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Estados Unidos: Nuevo zar de inteligencia
Para Ti, Indonesia mía
Por Roberto Bardini
(Bambú Press) El flamante presidente estadounidense Barack Obama designó al
almirante retirado Dennis Blair al frente de la Dirección Nacional de
Inteligencia, un organismo creado tras los atentados aéreos a las Torres Gemelas
de Nueva York del 11 de septiembre de 2001, que coordina las operaciones de 16
agencias de espionaje, entre las que figuran la CIA, el FBI, la DEA y la Agencia
de Seguridad Nacional.
De Blair se sabe que nació el 4 febrero de 1947 –por estos días cumplirá 62
años– en la localidad de Kittery (estado de Maine), está casado, tiene dos
hijos, es aficionado a la pesca y a los deportes marinos, y pertenece a una
familia que sirvió en la Marina durante seis generaciones. Graduado de la
Academia Naval de Annapolis en 1968, obtuvo un máster en la Universidad de
Oxford, donde se especializó en estudios rusos, y se retiró de la fuerza en
2002.
A lo largo de sus 34 años de servicio, Blair estuvo en el Comando Conjunto de
Estados Unidos en el Pacífico, fue enlace militar entre el Pentágono y la CIA,
revistó en el Consejo de Seguridad Nacional y dirigió una operación de combate
contra los grupos aliados de Al Qaeda en Asia. Después que fue nominado por
Obama, la prensa estadounidense destacó que cuando el oficial naval permaneció
al frente del Mando Conjunto en el Pacífico había promovido la cooperación con
China y los países de la región Asia-Pacífico, área en la que es experto.
En la audiencia de confirmación en el Senado, el 22 de enero pasado, Blair
condenó la tortura y los espionajes telefónicos no autorizados. En adelante, de
acuerdo con las directivas del mandatario número 44 de Estados Unidos,
supervisará el final de los interrogatorios “duros” de la CIA autorizado por el
ex presidente George W. Bush tras los ataques de septiembre de 2001, y
organizará el cierre de la prisión en la base naval de Guantánamo (Cuba), a la
que calificó como “un símbolo dañino hacia el mundo”.
Antes, en noviembre del 2007, en un testimonio ante el Congreso declaró que no
creía en el uso de la fuerza militar en zonas inestables como la que Estados
Unidos aplicó en los últimos años, en una referencia a los casos de Afganistán e
Irak. “Es difícil recurrir con éxito al uso de la fuerza militar a gran escala
en regiones volátiles de países poco desarrollados, algo que suele tener
consecuencias inesperadas y rara vez resulta rápido, efectivo, controlado y de
corta duración”, sostuvo.
Obama ha dicho que Estados Unidos “respetará los ideales y las ideas más altas,
y esta es una encomienda clara que les he hecho” a los servicios de seguridad.
Los nuevos funcionarios de inteligencia, agregó, deben tener “una integridad
incuestionable”.
Llegados a este punto, es bueno recurrir al archivo periodístico y recordar una
historia acontecida una década atrás en un lejano archipiélago que en su momento
sirvió de escenario para los relatos de Emilio Salgari. En esa historia hay
víctimas y villanos, pero no existe ningún héroe al estilo de Sandokán.
En septiembre de 1999, en la pequeña ex colonia portuguesa de Timor Oriental se
produce una de las más sangrientas masacres del sudeste asiático: miles de
civiles son exterminados por grupos paramilitares anti independentistas apoyados
por el ejército de la vecina Indonesia. Entre los asesinados hay más de 20
sacerdotes católicos, monjas y seminaristas.
En las semanas siguientes, mientras aterrorizados periodistas, observadores
extranjeros y funcionarios de la Organización de Naciones Unidas huyen de la
isla, la orgía de sangre concluye con la muerte de 60.000 personas. Es
exactamente el doble de muertos y desaparecidos en Argentina–de acuerdo con
datos de organismos de derechos humanos– durante el mal llamado “proceso de
reorganización nacional” de 1976-1983.
Según el ex embajador de Estados Unidos en la ONU, Patrick Moynihan –un
demócrata de tendencia conservadora, sociólogo y profesor de la Universidad de
Harvard, ya fallecido– la cantidad de víctimas timorenses representa “casi la
proporción de bajas sufridas por la Unión Soviética en la Segunda Guerra
Mundial”.
Indonesia había invadido Timor Oriental en diciembre de 1975, apenas una semana
después que ese territorio se independizara de Portugal. Eran los tiempos del
dictador Mohamed Suharto, “el Pinochet de Java”. Desde entonces y hasta
septiembre de 1999, se desencadena uno de los mayores –y más ignorados–
genocidios de la historia: más de 200.000 víctimas en 24 años.
Con una superficie de 14.874 kilómetros cuadrados –poco más que las Islas
Malvinas– en 1999 la ex colonia tenía 800 mil habitantes, de los cuales 85 por
ciento era católico.
Cuando las milicias pro Indonesia arrasan el 70 por ciento de aldeas e incendian
iglesias, escuelas religiosas y la sede de la Cruz Roja, 300 mil timorenses se
refugian en las montañas selváticas y 200 mil son deportados por soldados
indonesios al sector occidental de la isla. “La tragedia de Timor Oriental es
una de las más pavorosas de este terrible siglo”, escribe Noam Chomsky en
aquellos días.
El responsable de la matanza es el general Wiranto –conocido así, por el
apellido a secas– entonces ministro de Defensa y comandante de las Fuerzas
Armadas de Indonesia, acusado en 2003 de crímenes de guerra por un tribunal de
la ONU, aunque nunca será juzgado ni condenado.
Pero esta historia tiene otras derivaciones. En abril de 1999, dos días después
de que 62 personas fueran asesinadas dentro de la iglesia de Liquiça, ciudad de
50.000 habitantes en la costa norte de Timor Oriental, Wiranto recibe la visita
del Comandante en Jefe del Comando Conjunto de Estados Unidos en el Pacífico. Se
trata del almirante Dennis Blair. Aparentemente el militar norteamericano llega
con instrucciones de Washington para comunicarle que debe poner fin a las
operaciones terroristas de las milicias que se oponen a la independencia. Pero
Wiranto intensifica los ataques y ordena a la aviación que bombardee con napalm.
Una clave de esta contradicción la da un informe sobre la reunión elaborado por
el agregado militar estadounidense en Yakarta y dirigido al Departamento de
Estado, que posteriormente se filtra a la prensa. Según el documento, Blair
“comunicó al jefe de las Fuerzas Armadas indonesias que deseaba que llegara el
momento en el que el Ejército recuperara su papel hegemónico en la zona”. Y,
además, lo invitaba a reunirse con él en su cuartel general en Hawai para
ayudarle a instruir a la policía indonesa y a grupos seleccionados de militares
“en técnicas de control de personas y de muchedumbres”.
El Pentágono le ordena a Blair que rectifique su postura, pero las evidencias
demuestran que el oficial naval no presiona lo suficiente a Wiranto, que
continúa con el baño de sangre. La dimensión de la matanza es tan espantosa que
poco después el gobierno de William Clinton suspende la relación militar con
Indonesia. El experto en inteligencia declarará posteriormente que no estaba
enterado de la muerte de civiles en la iglesia de Liquiça.
Este pequeño “desliz” de una década atrás no afectó en nada la reciente
designación de Blair. Para Washington, aparentemente, no fue más que un poco de
“limpieza étnica” en un lejano archipiélago asiático.
Un año antes de la masacre en Timor Oriental, el 21 de mayo de 1998, la
reportera Elisabetta Piqué, enviada especial del diario argentino La Nación a
Yakarta, capital de Indonesia, describe así al genocida, que entonces tiene 51
años de edad: “Wiranto es considerado un moderado que siempre apoyó al
presidente, pero que en estos días demostró ser una persona permeable y abierta
al diálogo con la oposición. Su nombre es el que más se menciona al hablar de un
futuro nuevo presidente de Indonesia”.
Las predicciones políticas no figuran entre las virtudes de la reportera de La
Nación. El ex militar, efectivamente, se postula como candidato en las
elecciones de 2004 y obtiene el tercer lugar, con apenas 22 por ciento de los
votos. Durante la campaña presenta como cantante un disco con empalagosas
baladas, titulado románticamente Para ti, Indonesia mía.
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