.

Siendo así, lo considero un concepto interesante para redefinirlo en otros términos, pues por un lado, no creo que se pueda decir simplemente que las Islas “cambiaron varias veces de manos” debido al juego entre dinastías, relativizando inopinadamente que pertenecen al ciclo complejo de la nación –la nación argentina- y así se lo considera en la citada frase de Alberdi. De seguirse aquel criterio, tendríamos apenas “un buen argumento” –se supone que entre tantos otros sujetos a refutación-, y no un hecho de naturaleza histórico-social pertinente para hacer de las Malvinas un hecho inmanente de nuestro lenguaje político. No los siempre mencionados por Romero y Palermo como alarmantes tamboriles del “esencialismo nacional”, sino los lenguajes del pueblo-mundo. La nación argentina, pues, con su historia abierta a todas las contemporaneidades. Y además, siempre entrelazada con alguna de las formas disponibles de la presencia inglesa desde el siglo XVIII, lo que dio lugar al juego de aceptaciones y rechazos, en los que, en el segundo caso, se destacaron las plumas de los Irazusta o de Scalabrini, con sus grandes interpretaciones antibritánicas de nuestra historia. En el primero, ya sabemos –y nada de desdeñarlo- las sucesivas readecuaciones del cuerpo literario nacional ante los impulsos que provenían del núcleo de Bloomsbury (son familiares los nombres de Virginia Woolf, Roger Fry, Keynes, E. M. Forster, el Mismo B. Russel y quizás hasta Wittgenstein y Katherine Mansfield)

Pues bien, ahora estamos en condiciones de crear otro campo de honra democrática, releyendo los anteriores de manera nueva, campo que incluye el patriotismo constitucional más una idea democrática de nación, por la cual la futura integración con Malvinas debe ser portadora de reformulados sujetos históricos: el pueblo argentino redefinido por sí mismo y en nombre de una nueva conversación con otros. Allí hay un pluralismo sustantivo, no meramente propagandístico y capturador de conciencias. Esa nueva conversación abarcará a los pobladores actuales de Malvinas cuyo destino empobrecedor no debería ser “seguir odiándonos”. Para ello, es necesario advertir que son poseedores de una historia de mayor interés para nuestro país, más que para la historia de la expansión mercantil inglesa durante más de tres siglos. Ellos (la minoría originaria “comprensiblemente obcecada”) son coetáneos absolutos del ciclo de nación argentina de un siglo y medio a esta parte –coetáneos, testigos y adversarios- y eso tan intrincadamente complejo los puede licenciar de los efectos que hasta hoy asumen de una mera historia colonial y con “mentalidad de colonos enriquecidos”. Es un hecho no simple ni despojado de cierto utopismo, considerar que encierran en su propia presencia en el archipiélago –entre bases militares y cálculos del capitalismo globalizado- una potencialidad de mudanza para las propias relaciones sociales y políticas internas del país que no desean integrar.

Este comprensible no-deseo es la gema trascendente de la conversación ahora inhibida. Ellos no saben hasta qué punto son portadores de un drama de identidad que no puede resolverse en Londres y sí en el seno de las conflictivas relaciones entre Inglaterra y Argentina, tratadas como paradojas crudas –y muy crudas- de la historia, desde Mariano Moreno en adelante. Pero resolubles por otros senderos de la vida intelectual y moral de los pueblos. Aunque en los acuerdos que se exigen se diga que esos pobladores no cuentan, cuentan sí en su tragedia, en lo que creen saber de ellos mismos y en lo que nosotros creemos saber de ellos.

Pero esos deseos antagónicos, que como todo deseo puede ser interpelado, ovillan una historia de amplios conflictos. Del pueblo-mundo que es el pueblo argentino, y de la pequeña comunidad malvinense, que es una pequeña metáfora de un camino frustrado de la modernidad. Historia de comunidades en conflicto, pero de un conflicto de piezas que encajan, históricamente, mucho menos en una historia colonial que en una nueva territorialidad cultural cualitativamente renovada en su aspecto federativo, multicultural y transformador. Inevitablemente, un reencuentro político-territorial deberá ser correlativo a una perspectiva que considere a la nueva geomorfología cultural así rehecha como novedosísimo sujeto de derechos: el acto de recibir Malvinas reclama también el acto de mudanza tanto del recibido como del recipiente. Por lo tanto, este acto sería capaz de anunciar otras locuciones para la economía territorial: otra minería, otra relación con la formas vivas de la tierra, otros estilos ambientalistas auténticos, otra interpretación de la historia bajo el signo de un lenguaje libertario que supere las pretéritas discursividades “liberales” cuanto “nacionalistas”, en todas sus variantes. Con este gobierno de Sturzzenegger, Macri, Carrió y Morales, no es posible.

Es sabido el problema –el temblor doliente- que provoca mencionar a los soldados argentinos que yacen en el cementerio de Darwin. Hacia allí se disloca el tema del honor, ya no considerado como conducta del ceremonial de Estado, sino penuria del memorial social y rememoración obligada de una tragedia. No es fácil desvincular a esos soldados de aquel Ejército al que pertenecieron, pero esa operación del conocimiento –la desvinculación- es simultánea a la de pensar de otro modo también la democracia en la fuerza armada argentina, tema de vastísma actualidad y que tiene su raíz en una reinterpretación cabal de la remembranza nacional. Tampoco lo veo posible en el gobierno de Patricia Bullrich.

Tampoco es fácil tratar ese nombre –Malvinas- al margen de la forma nacionalista del honor. Pero no por tal dificultad, que se vino conjurando en el gobierno anterior a pesar del escepticismo de Palermo y Romero, hay que desistir del intento de recrear la honra colectiva con nuevos elementos culturales. Esto es, con una nueva observación sobre la lengua nacional, los medios de comunicación de masas, las éticas colectivas en general, a lo que nos obliga la enorme pretensión de atraer hacia el “odiado continente” a el núcleo insular de una cultura que puede aspirar a algo mejor que a una conducta de lobby o a un economicismo que haría de la era de las petroleras, un símil de aquellas dinastías que se disputaban islotes en todos los océanos. La anterior Cancillería, aunque no vimos a Timmerman comprando galletitas en un supermercado, trató con contundencia temas difíciles y controvertidos. (Sobre los que también ya hablaremos). En cuanto a Malvinas, acertó al mencionar el argumento de las comunidades galesas que viven desde hace ciento cincuenta años en territorio argentino sin perder su ethos cultural, o las mismas comunidades inglesas repartidas por todo el país –con sus herencias culturales plenamente activas-, que son la demostración de cómo la matriz sentimental argentina es porosa y albergadora, excepto cuando la expropia el mal pluralismo de los actuales gobernantes (en verdad un pluralismo con aguijones inyectantes de “macridad”, desechable pócima).

Es un modelo de fusión posible, recibir así, en nombre de un renovada justicia territorial, a los actuales habitantes de Malvinas (ingleses y chilenos) y será propio de un país que a su vez cambie al recibirlos, al meditar sobre los ámbitos receptivos de su propio idioma, sus renovaciones culturales y sus revisitadas tradiciones culturales. Ya lo dije: ni con Macri ni con el nacionalismo ciego, ni con el liberalismo insípido, o el impostado pluralismo, esto sería posible. Macri silenció cuando Cameron, un hombre rústico como él, no tan remotamente vinculado con la etnografía del hooligan, menospreció como siempre la mera insinuación tradicional avalada por resoluciones de las Naciones Unidas. El hombre ni chistó, no dijo nada porque en el fondo “el otro era él”. Macri es Cameron, pero apáticamente tamizado por el Cardenal Newman, y recién haciendo sus primeros pininos. (Este Cardenal no dejaba de ser interesante, en su momento trastornó la vida religiosa inglesa con su conversión al cristianismo).

La Argentina, con su no desmentido corazón de país de compromisos humanísticos –a pesar de los oscuros períodos vividos, el guerrerismo galtierista o el economicismo de quienes ahora ven las islas como una cuestión inmobiliaria, que muestran las antípodas de este linaje que sin embargo hemos mantenido- debe recibir a la ciudadanos ingleses de Malvinas también en medio de un gran reflexión colectiva, por el simple y extraordinario hecho de recibirlos. Trazar una línea de reflexión activa, de una diplomacia nacional que beba hasta el último sorbo de sus propias posibilidades expresivas significa que las Islas pueden ser recobradas recobrándose a la vez una nueva energía democrática nacional, libertaria y democrático-socialista (la utopía del “vamos a volver”) siendo ambas cosas causa y complemento de la mutua posibilidad de la otra y un ejemplo universal de diálogo que tampoco puede serle indiferente a las tradiciones británicas que despojadas de un anacrónico sentimiento colonial, pueden hacer revivir su universalismo que no desconoció que su verdadera raíz se halla que la democracia interna de los países. ¿Ahora? El interregno macrista lo impide. Pero tenemos que seguir pensándolo.

El esfuerzo diplomático argentino cuando ocupó la embajada Alicia Castro tuvo mucho de historiográfico y de culturalista, y no poco de filosófico. Ese antecedente corre riesgos ahora, pero permanece en nuestra memoria política. La guerra de Malvinas fue el fin de una etapa dictatorial de la que el estado mismo se debe hacer cargo. En otro momento, y con otro un presidente civil, se escuchó el asombroso gesto de “pedir perdón” en nombre del estado actual, por aquel otro estado infame. Es un único y mismo problema. Desvincular un momento de otro es una apetencia democrática y filosófica para el país. ¿Ante quién pidió “perdón” Kirchner? Ante el pueblo-mundo. (Aunque allí hubiera debido estar también Alfonsín, Kirchner lo llamó al otro día disculpándose). Concepto de una honra democrática nacional capaz de revisar –si seguimos su hilo severo- el conjunto del lenguaje que usamos para referirnos a Malvinas. No referimos a la idea alberdiana de pueblo-mundo. Será válido el lenguaje que usemos una vez descontado el de la alarma del escéptico liberal, pero también el de los sones de la epopeya inconclusa. Malvinas está ahora en la honra de la lengua democrática, y ésta no es ni más ni menos que una cuestión popular y universal de emancipación. Postergada con Macri. Nos gobiernan Farmacity, Chevron, Generals Motor, y Barrick. ¿Qué podemos esperar? Para mí, no hay “cien días de gracia”. Pienso sobre la cuestión Malvinas lo que pensaba antes, y si antes me parecía que había que hacerle retoques reconstitutivos al planteo de Museo Malvinas, mucho más me parecen necesarios ahora, que entra en un ambiguo e irresoluto cono de sombra, convertido en agencia de alquileres, un rent-a-car de la memoria colectiva.

(Escrito el domino 14 de febrero. Se anuncia que Cristina retorna a Buenos Aires con un Instituto o Fundación. Muchos esperamos que lo haga con ideas y estilos renovados, a la altura de esta nueva gravedad de los hechos, que así como están, nadie los había previsto. Por otra parte, abundan los “pluralistas”. Pero no. Ese pluralismo, si es para aceptar este antiguo concepto de la historia política, no se refiere seguramente al “pluralista inventado”, a la “ficha ganada”, a la “carta robada”. Otra cosa es y lo tendremos que decir nosotros).

Buenos Aires, 14 de febrero de 2016

 

El folletín argentino. Capítulo 7

El concepto de pluralismo no goza de mucho prestigio en la teoría política pero siempre está ahí, a disposición de esos momentos de urgencia en los que hay que conjurar lo que parece un abuso – léase kirchnerismo. Así dicho, el halo de simpatía que destila la palabra pluralismo puede asemejarse a la huella empática que despiertan palabras como ‘amistad’ o ‘bondad’ –en el campo de los sentimientos primigenios- o ‘justicia social’ y ‘derechos personalísimos’ en el campo de las sensibilidades políticas. Ernesto Laclau y Nicolás Casullo abordaron en profundidad el concepto de populismo. Pero el arte de ceder la palabra, el coaching Cambiemos-Pro, una muda inspección de Macri a la Ex ESMA y la utilización de la visita de Obama a la Argentina para cerrar el ciclo de memoria, verdad y justicia, revelan que los nuevos pluralistas no son sino la confirmación de una de las más implacables formas de dominio del capitalismo mediático.

Geopolítica americana, pluralismo y crítica

Por Horacio González

Fui varias veces al programa 6,7,8. Si concibiéramos las relaciones políticas como una máquina de polarizaciones de dos términos que son excluyentes (muy lejos de la opinión corriente, tanto política como académica, de que ellas son incesantes correlaciones de fuerza con balances provisorios e inestables), la dicotomía especular que se había establecido, y que ese programa traducía muy bien, era Magnetto o Cristina. Estas disyuntivas de hierro abundan en la historia argentina e universal y desmienten aparentemente la idea de Foucault que “el poder se crea, no se tiene ni se acumula”. En este cuadro de naturaleza skapespeareana –en él, siempre es un mismo poder trágico, circunscripto en sí mismo, al que lo quieren dos entidades diferentes y excluyentes, dispuestas para lograrlo a matarse entre sí-, era muy poco lo que podía hacer para jugar con las ramificaciones “plurales” de dos entes que tendían a abroquelarse bajo su lógica unívoca. Y estas lógicas iban agrupando a sus adherentes bajo un tipo de “solidaridad orgánica” que les daba apariencia granítica. Pero era perceptible que Clarín, siendo el más abroquelado (la corpo, el poder mediático concentrado, según el librillo de descripciones en uso) era al que mejor le salían los esfuerzos cosméticos para diseñar su “pluralismo”. Su redacción lo permitía, pues había periodistas de todas las tendencias, algunos con fuertes pasados en las izquierdas más drásticas de los 70, y que empleaban una versión “ético-moralista” de ese verbo encarnado, para atacar al gobierno Kirchner desde el “ala izquierda de Clarín”. Luego vino Lanata, uno de los fundadores del diario Página 12, al que ahora denunciaba. Una propaganda de Clarín de la época –tan reciente época, pero tan lejana- señalaba justamente ese modelo. Decían que: “eran un grupo periodístico fundado en la pluralidad”. Mostraban historias diversas de sus periodistas. Algo así como la razón cínica. Porque eran diversos, cumplían con las exigencias de un amplio abanico ideológico, todo bien, pero tributaban a un único Mando ensamblador. Así, era evidente que todas las posiciones existentes, remitían a una estructura semántica unificada a modo de un metalenguaje. “El Grupo”. Y el Grupo era monolítico en su forma última, pero al margen y silenciosamente, esa arquitectura monádica, controlaba y desplegaba su propia pluralidad. (El mismo modelo de la publicidad de Lombardi en torno a “Ceder la palabra”). Habitaban en el Grupo, pues, todas las direcciones del estilo crítico, de izquierdas a derechas, pero aprobadas por el “significante Magnetto”, que pasaba a ser, a los efectos de esta metodología, un nombre vacío y a la vez, sigilosamente generativo. Contra esta paradoja, se estrellaba una y otra vez el gobierno de entonces, salvo que se había conseguido que Magnetto mismo, el “metalenguaje”, se hiciera visible para asumir personalmente, él, mostrando su rostro, momentos centrales del desacuerdo. Había percibido los riesgos, tan manifiestos como nunca en toda la historia del emporio fundado por Roberto Noble. Y debió salir de la penumbra corporativa.

Cuando a 678 se invitó a Beatriz Sarlo, se registró un punto alto en el intento pluralista del programa que no obstante tenía bien desplegadas –en sus islas de edición, en los análisis de sus panelistas- las banderas del periodismo de “bataille”. Era un periodismo que tenía obligaciones refutativas que no se podían mover de su situación previa, aun si la entrevistada insistía en que el modelo comunicacional público debía regirse por las normas de la BBC. Personalmente pienso que el modelo inglés no se atiene estrictamente a la separación Estado/Gobierno, pero en lo que tiene de mayor “alícuota de objetividad”, digamos así, se refiere a que en la sociedad británica las posiciones de alternancia entre las fuerzas “conservadoras” y “laboristas”, no tienen el mismo dramatismo que las que aquí estaban y están en juego. Entre nosotros, el pluralismo debe surgir de núcleos dramáticos previamente reconocidos y que de alguna manera están enclavados con gran fuerza intelectual y moral. Todos sabemos cuáles son. Y el pluralismo surge como una táctica que reafirma una y otra vez no su diversidad, sino su mismidad. De todos modos, aquella emisión de 678, aunque no sólo esa, con la tensión que tuvo y todo cuánto se dijo allí, quedará en el recuerdo del espectador argentino como uno de los momentos en los cuales el verdadero debate, cuerpo a cuerpo, pudo ser posible. Si por ventura se piensa que no fue así, acepto; pero no es posible imaginar que esa no hubiese sido una perspectiva que estaba el corazón del problema, perfectamente percibida. Por mi parte, en la última emisión de 678 fui invitado y concurrí. No se sospechaba que todo iba a ser más grave de lo que imaginábamos, pero en esos momentos, los sentimientos cruzados como en una lejana tormenta que apenas se escucha, dictaban frases de aliento y perseverancia. No me animé a decirlas en esa reunión bajo los fuertes focos de la televisión, que hacen irreal todo, pero me animé a declarar a esa suerte de despedida como una “noche fundamental” por su aliento amargo. Evidentemente, era Borges, que ya nos sirve para todo, pero en especial, si hay duelo por delante.

Las palabras poseen un misterioso régimen de transformaciones. Sin considerarlas bajo el rigor con que un Saussure, un Austin o un Martinet examinarían sus modulaciones, significados y formas realizativas, el simple mortal siempre podría apreciar cómo se asemejan a monedas u otros signos materiales de intercambio de valores, pues sufren el mismo desgaste, y su apreciación varía con los tiempos. O al revés, los tiempos varían a través de las diversas apreciaciones de valores bursátiles, ideológicos, morales o lingüísticos (en este caso, simples palabras cotidianas que como aerolitos persistentes, se cruzan de tiempo en tiempo por nuestra lengua candente para reaparecer, si reaparecen, mucho tiempo después). Hay una lógica circular en la fortuna de ciertos conceptos y palabras, aunque algunas solo las rescata el filólogo o el anticuario de la lengua. El concepto de pluralismo no goza de mucho prestigio en la teoría política. Pero siempre está ahí. Subyace en un modesto segundo o tercer plano, a disposición de esos momentos de urgencia en los que hay que conjurar lo que parece un abuso, la inclinación excesiva de un imaginario sistema de equilibrios, un predominio marcado de una forma de autoridad endémica o un reagrupamiento de fragmentos que desearían mejor una existencia desmembrada en relación a algún imán que los pretende centralizar o atraer hacia sí. Así dicho, el halo de simpatía que destila la palabra pluralismo puede asemejarla a la inmediata huella empática que despiertan palabras como ‘amistad’ o ‘bondad’ –en el campo de los sentimientos primigenios- o ‘justicia social’ y ‘derechos personalísimos’ en el campo de las sensibilidades políticas.

Una de las acusaciones que recibe a diario el gobierno anterior –sometido ahora a poderosas maquinarias de compresión como las grúas compactadoras en los cementerios de automóviles chocados o abandonados-, es su carencia de nociones básicas sobre pluralismo. Este concepto, sin capacidad mayor para definir el campo democrático como una arena incesante de conflictos y mutancias, cuyas lógicas internas funcionan siempre a la luz de un desacuerdo ineluctable, se convierte en una muletilla molesta. Ella, a cambio del bajo tenor analítico que posee, carga con una gran posibilidad de asestar estocadas morales. No es de ahora este cómodo respaldo que tienen los ataques, en nombre del “pluralismo”, a los gobiernos que normalmente se basan en la indicación explícita de que hay o había en marcha un “proyecto hegemónico”. En verdad, también este último concepto tuvo un uso diseminado y reiterativo a lo largo de los últimos años, fruto de su lugar medular en el lenguaje político de la época, caracterizado por las excesivamente rápidas lecturas de Gramsci en las carreras de ciencias políticas del país (ya al margen del dramatismo que tuvo el gramscismo de los años 60) y el modo en que fue adoptado por el descriptivismo profesional de los políticos –del ámbito que fueren- cuando se referían a su propia actividad o a la de sus oponentes. Surgió, como inevitable deformación, el vocablo “contra-hegemonía” (de poco uso en Gramsci, que siempre indica sus conceptos de un modo tenue, lo que no los hace menos imaginativos, “sin aplicarlos” ni hacerlos parte de un “teoricismo axiomático”), e inevitablemente hizo su aparición la expresión “hegemonismo”, teñida de cierto fastidio o aire de imputación para interpretar el crecimiento de grupos o de posiciones determinadas, al calor de un campo de presiones cercanos a las estrecheces de las tesis de la política “suma cero”. Esta conocida tesis supone que siempre se producirán actos de coerción sobre espacios escasos, que son ocupados por uno u otro, que sin más se excluyen y tiene conciencia absoluta de incompatibilidad. A este proyecto hegemónico se lo exhibía, se lo declaraba, se lo hacía carne en el verbo militante de la hora. La característica que tenía era la de cierta inocencia ufana: el “hegemonista” quiere decir que lo es. Y no es que esté bien que si alguien cree ser tal o cual cosa, no lo diga. La cuestión es que ese concepto precisaba –como todos- el trabajo persistente de conceptualizaciones más matizadas, diversificadas, o –permítanme un poco de hegelianismo ramplón-, más mediatizadas. No cabe duda que el kirchnerismo fue poco atento con estos matices.

Frente a todas estas situaciones que mal o bien ofrecían una representación del estilo “kirchnerista”, aparecen ahora las devoradas “compactadoras ideológicas” (una maquinaria de apelmazar ideas que podía deslizarse desde el Áulico Morales Solá hasta el Locutor del programa de chimentos en la televisión de la tarde, y así estrujarlo todo en el descrédito de los necios), pero era necesario también un concepto tolerable, facilitador, que operara como “embrague” de lo que sería agradable decir para una tarde de té: “pluralismo”. ¡Pluralismo! No me burlo de este concepto; existe y tiene su historia, su balance polémico, su pertinencia, dificultosa pero apta para el trato de la crítica y la construcción política. Pero si empleo este tono, algo contaminado de sorna para hablar de estos mojones del léxico de una época (“ayer nomás”), es porque caían todos bajo el fuego de las compactadoras del escarnio. Si pluralismo era una bandera de la benignidad y el altruismo, el hegemonismo era palabra revistada por el acoso de los oscuros batallones del miedo y el estrago. ¿Cómo se llegó a eso? Comienzo a explicarlo y a explicármelo por lo que quizás sea lo menos grave.

La política, aun en su sentido más lato y visible, siempre tiene un deseo fundacional y otro acumulativo. Ambos no son lo mismo, pero se conjugan en el lenguaje del militante, donde la palabra “acumular poder” aparece a menudo, y no menos frecuentemente, se escucha el reclamo “fundacional”. Raramente son exitosos, porque el infortunio –palabra, ésta sí, no muy solicitada- es la compañera silenciosa y corrosiva de toda vanagloria política. La idea de “acumulación” connota un sentido lineal de la política, un crecimiento que generalmente recoge almas en una colectora que adquiere símiles de “aparato”, y que generalmente opera con una noción lineal de la historia que los hechos tarde o temprano desmienten. El “aparato” no se jacta de pluralismo pero lo tolera y por lo bajo se felicita a sí mismo de los “desengañados del ciclo anterior” a los que ahora se les “respeta sus rarezas o identidades”, pero se sabe que de todos modos son “empoderados del aparato”.

El ánimo “fundacional” es diferente y todos, alguna u otra vez hemos caído bajo su sugerente llamado. Quizás sea bueno decir que no hay política sin fundación –es decir sin acto inaugural- pero todo acto inaugural –que en general obedece a una quiebra de la continuidad “acumulativa” anterior-, al fin sucumbe, acaso inevitablemente. Pero este momento “originario” se sitúa en una serie de actos semejantes de fundación ocurridos antes. Allí florece el “pluralismo”, porque se trata de lo que podríamos llamar un florilegio –un ramillete, colección o analectas- donde situaciones diversas convergen. El Fundador se menciona pocas a veces a sí mismo, y si lo hace no le gusta haberlo dicho, porque lo que viene a fundar es precisamente su contrario. Esta fue la modesta dialéctica alfonsinista, que todos respetamos. El pluralismo siempre es lo que se “parece al pluralismo”. Al pluralismo lo funda alguien que no lo es.

Por cierto, del mismo modo lo hubo en 1945, donde “alrededor de Perón”, se reunieron anarco-socialistas, conservadores, forjistas, fracciones militares y de otros “aparatos del Estado”, nacionalistas católicos, radicales yrigoyenistas, comunistas, laboristas… Y peronistas. ¡No, pero peronistas no había! El nombre vino después para calcificar esta dispersividad fastuosa. De modo que se generó la necesidad de la “unidad en la diversidad” –concepto lejanamente vinculado a la dialéctica- y el pluralismo de los orígenes subsistió en una segunda instancia, mientras que en primer lugar se erigía la figura del que conducía todo el sistema de agregaciones. ¿Qué nombre tiene esa figura? Hay que remontare a los griegos antiguos y más allá. El estratega (de estratós, ejército, y agere, actuar, conducir) es ese nombre, traducible a conductor. No sólo no había algún pudor en señalar esta posición, sino que se hacía gala de que se la tenía. Había que proclamarla y cantarla, y se podían dar clases de cómo llegar a ella.

No podemos calcular todavía los cambios profundos que se produjeron en la vida política argentina cuando ese nombre se introdujo. El estratega está obligado al pluralismo de los propios, pero también a lo que llamaríamos la angustia del pluralista. Porque siendo “pluralista” en esencia por el lado de su hipótesis fundacional, es “conductor de sus leales” por la fuerza de la escisión que introduce su propio apelativo de “estrategein” (si es que lo escribo bien). Por eso el conductor es un pluralista fracasado, y más, cuando en el peronismo, se instituye la oscura figura de la traición, que simultáneamente a esa institución, y por la mismísima época, Borges explicaba muy bien en sus cuentos. En el peronismo, la “traición” es un estado vaporoso o fluido, en el que se pasa por una frontera imaginaria de tanto en tanto, o siempre, de manera potencial, y esto de un modo necesario, circular y constitutivo. Así, se acentúa el esquema binario que señala al “leal”, que asimismo está sujeto a ese estado etéreo del riesgo permanente que lo tienta a atravesar la línea imaginaria. Es la dramática historia de Héctor Cámpora, que en su desempeño póstumo, puso en tensión esa línea imaginaria y sólo trazada en la conciencia imperceptible del estrategein. Esta vaporosidad entre lealtad y traición habla más bien de cierto pluralismo dentro del esquema –a veces llamado “vertical”- del Conductor. Borges, por la misma época en que emergía el peronismo, hacía del traidor y del héroe una única figura escindida, cuyo pasaje de un estado a otro no era discernible: “el otro era él”. Solucionaba el problema del aguijón traidor en la conciencia del leal con un golpe simbólico inusitado: los dos eran verso y reverso del mismo hilo anímico.

Las dificultades del estrateguein, cuando extiende hasta el límite su capacidad de llamar a todos los núcleos de identidades dispersos (a la manera de un imán incesante) considerando que la primer identidad la da el autor del llamado y luego cada uno conserva su “identidad específica”, hace que conducción y pluralidad ocurran en un momento de tensión última, también en un esquema de espalda contra espalda, o queden totalmente superpuestos. Frente a frente y en instante de decisión, que aunque no se quiera, implícitamente estaba llamado a todos. Allí se produce “Ezeiza”. Así que ante estos ejemplos históricos que no traen buenos recuerdos, es comprensible que se emplee la noción más pequeña de pluralismo, (le petit pluralism) que es la del ministro Lombardi: “los pluralistas que son míos, míos”. Es la posesión del pluralista propio. Una suerte de peronismo menor. En este caso, lo encabeza Santiago Kovadloff, del que luego diremos una palabrillas. Precisamente sobre eso, sobre la “palabra”, o su “ceder la palabra”. Porque nos falta decir algo más: en los tiempos de Alfonsín (hoy recordables con benevolencia activa, tenía y tiene más importancia que la que muchos fuimos capaces de comprender en ese momento) hubo también un proyecto pluralista más preciso, que sin embargo tropieza con las variadas alusiones que se hacían a su figura en términos de “fundador”, esto es, fundador de una nueva atapa en la argentina post-dictatorial. Con toda la importancia que esto revestía, indudablemente se producía una fisura conceptual en el esquema utópico-pluralista del alfonsinismo, cual es el de necesitar también –como en el peronismo, aunque de otra forma-, una representación invariable y aglutinadora. Ya aquí se podría recordar la gran discusión de Carl Schmitt en El concepto de lo político, con el pluralismo que defendía el liberal inglés Harold Laski. Aquí se trataba, creo, del cuestionamiento que hacía Laski del poder monárquico. Y la respuesta de Schmitt: no aceptaba los términos en que ese pluralismo intentaba otorgarle mayor preeminencia a asociaciones confesionales o sindicales, fundadas en la capacidad del individuo aislado de producir escenas contractualistas en su singularidad, lo que de todos modos siempre podría concluir en el agujero negro de la misma teoría de Schmitt: la pareja amigo-enemigo, siempre sobreponiéndose a cualquier forma de relación en la sociedad civil, inclusive ésta, la del individualismo que proyecta su propia soberanía exclusivamente sobre sí. En todo caso, la alternativa excluyente sería aquí: pluralistas y antipluralistas, con lo cual siempre el antagonismo capital se eleva sistemáticamente un grado por encima de lo que aparece como queriéndolo conjurar. La escisión tiene una lógica incesante en su interior.

No llegamos nosotros a eso, pero es necesario relevar los problemas aquí contenidos. Un pluralismo lineal que no aluda tan solo a la tolerancia sino al infinito encadenamiento de posibilidades expresivas “equivalenciales” –utilizo aquí una palabra que era propia del idioma de Laclau- no resulta sino en una forma de encubrimiento del mecanismo que lo “funda”. Por ejemplo, en el video que supongo que se le debe a los “equipos” del Ministro Hernán Lombardi, titulado Ceder la palabra, parecería una “mano invisible”, la que convocó al grupo de pluralistas, y es claro que es la Radiodifusión oficial, como en algún momento luego se lee, pues tiene la concesiva cualidad de no ser anónimo. Pero entonces es pluralismo “más” la mano, “invisible” o no, del Estado. Mano invisible igual a la astucia de la razón, decía Fredric Jameson. En las tesis de Laclau, tan injustamente atacadas, para contener el flujo inerte de equivalencias demandantes, había un significante, llamado “flotante” que generaba una intertextualidad hegemónica, o los “vacíos”, que toman todos los elementos disponibles de las reivindicaciones, uno de cuyos términos es un significado-sin-significado, cuestión algo mística, pues está en condiciones de reunirlos a todos en un núcleo vivo de prácticas que pueden llamarse hegemónicas. Estas tesis son un modo de sincerar procedimientos que permiten el pluralismo (o cierta deconstrucción de la realidad), pero la juzgan desde un punto de vista decisional “que le da nombre, por tanto, lo hegemoniza”, lo que ya pertenece a la idea de un pluralismo bajo una armazón que no oculta su don de consistencia y catarsis. Empleo este viejo concepto aristotélico-gramsciano para percibir que allí yace el pasaje a la acción en las tesis de Laclau.

A Laclau se lo leyó mucho y se lo asoció, evidentemente, al kirchnerismo. He mantenido con él una amistad en la lejanía, que hoy me lleva a recordarlo con cariño personal y gran respeto intelectual. Como todos, Laclau percibía que sus largas investigaciones podían vincularse a la idea de “populismo”, convertido en la interpelación que emana de cada rasgo singular vinculante para convertirse en legítimo invocante del significante “pueblo”. Quiso sacarle así la carga peyorativa al concepto de populismo, y en parte lo logró, pero con grandes críticas en el ambiente académico y sin abundancia de lecturas en los ambientes oficiales de la época, por no decir casi ninguna. Sin duda, García Linera, que de ninguna manera se aparta tanto de las nociones de contradicción, articulación, deconstrucción y resolución de tensiones de Laclau –aunque eligió un título “spinoziano” para su libro-, mantiene con Evo Morales relaciones más directas que las que llegó a tener Laclau, siempre ocasionales, con las figuras del gobierno Kirchner. Por su parte, otro gran intelectual, Nicolás Casullo, en su último libro, Las cuestiones, (gran título), expuso una meditada y profunda argumentación en torno al populismo. No era ni igual ni poseía el mismo estilo que la de Ernesto. Pero ambos –Ernesto y Nicolás, que se conocieron poco-, tenían en cuenta que el rigor intelectual y el trabajo intenso con fuentes clásicas y modernas, era la única vía para la reflexión y al mismo tiempo, el único modo de no forjar clishés. Al contrario, pensar era disolverlos. Porque solo constituyendo una investigación crítica y una ardua argumentación política, se podían poner a prueba los conceptos usuales. “Pluralismo”, como idea o vocablo impregnante, usado ahora por el macrismo en su publicidad básica, no hubiera sido acogido por ninguno de ellos, no solo por su levedad subjetiva (si algo no es el concepto de pluralismo es precisamente pluralista) sino por faltarle el punto constitutivo del sentido. Borges lo dijo de la misma manera (no me acuerdo dónde), y lo cito de modo apenas reminiscente: cuando hay una cadena de acontecimientos, llamamos influjo a cualquiera de esos acontecimientos que adquiere mayor coherencia separándose imperceptiblemente del resto. Era la idea de hegemonía dicha con otras palabras, pero con el mismo espíritu contingencial que tenían las tesis de Ernesto. El pluralismo lineal y meramente exterior en cualquiera de las partes que se aglutinan, deja en las sombras el verdadero poder homogenizador que lo mueve. Cuando Kovadloff dice “Ceder la palabra” –en eso consistirían los valores plurales- no sería difícil cuestionar esta declaración de propósitos, de apariencia, sin embargo, impecable. ¿Quién no gustaría de una ética tan leve y capaz de eximirnos siempre de mayores compromisos? Pero la crítica al pluralismo lineal no es por su superficialidad, sino porque encubre las condiciones últimas de su enunciación. ¿Quién dice que quiere ceder la palabra? ¿Cómo interpreta el sentido de esa cesión? ¿Qué es la palabra? Sería fácil decir que todo esto es sinónimo de diálogo, de razón comunicativa, de predominio final del argumento más justo. ¿Quién no lo querría? Pero el pluralismo nos invita a una falsa transparencia, interpretando la palabra como un regalo místico en que subyace la operación del profeta mediático, cargado de poderes que no declara, y de engaños que sin saberlo se hace a sí mismo por no poseer la meta-lengua que lo llevaría a comprender que nadie cede nada que no pueda explicar antes por qué lo tiene. En verdad, cede la palabra que antes le cedió el poder reinante, pero esta frase de mal gusto no conviene a la economía profesional del augur. Los nuevos pluralistas no son sino la confirmación de una de las más implacables formas de dominio del capitalismo mediático.

Ahora: que Obama venga como viene obtura al conjunto de la historia nacional reciente. No que venga, sino que venga como viene, para mostrar cierto triunfo simbólico sobre Cuba –que precisa esta visita, por lo que parece-, y otro triunfo sobre Venezuela usando el nombre de Argentina –que no precisa esta visita. Por los menos en los términos planteados. Como un “festejo de los derechos humanos” a los que habría “contribuido Macri”. ¿Es un chiste? Se pone así la historia argentina del revés, en nombre de una geopolítica torpe que descarga un mazazo sobre la el decurso crítico de la rasgada memoria nacional, yendo más allá de los que pedían “memoria completa”. Decir esto último me parece que era atendible, pero no era justo. Para la historia del país, no es justa la apelación institucional a las “dos memorias”, aunque sin duda debe tenerse en cuenta que cada caso contiene un valor subjetivo innegable, quien sea el que lo porte. Pero para la objetividad jurídica, moral y política del país, y antes que eso, para la trama íntima de la historia desplegada del colectivo “plural” de la Nación, hubo un unívoco terrorismo de Estado, emanado del propio Estado en su clandestinidad infausta, que inmoló a innumerables personas (militantes políticos o no). Este gobierno de Macri se adjudicó la misión de suprimir esa memoria, con todas las consecuencias que esto tiene para el tejido convivencial. Obama, lo sepa o no, viene a convalidarlo. Ya él no es, claro, el jovencito de la Universidad de Harvard que dirigió su revista de Derecho, debido a sus cualidades de estudiante modelo, ni el que dijo inspirarse en el New Deal, ni el que prometió el desmantelamiento de la base de Guantánamo. Ciertamente, su carrera es mucho más interesante que la de Macri, pues Obama es un afroamericano cuya complejidad familiar –uno de sus nombres recuerda al del propio presidente de Irak derrocado por Estados Unidos, Hussein- no le impidió un itinerario ascendente en las instituciones norteamericanas de caridad, políticas, o de promoción de derechos. Rozó temas “progresistas” y los acarreó para el interior del sistema de reproducción del poder real en su país. Ese es su parco mérito y el gran escenario de su fracaso. En los bordes en que se situó, un facsímil dudoso de las luchas por los derechos civiles en los EEUU, dejó frases y actitudes que intentaban tomar legados, algún discurso de Lincoln –el muy famoso de la “Casa Dividida”-, que tiene un contenido antiesclavista y un tono bíblico (puede leerlo el pluralista Macri), y algún otro de Martín Luther King. No es lo mismo que Macri, carente de cualquier drama o complejidad, y que está forjado por un carácter naturalmente amenazante. Macri fue la Esma y no dijo nada, su silencio icónico revela su desinterés o su intención de “implementar” los “derechos humanos” con vistas a la entrevista con Obama, que a la vez entorpece la conmemoración del 24 de marzo con su visita: en su curriculum, en el que apela a la herencia de Lincoln, todo esto figurará como un hecho aciago –uno más- de sus reales servicios al “poder real”. Volvamos al “ceder la palabra”. ¿No se la cedieron los macristas a este Obama? ¿No era ese el contenido del “pluralismo”, poner la palabra del presidente Norteamericano como punto final de un capítulo –el más agitado, contradictorio pero vivaz del inmediato pasado- que llevó a fundar Unsaur y extendió una promesa libertaria en Latinoamérica, para cuyo lacrado y cierre final, Cuba incluida, Macri fue electo y a su vez se autoeligió –con aquiescencias varias, de justicialistas, progresistas resentidos, radicales de derecha, peronistas del transfuguismo de siempre, politólogos de las nuevas derechas…-

A todo esto, el macrismo puede ser tan laxo, servicial e inasible –salvo en el momento del fustazo a los trabajadores- al punto que en la voz de Durán Barba –miembro del fantasmal Club Político Argentino- parecería que el desmantelamiento de la conciencia civil al que estamos asistiendo, podríamos considerado una herencia de Jack Kerouac y León Rozitchner. “Así como suena”. Lo dice Durán B. en un artículo en Perfil, “La izquierda y la música”. Leo: “Mientras aplaudo a sus Satánicas Majestades pienso que Woodstock dejó huellas más perdurables que la Revolución de Octubre y que a los conciertos de los Stones asistieron más personas que las que leyeron las obras completas de Lenin”. Si entendemos por “pluralismo” este tipo de pensamientos en revoltijo, propios de uno de los grandes libretos de Capussoto, le pediríamos a Lombardi y Kovadloff que no se molesten más en enseñarnos de qué se trata. Reconocemos que hemos vivido nuestra vida en vano. Pensábamos que lo más parecido al pluralismo era esa difícil dialéctica entre Woodstock y los movimientos sociales por los derechos, que casi siempre se vinculaban a la nueva izquierda. Ahora, aparece bajo un dudoso manto académico este risueño caradura que con sus ingeniosas burlas encontró a quienes “cederles su palabra”, y convierte a la cultura contemporánea en la mueca torva de un márketing para aventureros de poca monta y crueldad en avanzadas dosis. (Escrito el viernes 19 de febrero de 2016. La noche anterior vi el noticiero del nuevo canal oficial. Revoleteaban los fantasmas de 678. No se lo puede ver de otra manera. El locutor, muy “BBC”, saboreando su triunfo, ejercía la neutralidad valorativa con sus imposibles a la vista; en las imágenes, hablaban dos economistas de la situación, otro que ponía reparos a las escalas del impuesto a las ganancias, y también Carlos Raimundi, más una muy buena intervención de una representante del Cels, y el señor Marangoni, nuevo pluralista militante. Aquí, poner el acento en futuras reflexiones sobre lo que se practicó y lo que deberemos practicar. Pero más importante ahora es la noción de que la Plaza de Mayo el 24 de marzo debe estar abierta a todas las organizaciones sociales y políticas argentinas, en una única marcha colectiva, para poner la historia argentina sobre sus pies.)

Buenos Aires, 19 de febrero de 2016

 

El folletín argentino. Capítulo 8

En la octava entrega de El folletín argentino, Horacio González propone un análisis histórico y semántico del peronismo, movimiento social de vastos alcances y creador de identidades que atravesaron ciclos heterogéneos de la política argentina. La aspiración a la unidad nacional que supone un antagonista externo y los intentos de hacer del peronismo un frente transversal, son otros de los puntos que González aborda. La reflexión final queda para el concepto de autocrítica como una mirada que examine lo que ocurrido durante los últimos doce años bajo la manera de un método de extrañamiento que lejos de desentenderse de una interpretación profunda, se aparte de los “conversos”, “nuevos pluralistas” y “ortodoxos de la vendetta”.

Peronismo: esquemas de adecuación

Por Horacio González

La atracción que ejerce el peronismo es que fue preparado como un conjunto de astucias que de alguna manera u otra terminan siendo un conjunto de tragedias. Por otra parte, su aspiración a la unidad nacional, siempre se ve impedida por su propia configuración enunciativa: al afirmar su deseo de universalizarse, queda automáticamente convertido en una parcialidad que se realiza fronteras adentro y deja un fuerte resto afuera. Ese exterior sobrante o antagónico, según los momentos históricos, es juzgado como incapaz de comprender las intenciones de instituir la unidad extensa, y merece el apelativo de “gorila”. Esta expresión es muy profunda, y por mera complementación lo es también decir peronismo. Se trata de conceptos pre-categoriales, vinculados a un modo de comprensión donde es habitual postular un tipo de identidad “bebida en las fuentes”. Se escuchó muchas veces decir “esto lo mamé en mi casa”. El peronismo como desprendimiento iniciático de una voz maternal, una heredad que apela a las primeras huellas emotivas que se inscriben en una conciencia lactante.

Esos criterios hacían del peronismo un linaje genético, y si bien su doctrina está articulada como un texto de saberes patriarcales, un marxismo mucho más que ocasional también imprimió otra veta en su verba, lo cual convivió bien con una épica extraída de una crónica de ascensos y caídas. De modo que lo “heredado” podía conciliarse muy bien con lo “adquirido”, y en la imaginación más cotidiana del peronismo, lo habitual es menos lo “mamado” que lo adoptado, lo que no impide en éste último caso, que pasado un ligero período de tiempo, se invoquen alusiones originarias. Siempre se es “peronista originario”. El nombre pesa tanto, que está a disposición de todos. Es una inmensa paradoja. Pero el que cree que con este requisito tan fácil se arregla todo, no sabe aún lo fundamental. Que en su cuerpo interno de límites imprecisos, hay un gatillo siempre montado en su lengua interna, que traza ahora sí una frontera de apariencia inapelable: traidores y leales. En vida de Perón, la única facultad que se arrogaba era la de ser el autor (sigiloso, tácito, pues nunca lo decía sino a través de un elaboradísimo sistema de signos y de notables implícitos gestuales). Pero una vuelta de tuerca más tenía este rasgo crucial de trazar la “línea”. Estaba escrito en la doctrina: el peronista que se cree más de lo que es, se convierte en oligarca. (Cito de memoria). Esto convertía potencialmente a todos en candidatos a atravesar la línea. ¿Era grave? No, para el Perón exilado, o para el Perón anterior a la aparición de Montoneros. La “línea” era sumamente porosa, se salía de ella en medio de estridencia, pero se podía volver con los debidos recaudos, pues si todo leal podía ser traidor, todo traidor podía ser leal.

El núcleo final de estos vaivenes estipulados, era un concepto agrupado en un lema sucinto de Perón, que de tan enigmático parecía tener la más fácil de las interpretaciones: la única verdad es la realidad. En nuestras épocas de estudiantes que iniciábamos el largo contacto con el peronismo –con Perón exilado, con el atractivo de la proscripción y la resistencia, con la fascinación del “Gordo Cooke”-, nos reíamos de la coincidencia de uno de los conceptos magnos de Hegel –la “realidad efectiva”-, con una línea de las estrofas de la marcha peronista. Pero en esa época, no era inadmisible pensar en un hegelianismo peronista –el Hegel de la Filosofía del Derecho- que podía encarnar Guardia de Hierro, y un sartrismo peronista, que por supuesto, encarnaba Cooke, quien había conocido a Sartre, y toda su teoría del “hecho maldito” no era sino una variante de la idea de la “mala fe” del autor de El Ser y la Nada. Queda muy poco hoy de eso, como debate o como rastro que late en un presente dado. Desde luego, el peronismo cuyo nombre vale la pena conservar, es el de los perseguidos, los caídos, los que fueron torturados, los que la soportaron sin “cantar”, los fusilados… Esta historia fue muchas veces contada, y en libros célebres de la literatura argentina, y tiene un fuerza tal, que incluso subyace aun en pócimas reducidas en el trasfondo último de la conciencia de los funcionarios peronistas, burócratas o edecanes, senadores, sindicalistas o diputados, mandaderos o transfuguistas, pues en todas las trapisondas en que se empeñan, hay siempre un rasguido último, un quejido casi inaudible, que los lleva a una tan vaga como indeclarable culposidad. Allá ellos. Perdónenme que ahora no hable de las numerosas excepciones, que como es lógico, abundan en un movimiento social de tan vastos alcances y creador de identidades que atravesaron ciclos heterogéneos de la política argentina.

Un dilema por el que hoy se atraviesa es el de afiliarse o no al Partido Justicialista. Personalmente, me duele en mi pequeño memorial, en los puntazos de intimidad reminiscente que me asaltan, que jóvenes militantes que esperaban tan otra cosa de las zozobras de la vida nacional, terminen afiliados a esa armazón artificiosa, gobernada por una clase política cuyo único arte es el de la adecuación a los poderes de turno en el mejor de los casos, o a las proclamas libremente expresadas de un antiintelectualismo o un anticomunismo propio de la “guerra fría”. Néstor Kirchener sospechó dos veces esta situación. Una cuando lanzó la transversalidad y propuso configurar –sobre la base del peronismo- un gran frente de centro izquierda nacional. Otra, cuando fundó la Cámpora, poniéndole al grupo juvenil un nombre que sería determinante. Por un lado, de una “ala izquierda” definida por el propio Perón en la persona de quien era su delegado en la Argentina. Por otro, arriesgándose a que con ese nombre, varias décadas después, se reprodujera el episodio de enfriamiento de las relaciones de Perón con su Delegado, que de la “lealtad” había comenzado a bordear la “traición”. Siempre, el peronismo recurre a su validación arcaica, y está realmente formado de los distintos afluentes que lo alimentan cíclicamente en nombre de la “realidad efectiva”. Su maquinaria real se compone de ventosas adaptativas que en su recóndita sabiduría, espera a los nuevos conversos. ¿Qué los aguarda? El credo realista de cuño adaptativo: la única verdad es la realidad. Enigmático aforismo que puede preanunciar un examen realmente crítico de las condiciones de lo real, o una adaptacionismo que siempre encontrará su justificativo oportuno. Mientras, muchos jóvenes podrán cotejar ese futuro destino, protegidos de las inclemencias que durante un tiempo deberán soportar por el solo hecho de que provisoriamente sigan considerándose los “herederos de la gloriosa resistencia”.

No quiero ocultar mi pesimismo ante las afiliaciones masivas de los jóvenes que llenaron el Patio de las Palmeras, ente los discursos agonales y autoafirmativos de la Presidenta; me basta para alimentar esa desesperanza cualquiera de las fotos que veo de los pelucones del justicialismo, gobernadores en actividad o retirados, operadores de “todo terreno”, ex insurgentes setentistas absorbidos ahora por la “única verdad”. El peronismo es una masilla adaptativa cuyo mimetismo se realiza en la espera del “próximo turno”, frase balbinista por excelencia, solo que ahora no ocurrió un episodio de alternancia, sino de cataclismo. La diferencia de tres por ciento de votos era mínima desde el punto de vista cuantitativo, pero cualitativamente, fue como la caída de Constantinopla. Había algo mal ensamblado en el kirchnerismo, una debilidad constitutiva que no se sabía declarar como tal, mientras se encaraban gestas comunicacionales –que sin duda acompañamos- que se presentaban como “la crítica al poder real”. En efecto, aunque un gobierno no suele decir eso, el kirchnerismo se caracterizó por sus rasgos contingencialistas, acentuados por tener una única y absorbente voz enunciativa, pero también muchos pigmentos que combinaban la tolerancia disidente con el control despreocupado de la diversidad.

¿Qué cosa no les gustaban a las ortodoxias del viejo Movimiento de estos rasgos kirchneristas? ¿Qué cosa causó la ruptura con Moyano, con Pichetto, con Smith? Las rupturas con la derecha justicialista ya estaban instituidas, preanunciadas. De la Sota, Urtubey, Massa, eran y son evidentemente la derecha oceánica que existe desde siempre en la Argentina, forjada al calor de su geografía política, su reconversión de las almas, su enclave de clase (aristócratas del noroeste, algunas patronales empresarias, son figuras permanentes de los aparatos del Estado, son “peronistas”) con la hipótesis –hoy en pleno curso en el macrismo- de que hay una “pata peronista” en el proyecto de situar al país en el bloque mundial del Capitalismo Global, servicialmente ubicado, con sus cuadros de situación en torno a temas de “derechos humanos”, “seguridad”, “narcotráfico”, “terrorismo”, etc., ya absorbidos por los grandes Configurados mundiales, ideología central de su Banco de Datos. La subsunción del peronismo por su intermediación macrista está casi hecha. Le siége est fait.

El programa de Kirchner que se insinuaba, en sus primeros pasos, junto a Torcuato Di Tella (el único testimonio escrito más completo de los inicios de esta experiencia) nunca pudo ser consumado, y muy pronto se convenció que la “transversalidad” (un frente social potencial, que contara con una viga peronista capaz de replantear su historia), no era posible. Las sustituciones de este programa originario, a pesar de que el Presidente Kirchner no guardaba grandes esperanzas en relación al Mamut petrificado, recubierto de medallas y canciones, testifican que sin embargo no podía privarse de él. Esta discusión nunca se hizo pública de un modo en que, necesariamente, debía ser asumida como un tema vital para miles de personas vinculadas a la memoria nacional. Lo que estaba destinado a despertar grandes polémicas fundamentales, se hablaba en sordina y formaba parte de la mayor incógnita para los militantes del “pan-peronismo” de la época.

Una, fue la Convergencia Plural –muy pronto fracasada, pero nótese que ya se invocaba el concepto de “pluralismo”- y otra, “La Cámpora”, cuya heterogeneidad como grupo de gobierno ligado al primer círculo presidencial, también incluía fervor militante, adopción inmediata de la fascinación simbológica, una tesis sobre la continuidad de las grandes epopeyas argentinas y palabras-salmo como “modelo” y “proyecto”. De algún modo sigue representando la dialéctica soterrada de todo grupo político, entre el funcionario que tributa al conjunto, la militancia barrial activa, y la hipótesis magna de la historia del peronismo transferida al siglo XXI: “la relación líder masas”. No hablo con sorna ni suficiencia, aunque sí con dudas espirituales. Era imposible escuchar los cánticos de la Plaza o del interior de la Casa de Gobierno, sin que se suscite el perseverante recuerdo y la nerviosa ansiedad por las recurrencias históricas que siempre precisan de un balance específico, pero que con ese balance nunca reaparecerían desde los caudales remotos de la memoria. ¿Qué es lo mejor? No pertenece a los dominios de la política la posesión exacta de ese saber.

La expresión la “pata peronista” –en verdad, esta catacresis era empleada por todo aquel que pensara en una política de remiendos rápidos y oportunos-, fue aceptada por el propio peronismo, en la confianza de su ubicuidad (podía alimentar y participar de las experiencias más diversas o antagónicas a lo que es o cree ser). El macrismo tiene desde hace casi una década, una “pata peronista”, pero la cosa va mucho más allá. Una vieja figura de la retórica, tomada de la medicina, es el quiasma. El entrecruzamiento por pares de diversos elementos antagónicos que se turnan para forjar pseudo-antagonismos o antagonismos que tienen un plano efectivo, pero con napas internas de fuertes intercambios e interrelaciones. Creo que la estructura semántica profunda de la política argentina, incluyendo de Alfonsín en adelante, es ese quiasmo, resumido en: el neoliberalismo “en” el peronismo y el peronismo “en” el neoliberalismo. Con Alfonsín, empezó la búsqueda de la “pata peronista”, mientras muchos sectores de la entonces renovación, éramos la “pata alfonsinista” del peronismo. Sé algo de eso. El Chacho, cuyo ascenso y caída es parte de esta tragedia, no sólo lo sabe, sino que fue una víctima propiciatoria de esta situación, una “convergencia plural” fracasada. En su sentido general, como primer destituido de una alianza de centro derecha que declaraba un improbable progresismo, su caso destiló escenas injustas hacia un político ingenioso, audaz, pero con irresolubles vacilaciones.

Estos entrecruces se acentuaron con Menem, que ya había asumido plenamente el programa económico neoliberal, con ministros de esa orientación, aunque ratificando la “cultura peronista”, ocasión en que surgieron teorizaciones diversas respecto a que el peronismo era precisamente “una cultura” que podía ser adosado al programa económica que cada época recomendara, por más caprichosamente diferentes entre sí que fueran. Papilla banal. La historia en remate, la biblia junto al calefón. El signo del menemismo bañó al conjunto del peronismo y fue apenas una antesala de la experiencia en curso que no sabemos cómo llamar: apelemos para señalizarla al mero nombre de superficie: Macrismo, pues.

En el macrismo actúa un peronismo pleno –han puesto la estatua de Perón en la ciudad-, y en el peronismo hay un macrismo más que adulatorio, sobre todo a nivel gobernadores, que concurren a la Casa Rosada sin el enojo, era evidente, que les provocaba Cristina. No será en vano que se investigue al macrismo, politológicamente hablando, como cierta fase superior de lo más ambiguo y pregnante del modismo asociativo básico peronismo. Basta ver rostro, estilos, declaraciones, astucias. El kirchnerismo problematizó a las Corporaciones, sobre todo las mediáticas, que en todo el mundo se han convertido en fábricas de subjetividad, lenguajes y deseos, y ubicó a Clarín como su enemigo esencial (en un capítulo anterior comentamos largamente esta situación); mantuvo rasgos de independencia en la política exterior; sostuvo con los tenedores de la deuda que no entraron en el canje (los fondos buitres) una actitud digna; el Banco Central asumió políticas sociales además de las tradicionales en torno a la moneda; el programa económico acentuaba las demandas efectivizadas en el mercado interno; y se dedicaban fuertes partidas presupuestarias al sostenimiento de universidades suburbanas, investigación científica, con resultados tecnológicos ostensibles en la ocupación de órbitas satelitales, además de construir una infra-estructura cultural que antes nunca existió de esta manera tan copiosa. Por supuesto, todo esto cae ahora bajo el fuego granado del gobierno macrista, que percibe esta conjunción de hechos como parte de una Gran Corrupción, incluso de latrocinios personales, lo cual provoca la secreta satisfacción de los peronistas ortodoxos y quizás de los nuevos pluralistas, algunos de los cuales con actuación implícita en el kirchnerismo, que han pasado a la posición de inquisidores en los medios masivos, participando de tribunales sumarios a los antiguos funcionarios del “régimen caído”.

Ante este delicado panorama, surgen voces que reclaman “autocríticas”. En verdad, no tengo nada contra quienes las anuncian e incluso avanzan en señalar ciertos temas enojosos, pero en lo que no creo es en ese concepto tan complaciente, autocrítica, originado en una de las formas más rígidas de la dialéctica. En los ámbitos de antiguas izquierdas, cualquier tropiezo no se tornaba casi nunca un hecho de la historia que producía aperturas inesperadas y muy desafiantes hacia situaciones nuevas, sino que apenas exigía una autocrítica, un perdón por lo actuado –la Iglesia tiene ese equivalente, pero lo usa con más ambigüedad- que permitía salir fresco hacia el próximo segmento de actuación, tan previsible como el anterior. Por supuesto, luego de un resultado tan abrumador –como dije, menos electoral que abismal- no es posible quedarse mudo en la afirmación a-crítica de todo lo actuado. No obstante, la crítica no es de índole literal, rutinaria, equivalente a una rápida expurgación que sirve para comprar otro boleto de tren para reiniciar otro viaje en dirección contraria. Hay que estar muy intranquilo para conocer a fondo las razones de un derrumbe, de este desplome con tantas dimensiones a ser examinadas, internas y externas. Y esa intranquilidad proviene de lo que se venía originando en las grandes escenas internacionales, donde las lógicas financieras asociadas a nuevas formas de consumo –del poder, de las guerras territoriales y religiosas, de las nuevas militancias sacrificiales, de las nuevas acciones del capitalismo ya fusionado a todas las “formas de vida”- arrasaban con los tejidos existenciales de vastos núcleos humanos.

Pero también el gobierno de Cristina transitaba por difíciles cornisas, que mezclaban valentías inusuales en foros internacionales con proclamas sobre el “capitalismo serio” que no se condecían con la crítica a las “corporaciones”. Muchas veces, un genuino fervor sostenido en grandes leyendas nacionales, ocupaba el lugar entero que debía compartir con análisis más realistas de la situación. Por otro lado, las políticas económicas no se sometían a miradas más agudas que alertaran que se estaba transitando por el filo de la navaja –resalto, no obstante, la sensatez decidida con que Kicillof tomó los delicados asuntos de los deudores recalcitrantes que impiden ya no las soberanías nacionales sino las formas existenciarias colectivas más elementales-, y si bien el Estado era desacralizado (desburocratizado) para hacerlo admitir comportamientos militantes que lo reactiven, no pocas veces esto permitió desprolijidades, que hoy exaltadas al extremo por la prensa oficial que ocupa todos los espacios del lenguaje informativo, configuran las bases de una situación genéricamente persecutoria basada en la interpretación hiperbólica de ese u otros errores.

La “autocrítica” no es un ritual o un protocolo cargado de axiomas. Es principalmente la búsqueda de una forma para hablar de lo que pasó. Especialmente, esa forma requiere cierta distancia para los que de alguna manera u otra, tomamos el compromiso de actuar en el apoyo del gobierno –o como es mi caso- aceptando ser sus funcionarios en distintos niveles de responsabilidad. Y esa distancia no es un apartamiento de lo político y los compromisos que de allí emanan, o una negación de aquello que aceptamos, sino la creación de una mirada que examine lo que ocurrió al estar cerca, bajo la manera de un método de extrañamiento que lejos de desentendernos de una interpretación profunda, nos aparte de los “conversos”, “nuevos pluralistas”, “inquisidores que pasan la factura” y “ortodoxos de la vendetta”. Pero que nos acerque con más sensibilidad a explicar lo que vivimos. El extrañamiento es un modo de la objetividad en antiguas críticas literarias, pero es la objetividad del comprometido.

Asistimos ahora a una nueva persecución bajo la forma de la difamación, que nunca cesó. Es pre y post gobierno de Cristina. Como tantos opinan, se trata ya no de destruir una estructura sino de demoler un recuerdo. Debe haber entonces una reflexión que acentúe formas éticas –no debe ser problema llamarlas resistentes, todo resurgir futuro implica una forma óntica de tipo resistente – y después una oposición política –parlamentaria, social, y en ámbitos urbanos abiertos- que ate los puntos de protesta más elocuentes y no rociados de un costumbrismo sin capacidad de convicción o persuasión, y que así nos vaya acercando a la configuración de un frente social novedoso, aglutinante, convergente.

Una y otra vez en la historia se ha presentado esta disyuntiva. Estamos recién en los comienzos de reconocerla y pasar lista de los infinitos nombres que llenarán lo casilleros donde se inscriban las voluntades que ya estaban y las que se sumarán.

(Escrito el 22 de febrero de 2016, a la noche. Leo en Clarín una nota sobre una asamblea de Carta Abierta, donde el comentario del periodista sobre una intervención mía no es totalmente exacto. No puse a Holland a la misma altura que la presencia de Obama en la Ex Esma. Ambos son hechos complejos de distinta significación. El periodista pone entre paréntesis su opinión, refutando al parecer al orador, que sería tan necio que no sabe que Holland viene a recordar a los desaparecidos franceses. Creo que es el periodismo de combate de Clarín, que entre líneas sabe cómo ridiculizar todo lo que digamos los del “período anterior”. Reafirmo que el problema es la fecha en que vienen. Si hubiera venido Mitterand, seguro que no se prestaba a la confirmación de una nueva versión de los “derechos humanos”, ya convertidos en una pieza de la globalización y un canje con la situación venezolana y cubana. Es claro que festejo que Holland recuerde a los desaparecidos franceses, pero no me diga el periodista Héctor Pavón –que sigue gozando de mi simpatía, en este caso crítica- que no se abre un dilema trascendente respecto a la fecha. Eso es lo que tendría que haber informado, pues eso fue el corazón de lo que se dijo. De ahí también mi observación de que la invitación a Estela Carlotto adquiere una gran importancia, porque sobre ella reposará la responsabilidad de devolver la atención pública sobre el tradicional acto de Plaza de Mayo de las organizaciones de derechos humanos y sociales del país. Estela conoce suficientemente bien a todos estos personajes de la política mundial, como para salir muy airosa del desafío al que es sometida).

Buenos Aires, 22 de febrero de 2016

 

El folletín argentino. Capítulo 9

En este capítulo de El Folletín Argentino, Horacio González examina algunas alternativas de la política cultural de las tres presidencias Kirchner que a través de las diferentes secretarías y ministerios generó una gran infraestructura cultural dedicada a públicos específicos o masivos: Tecnópolis, el Centro Cultural Néstor Kirchner, el museo del Bicentenario, los espacios de la Memoria, por ejemplo. También realiza precisiones sobre su dirección en la Biblioteca Nacional y sobre las intenciones del macrismo de continuar con el desguace de todo aquello que remita al kirchnerismo y su "pesada herencia". El nuevo director, Alberto Manguel, quien todavía no se ha hecho cargo físicamente de la dirección de la BN debido a sus compromisos en Princeton, deberá afrontar este dilema que se propone entre un modelo cancelatorio y revanchista, basado en la auditoría, y otro, el anterior, de puertas abiertas, que creció en personalidad cultural porque creció en indagaciones culturales y territoriales, en lectores y en espectadores, que tomó jóvenes que se integraron a una instancia educativa y pedagógica, pues así también estuvo concebida la BN (hay cuatro escuelas diferentes en su interior) y con todo eso, se lanzó a recuperar la joya perdida, el edificio de Calle México.

Borgismo, jauretchismo y pluralismo: astillas de una política cultural

Por Horacio González

En este capítulo vamos a examinar rápidamente algunas alternativas de la política cultural de las tres presidencias Kirchner, tarea que siempre resultará complicada por las esferas superpuestas que abarca el propio concepto de cultura. No alcanzan las definiciones que a diario suelen facilitar un conjunto de funcionarios internacionales, que han creado su lenguaje operativo y no cesan de promulgarlo con arrebato. “Cultura material”, “cultura inmaterial”. Preparada esta sucinta dicotomía, ya estarían los organismos púbicos en el vertedero fundamental de sus políticas: desde la memoria colectiva, los cacharros arqueológicos, los autores consagrados, las fiestas populares, las conmemoraciones estatales o costumbristas.

No obstante, no se resuelven con esto las decisiones en torno a los apoyos económicos que deben tener las áreas. Aquí se presenta enseguida la cuestión de los mecenatos de empresas privadas –no avanzó mucho este tema en nuestro país, a diferencia de lo que ocurre en Brasil-, que en caso de substituirse con ellos alguna parte (a veces sustanciales) del presupuesto público destinado a cultura, inevitablemente el control o “agenciamiento” de las acciones culturales, pasará a formar parte del halo reconocible con que los grandes emporios económicos y financieros les gusta revestir sus actividades específicas: un gran concierto de alguna consagradísima pianista, la presencia de algún ballet internacional, la exposición itinerante de Marc Chagall, los pentimentos de Vermeer, fotografiados con lentes infrarrojos especiales, etc. Doy estos ejemplos sin rastro de disconformidad; me gusta que cada una de esas cosas ocurra. Me gusta también que podamos ver bajo qué condiciones se producen.

Durante el período del gobierno anterior se generó una gran infraestructura cultural. Aunque hay algo incómodo en esa expresión, podrá comprenderse que me refiero a construcciones y edificios que albergan actividades culturales para públicos específicos o masivos. Cada una exigiría una reflexión en particular: Tecnópolis, con su nombre de fantasía, tomó a su cargo grandes espectáculos y exposiciones, siendo su origen una suerte de parque ligeramente museificado sobre la historia de la ciencia y la técnica en la Argentina. Personalmente, discutí este nombre, salido de las fáciles gavetas con las que el administrador cultural atiende el encargo de interesar a grandes públicos, pues no me convencía una denominación demasiado extraída de las tiras de ciencias ficción.

Detrás de la apología de la técnica suele abrigarse la denegación de un examen más agudo de la expresividad cultural, y esto lo demuestran, incluso inversamente, las parques de diversiones: son grandes construcciones basadas en aparatos de la técnica (incluso más vinculados al procedimiento normal de una fábrica industrial), pero sin embargo ellos viven de generar sentimientos culturales primigenios: la alegría, el temor, el azar, el goce, el choque, la utopía del viaje espacial, etc. Considerando todo esto, la evolución que tuvo el lugar –en el que la Biblioteca Nacional, a través del Museo del Libro participó numerosas veces- me pareció una gran experiencia, pues recobró muy fácilmente su carácter de espacio lúdico donde se presenta con calidad la cultura popular masiva. El actual gobierno habla ahora de Tecnópolis como si lo hubiera creado, conforme a su política de borrar todos los signos del pasado y atribuirse rápidamente autorías cuyo origen no reconoce…, so pena de malquistarse con el juez Bonadío.

Con el CCK ocurre algo parecido. Mientras alegan que con el costo de la reconstitución de esa joya arquitectónica que albergó el Correo Argentino desde la década del 20 se podrían haber hecho “numerosos centros culturales en el interior”, no encuentran mal que allí se hagan agasajos al presidente Hollande -ciertamente, portador inadecuado del nombre de socialismo, ya nada tiene que ver con Jean Jaurés o con Mitterrand, le interesaba más patear un penal en la cancha de Boca que las nuevas penalidades a las que son sometidos los manifestantes que se oponen al gobierno-, con lo que cometen desaciertos múltiples. Los centros del interior también se han construido y son más numerosos de los que ellos suponen –les basta preguntar o viajar- y el CCK recién comenzaba a funcionar, no de apuro, como alegan, sino con una programación muy cuidada, que estaba en elaboración. ¿Y la restauración? Que debe haber sido cara, no hay duda. Y que siempre permanece un toque de solemne frivolidad en estas cosas, es probable. ¿Pero había que dejar en la ruina esa reliquia de la Buenos Aires de Gardel, Martínez Estrada e Yrigoyen? En su intimidad, saben que no. Mientras tanto se dedican a criticar el órgano alemán importado, que por su complejidad aún no está totalmente afinado.

¿Y el nombre? Quizás podía no habérsele puesto el de Néstor Kirchner. En este tema, siempre hubiera sido mejor seguir el consejo de Jauretche a Perón. “Su nombre es parte del paisaje; si se convierte en abrumador, solo por esto usted puede llegar a caer”. Pero siendo esto una lección para los gobiernos populares, no se justifica ni la fácil refutación de una obra por vía del odio a los nombres, ni la hipócrita condición del que usufructúa astutamente lo mismo que critica por causas cuya importancia no es mayor que lo que reciben como herencia. Pesada herencia: sin duda lo es, porque se trata de un edificio que equivale a 10 manzanas, con posibilidades de intervenir renovadoramente en el conjunto de la vida cultural argentina con resonancias que aún ni imaginamos. Pero no es la misma y misteriosa “pesada herencia” que a diario alegan, para justificar sus torpezas y poder cometerlas con mayor amplitud, encima disfrutando de lo realizado por otros. La cultura real no son metros cuadrados de nada, pero mejor que haya metros cuadrados. La cultura, en esencia, es la transfiguración inesperada de los “metros cuadrados”, sea en poesía, música o literatura o “en otra cosa”. Siempre un oculto sistema métrico es afirmado o negado. Aquí sí lo material e inmaterial se entroncan y se desestabilizan mutuamente. Provisoriamente, definimos así el arte.

Un breve recuento de los secretarios y ministros de cultura de la Administración Kirchner –con todos los cuales he convivido-, nos permite visualizar una heterogeneidad de estilos, una serie de dilemas irresueltos, tanto como de logros y experiencias muy valorables. Torcuato Di Tella quiso crear un museo de la industria en Jujuy (descentralización, federalización y un estímulo cultural para repensar la industria nacional). De algún modo, una parte de Tecnópolis, no en Jujuy sino en el conurbano, también se fundamentó en ese anhelo. José Nun se acercó a formulaciones gramscianas sobre el significado dramático de la cultura: se la entendía como forma de vida y obras formalizadas. Se excluía el concepto de “bellas artes” –no estoy seguro que eso deba ser así- y había una inclinación hacia la educación popular, siguiendo la tradición argentina de la ilustración: libros y casas, café-cultura, fueron decisiones bien recibidas.

Por su parte, Jorge Coscia provenía de una tradición diferente a la de Nun: la Izquierda nacional. Le atribuía a la cultura un poder de iniciativa muy amplio para redefinir el complejo sentido de la Nación. Éste concepto lo refería especialmente a un “proyecto cultural”, en el centro de las acciones políticas y económicas. Durante su gestión creció el interés por las industrias culturales, y como compensación, la reanudación de los Premios Nacionales. Se creó una oficina de cine experimental anexa a la Secretaría. Coscia había sido, además de diputado nacional, presidente del Incaa, instituto que financió toda clase de obras cinematográficas, acusado de gastar dinero en obras de poco público. Durante las tres presidencias Kirchner, el Incaa tuvo una gestión, siempre acusada de “populista”, que dejó obras singulares de alta concepción estética. Menciono, por ejemplo, el film “Lumpen”, de Luis Ziembrowski, película extraña y sutil, reforzada por alegorías que se ensamblan en un espacio atemporal y mitologizado. Cuestionar esos filmes que sólo pueden financiarse con presupuesto estatal es dejar, como en todo el mundo, la producción cinematográfica en manos de un sentido unidireccional del gusto colectivo.

Con la gestión de Teresa Parodi maduró el tan reclamado Ministerio de Cultura, que sus antecesores –secretarios nacionales- siempre habían demandado. Se reforzaron las actividades musicales en todo el país y se iniciaron las difíciles decisiones que implicaban poner en marcha un nuevo Ministerio. No hubo carencia de problemas y discusiones, pero la Ministra exhibió firmes convicciones en su tarea, sorteó obstáculos numerosos e inauguró el CCK con una programación diversificada que para aplicar la palabra que luego cundiera como “motto” fetichista, fue absolutamente pluralista. Cualquiera que revise lo actuado en torno a ese Centro Cultural percibirá el modo que en él se unían un flujo de lo popular (las entradas eran gratuitas, lo que de por sí entraña una gran discusión) con experiencias capaces de recoger todos los vanguardismos y clasicismos posibles, por decirlo así. La ex-ministra Parodi no sólo es conocida por su actividad de autora y cantante de canciones de vasta repercusión, sino por sus vinculaciones con los grupos poéticos más importantes de la Argentina del último medio siglo, como la revista “Poesía Buenos Aires”, dirigida por Raúl Gustavo Aguirre y Edgar Bayley. Aunque corro el riesgo de extenderme demasiado, diré una palabra sobre el Instituto Dorrego, que fue intervenido durante esta última gestión ministerial y disuelto por el nuevo ministro de Macri. Evidentemente, no parecía ser una decisión acertada su fundación. No formulo esta opinión bajo ningún tipo de reserva con sus integrantes, a quienes conozco casi en su totalidad, sino por el tipo de polémica que enseguida sobrevendría, y no por saberse ahora el conjunto de inconvenientes que se presentaron, me animo a decir que una decisión de esa magnitud en torno al pasado argentino debería haber contado con más prevenciones.

Dorrego es una figura fundamental de la historia de nuestro país, y sin duda, era necesario dotar de mayores recaudos un estudio renovado de su memoria, que sigue siendo ahora tan o más necesario que antes. Aquella decisión, indudablemente fue tomada por la Presidenta al calor de sus intereses historiográficos, que pasaban por clásicos del revisionismo histórico, los autores siempre citables de las izquierdas nacionales de décadas atrás –Jauretche, sobre todo-, y por la necesidad de una evidente renovación del elenco nacional-popular, pues también solía incluir no sólo a Belgrano sino a los (de alguna manera u otra) considerados “jacobinos argentinos”: Moreno, Castelli y Monteagudo.

Del mismo modo, generó otro tipo de polémica la Secretaría de Estado confiada a Ricardo Forster. Basadas en una interpretación desfavorable del nombre de esa Secretaría (que efectivamente, debió ser otro), se dirigieron numerosas críticas a una experiencia que será recordada en la historia del polemismo argentino como la forjadora de grandes eventos internacionales sobre temas de teoría política, situación latinoamericana, estudio de autores clásicos y modernos, ámbito de encuentro de las más diversas expresiones del pensamiento crítico. Todo esto frente a una dimensión que cobraba la industria cultural (no la que impulsaba el gobierno entre pequeños y medianos productores de obras de todo tipo) sino una de signo poderosamente empresarial: la que permitía un gigantesco giro en la cinematografía –“Relatos salvajes” es un complejo buceo en las relaciones cotidianas, con un humor ácido e ideologías pseudo-críticas a la sociedad postindustrial- y también en la televisión de masas, con festejados usos del lenguaje injuriante y desaprensivo, modelos de conflictos interpersonales más o menos neurotizados y fuerte propensión a construir un estilo de interpelaciones desmanteladoras del patrimonio idiomático corriente, exportable al campo de la expresión política, cada vez más disminuido cultural y sensitivamente. Cualquier política cultural lo es si desafía ese aparato disciplinante con alternativas capaces de disputar con las propias fauces del Gran Moloch.

De las tantas alternativas mencionables, prefiero recordar los programas auspiciados por la Biblioteca Nacional que tuvieron lugar en una emisión seriada del Canal Público, a cargo de Ricardo Piglia. Eran programas literarios lanzados al viento, al margen de los cálculos habituales de las programadoras, y son hasta hoy parte de la ejemplificación vigorosa de lo que puede hacerse con los medios públicos. Abundan otros ejemplos, bien conocidos, que se sabrán recordar adecuadamente. Y dicho esto, propongo al lector que me acompañe con algunas consideraciones sobre la Biblioteca Nacional, justo en el momento en que vive su máxima encrucijada del último medio siglo. Inevitablemente, le daré un tono más personal a este relato.

Cuando ocupé la dirección de la Biblioteca Nacional durante más de una década, sucediendo a mi amigo Elvio Vitali, tuve algunos “problemas con Borges”, tan inevitables como sugestivos. Si bien la Presidenta se interesó por su lectura, muchos funcionarios del gobierno provenientes del peronismo –digamos: del memorial de la palabra política peronista-, me sugirieron varias veces que no se enfatizara tanto la figura del autor del Aleph. ¿En que se basaba esta opinión? En que –entre tantas cosas- Borges fue también una efigie central de la Revolución Libertadora. Efectivamente, en las anotaciones del fabulístico e incisivo libro de Bioy, Borges y él aparecen como los últimos discípulos de aquel hecho de armas. Ya entrado el gobierno de Frondizi, ellos se extrañan de que hubieran cambiado tanto los temas dominantes – ahora se hablaba de desarrollo, integración, pactos con el exilado Perón, etc.-, que para conjurar ese lamento, se dedican a escribir los últimos y laboriosos volantes de la Comisión de Afirmación de la Revolución Libertadora. Lo hacen en el mismo Despacho de Borges, como décadas antes, Pellegrini escribía sus discursos en el Despacho de Groussac. La Biblioteca –les informo- siempre tuvo esa politicidad. Basta saber que una buena parte del tercer piso está ocupada por la Academia de Periodismo, donde se reunían muchas de las plumas que tanto contribuyeron a zarandear al kirchenrismo. Urdimbre heteróclita de símbolos, es inútil que alguien quiera hacer de la Biblioteca otra cosa.

Nuestra lectura de Borges nunca fue vaciada en ningún estereotipo, sino que partió de una consideración estricta de su invención literaria, la sospecha que siempre comprobamos y siempre se evade quedamente, de que en su literatura están “embotellados” como en la lámpara de Aladino, buena parte de los signos del drama argentino, y también los esbozos de su explicación, a modo de la “esfinge” a develar que mentó Sarmiento siguiendo al francés Pierre Leroux. Por lo tanto, era ahora, más que en cualquier otro momento, que había que invocarlo. Nunca fue un recitado escolar sino un acertijo de complejo desciframiento. En ese sentido, quien lo lee así, es su verdadero lector.

Si una estatua es garantía de algo –una inocente imagen de perdurabilidad, el establecimiento de una silueta inmóvil que el peatón mira impávido, un simbolismo inopinado entre el silencio de un parque o el hollín de la ciudad- fuimos nosotros los que emplazamos su figura, la de Borges, en piedra en uno de los jardines del a Biblioteca, obra del escultor popular Oriana. Los jardines de la Biblioteca son modestamente poco bifurcados, pero exuberantes. Quizás, humorísticamente babilónicos: tienen un Papa, un Mujica Laínez (obra de Fioravanti, que se repone cíclicamente por los robos, pues el autor de Bomarzo padece también de la “inseguridad”), y un Perón anónimo, (a prudente distancia de Manucho). Perdura silencioso en el Parque de entrada, un asombroso gomero entre gótico y barroco, cerca del cual hay un Cortázar delicadamente cubista, iniciativa de la legisladora Susana Rinaldi; detrás, un Alfonso Reyes, olvidado aquí y en México, que fue agudo incitador de la lengua castellana en los dos países, un Ricardo Rojas de Perlotti (su amigo), y hasta la rareza de un Horacio Salgán, una gran cabeza pétrea, del gran autor de “A fuego lento”. Todo indica que nunca se sabe cuándo poner un busto y si estas piedras o mármoles miméticos que acompañan toda la historia cultural, deben seguir cultivándose… es decir, de quiénes, y cuándo. Gramsci estudiaba la “hegemonía cultural” en una ciudad según esos monolitos. Lo mismo haría Jauretche. Desde luego, son decisiones historiográficas, culturales y políticas. A veces regidas por la casualidad. Porque en los jardines de la BN hay también un José Mármol, en la plaza posterior de la Biblioteca, que como toda talla de un rostro es indiscernible respecto al modelo real, pero esta pieza tiene un soporte providencial para el interesado: al menos es de mármol.

¿Deberíamos darle importancia a las esculturas urbanas representativas de figura históricas? Mejor examinemos el hilo de disconformidad, las decisiones que toma el Estado frente a ellas y cómo se evidencia una “política cultural” en relación a la monumentalística arquitectónica dedicadas a flujos de masas, sea el CCK y Tecnópolis, de los que ya hablamos y que mantienen claras diferencias entre sí. David Viñas se detenía sorprendido a analizar la escultura de pie de Bernardo de Yrigoyen, en Callao y Paraguay, en la cual contrasta la ejecución recubierta de finos detalles y bajorrelieves –quizás de las más logradas que hay en Buenos Aires-, con la ignorancia en que hoy se tiene a esa figura, tanto como de los problemáticos resultados de sus compromisos políticos. Con el monumento de Roca, es evidente que hay diversos problemas, discernibles en varios planos. Un monumento se emplaza en la ciudad y es parte de su trama de signos referenciales. En ese sentido, esa obra representa no sólo a su “héroe epónimo” sino también una localización urbana, un segmento de la historia de la ciudad y una parte del “memento histórico” que tuvo una efectiva realidad pasada. La revisión de la figura de Roca en virtud de la nueva consideración que tiene la historia a la luz de los “pueblos originarios” –con la creación, incluso de este concepto- obliga a otras consideraciones. El tema contiene una filigrana de sutileza que obliga a un tratamiento muy delicado. No se trata de la “caída de un régimen” con multitudes que se arremolinan furibundas contras las estatuas del gobernante derrocado (como ocurrió en 1955), sino de una instancia de la historia estatal argentina puesta en discusión al conjuro de la formación de naciones en base a la conquistas de geo-espacios para el capitalismo en ciernes. Con la consiguiente expulsión –basada en distintas gradaciones de una masacre- de los pobladores allí establecidos, pertenecientes a la relación etnias-territorio que eran las que más antiguamente pudieran considerarse. El gobierno Kirchner siguió con preocupación y ambigüedad esta polémica, y encontró una resolución que finalmente no parecía la más adecuada para intervenir en este dilema historiográfico. Quitó de los aledaños de la Casa Rosada la estatua de Colón.

Entre las filas de los que, cada uno a nuestra manera, apoyábamos al gobierno, solo se levantó la voz de Mempo Giardinelli para cuestionar un hecho poco convincente, que sin duda emanaba de una decisión de la propia Presidenta. El hecho, en efecto, no era justificable, pero entrañaba una concepción de la historia, que también habitaba ciertos discursos de la Presidenta en los aniversarios del Combate de Obligado, la creación del mencionado Instituto Dorrego y los apuntes más que ligeros en torno a la evocación del revisionismo histórico en los medios de comunicación del gobierno. No creo que hubiera sido difícil la convivencia de Juana Azurduy y Colón –tan heterogéneos desde el punto de vista de la historia- si se hubiera compuesto una nueva consideración escenográfica para la Plaza de Mayo. Uno de los artistas destacados del período –hubo muchos pero no los mencionaremos aquí- fue Daniel Santoro. Santoro podría ser un personaje que hubiera participado con gusto en las discusiones sobre el Proletkult durante la década del 20, pero a su expresionismo místico le agrega un esoterismo político para encuadrar una interpretación “escópica” sobre la historia nacional emanada del interior de la historia de sus tendencias artísticas en lo que habitualmente se considera la “plástica”. No sería posible esta revisión de época si no se debate más seriamente sobre esta obra fundamental. No mencionaré otras que no lo son menos para no agrandar tanto este escrito. En cambio, la presencia de Marta Minujin en el agasajo a Hollande en el CCK –no sé si todavía lo llaman así- me suena a un eco tardío de todo lo que quieren expurgar, aunque quizás lo toleren por ser destellos de una nostálgica repetición.

En cuanto a Borges, hubiera sido chistoso convertirlo solo en una estatua, como quería Lugones hacer con todo. Hicimos algo más, pues el Borges estatuario apareció recién después de afirmado el Borges anti-monumental y utópico. Pues lo imaginamos inspirador no sólo de una política cultural sino también bibliotecológica. Borges interpreta la catalogación y la clasificación de libros como provocativos argumentos del destino, basados en la falta, el rigor y la extrañeza. Cuando Borges escribe, se producen eventos retóricos, artísticos, irónicos y bibliotecológicos. Creo que ese es el espíritu secreto de una Biblioteca, lo que incluye una interpretación literaria de sus métodos de catalogación sin que estos dejen de registrar los avances y discusiones técnicas que atraviesa la época. Por eso, es posible distinguir por lo menos dos Borges (dos, y no tres, porque aquí subsumimos el Borges político en el Borges ficcional). Hay entonces un Borges del juego con la palabra bajo un orden discursivo paradojal, irónico, inagotablemente ligado a la revelación que se omite o que al darse implica la muerte. Este Borges tiene intacta su frescura.

Y hay otro Borges, el de la globalización, que puede ser convertido en aforismo, en almanaque, en video-clip, en nombre de una boutique, en cita apropiada para adornar un best seller, o en un remedo betsellerista de una investigación divertida, aunque reconocidamente bien hecha. Fue el caso del estimable e imaginativo Umberto Eco, al que extrañaremos. El Borges de la globalización no es antagónico a un supuesto Borges “argentino”, porque esta no es tampoco su definición última: lo que corresponde a Borges es un universalismo argentino. En mi opinión, sin que sus trabajos sean de ninguna manera desdeñables, Alberto Manguel –esperemos que el próximo director de la BN, y aquí entramos en un tema problemático-, ronda sobre el Borges de la globalización. Lo hace áulico, anodino, citable, imitable. Lo que él escribe es amable, no son best sellers explícitos, pero disimulan esa condición en su pliegue último de interconexión de citas, sorpresas y metáforas de lectura que se obtienen con un cultivado imán, delicado hierro magnético que colecta todo unánimemente, desde San Agustín a Flaubert.

Buena parte de lo que Manguel ha dicho sobre bibliotecas, acá ya ha sido hecho; pero también mucho de lo que ha dicho en su vertiginoso paso reciente por la “Dirección Invisible” de la BN, implicaría un lamentable retroceso. Sobre eso tiene que reflexionar y sobre todo informarse bien, evitando los vulgares prejuicios que les presentan sus informantes, explicados por el hecho inusual de que hace cuarenta años está fuera del país. (A propósito, Sarmiento, un tanto rencoroso, se opuso a que Groussac sea Director de la Biblioteca Nacional por ser “extranjero”. Pero era una rara clase de extranjero, en el fondo poseedor de una comprensión conservadora pero rigurosa del país.) Manguel no es realmente extranjero, pero para que sea Director de la Biblioteca, es necesario que piense en las peculiaridades del lugar en el que se establece. Lo decimos para que venga y no para que no venga.

Sabemos que viene con una utopía borgeana, pero ésta no puede ser un no-lugar. En ese sentido, hablando de lugares, es urgente que se preserve el antiguo edificio de la calle México: eso hace que le reclamemos a Manguel que se hago cargo del lugar ahora mismo. No deberían ser más importantes sus clases en Princeton para demorar su llegada. El gobierno que lo trae ya dijo que ese edificio –que condensa buena parte de la historia cultural del país- es una ruina inútil. Justamente es al revés, solo las ruinas son útiles cuando se trata de retomar la historia de un recinto trabajado por el tiempo, haciéndoselo hablar otra vez.

No le negamos a Manguel su condición de orfebre de una literatura de solaz, amenamente concebida, voluntariamente carente de tensión, por más que la envuelva en celofanes y centelleos borgeanos. Pero es en vano que nos diga cómo debe ser una Biblioteca Nacional, porque también en este caso sostiene criterios globalizados, aunque aquí y allí pigmentados con las protestas del humanista aristocrático contra las teorías informáticas. Sus filigranas deliciosas de gurmet literario, que también podemos apreciar, padecen cuando no se sumergen en una cultura viva, con sus problemas singularizados, demostrándose que el detallismo hedónico puede no ser incompatible con el lector abstracto, al que recién denominamos globalizado.

Manguel hizo como un ejecutivo de “apretada agenda” una visita que distó mucho de la del Don Juan de las Bibliotecas. Dejó cargadas preocupaciones: habló de desmantelar ediciones (la única editorial pública del país con catálogo sistemático), controlar exposiciones, averiguar qué libro se va a presentar antes de dar permisos. Su erudición debería cuidarse de no bordear la censura y de decir cosas sin fundamento. Por supuesto, está dotado para hacerlo y debe discutir con el contexto que no se lo permite. Porque si no consentiría con la idea de lo que llamaríamos una Biblioteca Cancel, gobernada por el miedo en vez de aquella trama de símbolos que hasta ahora tenían sus diversos senderos. Es vergonzoso que se diga, como imputación, que allí se reunía un grupo político oficial. Uno de los libros de Manguel, permite sacar conclusiones apreciables sobre las estigmatizaciones a que en extensos períodos de la historia son sometidos los intelectuales. Créanos, amigo Manguel, de aquí a Canadá, usted es testigo de casos masivos de ultrajes que se pueden seguir en un fácil hilo histórico –precisamente usted los comenta bien-, pero lo que ocurre ya con el papel que va a cumplir, obliga asimismo a que usted cuide muy celosamente que no lo sorprenda la involuntaria y tan poco elegante condición de coadjutor de despidos de personal. En aquel grupo político de mentas venían a hablar desde Leonardo Favio hasta el filósofo francés Etienne Balibar, y no había aduladores de ningún gobierno sino una suerte de “urgidos historiadores del presente”.

Se hacen auditorias, hoy, solo para tener pretextos para exoneraciones masivas, no para saber cuál es “el estado de la nación”, lo que por otra parte en la Biblioteca está a la vista. Una auditoría, diría Borges –si fuera un pluralista a la manera del Aleph, condensando en forma transparente toda la simultaneidad puntillosa del mundo-, es una manera de escuchar en la libertad de un fluir impensado, sino imposible, la totalidad del discurrir de los hechos. Pero este Borges no es el Borges macrista que asoma, como máscara de un nuevo autoritarismo, del desprecio a lo que se ha hecho y a la manera libertaria en que se lo ha hecho. Fábrica desvitalizada de unidades atomizadas y aterrorizadas, es en lo que quieren convertir a la Biblioteca Nacional. Manguel hará de humanista y los empresarios del “software enlatado” gobernarán, a través de tristes intermediarios, a las Bibliotecas Nacionales. Nosotros nos atrevimos a lanzar su independencia intelectual, ellos creyeron que esta equivalía a su cautiverio tecnológico.

Con estas prevenciones, en los tiempos inmediatamente anteriores creció el personal porque crecían las tareas, se creció en personalidad cultural porque creció en indagaciones culturales y territoriales, creció en investigadores porque creció en lectores y en espectadores, se tomaron personas en algunos casos sin preparación previa porque eran jóvenes que se integraban a una instancia educativa y pedagógica, pues así también estaba concebida la BN (hay cuatro escuelas diferentes en su interior) y con todo eso, se lanzó a recuperar la joya perdida, el edificio de Calle México. Puede concluir usted, Manguel, esa tarea, que nunca se hubiera iniciado si éste, su antecesor, y la antecesora en el Misterio de Cultura de quien ahora es su actual Ministro, no se hubieran ocupado como conjurados, de abrir paso hacia ese notable edifico histórico. No le pedimos que reconozca nada. Apenas que custodie la Biblioteca, el Museo de Libro, retome la Calle México y rechace el destino de atender las implacables llamadas de su ministro, que podrán guardarle consideraciones –usted es el intelectual más adulado por los medios oficiales-, pero no se permita escuchar, ni a la distancia ni estando aquí, pedidos de despidos y recortes de todo tipo. Abandone esas palabras de su diccionario, pues son parte de los sortilegios despectivos hacia el lector, ese mismo que usted estudia muy bien en sus libros. No acepte en las trastiendas de la historia lo que reprueba en sus escritos.

La política cultural de las presidencias Kirchner tuvieron diversas dimensiones, contradictorias entre sí, que en la callada afirmación con que se daban los grandes debates, ponían en tensión necesaria las relaciones entre el financiamiento del Estado, la vida popular, los repentinos conceptos “sociopolíticos” como “inclusión”, grandes obras, a veces majestuosas, y convivencias a destiempo de horizontes culturales cosmopolitas con afirmaciones jauretcheanas (este viejo duelista era solicitado con cierta liviandad)… y en esa misma tensión, se jugaba una nunca resuelta teoría del Estado y el sagitario mismo de los que sería un conjunto de decisiones culturales que fueran universales cuando se referían a una obra nacional, y que fueran nacionales cuando se recurría a un necesario universalismo. Como en todo, mucho de eso hubo, y los vaivenes que daban imprecisión al conjunto, a veces parecían gobernarlo todo. Por mi parte, si me permito parafrasear al Borges del Informe Brodie, mascullando decepciones, tuve el orgullo de haber integrado esas filas.

(Escrito el domingo 28 de febrero. Los libretistas de la clausura, no en la política sino en el conjunto de la memoria social, no descansan para producir un cancelamiento orwelliano de la experiencia kirchnerista. Se valen para eso de la literatura gótica transformada en pobres dictámenes de último momento. En el “protocolo” figura la prisión de Cristina Kirchner, cuyas huellas digitales son examinadas por el zapatófono del Super Agente 86, y la acusación a los principales funcionarios económicos del anterior gobierno de decisiones sobre el dólar cuya responsabilidad en última instancia le cabe a los funcionarios del gobierno actual. Los acusadores de alquiler culpan a otros de sus propias responsabilidades)

Buenos Aires, 28 de febrero de 2016

 

El folletín argentino. Capítulo 10 (final)

Capítulo final de “El Folletín Argentino” escrito por Horacio González para La Tecl@ Eñe. Siempre un balance es el difícil desdoblamiento de una conciencia sobre sí misma, todo lo que pretendamos en nuestro futuro inmediato está ligado a hacerlo, a hacer ese balance trascendental, pues sin él –sin que sus posibilidades triunfen sobre sus escollos- pocos derechos tendríamos a ser los críticos más escuchados de esa vecina que llama a la policía porque ha auscultado el pliegue no tan invisible donde el actual Presidente ubica sus calibradas amenazas, sus repliegues calculados, y su vuelta sin pudor a la intimidación reiterada. En el discurso del 1º de marzo, Macri dijo que nada vale del pasado. Para nosotros todo pasado vale pero bajo la forma en la cual no nos coacciona sino que nos libera y que depende de la manera de interrogarlo una y otra vez para ser nosotros mismos los que digamos qué hicimos bien, qué no hicimos y que no deberemos volver a hacer.

Posibilidad o escollo para un balance del illus tempore

Por Horacio González

Luego del discurso de Macri del 1º de Mayo muchas cosas han mutado. La primera de ellas es que se ha suprimido la noción de “alternancia”, colindante a la de “pluralismo”, noción que se señalaba como la falla esencial del tiempo en que se ejercieron los gobiernos Kirchner. Por eso estos gobiernos eran denostados, y esa era la base de las acusaciones que se lanzaron, un “pendant” que iba del “populismo” al “totalitarismo”. Falta de republicanismo y responsabilidad de una grieta, eran dos tipos diferentes de recusaciones. Una politológica; la otra, folletinesca. Junto a ello, pululaban los cuestionamientos moralizantes -corrupción-, económicos –inflación- y emocionales –inseguridad. Todo puede resumirse ahora en la búsqueda de justificaciones para un tipo de poder que muy lejos del “republicanismo” que invocaba, mantiene un gesto de índole totalista y aun represivo, aunque usa el resorte táctico- fullero, de dar marcha atrás antes las más visibles atrocidades. (Una Ministra macrista: “es una atrocidad que baleen a dos militantes kirchneristas”) Pero es indiferente a si esos hechos se forjan desde la condensación discursiva que imparten a diario, adensada en oleajes de desestimación y furia “hacia el pasado”. Es muy antiguo el problema y tiene estructura indecidible. Se trata de la violencia verbal en los casos en que se conecta con la violencia física. Pero un indecidible sólo quiere decir que aun no habiendo relaciones orgánicas entre ambos hechos, no sabemos si puede ocurrir la vinculación y bajo qué condiciones. Pero es una vinculación que repentinamente, ocurre. En un cruce inesperado del “dicho y el hecho” se prende la chispa que hace a esa frase un momento de la utopía, la casualidad o la aparición anómala del aerolito que siempre pasaba de largo y de repente, produce el impacto. Se suprime así la rima que reza “hay mucho trecho”. Este razonamiento proverbial es justo, pero el trecho del que habla –exigido por la rima- condena, por un lado, al discurso a sus propias leyes no delegables al “hecho”, y al mismo tiempo abre lo que llamamos indecidible ante la compleja categoría de “hecho”. Éste ocurre cargado de metáforas aparentemente discursivas, pero indecidibles respecto a los enlaces finales que produce en busca de una consumación. Tan derruida está la capacidad proverbial del país, que el caso Nisman lo demuestra por todos los costados. Una justicia vergonzosa busca culpables y conspiradores allí donde el pensamiento real (pensamiento común con el agregado de la inteligencia y la intuición espontáneas) no debería admitir otra cosa que un suicidio de un hombre equivocado y acosado. Hay más conspiradores que conspiraciones. La objetividad de lo real está despedazada por su propia contingencia, aunque esa contingencia suele dispersarse al acaso pero guiada por una remota coherencia siempre visible.

Escuchamos a una vecina del local político en donde fueron baleadas dos militantes, por otro “vecino”. “Llamé a la policía porque estaban tomando cerveza en la calle”. Respuesta: “Pero eso no justifica que se los balee”. “No claro, pero estaban borrachos, y en el barrio somos todos tranquilos”. Respuesta: “Aun así, hubo dos heridas de bala que por poco no mueren en el atentado”. “Sí, pero estaban tomando cerveza y fui yo que llamé a la policía. Otros locales políticos del lugar, hacen reuniones sin ocupar la calle”. Respuesta: “Lo mismo, nada justifica lo que ocurrió”. “No, pero no se siquiera si eran del barrio, y aquí somos tranquilos, por eso llamé a la policía”. Respuesta: “¿Entonces le parece bien que hayan disparado, aun no habiendo sido la policía”? “No, pero tomaban cerveza. ¡Y además perdieron! ¡Perdieron! ¿Me escuchó? ¡Perdieron!”. Curiosamente, en el acto frente al local atacado, se leyó una declaración de la Junta de Estudios Históricos de Villa Crespo, aludiendo a los vecinos de las tres torres desde algunas de cuyas ventanas salieron los disparos. Son nuevos vecinos, decía el comunicado, allí había una vieja fábrica de calzado demolida, fueron bien recibidos como “habitantes nuevos del barrio” y eran invitados a reflexionar sobre su integración a esa zona, donde tradicionalmente se expresan varias fuerzas políticas (con sus respectivos locales) sin que nunca haya habido problemas.

Hay mucho para comentar aquí pero seremos breves. La vecina del primer diálogo se podría decir que no justificaba el atentado. Pero dejaba un lugar vacío en sus dichos, donde la idea de que eran borrachos los que “perdieron”, no sólo dejaba espacio para llamar a la policía, sino que creaba el típico vacío discursivo que se repleta de los sentimientos tácitos no declarados, cubiertos de metáforas rotas y símbolos aplastados, que reconstruidos bajo una forma inexistente del habla lineal, conduce a la escena de los balazos y a su implícita justificación. Escena anónima, no se quiere pensar en la autoría y el sujeto de la frase no se encarna como “autor del balazo”, pero rodea alegóricamente el hecho de forma afirmativa, sin darse cuenta que en su último renglón de la conciencia no expresada, los está sosteniendo. Son más temibles las palabras no literales, y quizás ser “vecino” signifique apenas una forma de expresión cuya inocencia vecinal despliega un trasfondo implícito de oscuridad y negatividad que tiene todo lenguaje. El macrismo impuso esa idea de “vecino”, sobre el cual hay tantas visiones literarias, artísticas y cinematográficas relacionadas a la violencia comprimida que como un rifle oculto y viscoso, yace en el interior de esa apología candorosa de la proximidad. Grandes filosofías se basaron en la “proximidad” de los rostros y los cuerpos. Bien: el macrismo no es una de ellas, y el “vecinazgo” en las grandes ciudades está bien caracterizado ya como el lugar de las micropolíticas de la violencia diaria. Pero hace bien la Junta de Estudios de Villa Crespo al aludir a la forma clásica de la vecindad como comunidad libre y vincular. Es una utopía urbana, que de alguna manera encarnan los militantes. No les gusta decirse meramente vecinos, pues se elevan a ciudadanos y a algo más (a militantes de un compromiso social eminente), pero los que balean son los “verdaderos vecinos” que sonríen al verdulero y se hallan armados con las armas en sus roperos y con el teléfono de la seccional pegado en sus heladeras junto al sticker de la Pizzería Imperial.

Al “vecino” se dirige el macrismo en su ideal de supresión del tiempo. Son refutadores del tiempo. Es así que el macrismo se sustrae de lo anterior fingiendo que no le interesa, se deprende del inmediato pasado y al mismo tiempo sustraen la idea misma de pasado. La clave de esta actitud es un reduccionismo de la diversidad política y social hacia un orden específico que no precisa ideas –cualesquiera sean-, como las de hegemonía y alianzas. Le basta con saberse capaz de adosarse a una lógica reproductora del mando mundial (cito rápido a Toni Negri, con el cual es posible coincidir en no pocas cuestiones). Y a eso lo llaman gerenciamiento o gobernabilidad (ya lo dos conceptos están equiparados) y a ambos los respalda un acuerdo macrista-peronista donde –para no juzgar con otro tipo de palabras- digamos que se trata del “ágora trucha” donde se expresan los políticos, gobernadores, diputados y senadores –del partido que sean-, que están forzados a actuar como actúan. “A no hacer política infantil”. Esta frase resuena en la historia. Ahora los que no quieren ser “infantiles” son los senadores peronistas que tomaron el curso rápido de gobernabilidad, supuesto sinónimo de madurez. Cuando escuchamos esta palabra –madurez- no tengamos duda. Estamos ante una defección más, que cualquier persona “infantil” comprendería de inmediato. Son los que ven la política como un sistema de menoscabos. Hoy me menoscaban a mí y yo, mañana, menoscabo al otro. Este sistema se reproduce sobre la base del control de los financiamientos que son el tapiz material de una estrategia –es el “litio” de la política, el fracking de las conciencias-, lo que hace, en efecto, a la “estabilidad” de los gobiernos, ergo, madurez, vecindad, etc. Toda ésta seguidilla de mutilaciones al pensamiento político autogobernado se contienen implícitos, una por una, en numerosos elementos del discurso de Macri del 1º de Marzo.

El pasado y sus contrastes, resistencia y protocolo.

El grave ataque del Presiente en este discurso contra el gobierno anterior (dónde lo que se escuchaba no eran análisis sino órdenes, que de ninguna manera exigían del respaldo de la conciencia en vigilia de orador vicario, sino apenas su entonación amenazadora), tenía como su mayor motivo de goce, la falta de pruebas y la autocomplacencia por su capacidad de injuria y desfalco de temas (“nunca más”). Sonreía jactancioso y pendenciero, ante cada frase arbitraria regida por un servil oficio de mnemotécnica. Marcado por el regodeo de un irresponsable, el discurso resumió un ramillete de escenas ya mostradas por la Televisión Central que antes había trabajado durante varios años con esos mismos planos internos de los prejuicios colectivos: omitir, mejor despreciar, la “hojarasca” irresponsable del pasado. Ofertó dudosos datos y frases preparadas en gabinetes que en nada se diferencian de las “agencias de informaciones” –sólo que parten de un incierto perfeccionamiento del viejo arte de control de las poblaciones, llamado desde hace años “focus group”-, rompiendo los “naturales e implícitos” acuerdos que deberían regir la “alternancia”. Se sobreentendía que ésta rotación aleatoria pero efectiva del poder era el esquema “republicano” central del “pluralismo”. Lo que ahora percibimos es un boceto integralista del poder, ocupando el dominio de todas las instancias del presupuesto y las finanzas públicas empleadas como clásica extorsión a las provincias, y la archiconocida circunstancia de una imposición externa –la de los acreedores que actúan como depredadores-, ante la cual debe inclinarse el parlamento argentino, a la vez formado por representantes de provincias que necesitan del auxilio central. El nudo genérico de esta situación está señalado por un aspecto dominante: la extorsión. La extorsión como forma final de la política. Es decir, el desprecio hacia el tejido último de la convivencia cívica y la posibilidad de un deterioro irreparable del conjunto de la vida política y cultural de la nación. La extorsión es la contracara de la creciente carencia de dignidad y pérdida de significado autoreflexivo de todos los antiguos partidos políticos argentinos. Ha triunfado el que postulaba que esos valores no eran destinos de la política, pues no “medían”, no medían en la infinita atomización a la que habían sido sometidos los colectivos sociales. Ha triunfado una clase especial de Jueces –cuyo modelo universal es Griesa- que pervive en el repliegue interno de estos políticos, sin distinción partidaria. Esa conciencia regula una “alternancia”, pues es la misma en su capacidad de lanzar la cautelar (“el fin de la historia”), o levantar el “stay”, dando dadivosamente curso otra vez al flujo controlado de la respiración de los deudores.

La propia figura política de Macri es la de un “deudor”. Surge de una preparación en que ingresan componentes mecánicos y orgánicos (por así decirlo) que parten de la biografía personal: un ingeniero de un familia inmigratoria industrial con pasado político en Italia (las derechas post-fascistas), presidente del más popular club de fútbol argentino, sin perder el señoritismo y al mismo tiempo la pátina antiintelectual: su pregunta fundamental ante cualquier objeto, imagen o discurso es la indignación del necio: “para qué sirve esto”. Podría ser la pregunta del místico en su ergástula, pero es un Presidente con tecnología y protocolos que se inflaman cuando no alcanza a evaluar la complejidad simbólico-tecnológica del mundo. Profesionales, los gabinetes para la educación del “príncipe” hacen su trabajo pues son atraídos por él y viceversa (Durán Barba dijo “este hombre es espectacular, fuera de serie”), pues ya se hallan en el mundo empresarial (industrial o futbolístico) cobrando siempre la forma de un “entrenamiento para la mejor decisión”, una “mentalización”, un “juego de equipo”, una “sana competencia”, un “mejorar cada día un poco”, o “pensar cada día qué cosa he hecho de buena para mis conciudadanos”. Una conciencia de este tipo se autodescribe como “limpia”, llegado “desde afuera de los poderes” (así definía Eliseo Verón al político salvacionista, que llegaba del “exterior del sistema”) y reniega tanto de la política, como del pasado y de la historia, de un modo aparentemente candoroso. “¿Para qué sirven?” No obstante, repone todo eso de una manera sobre-determinada, con el rostro de las derechas económicas empresariales globalizadas. Se habla con chascarrillos de gabinete (hay “oficinas de discurso” que los preparan, los chistes se pagan a tanto el metro), y nos sirve de ejemplo el que ofreció Macri en Tecnópolis: “somos cancheros… pero no del modo sobrador, sino del que corta el pasto de la cancha para que jueguen todos los argentinos”. La frase es la de un Deudor. Adeuda siempre la prueba, el argumento, la reflexión que busca su compleja autenticidad. La frase cumple múltiples funciones: tiene un primer período en que desconcierta y luego la revierte con elegancia, se funda en una metáfora futbolística y pone a la política en una esfumatura donde apenas se ofrece como una plataforma previa para que otros gocen. Es una joya de couching, es decir, el “empoderamiento” de los ujieres y pajes de lo que antes se llamaba “ejecutivo” y hoy convirtió a un gerente de grandes empresas en una sigla trasladable al Gobierno. Como el gol en una cancha sin arquero, todo fácil, como el que pateó Hollande en el arco de Boca. “Sí, podemos”. El coach que entrenó al presidente francés para tan preciso “shot” (creo que no se dice más esta palabra), pudo haber sentido que le robaban algo del concepto que lo define. Ahora los presidentes son coach, no el viejo y añorable entrenador de fútbol anterior a la psicología social, al márketing de los cuerpos y la televisación que le expropia toda incerteza a la tarea del referí. No se va a poder gritar más “referí bombero”. Nació el fútbol “selfie” con el gran penal convertido por Mesié Hollande junto al Canchero que le correspondía, que podó bien el pasto. La deuda se la reclaman los represores de ese pasado que no atina a pensar, excepto bajo la forma de un partido de golf.

No será un gran descubrimiento, pero el “couchear” pone a lo político en un plano oculto, marcando sus lúgubres mañas, pero mostrando apenas una supuesta transparencia y servicialidad. El macrismo es una trans-política de derecha fundada en arduas maquinarias financieras, jurídicas y comunicacionales globalizadas, aunque muestran una novelería desprotocolizada y diáfana. Pero a la vez, cuando difunde la palabra protocolo, es al control disciplinario del trabajo y de la política a lo que se refiere. Desprotocoliza el poder icónico y protocoliza el poder represivo. Pero en el fondo, hay protocolo para ambos, pues la informalidad, en la era de las imágenes construidas fabrilmente, también está protocolizada. Los discursos de Macri son un hilván lineal de enunciados con micro-estructuras de palabras de orden. “Cuando más subsidios más pobreza”, etc. Toma los prejuicios reinantes y los protocoliza. Pero su mirada socarrona, la soberbia del inopinado triunfador que no se priva de jactarse del infortunio de los ayer gobernantes, inspira oscuros comportamientos. Están las páginas de los diarios digitales. ¿Quiénes son los que hablan ahí? Encontramos en ellos una respuesta a la incógnita material que anuda la violencia física a la invocación a la violencia de una manera oral o escrita. Esos enunciados performáticos, por llamarlos de una manera, recubren toda la atmósfera de una nación con llamados al linchamiento, escritos de manera soez y vengativa, la mente secreta del verdugo que sale a luz. Y todos ellos en los grandes diarios “serios”. Y en todo el mundo. Algunos países intentan legislar sobre el anonimato. Pero esa clase de operaciones son irremovibles; alimentan una clase mayoritaria de periodismo y periodistas, es el fruto característico, quizás el más amargo, de las tecnologías reticulares de comunicación, generosamente llamadas “redes sociales”, cuyo valor ambiguo, dual y equívoco, con sus signos intercambiables, está suficientemente demostrado. No es que ordena disparar balas contra los militantes que abren un local partidario en un barrio de la ciudad. Pero se desprenden de estos discursos actio per distans, estudiados por Paul Alsberg, como el acto respecto del cual se opera un desprendimiento que consiste en “señalar”, el pensamiento por delegación a modo de ampliar el campo perceptivo y evitar el “cuerpo a cuerpo”. Un retroceso civilizatorio consiste en limitar el actio per distans. Y ahí el discurso –el discurso macrista, de él hablamos- se pierde como signo abstracto y forja en algunos actos la consumación de la violencia, la eliminación de aquella “distancia”.

Como resultado directo de la irrupción de esta nueva teodicea empresarial, ocurre la depredación y el desvalijamiento de las relaciones que aun trabajosamente se mantenían entre política y emancipación. Estas relaciones estaban sostenidas por un gobierno cuyas deficiencias eran conocidas –nunca fáciles de definir o debatir para quienes lo apoyábamos-, pero que expresaban un sentimiento nuevo, que intentaré precisar y en eso consiste el rescate provisorio que ahora prefiero hacer. Y para ello, debo aclarar que durante esos años no me parecía que fuera una buena elección, proclamar que se trataba de un ciclo formado por tal y cual número de años que eran “ganados”. Las publicidades oficiales quedan siempre en la memoria con un tilde irredento de ingenuidad o caricatura. El sentimiento efectivo de libertad, el que simplemente estaba vigente, no trata de eso. Lo que quiero decir es que fueron años donde la dicotomía futbolera ganar/perder era insuficiente en ese lugar donde había que tratar, de un modo más suelto y novedoso, el completo drama argentino. Ese que brotaba como flujos repentinos, con forma de un largo listado de cosas a ser reparadas y rehabilitadas bajo un nuevo orden democrático, un ordine nuovo.

Esto era más importante que un Modelo o un Proyecto. Era un programa no escrito, el murmullo permanente e irresuelto que es la historia argentina tomada de improviso, en su desnuda precariedad y en sus oscuras posibilidades. Pero, cosificado en un “proyecto”, el flujo creativo nacía neutralizado. No es que no me guste ese concepto. Lo que no me gusta, lo que no debe gustarnos, es el uso de palabras macizas y sin poros, que cierran el debate sobre cualquier definición política escondiendo esas carencias en palabras—talismán. Son palabras que en otro momento inspiran; usadas desaprensivamente obturan el misterio del canto, la alegoría y la palabra política. Es claro que ejercen un efecto encantatorio cuando son coreadas, nada nos inhibe de hacerlo, pero no pueden substituir el núcleo de problemas del que son supuestamente la síntesis.

En el kirchneismo estaban como en un bajorrelieve iluminado, por partes, todos los problemas contenidos que iban apareciendo de las penumbras una y otra vez, para volverse visibles reclamando los esfuerzos que pululaban –con artes de las añejas políticas o de las innovaciones repentinas-, para resolverlos o postergarlos. Sin embargo, con más confianza de la que se desprende de mis palabras, se decía “lo que falta” como si la historia fuera un tren de línea que ya tenía recorrido un trecho asegurado y hacia el frente se sabía lo que restaba recorrer. Tampoco: la historia nunca es así, pues sucede en la simultaneidad o el vacío, nunca se llena y sólo está completa cuando no nos damos cuenta. Hay que convenir que el kirchnerismo era mucho más que un señalamiento de lo que faltaba. Era las novedades que traía, los obstáculos que él mismo portaba y los esfuerzos para poder desanudar una épica que buscaba ser legítima, tanto del “mito nacional” como de las lógicas de la reproductibilidad del capital corporativo. Aquí estaba todo, nada “faltaba”. Ya sólo por esto era interesante. Reinaba el actio per distans.

La minería, un ejemplo. No era lo que “faltaba”, sino que desde el comienzo se había optado por no poner obstáculos a un modelo extractivo con alto potencial degradante del medio ambiente, un sistema de ocupación territorial más allá de regiones políticas naturales, ahora arrasadas por síntomas apabullantes de la globalización, y un bajo nivel impositivo, que de todas maneras, el macrismo hizo cesar por completo. Y así con todo: lo que en los gobiernos Kirchner eran acuerdos con grandes empresas mundiales, con convenios realizados de muy distintas maneras, como la estatización de YPF complementada con grandes contratos con empresas petrolíferas globalizadas, con el macrismo se convirtió en sistema y se agravaba así la subordinación. Hasta se deseaba. El proclamado “capitalismo serio” del kirchnerismo era un elemento vaporoso, entre otros, dentro de un ejercicio flotante del poder, sin duda un tipo de bonapartismo obligado o ineludible, porque manejaba la cuerda de la recomposición productivista y la de la soberanía colectiva. La primera tenía una dominancia de ingredientes técnicos. La segunda, de ingredientes míticos o memorables.

Llamamos bonapartismo, en un sentido general (dado que ningún término del vocabulario político tiene un significado literal respecto a ninguna otra cosa que pueda ser su referente), a un tipo de gobierno que mantiene un intervínculo general y distante con secciones diversas del mundo político-social. Una versión poco estimable pero de gran fuerza histórica del actio per distans. Está basado en intereses nacionales definidos desde la política “real”, pero adiciona factores de la memoria altiva que se rescata de un pasado ideal, y una visión movediza de las alianzas, los momentos, las oportunidades, etc. Su productividad genérica atraviesa el campo de lo popular en nombre del cual habla, presenta una faceta tecnológicamente modernizadora y no rehúsa un intercambio de favores con las heterogéneas fuerzas “propias” y “periféricas” que lo apoyan. El kirchnerismo llevó esos equilibrios hacia diversas direcciones, y en eso no se diferenció de las procesos basculantes que tuvieron gobiernos como los de Perón e Yrigoyen en la Argentina (incluso Alfonsín), y salvando diferencias ostensibles, el de Allende en Chile o el de Vargas y luego el de Lula y Dilma en Brasil.

¿Por qué fue tan atacado? Evidentemente, había descargado un mayor peso tributario sobre el nuevo sector vinculado a las tecnologías artificiales del cultivo de soja (hecho económico que había forjado nuevos vínculos ideológicos en un sector vital basado en aceptadas pero biotecnologías transgénicas) y había ligado ese sector social de los “condados de siembra”, materia de los nuevos lands lords tercerizados y farmers expo-agrarios de la ex-pampa gringa, a los medios de comunicación que controlaban las audiencias masivas como si fueran “silo-bolsas”. Garante de estas “ciencias” resultó ser el señor Barañao, multiministro que comprueba las formas de continuidad en la diferencia que a la larga constituye todo proceso histórico, aunque, ciertamente, cuando esas continuidades siguen el conducto que les proporciona la mayor mediocridad, no los actos realmente innovadores.

Esa mayor potestad tributaria que mencionamos, adjudicada sobre un sector de la nueva burguesía “rururbana”, ese ataque hacia la legitimidad de Clarín o las reubicaciones internacionales del país que tuvieron su epicentro en un proyecto de acuerdo con el parlamento iraní en torno al interrogatorio de sospechosos al atentado a la AMIA, todo eso, ¿era suficiente como para generarle a un gobierno eminentemente distribucionista y estimulador de la demanda de consumo, una imagen de tumultuosa ineptitud? La imagen creada obedeció al Gran Libreto para sofocar gobiernos de raíz popular: corrupción, (y su variante legendaria, el narcotráfico), la desubicación frente a la lógica mundial, el gasto público (frase estudiada de Macri: “el desempleo se encubrió con el empleo público”), la ineficacia y la retórica emancipatoria vista burlonamente como “un relato”. Para debilitarlo se emplearon nuevas fórmulas e ingenios salidos de la imaginación del Gran Focus Group del mando globalizado: estudios jurídicos vinculados a fondos de tenedores de deudas, jueces que como CEO´s de protocolos y misteriosos códices, son causantes de efectos sabidamente financieros, políticos o comunicacionales, y de todo tipo de operaciones periodísticas que se asimilan como papel carbónico a los grandes medios comunicacionales, los movimientos financieros ilegales (lo legal, obedece a la dialéctica de lo ilegal) y estilos cuentísticos tomados de la novela gótica, donde una gobernante “asesina con sus propias manos”, saliendo cualquiera de estas noches a caminar sigilosamente por las Rues Morgues de Puerto Madero. Jueces que producen estos efectos y a la vez son producidos por los Servicios Secretos de los Estados, que no se animan a suprimirlos porque representan en el fondo la idea “conspirativa” que casi todos los políticos tienen de su labor.

Como todo gobierno, los gobiernos Kirchner tuvieron su mito fundante y sus cánticos legendarios. Se los hizo convivir de distintas maneras con un corazón desarrollista que llegó a lanzar el Arsat en la órbita correspondiente, en un acto de soberanía espacial complejo (el Arsat se construyó en la Argentina, gran logro, aunque la mayoría de sus piezas son importadas, y la rampa de lanzamiento estaba en terceros países). Pero era un fruto específico del kirchnerismo. No era un hecho puro de la autonomía de un Estado, sino un tipo de soberanía intersticial que permiten las tecnologías comunicacionales universalizadas y que aun así requieren gran imaginación política para desplegarse. Ahora, su destino es la globalización y la anexión por Clarín a través de otros esquemas empresarios. A esto lo llamamos macrismo. Otro ejemplo de anexión por parte del macrismo de una parte sustancial de la herencia que condenó. Ésta era muy pesada, es necesario reconocerlo, pues el satélite no se caracteriza por tener un tamaño menor.

Con los fondos buitres ocurre algo parecido. No se trata de un debate entre los que no quieren pagar y los que quieren pagar. El kirchnerismo buscó otras condiciones, y como bien recordó Prat Gay en el Parlamento, pagó la vieja deuda –no contraída por este gobierno-, al club de París. También se quería demostrar que había una voluntad de recomponer, pero es evidente que al actual ministro de economía le salía afinado el cántico de la recomposición porque hablaba el idioma de Griesa (aunque no necesariamente el del insaciable Paul Singer), pero al anterior ministro Kiciloff, ese mismo cántico no le era posible, pues no tenía el punto de vista de Griesa. Tenía el punto de vista del protocolo de un capitalismo no extorsivo, que llevaba a cuestionar el torniquete jurídico que aplicaba un insólito juez de primera instancia debido a una “irregularidad” oscura y deseada en el sistema mundial de las finanzas. Para Prat-Gay era todo más fácil. Donde para Kiciloff había un trabazón política-financiera cuestionable, para Prat Gay sólo había días de intereses que corrían, por lo cual, la “culpa” del monto a pagar se agravaba por la visión del realismo sensato nacional de un ministro, mientras se solucionaba por el otro, sin recaudos espirituales para poner ningún impedimento a la ideología del complejo jurídico-financiero mundial, que vive en atmósferas fétidas y especulativos. Para Prat Gay ésa era su actio per distans. ¿Qué problema podía tener para construir un idioma acuerdista de rápidas homologaciones quien fuera director de estrategia del J. P. Morgan, asesor en el manejo de activos de Tilton Capital, con clientes como María Amalia Lacroze de Fortabat? Por la misma época, Kiciloff organizaba grupos estudiantiles autonomistas que cuestionaban la lógica reproductiva del sistema político argentino, en crisis crónica por sí, en sí, y por interpósitas cuestiones. La distancia con el pasado indudablemente es más amplia en Kiciloff que en las jornadas unánimes que enhebra el curso de Prat Gay. Pero también en esto el actio per distans nos dice que tener una distancia armoniosa es mejor que el bloque monolítico en que se convierten nuestras vidas, aun en el caso que todo ello sea sincero pero siempre enlazado a la invisible secretaría ejecutiva (eficiente coucher) de los poderes económicos ostensibles.

Hablé del actio per distans. Es lo que caracteriza de distintas maneras lo humano y lo político. Lo que se llama autocrítica (proscribamos esa palabra, no sirve) sin embargo es un acto necesario, Implica hablar con distancia de lo que creíamos y de los que protagonizamos creyendo. Es un acto necesario esa distancia. Lula se mueve agarrado de su enorme intuición de tornero mecánico. Tuvo que volver a esos tiempos para rescatar su credibilidad. La manera de hacer política que mucha veces aceptamos no fue la mejor aunque lo hubiéramos hecho en nombre de una ansiedad por lo mejor. Peor si así no hubiera sido. Debemos pensar cómo renovar nuestros estilos y formulaciones, mientras nos convertimos en blancos móviles de un neofascismo involuntario. Como lo son sin saberlo, no reclaman el mismo tratamiento de aquel que actúa según lo que sabe que es siéndolo verosímilmente. Aquí hay toda clase de tipologías, y abunda el gerente empresarial que no sabe que con sus discursos anodinos desata disparos en la sombra. No es igual, claro, que lo sepa o que no lo sepa, pero no difiere la gravedad de las consecuencias. En un caso la irresponsabilidad es total, y en otro, creyéndose poderoso mientras juega al golf con el Golfista más importante del mundo (es el juego del actio per distans) que entre golpe y golpe a la pelotita, puede demorar una carnificina y quizás obtener algún resultado de ese pariente lejano de la “meditación trascendental” que es el deporte por excelencia de los gerentes. Hablamos de una ley de entidades financieras que les retire la delegación de enormes poderes que la historia de la globalización mundial les ha concedido.

Pero no menos necesario es replantear nuestros compromisos políticos respecto a las numerosas veces que estaríamos dispuestos a ejercer una excepción en nombre de una causa mayor. Si esa excepción se llamaba “Petrobrás” –y quienes conocemos a Lula sabemos que no lo abarca-, no estaríamos haciendo el balance necesario de nuestras vidas militantes en el sentido adecuado. El balance se hace frente a esos confesionarios de “oro negro” y otras curiosidades afines. El pasado del país no merecía el balance de Macri, en el que sordamente se escuchaba, se preparaba ya, el eco en sordina de los seis disparos en la noche de un sábado. Pero aunque siempre un balance es el difícil desdoblamiento de una conciencia sobre sí misma, todo lo que pretendamos en nuestro futuro inmediato está ligado a hacerlo, a hacer ese balance trascendental, pues sin él –sin que sus posibilidades triunfen sobre sus escollos- pocos derechos tendríamos a ser los críticos más escuchados de esa vecina que llama a la policía porque ha auscultado el pliegue no tan invisible donde el actual Presidente ubica sus calibradas amenazas, sus repliegues calculados, y su vuelta sin pudor a la intimidación reiterada. Saben que lo escuchan, no quiere mayores responsabilidades pues promulga sólo el pluralismo, pero es el pluralismo del chantaje y la provocación, el pluralismo del transfigurado o “cambiado”. Dice el discurso del 1º de marzo que nada vale del pasado. Para nosotros todo pasado vale, pero bajo la forma en la cual no nos coacciona sino que nos libera. Lo que depende de la manera de interrogarlo una y otra vez para ser nosotros mismos los que digamos qué hicimos bien, qué no hicimos y que no deberemos volver a hacer.

(Con esta nota concluyo mi balance de estos años transcurridos, escrito para La Tecl@ Eñe, con esperanza en la reconstrucción política popular y en formas personales y colectivas de resistencia frente al chantaje oficial)

Buenos Aires, 7 de marzo de 2016

Fuente: La Tecl@ Eñe Revista Digital de Cultura y Política
Director/Editor: Conrado Yasenza
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