Amores
gatos
Por María Daniela Yaccar
No sé cuándo comenzó este amor. Devoción, locura, fanatismo: no sé cómo
llamarlo. Habrá empezado con mi primera gata, Avril, en mi adolescencia. La gata
llegó con la casa nueva y grande y con una preciosa ovejera; ambas como símbolo
de una nueva y mejor vida. Es que antes, viviendo en un departamento, solamente
podíamos (o queríamos, dadas las dimensiones espaciales) tener peces. Desde
Avril -atigrada, delgada, muy malhumorada-, mi amor por los gatos no hizo más
que crecer.
Recuerdo otra imagen de más atrás en el tiempo: en mi infancia, cerca de casa
vivía una señora que tenía casi una decena de gatos. Cuando pasábamos por su
puerta, yo observaba la escena encantada. Quería – quiero- llegar a vieja como
esa señora. Como fantaseo con esta idea, fantaseo a veces con convertirme en
encantadora de gatos, como Jackson Galaxy.
Sé que no estoy sola en este sentimiento exagerado. A los gatos no se los
quiere: se los ama con devoción. Así como es difícil, si no imposible, explicar
el amor hacia un ser humano, se me hace que es difícil, si no imposible,
explicar el amor por los gatos. Amor que es así, en plural. ¿Por qué nos
fascinan tanto?
Una serie de adjetivos, de lugares comunes, aparece en mi cabeza cuando pienso
en un gato. Bello, elegante, misterioso, místico, independiente. Sus defectos no
me importan. No los veo. No salgo de la etapa del enamoramiento. “Pequeño
emperador sin orbe”, “conquistador sin patria”, “mínimo tigre de salón”, “fiera
independiente de la casa”, “policía secreta de las habitaciones”: de todas estas
maneras los define Pablo Neruda en el poema sobre gatos más hermoso que haya
leído jamás.
Con menos poesía, mi amiga Alejandra sugiere que “están de moda”. La primera vez
que me lo dijo me chocó: es que no puedo hablar de ellos como si fueran botas
bucaneras. Sí es verdad que veo cierto furor. Páginas y páginas con fotos,
videos e historias, exposiciones, una tendencia a la humanización del gato,
volcada antes en el perro. Alejandra dice que, como cada vez más gente vive en
departamentos, el gato como mascota triunfó sobre el perro.
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¿Habrá término medio? Es más frecuente toparse con los detractores, los que no
pueden ni verlos. Tengo una amiga que cada vez que se cruza con alguno de mis
gatos se levanta de la mesa como si hubiera visto una rata. Yo sé que no está
bien, pero me enojo con su fobia.
Trato de ser, en cualquier temática, lo más comprensiva posible sobre diversos
puntos de vista. Pero me cuesta esta actitud con los detractores de los gatos.
Siento que algo me distancia para siempre de esas personas. Para mí, no es un
dato menor. Es una parte constitutiva de la subjetividad. Me pasa lo mismo si
alguien me dice que no le gusta Patricio Rey & sus Redonditos de Ricota.
En el extremo de los detractores están los malvados que quieren hacerles daño.
Varias veces me pasó de enganchar a tipos en la calle con ganas de darles
patadas a mis gatos.
Una vez fue un grupo de adolescentes: yo estaba en el comedor y escuché que uno
decía a sus amigos: “Siempre tuve ganas de patear a un gato”. Furiosa, abrí la
puerta y mostré los dientes. “Dale. Animate. Sabés las patadas que te voy a dar
yo si hacés eso”, amenacé. No recuerdo nunca haber amenazado a nadie con tanta
convicción. Es más, creo en eso del ojo por ojo y el mundo quedará ciego. Pero
no pensé. Y evidentemente soné segura: corriendo se fueron los pibes.
Otra noche estaba en la terraza. Pasa una familia. Los padres y un nene. El
padre –sí, el padre– le revolea una patada a mi gato, que se le había cruzado
por enfrente. No alcanza a pegarle. También, lo amenacé rabiosa. Sentía que era
capaz de tirarme desde las alturas y hacerle una toma de aikido. El bobo me
contestó que “era un chiste”, que “no iba a hacer nada”. “¡Pero qué lindo lo que
le estás enseñando a tu hijito!”, le respondí. Idiota. Todavía no puedo sacarme
la bronca.
**
Michael es un gato resentido. Quisiera que sea más feliz, que no tenga todo el
día la cola entre las patas. Es tan resentido como hermoso, es uno de los gatos
más hermosos que vi. Y no porque sea el mío: todos se enamoran de él. Es negro,
peludo y brillante. Ojos naranjas, alertas, sorprendidos. Según un afiche que me
regaló el veterinario –ese que tiene las razas del mundo– viene de los angora
turcos. Michael se mueve como una sombra. No se sabe nunca cuándo puede
aparecer. A veces pienso que deberíamos haberlo llamado Noob Saibot, como el
guerrero todo negro del Mortal Kombat. Ahora no lo hace tanto, pero cuando era
más chico, repentinamente clavaba mordiscones a la gente. Andaba así, mordiendo
tobillos, sin razón aparente. A veces ni lo habían tocado y lo hacía, y a veces
hasta sacaba sangre.
No mira a los ojos y se puede dejar acariciar un rato pero pronto va a abrir la
boca y va a amenazar. Ahora amenaza más de lo que muerde, por suerte. De noche
es otro animal: se me acerca a la cara, choca su hocico con mi nariz, ronronea
despacio, se acomoda pegado a mi cuerpo y así duerme.
Es de los que afanan comida. A la mañana encuentro paquetes de galletitas
abiertos, galletas mordisconeadas, algún cacho de pan revoleado por el suelo. A
veces esto me pasa por no darme cuenta y dejarle comida a mano; a veces
sinceramente no sé de dónde la sacó. No juega, no juega con prácticamente nada.
Cuando lo veo divertido con algo me sorprendo. Adora estar afuera. Le copa el
jardín al vecino. Todo el tiempo maúlla para que le abramos la puerta. A los
minutos jode para volver a entrar. Después quiere volver a salir, y así capaz
que me tiene toda la tarde.
Cuando trajimos a Aurora, temíamos que Michael, por su carácter, no lo tolerara.
No sabíamos lo que podía pasar. Abrí la puerta con la gata en mis brazos y el
tipo fue completamente indiferente. Se rajó un rato afuera. Aurora empezó a
inspeccionar la casa, a olerlo todo, a subirse a todas partes. Cuando Michael
entró, la gata salió corriendo y se cagó encima. Una caca voló por los aires y
ella se ocultó debajo de la cama. Estuvo horas allí.
Después leí que hay estrategias para que los gatos que van a convivir se
conozcan. El primer encuentro entre ellos fue así, violento, nada programado.
Pero con el tiempo se empezaron a llevar bien. Tienen personalidades opuestas y
complementarias. Aurora es muy simpática. Es del color de una torta marmolada.
Tampoco se desvive porque la acaricien y protesta si la alzan. Pero es juguetona
y amable, se contornea si se la acaricia en ciertas zonas y se la pasa
refregándose contra los muebles. Es gorda. Por no decir obesa. No se cansa de
comer, y tengo que darle alimento dietético. Siempre está llorando por toda la
casa, mangueando, como si estuviera en la indigencia. Hasta me abre la puerta
del baño; hasta en esa circunstancia busca darme lástima. No sale mucho. Es
vaga, sedentaria. Pero sí le gusta jugar, con cualquier cosa. Tira todo lo que
esté sobre la mesa. Los que la conocen destacan su mirada. Aurora mira fijo por
largos ratos. Su mirada intimida.
**
En las conversaciones gatunas siempre está el que dice: “A mí me gustan más los
perros”. Es todo tan Boca-River en esta sociedad. Nos acostumbramos a verlo todo
en dicotomías. Mi preferencia es evidente, pero los perros también me gustan.
Cada vez más.
En general, los fanáticos de los perros rechazan a los gatos por su
independencia y porque no suelen ser tan sociables como aquellos. Porque no los
saltan cuando abren la puerta, porque no les lamen la cara, porque no hacen
caso. Curioso: eso que ellos ven como un defecto es lo que los amantes de los
felinos ponderamos. Lo más lindo de los gatos, una de las razones por las que
los amamos, es esa resistencia a ser mascotas. Yo no los veo como eso. No me
siento ni su ama ni su dueña.
Ellos mandan. Ellos son los dioses estéticos y políticos de esta casa.
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He conocido gatos con carácter de perros. Así era Tania. La encontramos rondando
por el jardín de casa, cuando vivía con mis viejos. Era preciosa, de un gris
claro y uniforme, ojos grandes y verdes, cabeza ancha, peluda, menudita. Tenía
un defecto que era a la vez su sello particular: unos dientes espantosos,
desparejos, amarillos. De su boca emanaba un aliento repugnante. Mi hermano le
empezó a dar de comer y se quedó ahí, en el jardín. Mamá dijo “que la gata se
quede afuera” pero, por supuesto, Tania terminó copando el interior del hogar.
Cada vez me convenzo más de que los animales que estuvieron en la calle y que
fueron rescatados expresan después cierto agradecimiento. Tania, mi segunda
gata, me recibía cuando oía las llaves, veía la tele conmigo, se me subía encima
toda la hora. Andaba por la casa mezclando maullidos y ronroneos en trotecitos
apurados. Nunca supimos su edad. Sus dientes deformes indicaban que era una gata
vieja o que había estado desnutrida; la veterinaria no supo cuál era el caso.
Murió pronto y la lloré por meses. Ese año no quise festejar mi cumpleaños. Una
tarde salí a la vereda y me topé con su cuerpo tirado e inmóvil. Aparentemente,
un coche la había golpeado. No estaba lastimada. Tanto me dolió la imagen que no
la pude levantar del piso. Tuvo que hacerlo mi abuela. La llevamos a la
veterinaria pero ya estaba muerta.
Por esas casualidades de la vida, que me cuesta creer que sean casualidades,
Avril falleció el mismo día que Pampa, la perra ovejera que había llegado a casa
junto a ella. Primero se fue la gata, y a las pocas horas murió la perra.
Llegaron el mismo día, el mismo día se fueron; como si no pudieran estar una
separada de la otra.
Ese día, después del desconsolado llanto familiar en la casa de mis viejos,
necesité imperiosamente encontrarme con Aurora y Michael, los gatos de mi
adultez; rodearme del amor que ellos devuelven de un modo tan particular.
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Agosto 2016