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El dilema histórico de la Revolución Cubana
Por Enrique Lacolla
Desgarrada entre la magnitud de su ambición liberadora y la exigüidad de su base
geográfica, la revolución cubana subsiste como precedente de una ola popular
latinoamericana que se apronta a tomar su relevo y que debería elevarse a
instancias superiores
El primero de Enero la revolución cubana cumplió medio siglo de existencia. No
es poca cosa, en especial si se toma en cuenta que se ha encontrado bajo asedio
desde su nacimiento, y nada menos que por la hiperpotencia del Norte.
Es de destacar también que pocas son las revoluciones –si es que hay alguna- que hayan conseguido mantener una tónica radical a la vez que realista durante tanto tiempo. Desde luego que ha habido un anquilosamiento parcial, una burocratización creciente y que la fortuna del movimiento 26 de Julio sigue estrechamente asociada a la vida de sus fundadores supervivientes; pero existe la posibilidad que el ejemplo de su integridad y el prolongado trabajo de educación que la revolución realizó sobre el cuerpo de la sociedad cubana, preserve lo esencial de ese espíritu cuando el tiempo se tome revancha y las figuras de Fidel y Raúl Castro desaparezcan.
La revolución cubana es un hito en la historia de América latina. Como se lo ha
señalado en otras ocasiones, nació de un equívoco: la presunción norteamericana
de que los jóvenes universitarios que se habían subido a la Sierra Maestra eran
buenos demócratas en la acepción formal del término, y que resultaban por lo
tanto asimilables a los retoños de la pequeña burguesía siempre dispuesta a
oponerse a los regímenes corruptos, pero presta a asimilarse a las prebendas que
da el poder una vez que se lo alcanza. El autoengaño fue mutuo. Los
revolucionarios del Granma creían en los valores del democratismo radical y en
su posibilidad de cambiar el mundo a partir de ellos. Si no hubiera sido así,
Estados Unidos se hubiera ocupado de apretarles el gaznate, en vez de dejarlos
hacer y permitir incluso que desde Florida y Centroamérica se los abasteciera
con armas que servirían, en opinión de Washington, para derrocar a un dictador
al que su corrupción había convertido en un socio incómodo. El reemplazo de
Batista por un grupo de jóvenes radicales podía ser, en el sentir del
Departamento de Estado y también de la CIA, una peripecia manejable, como lo
fuera en otras ocasiones.
Pero, al revés de lo que suele ocurrir cuando “los jóvenes se suben a un caballo
desde la izquierda y se bajan por la derecha”, aquí sucedió lo contrario. La
experiencia de la guerra civil y la práctica de la reforma agraria sobre el
terreno avivó la convicción de esos jóvenes, ya muy arraigada entre ellos, de la
necesidad de acudir a un cambio drástico para solventar los problemas de la
sociedad cubana. Esta convicción justiciera se alió a un nacionalismo exasperado
por las continuas vejaciones sufridas en el curso de la historia “independiente”
cubana de parte de Estados Unidos y a la evidencia de que sólo a través de las
expropiaciones de las empresas norteamericanas y de una reforma agraria a fondo
se podían cumplir los objetivos que se habían fijado los dos Castro, el Che
Guevara y otros.
El choque sobrevino de inmediato. El desencadenamiento de la propaganda adversa
a la revolución en todos los medios de Estados Unidos y la fuga –condicionada
por la casi certidumbre de que ese grupo de locos no tardaría en ser eliminado
por el socio norteamericano- de la burguesía terrateniente y empresarial cubana,
fueron el anticipo de una seguidilla de intentos de desestabilización del
régimen, entre los cuales la voladura de un barco cargado de armamento para la
revolución, y el desembarco en Playa Girón, fueron los momentos culminantes.
A partir de allí se abrió un período de incertidumbres y asedios que condicionó
todo el trayecto de la revolución y desnudó su dilema, que es lo que nos
proponemos examinar aquí.
La ambición de los revolucionarios cubanos era grande. Aunque fundada en el
deseo de transformar su propia sociedad, la similitud entre las condiciones de
esta y las de muchas otras de América latina, implicaban que su ejemplo podía
ser contagioso. La conciencia de este hecho en los dirigentes cubanos y muy en
especial en la del médico argentino Ernesto Guevara, que se había transformado
en el segundo jefe militar y en la figura más inspiradora de la revolución
después de Fidel Castro, abrían un espectro de posibilidades que galvanizaba a
muchos jóvenes en América latina y que, paralelamente, determinaba a Washington
a liquidar esa amenaza. La expulsión de Cuba de la OEA y el total aislamiento en
que los gobiernos latinoamericanos la dejaron en ocasión del desembarco en bahía
de Cochinos, imponían a los dirigentes cubanos la búsqueda de una salida. La
orientación ideológica de los dirigentes revolucionarios y la naturaleza del
momento internacional (se vivía en plena guerra fría) hicieron que Cuba se
decantara hacia el bloque comunista, lo que traería aparejadas consecuencias que
marcarían el decurso de la revolución por décadas.
Esta evolución, sin embargo, se produjo por etapas y estuvo determinada en
principio por la inveterada hostilidad de Washington al nuevo régimen. Cuando
Cuba procedió a la expropiación de las empresas norteamericanas y a la
implantación de la reforma agraria sin que, a entender de Estados Unidos, se
suministrara una adecuada compensación, la decisión norteamericana en el sentido
de eliminar la cuota azucarera desequilibró la economía de la isla. La Unión
Soviética acudió en ayuda del régimen revolucionario ofreciéndose a comprar, a
precios ventajosos, la misma cantidad de azúcar, retribuyéndola con petróleo,
elemento del que la isla estaba muy necesitada pues habían cesado los aportes de
combustible que antes provenían de Estados Unidos y de Venezuela.
La determinación norteamericana en estrangular la revolución, atestiguada por
las incursiones desde el mar, el sabotaje de las cosechas, el activismo de
grupos guerrilleros infiltrados desde Florida y los intentos de asesinato de
Fidel, no dejaba otra opción que bascular hacia el bloque del Este. Y, puesto
que se lo hacía, ¿por qué no dar ese paso proveyéndose de un escudo misilístico
que disuadiera a Estados Unidos de cualquier intento de agresión? En toda
operación de este tipo, que requiere de la asistencia de un socio, el interés de
este debe ser tomado en cuenta. Sobre todo si el socio posee un peso
determinante sobre los asuntos mundiales como el que la URSS tenía a principios
de la década del ’60. La crisis de los cohetes de 1962 se produjo no tanto por
el deseo cubano de protegerse de su enemigo del Norte, como por el cálculo de
los estrategas soviéticos en el sentido de que, con la instalación de los
misiles nucleares en Cuba, podían lograr la remoción de las bases
norteamericanas, de similares características, que estaban alojadas en Turquía.
En esta negociación, jugada en el filo del abismo, la voluntad cubana contó
poco.
En definitiva, la partida se cerró con un trueque, en parte público y en parte
secreto. El público fue que la URSS retiró sus bases en Cuba a cambio de la
renuncia norteamericana a invadir la isla; y el secreto fue el quid pro quo que
determinó que, a la vuelta de seis meses más o menos, los norteamericanos
desmantelaran sus bases en Turquía.
Realpolitik y revolución
Los dirigentes cubanos no estaban muy felices de tener que acomodarse a las
exigencias de la realpolitik. La dirigencia cubana estaba dividida respecto de
la tónica que había tomado la relación con la Unión Soviética. Quizá no en el
terreno práctico, pues todos entendían que no existía otra opción que
consintiera la supervivencia del fenómeno revolucionario que su adhesión al
bloque socialista, pero había quienes se adecuaban más o menos incómodamente a
la situación y otros que deseaban experimentar otras salidas. A estar por los
testimonios que se han filtrado, el carácter fosilizado, burocrático y mezquino
del régimen soviético era rechazado en especial por el Che,
quien propugnaba la búsqueda de opciones que garantizasen la pervivencia de la
premisa en la cual se había inspirado la revolución: esto es, que el movimiento
irradiara hacia el conjunto del continente irredento de América latina, para
generar en él un cambio profundo, similar al operado en Cuba. “Que los Andes
sean la Sierra Maestra de América latina” era el precepto –enunciado por Fidel
Castro en primer término- de esta corriente. Durante la década de los sesenta y
parte de los años setenta se intentó poner en práctica este principio.
La conciencia de la historia es indispensable a la acción política, cuando esta
se encuentra inspirada en algo más que en el oportunismo y el afán crematístico.
Representarse con claridad lo ocurrió en esos años es, por lo tanto, un elemento
esencial para evaluar las posibilidades de liberación y los niveles en los que
debe acomodarse un accionar transformador en América latina. Manteniendo en todo
caso que, aunque Iberoamérica es un mismo cuerpo, tiene realidades que ofrecen
opciones no necesariamente idénticas en todo momento. “La revolución no puede
imponerse a punta de bayoneta” decía Robespierre, y sabía bien de lo que
hablaba.
Desde un principio la revolución cubana afrontó un problema esencial: la
contradicción que se establecía entre la ambición –o, si se quiere, la
esperanza- de quienes la animaban, y la exigüidad del territorio donde se
asentaba. Un territorio amenazado, aislado, sujeto al hostigamiento implacable
del coloso del Norte. Una isla como Cuba, con escasos recursos, agrícolas en su
mayor parte, y con una población pequeña, tenía poca esperanza de expandir su
movimiento al resto del continente, enajenado como estaba por el fantasma de la
guerra fría y por preponderancia de los sectores económicos enfeudados al
imperialismo.
Este dilema no podía ser solucionado a través de la alianza con la Unión
Soviética, que propendía justamente a mantener todos los movimientos
antiimperialistas dentro de una órbita que no interfiriese los intereses de la
política exterior rusa. Esa alianza, sin embargo, era indispensable si se quería
que el régimen se encontrara relativamente al reparo de la amenaza
norteamericana y contara con los recursos energéticos e industriales necesarios
para desarrollar en su propio suelo una experiencia de rescate y superación
sociales como la que efectivamente ha tenido lugar a lo largo de estas cinco
décadas, tanto en el campo de la salud como en el de la educación.
La necesidad de encontrar las formas de superar este dilema condicionó la
experiencia cubana. Tanto Fidel Castro como el Che Guevara nutrían la esperanza
de una revolución iberoamericana que rescataría a Cuba de su aislamiento, de la
misma manera en que Lenin, Trotsky y los bolcheviques esperaban que Rusia fuera
rescatada de su atraso a través de la expansión de la revolución de Octubre a
Alemania primero, y a los otros países de Europa después. Ambas expectativas no
se cumplieron, aunque hay que convenir que, en el caso cubano, a un costo mucho
menor, tanto por las dimensiones del escenario donde la experiencia se llevó a
cabo, como por una moderación inducida por la naturaleza en última instancia
abierta de estas sociedades, cuya elasticidad y tumulto han servido para
preservarlas en buena medida de la sombría ejecutoria de los procesos
revolucionarios verificados en potencias informadas por un pasado de opresión
feudal o bien totalitaria.
Como quiera que sea, la comprensión de los líderes del proceso cubano de la
necesidad de escapar al encerramiento insular haciendo contacto con la tierra
firme del continente, dio prueba de su intrepidez revolucionaria, así como de su
comprensión de su propia revolución como parte constitutiva de la revolución
iberoamericana. Esta inteligencia estratégica, sin embargo, no encontró, en los
años de auge del proceso revolucionario, una correspondencia táctica que
permitiese aplicar en el terreno de los hechos esa creencia. El Che fue el
exponente más definido tanto de esa comprensión estratégica como de ese fracaso
táctico. Este último marcó, a un elevado coste, un límite al período heroico de
esa experiencia.
La búsqueda de una salida al encierro que significaban el bloqueo norteamericano
y el abrazo de oso de la URSS, llevó a la elucubración de la teoría del foco,
con la que los dirigentes cubanos entendieron que podían llevar adelante su
proyecto. Un escritor francés, Regis Debray, que se aproximó a la isla muy en el
talante del intelectual progresista que se compromete en causas ajenas porque no
está muy seguro de tener una propia, fue el encargado de difundir el proyecto.
Este, sin embargo, nacía no tanto de la mente de un progresista decidido a
encontrar la imagen del “buen revolucionario” en algún lugar para él exótico,
sino de las necesidades objetivas de la experiencia cubana. El problema
consistía en que esas necesidades requerían, más que del voluntarismo que
impregnaba a sus dirigentes a partir del éxito alcanzado en Sierra Maestra
¬-éxito que, como hemos dicho, era en buena medida el resultado de un equívoco
monumental-, sino de políticas capaces de penetrar en las capas medias y bajas
de nuestras sociedades atendiendo a sus peculiaridades y a la experiencia
proveniente del pasado. No se puede fabricar a una revolución a partir de una
fórmula universal, no se puede reducir esta a un militarismo que, por su misma
naturaleza, tiende a rechazar o a enfriar a los sectores populares, que perciben
la inadecuación de ese método en sus propios países, si en estos ha florecido el
capitalismo industrial, por deformado que su crecimiento haya sido. El cambio
por la vía bélica sólo es posible –y no siempre- en el marco de una sociedad en
descomposición, que requiera orgánicamente ese tipo de renovación quirúrgica.
La aventura
Animado sobre todo por el Che, el experimento se puso en práctica, sin embargo.
Consistía, en teoría, en instalar un núcleo guerrillero en algún lugar de
difícil acceso para el ejército regular y, a partir de allí, ir concitando la
adhesión de la población rural hambreada y humillada, sometida al pongaje y a
los abusos de los terratenientes. El movimiento no pudo engranar en ningún lado,
fuera de Colombia, donde ya existía una guerrilla campesina de poderoso arraigo.
Los resultados de la implementación práctica de esta teoría fueron
catastróficos. El Che Guevara, que condujo la primera tentativa de crear un foco
insurreccional en Bolivia, cayó al poco tiempo abatido por los Rangers
bolivianos, con asesoría de la CIA; el cura Camilo Torres Restrepo, pionero de
la teología de la liberación, murió en Colombia en circunstancias similares y
los restantes intentos de fomentar una guerrilla rural fueron reprimidos unos
después de otros.
La elección de Bolivia como primer objetivo por Ernesto Guevara, y la entrega de
este en la empresa, dieron prueba de su heroísmo y de su mirada estratégica,
pero también de sus limitaciones como teórico de la revolución latinoamericana.
Bolivia en efecto es una zona nuclear de la geopolítica suramericana, pero…
¡venía de cumplir su reforma agraria! Con todo lo parcial, timorata y tramposa
que esta pueda haber sido, no habían pasado muchos años desde que el gobierno
del Movimiento Nacional Revolucionario (MNR) la implementara después de la épica
sublevación de 1952. Los campesinos no estaban en disposición al llamado
guerrillero, por lo tanto, y a poco de andar el grupo terminó abandonado y
acorralado en medio de la selva, hasta que se produjo el trágico desenlace.
Muerto Guevara no murió su teoría y otros jóvenes intentaron trasladar sus
principios de las áreas rurales a las urbanas, donde se puede aprovechar el
anonimato de la gran ciudad, la mayor capacidad que en ella existe para
disimularse y la probabilidad de acceder a fuentes de dinero, sea por vía de los
asaltos, de los secuestros extorsivos o de las donaciones de un número más o
menos importante de simpatizantes. Pero el resultado fue el mismo, con la
diferencia de que el traslado del eje de la acción empeoró los costados más
violentos de esta, haciendo más subrepticias y sangrientas tanto las operaciones
de la guerrilla como la represión brutal que de ella efectuaron unas fuerzas
armadas autóctonas, no necesariamente desprovistas de nervio, como en cambio
sucedía en el caso de las “guardias nacionales”, consumidas por la corrupción,
que Estados Unidos había montado en el Caribe.
El ultraizquierdismo de esos núcleos guerrilleros y sus alas políticas, pegó
bien en unas juventudes nutridas por el ejemplo del Mayo francés, una especie de
sublevación de corte anárquico y lúdico de las juventudes metropolitanas, que al
ser transferido a escenarios donde las relaciones sociales eran mucho más
problemáticas que en Europa, se desdobló en un activismo de corte militar. Al
intentar estos movimientos enancarse al ascenso popular que se estaba dando por
esos años en varios países suramericanos (Argentina y Chile entre ellos),
terminaron minando desde dentro a esas corrientes, al propiciar su división y
suministrar a la reacción el pretexto que necesitaba para poner en práctica un
proyecto represivo que contaba con el aval del imperialismo y con una
superioridad militar abrumadora, no contrabalanceada por un cuestionamiento
social que abarcase a capas importantes de la población. Esta más bien tendió a
contemplar con indiferencia, pasmo o rechazo al accionar subversivo, abriendo
paso así a las técnicas demoledoras de la guerra sucia, necesarias para romper
la ya bastante exigua capacidad de resistencia de estos países a la implantación
del capitalismo salvaje, atributo primario de la globalización neoliberal.
La matanza fue generalizada e hicieron falta dos generaciones para que América
latina empezase a intentar librarse de la morsa neoliberal. Hoy la etapa por la
que se está pasando registra diferencias notables respecto de las que privaban
en los años ’60 y ’70, cuando el intento revolucionario patrocinado por Cuba se
aventuró a buscar la Utopía. El mundo bipolar se ha hundido y, para asombro de
muchos, la implosión de la URSS no significó el final de la revolución cubana.
Más bien al contrario: tras el “período especial” de transición a las nuevas
circunstancias, el régimen de Castro parece haberse reafirmado y, lo que es aun
más importante, su mensaje parece haber calado profundamente en las masas
latinoamericanas. El reclamo de igualdad social y la exigencia de soberanía
preexistían a la revolución cubana, desde luego, pero la formulación original
que le dio esta y el denuedo de sus jefes al ponerlos en práctica son datos que
no han caído en el vacío. El escenario actual es complejo, el futuro esconde
tantas oportunidades como emboscadas y no será Cuba la que ejerza –ni pretenda
ejercer- un rol dirigente en la marcha de los acontecimientos, pero la isla ya
no está sola: ha ingresado al grupo de Río y de alguna manera es reconocida como
precursora por varios gobiernos iberoamericanos. Su espíritu, después de tantas
batallas, ha escapado de la cárcel insular y ha tocado la Tierra Firme.
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