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Gueto
en Gaza
La actual situación en la franja de Gaza es un concentrado de los elementos más
innobles de la situación política internacional. Luego de cuatro días de
bombardeos del ejército israelí, hay 380 palestinos muertos y 1.700 heridos.
Por Enrique Lacolla
Repugnancia y náusea provocan los acontecimientos que en este momento se
producen en la franja de Gaza. Un millón y medio de personas, bloqueadas desde
hace meses, cortas de agua, electricidad y medicinas, encerradas en una estrecha
franja de terreno por Israel con la complicidad de un país que se supone debería
ser hermano de los palestinos, como es Egipto; una población castigada en última
instancia por haber optado en elecciones libres por un gobierno regido por una
organización que combina la resistencia al Estado judío con la práctica de una
política de socorro social en el ámbito en que se mueve, es ahora bombardeada
con impunidad por una de las fuerzas aéreas más poderosas del mundo, mientras en
las fronteras se agrupan los tanques y la infantería de Tsahal para, tras la
operación de ablande, invadir un territorio al que habían desocupado a
regañadientes poco tiempo atrás.
La razón esgrimida por Israel
para realizar este ejercicio de fuerza son los disparos de cohetes de
fabricación casera que algunas unidades resistentes palestinas lanzan contra
territorios israelíes colindantes con la frontera. Algo así como contestar a una
cañita voladora con las bordadas de un acorazado. Hasta ahora el balance de la
operación son alrededor de 400 palestinos muertos, en gran parte civiles, contra
tres víctimas israelíes.
Este bombardeo es presentado como una represalia contra los “terroristas” de
Hamas. Pero en el lugar donde se registra la mayor densidad de población por
metro cuadrado de todo el mundo y donde las casas se enciman unas con otras, la
guerra quirúrgica, los “asesinatos selectivos” y la cháchara sobre los “daños
colaterales” son una farsa. Los mismos policías palestinos que son el blanco
favoritos de los proyectiles israelíes no son otra cosa que eso, fuerzas de
seguridad encargadas de mantener el orden interno; y las mujeres, hombres y
niños masacrados bajo las bombas y las ruinas de los edificios no pueden ser
descritos como víctimas casuales e inevitables de una política de disuasión: son
las víctimas de un proceso de limpieza étnica que viene de lejos y que tiene
fundamentos muy complejos, que con el tiempo han derivado en una trama
inextricable y siniestra. Entre otras cosas: ¿se ocupan los medios occidentales
en decir que el 80 por ciento de la población de Gaza desciende de los cientos
de miles de palestinos que habitaban la zona de Ashkelon (en árabe Askaalan) que
fueron desposeídos de sus hogares durante la implantación del estado hebreo y
arrinconados junto al mar?
El doble rasero de la política informativa que el imperialismo occidental
despliega en todo el mundo respecto de lo que es positivo y lo que es negativo,
en el caso palestino alcanza los niveles de la más absoluta ignominia. De alguna
manera, el discurso comunicacional vigente presenta al contencioso
palestino-israelí como una confrontación entre iguales, en la cual las
represalias siguen a las contrarrepresalias, lo que es parte cierto. Pero aquí
hay víctimas y victimarios, y la negativa a dilucidar este hecho cierra
cualquier esperanza de salida. La opinión occidental derrama lágrimas de
cocodrilo sobre un antagonismo al que estima insuperable, y se justifica a sí
misma a través de la multiplicación de los llamados a la razón y a la apertura
de negociaciones. Pero estas negociaciones no sirven de nada porque arrancan,
precisamente, de un equívoco original y deliberado. Este equívoco consiste en
silenciar que Israel es el agresor, condición derivada, en última instancia, del
hecho de que se trata de una implantación artificial en una zona donde los
intereses geopolíticos y la política imperialista, dirigida a controlar las
fuentes del petróleo, juegan un papel fundamental.
Las bases de un conflicto
El caso israelí plantea, convengamos, uno de los nudos más complicados y
trágicos de la historia contemporánea. En él confluye un complejo conjunto de
factores. En primer término está la crisis de las economías de Europa Oriental a
fines del siglo XIX, que resultaba del avance hacia el capitalismo en unas
sociedades atrasadas donde se configuraban unos Estados nacionales de nuevo
cuño. Allí habitaban unas importantes minorías judías, y la reacción de las
masas campesinas desquiciadas por la transformación capitalista podía ser
fácilmente dirigida a convertir a los judíos (pueblo comercial por excelencia y
portador del sambenito de “haber matado a Cristo”), en el chivo expiatorio de
los sufrimientos inducidos por el cambio. En ese encuadre surgió el sionismo,
como expediente para escapar a esa hostilidad reivindicando para sí también una
territorialidad judía. Esa agitación se dirigió a la búsqueda de un espacio
geográfico donde asentarla, y Palestina, un lugar de donde los originales
israelitas fueran expulsados 1.800 años antes, se convirtió en un imán al cual
respondieron las variantes del sionismo, tanto la laica socializante como la
ultrarreligiosa. Este movimiento fue cultivado con cierta reticencia pero con
continuidad por el imperialismo británico, que controlaba el área mesoriental y
entendía poder usarlo contra el despertar del nacionalismo árabe. La corriente
sionista cobró grandes proporciones a partir de la horrorosa experiencia del
Holocausto perpetrado por los nazis, que llevó a centenares de miles de judíos,
desesperados por el sufrimiento, a buscar refugio en Tierra Santa.
El problema, sin embargo, era que Palestina estaba llena de palestinos, que
reivindicaban su derecho a su tierra y que pronto empezaron a resistir una
invasión que implicaba la reviviscencia de la arrogancia racista que informara a
la política de Occidente durante el auge de su expansión colonialista. Un
historiador británico (no recuerdo con exactitud si fue Eric Hobsbwam o Isaac
Deutscher) definió la situación de los judíos en esa instancia como la de un
individuo que salta por la ventana de una casa en llamas y va a caer sobre un
transeúnte que nada tiene que ver con sus problemas. Esto es, sobre los
palestinos…
Los fundadores del Estado judío estaban afectados por la fatalidad psicológica
que los informaba respecto de su presunta superioridad sobre los pobladores
autóctonos. En este sentido el mito del pueblo elegido venía a reforzar la
tónica del imperialismo occidental que en el siglo XIX alcanzara su apogeo.
Todos los animadores del proyecto sionista, desde Theodor Herzl a Ben Gurion,
concibieron de buena fe una imagen, la del Gran Israel, llamado a ocupar el
espacio que la geografía bíblica acordaba a su pueblo, imagen que no sólo no
podía sino chocar con los intereses del pueblo palestino, sino también con los
de sus vecinos más próximos. Una serie de guerras victoriosas contra los
regímenes árabes -algunos de ellos corruptos hasta la médula- confirmaron a
Israel en su sentimiento de superioridad y reforzaron los lazos que lo unían a
sus Estados patrocinantes: Estados Unidos e Inglaterra. Hicieron falta la guerra
del Ramadán (o del Yom Kippur) y la Intifada para que por primera vez se
hicieran evidentes los límites del proyecto original, pero la funcionalidad del
Estado judío respecto del imperialismo occidental siguió en pie. Es más, se
tornó cada vez más importante ante la necesidad de Washington en el sentido de
controlar y complicar a los árabes en su lucha por adquirir un grado de
evolución y soberanía que autoricen un proyecto unitario.
Visto desde esta perspectiva algunos podrían creer que los israelíes son los
“idiotas útiles” del imperialismo. Sus gobernantes no lo ven así, pues tienen
plena conciencia de su valor instrumental y lo hacen pagar caro. El respaldo que
el gobierno norteamericano ofrece a todas sus acciones, edulcorado con algún
hipócrita llamado a la “restricción en el uso de la fuerza”, no es sólo el fruto
de la presión del lobby judío en el Congreso, en Wall Street y en los medios de
comunicación, sino la consecuencia de que Israel sigue representando el papel de
punta de lanza del imperialismo occidental en la zona y resulta indispensable
como espina clavada al costado del nacionalismo árabe.
Que esta actitud, a la larga, cuando dicha funcionalidad se haya agotado,
redunde en una nueva Diáspora y otros sufrimientos indecibles para los judíos,
no parece preocupar ni a los dirigentes israelíes ni a los occidentales.
“Después de mí, el Diluvio”, decía Luis XV, mientras sus actos preparaban la
tormenta que llevaría a su sucesor a la guillotina.
La estrategia del miedo
La habilidad para manipular el temor del pueblo judío y obligarlo a cerrar filas
detrás de políticas informadas por un brutal expansionismo (los asentamientos
judíos en Cisjordania no sólo no son removidos sino que en muchos casos se
renuevan y se convierten en búnkeres unidos por carreteras estratégicas
vigiladas por Tsahal) obtura toda posibilidad de lograr un entendimiento
razonable en torno de un Estado palestino viable. Un Bantustán palestino no
puede llegar a generar un consenso que remate en la paz. Pero ni Occidente ni la
dirección israelí están interesados en negociar con un interlocutor válido. Lo
que buscan es una autoridad dócil, dispuesta a volverse contra su propio pueblo
y a controlarlo por la fuerza. Tal y como sucede en Egipto, Jordania, Arabia
saudita y tantos otros lugares.
Destruido o corrompido el nacionalismo laico que protagonizara la revolución
árabe en la década posterior a la segunda guerra mundial, lo que resta es el
fundamentalismo musulmán. Contra esta forma elemental y fanática de resistencia
es más fácil concitar la aprobación a una política de fuerza que provea una
aparente garantía frente a los excesos terroristas de pueblos a los que se
describe como enemigos inconciliables del Estado israelí. No todos los israelíes
comulgan con esta creencia, y los movimientos pro paz y a favor de un
tratamiento humano a los palestinos crecen y se manifiestan en Israel; pero
cualquier atentado como los puestos en práctica por los fundamentalistas contra
la población civil y que se cobran decenas de víctimas, acentúa la desconfianza
y la paranoia respecto de un enemigo al que se propende a considerar monstruoso,
sin reparar en que es la criatura a la que se ha engendrado a través de décadas
de maltrato y humillaciones.
Cualquier tentativa a favor de un entendimiento entre judíos y palestinos
requeriría de una gran generosidad de miras y de la decisión de afrontar las
múltiples provocaciones en que el Mossad y la CIA se han especializado. Los
atentados seguirían produciéndose y las víctimas serían muchas, pero unas
conducciones políticas firmes y decididas a poner bajo control a sus servicios
de inteligencia podrían, a la larga, generar progresivamente algo parecido a la
paz.
Por desgracia no hay nada que preanuncie un fenómeno de esta naturaleza. El
establishment norteamericano, principal responsable del estado de cosas, no va a
cambiar sus miras. El futuro presidente Barack Obama está imbuido de un temor
reverencial respecto de los fautores de la política exterior, y su Secretaria de
Estado, Hillary Clinton, es representativa de la misma actitud. No van a romper
las líneas generales de la política exterior norteamericana, a menos que ésta se
hundiera en un berenjenal militar insoportable.
Así las cosas, el panorama en el Medio Oriente no podría resultar más sombrío.
Sólo un alzamiento de las masas populares árabes en procura de una guía racional
similar a la que cohesionó por un tiempo sus voluntades en la época del
nasserismo, podría abrir un camino, arduo y difícil, pero connotado al menos por
una esperanza.
Fuente: www.enriquelacolla.com | www.elortiba.org