Crisis
y xenofobia
Por Enrique Lacolla
La reacción de los obreros británicos que pretenden que el empleo inglés sea
sólo para los ingleses, expresa un desconcierto que dice mucho sobre la
degradación del pensamiento político y sobre la necesidad de recuperar su
anterior audacia.
La crisis económica se está llevando por delante muchos de los supuestos
arrogantes que informaron al mundo occidental durante las últimas décadas.
Aunque no ha hecho sino empezar, las exteriorizaciones que manifiesta a todos
los niveles son inquietantes? y aleccionadoras. En España, por ejemplo, los
Bancos, cuando el gobierno les pidió que incentivaran el crédito a partir de la
ayuda que este les presta, decidieron culpar a la economía real por la crisis.
No se entiende bien la ecuación, pues ha sido la economía financiera inflada por
el desmanejo especulativo y dirigida a desmontar las estructuras del Estado de
Bienestar, más la concentración monopólica del capital especulativo, lo que está
en la base del problema. Semejante estimación, aunque insolente y carente de
apoyatura real, es de alguna manera confirmada por la lamentable conducta de los
gobiernos de los países metropolitanos que, en vez de devolver al Estado la
función que le compete como elemento orientador y controlador de la economía,
prefieren volcar en ayuda a los Bancos ingentes cantidades de reservas, a la vez
que ruegan a estos que las reviertan en créditos para movilizar el mercado e
incentivar la producción. Tanto da esto como pedirle a un ladrón que reintegre
parte de lo que ha robado, cosa de que pueda volver a seguir robando
tranquilamente. Conociendo el talante de los dueños del sistema y la naturaleza
irrevocablemente codiciosa del capital, esperar esto se encuentra un tanto
demasiado próximo al reino de la utopía.
Pero la crisis está empezando a tener otra clase de exteriorizaciones que
auguran mal para todo el mundo y que nos retrotraen a fantasmas que creíamos
olvidados. La xenofobia ?siempre latente- se expande en Europa y encuentra
expresión en gestos y manifestaciones que rompen de manera clamorosa el cuadro
de lo ?políticamente correcto? y nos proyectan a escenarios problemáticos.
Inglaterra fue testigo, días pasados, de grandes manifestaciones de trabajadores
exigiendo que los puestos de trabajo ingleses vayan a los obreros ingleses e,
implícita o explícitamente, que la mano de obra extranjera sea expulsada del
Reino Unido o reducida a las tareas más ínfimas. Es la característica pelea de
pobres contra quienes son más pobres, a los que se visualiza como competidores
en el mercado de trabajo en vez de verlos como eventuales aliados en una acción
concentrada contra el capital.
El dato tiene el mérito de sincerar las contradicciones sociales del mundo
metropolitano, hasta hace poco muy orondo del grado de la convivencia civilizada
entre las clases que había logrado y poco propenso a recordar que hasta hace
poco más de medio siglo vivió desgarrado por esos mismos y todavía más atroces
contrastes. Pero también marca las vertientes de una batalla aun por venir,
cuyos contornos son difíciles de precisar pero que desde ya augura tempestades
de grueso calibre.
La globalización asimétrica que propone el capitalismo actual es intolerable. En
las condiciones de hoy, con una crisis económica mundial en marcha, la dureza
del contraste se torna más marcada. Desde una periferia hambreada o que al menos
no alcanza a subvenir las necesidades de la mayoría de sus habitantes, oleadas
de emigrantes avanzan sobre las sociedades desarrolladas, en la esperanza de
encontrar allí nuevas oportunidades. Pero este mundo privilegiado comienza a
cerrarse. En la medida que allí una demografía en baja se sumó el disfrute de
excedentes económicos y que existía cierto desinterés de la población en
ocuparse de menesteres serviles, pudo dar cabida a esos inmigrantes. Pero la
integración de estos no fue completa y vino acompañada de roces y choques. Así
se ha dibujado el mapa de sociedades sectorizadas, donde las periferias urbanas
reproducen, a escala de laboratorio, la fractura del planeta entre quienes
tienen y no tienen. De alguna manera esto ha implicado la ?guetización? de
vastos sectores de la población británica, francesa, italiana, etcétera, donde
lo único que cambia es la denominación de los alógenos: en Inglaterra son los
provenientes de las Indias occidentales y orientales, en Francia los de las
antiguas colonias africanas, en España los oriundos de Iberoamérica y el norte
de Africa, en Italia los provenientes de Rumania y otros países de Europa
oriental y así sucesivamente.
En este mapa social ya complicado viene ahora a impactar la crisis.
La xenofobia crece, entonces. Y encuentra su justificación teórica en libros
como los del recientemente fallecido Samuel Huntigton o en los de otros autores
que, de forma sutil, recogen los viejos puntos de vista que hacen hincapié en la
superioridad de Occidente respecto de las razas oscuras, o en el carácter
irreductible de sus diferencias. La percepción popular de esos mismos datos se
expresa en el éxito de las historietas y películas de Frank Miller como, por
ejemplo, 300 o Sin city.
Los obreros europeos en paro o que temen por sus puestos de trabajo, representan
la punta del iceberg de contradicciones que circula por el mundo. Por debajo de
la superficie subsiste la gran incógnita: zpuede el mundo actual tener como
exclusivo regente de su desarrollo al sistema capitalista? El fracaso de la URSS
en gestionar el paso al comunismo, el apagamiento de la revolución colonial,
cuyos líderes históricos fueron suplantados por mediocres autocracias laicas que
se esfuerzan en mantenerse contra la voluntad de sus pueblos gracias al apoyo
norteamericano, quitaron autoridad a la pretensión de arribar a un cambio
fundado en la razón y la revolución, y han generado una cerrazón en la cual las
vertientes irracionales de la acción directa están tomando el relevo de los
antiguos próceres revolucionarios, en los países sometidos al neocolonialismo; y
ensuciando las perspectivas de los proletariados urbanos en las metrópolis.
Alguno de estos, como lo prueba lo sucedido en Inglaterra, parecen estar
evolucionando, si no hacia una especie de reviviscencia de la experiencia
nazifascista, sí hacia un antagonismo que hace de las diferencias epidérmicas
?el color de la piel, en primer término-, el núcleo de una agitación que no toma
en cuenta los motivos reales de la crisis por la que se está pasando.
El evidente retroceso ideológico producido desde el momento de auge de la
esperanza socialista a principios del siglo XX, no debe sin embargo inducir a
pensar que tal cosa sea un fenómeno irreversible. De hecho, no se trata de un
fenómeno nuevo: la arrogancia de las aristocracias obreras de Occidente respecto
de los pueblos sometidos por el imperialismo las configuraron siempre como
cómplices semiconscientes de ese proceso de explotación. Y su participación
subordinada en las ganancias del sistema tuvo no poco que ver con el aislamiento
en que se dejó a la revolución rusa. Pero en el mundo de hoy no caben ya estas
granjerías, este tipo de utilidades suntuarias. Por un lado el capital sigue
acelerando su proceso de concentración y deja cada vez más de lado a los
sectores menos favorecidos, y al mismo tiempo los más desfavorecidos de todos,
los pueblos de las franjas menos desarrolladas del tercer mundo, aumentan su
presión sobre el limes, sobre la frontera que los separa del mundo avanzado. Esa
presión es también el rebote del dinamismo agresivo de este, que busca en esos
países no sólo ganancias sino ventajas estratégicas que lo posicionen frente a
los problemas que se avizoran respecto de las potencias emergentes en el tema
del balance mundial de poder y del control de unas reservas naturales cada día
más escasas debido al derroche indebido que se hace de ellas.
El fenómeno inmigratorio no se va a detener, por lo tanto, sino que se va a
profundizar y, en la medida en que se pretenda suprimirlo o acotarlo
desmedidamente, se va a convertir en un polvorín listo a explotar a la menor
provocación. La recuperación de las líneas maestras del discurso del
materialismo histórico, en consecuencia, es una operación indispensable. Por
supuesto que se tratará de una adaptación de esos principios a la magnitud de la
experiencia acumulada, tanto la positiva como la negativa, y deberá ser el
resultado de un esfuerzo de inserción en la realidad que defina lo qué se
pretende hacer, cómo cabe gestar un mundo mejor y más justo, y cómo poner en
marcha una convergencia de fuerzas sociales que se aparte de la retórica de las
ONG sobre los derechos humanos y de sus protestas de alzado tono moral, para
proponer las respuestas políticas prácticas que son necesarias para enderezar el
curso que han tomado las cosas.
Una evaluación de este tipo deberá comprender la naturaleza de la rebelión de
apariencia anárquica que recorre al mundo subdesarrollado y entender que el
futuro no se conquista con discursos, sino con el accionar de los pueblos en la
calle.
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