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Mito y realidad en la guerra civil española
Por Enrique Lacolla
El próximo aniversario del final de ese conflicto brinda una oportunidad
para tratar de clarificar sus equívocos y comprender sus problemas.
En abril próximo se cumplirán los 70 años del final de la Guerra Civil
Española. Pocos acontecimientos en la historia del siglo XX han recibido
una atención mayor y han suscitado tanta leyenda. La reciente aparición
en español de un magnífico libro de Antony Beevor [1] dedicado al asunto
(con especial énfasis en las vertientes militares de este), aporta una
oportuna contribución sintetizadora de la masa de materiales que en
torno al tema se han venido acumulando durante años y en la cual
abundan, por cierto, tanto las contribuciones notables como las
divagaciones líricas. U oníricas, en algunos casos.
Nunca se insistirá lo suficiente en la necesidad de liberar a la
historia de la hojarasca mítica. Semejante cosa no le quitará
grandiosidad ni la tornará menos apasionante; pero será de gran utilidad
a quienes se proponen actuar sobre el presente; en especial, a las masas
y a los dirigentes que deben dar consistencia a semejante actuación. La
capacidad de dotarse de una mirada crítica que tienda a evadir el
simplismo es un dato fundamental a la hora de operar sobre las cosas. En
especial en tiempos como el nuestro, en el cual la propuesta mediática
es tan maliciosa, caótica, elemental y confusa que tiende a reducir
todos los problemas a su mínimo común denominador.
La guerra civil española es generalmente presentada como escenario del
enfrentamiento entre el fascismo y la libertad, o entre el fascismo y la
democracia, o entre el fascismo y el comunismo. Hay mucho de verdad en
esta ecuación, por supuesto, pero ella resulta insuficiente para
explicar tanto la naturaleza de la peripecia española como el complejo
tramado de redes que se tejió a su alrededor.
También se la ve como el preludio a la segunda guerra mundial, lo cual
asimismo es cierto. Pero se suele dejar de lado la conexión que une a
ese episodio con la revolución rusa de 1917, vinculación que hace del
conflicto español el pivote en torno del cual giró la historia del mundo
concebida desde la perspectiva transformadora de la revolución
bolchevique. Adoptando esta óptica la guerra civil se perfila más bien
como el remate -catastrófico- de esa tentativa de cambio global,
internacional, y como el comienzo de una etapa histórica signada por el
imperio de la más cruda realpolitik, que dura hasta nuestros días.
Si se adopta este punto de vista se hace más comprensible tanto "la
ilusión lírica" como el desencanto que la siguió. No tomar en cuenta esa
singularísima peripecia y aferrarse de manera simplista a las grandes
fórmulas maniqueas llevaría, más adelante, a muchos jóvenes
latinoamericanos a morder el polvo de la derrota durante los años de
plomo y de la guerra sucia que los siguió.
Origen
En su origen la guerra civil española surge de un esquema clásico: la
lucha de un campesinado que se rebela contra una estructura económica
semifeudal, lucha que engrana a su vez con las reivindicaciones de un
proletariado de reciente formación. La presencia de la URSS y sobre todo
el recuerdo, muy fresco aun, de la revolución producida 19 años antes en
Petrogrado, que no tardó en abrazar y abrasar a toda Rusia,
suministraban la pólvora emotiva que era necesaria para radicalizar
tanto los discursos de los protagonistas -reales o de postín- como las
actitudes de las masas.
La República inaugurada en 1931 estaba animada, en la concepción de sus
mejores líderes, por una voluntad transformadora que con frecuencia se
adelantó a sus objetivos o al menos a la fuerza real de que disponía
para imponerlos. Sus excelentes iniciativas contra el latifundismo, su
pretensión de depurar y reorganizar al ejército de acuerdo a criterios
más modernos, su actitud en exceso laxa respecto de las autonomías
regionales, a pesar de las resistencias furiosas que suscitaban,
hubieran quizá podido pasar si al mismo tiempo no se hubiera alienado a
la Iglesia, fuerza de gran capacidad convocante en la España de esos
días, y a la cual hubiera podido aproximarse con propuestas menos
agresivas y más conciliadoras. Tal como planteó las cosas, la República
abrió demasiados frentes a la vez, dando lugar a una inversión de la
fortuna electoral que llevó a los exponentes de la derecha al gobierno
en 1933. Se abrió entonces el "bienio negro" durante el cual la derecha,
con procedimientos aun más torpes que los de sus antecesores, procuró
dar marcha atrás respecto de las conquistas logradas en el período
anterior, suscitando rebeliones populares que, como la de Asturias,
significaron el bautismo de sangre respecto de la hecatombe que vendría
poco después.
España se había partido en dos y el retorno de un gobierno de
centroizquierda al poder tras las elecciones de febrero de 1936 no
conformó a nadie. Ni a los sectores populares, que estaban erizados por
la amenaza de la derecha ni, por supuesto, a la coalición reaccionaria
que pretendía volver la situación a fojas cero, con exclusión de la
Falange [2] .
Estallado el conflicto en 1936, como consecuencia de un golpe militar
contra el cual las masas populares reaccionaron con enorme energía,
pasando por encima de las titularidades de un gobierno republicano
propenso a arreglar con el enemigo antes que a proceder a reprimirlo, se
abrió en España la etapa del doble poder que tan bien caracterizara León
Trotsky en su Historia de la Revolución Rusa, y que se significa por la
existencia de un poder formal, encastillado en el gobierno, y otro real,
fundado en las masas, que en principio apoyan al primero pero que en
realidad lo empujan hacia donde aquel no quiere ir. Las organizaciones
sindicales y los anarquistas que habían copado las calles en Madrid y
Barcelona y que se habían constituido en las milicias que resistieron y
vencieron al golpe militar en las grandes urbes, tenían objetivos que
iban mucho más allá de las proposiciones de la República burguesa.
La dialéctica de la contrarrevolución bifronte
Ahora bien, para que esos objetivos puedan cumplirse es necesaria una
fuerza consciente capaz de organizar ese entusiasmo, encuadrándolo en
una estructura capaz de ejercer el gobierno. En Rusia, entre 1917 y
1921, el partido bolchevique cumplió esa función de la mano de una élite
intelectual comprometida con la política y predispuesta a actuarla en
los términos intransigentes (por no decir feroces) que resultaban de un
escenario internacional convulso, sumido en la guerra mundial. Desde
entonces el partido bolchevique, devenido en comunista, había degenerado
con rapidez y, por imperio de las circunstancias emanadas de la
hostilidad externa y del atraso interno, se había transformado en un
gigantesco aparato burocrático, que utilizaba las resonancias simpáticas
que su mensaje internacionalista había suscitado en el pasado para
vehiculizar una política que, con disimulo, se ceñía con exclusividad a
la defensa de los intereses cambiantes de la Unión Soviética.
Este repliegue del internacionalismo al nacionalismo no hubiera tenido
nada de malo si se lo hubiese entendido y explicado como lo que en
realidad era: una adecuación a las necesidades de la hora. Pero la
cínica política de Josip Stalin no hacía tal cosa; en vez de hacer de la
necesidad virtud, especulaba con las adhesiones a un credo
internacionalista que él y su partido habían abandonado hacía mucho
tiempo. Y, lo que es peor, estaban en plena disposición para utilizar el
poder de que disponían para manipular a los entusiastas que aun creían
en la URSS torpedeando sus esfuerzos, si entendían que eso era
conveniente para los intereses rusos.
En el caótico escenario español subsiguiente al estallido de la guerra
civil, el Partido Comunista podría haber desempeñado el papel de los
bolcheviques en 1917. Sin embargo, por imperio de su dependencia teórica
y práctica de Moscú, se transformó en la correa de transmisión de unos
procedimientos dirigidos a controlar y eventualmente torpedear la
predisposición revolucionaria de los obreros y campesinos. Estos, por
otra parte, sobre todo en Cataluña, tendían a reconocerse en los
anarquistas. Pero las formaciones libertarias, que habían sido la fuerza
decisiva para la supresión de la rebelión militar, adolecían del rasgo
que los calificaba a partir de su misma designación: un rechazo suicida
a toda forma de organización que no fuera espontánea y una negativa
absurda a hacerse cargo del poder, incluso cuando, en Barcelona, después
de las jornadas de Julio, el presidente de la Generalitat lo había
puesto a su disposición.
A lo largo de los vertiginosos años de la guerra civil los comunistas,
en vez de atraer y encuadrar a las masas anarquistas, cosa en la que
podrían haber tenido éxito si hubiesen asumido sus reivindicaciones de
carácter social y económico, las encararon a ellas y al POUM (Partido
Obrero de Unificación Marxista, con algunas coincidencias con el
trotskismo), procediendo a sabotearlas y en algunos casos a eliminar a
sus dirigentes según las prácticas que eran de uso corriente en la Unión
Soviética de la época de las purgas: la calumnia, cuánto más desaforada
más creíble (porque, ¿quién iba a mentir tanto?), la encarcelación y la
desaparición de personas. Los más devotos esfuerzos del PC se dirigieron
hacia el control del gobierno republicano, sin orientarlo más allá de
las premisas burguesas que ya tenía y favoreciendo sus políticas
dirigidas a desmontar algunas conquistas substanciales de la reforma
agraria. Cosa que, creía Stalin, otorgaría un sello de credibilidad y
confiabilidad a Moscú para mejor entenderse con las potencias
occidentales con miras a paliar la amenaza de la Alemania nazi. Para
gestionar esa política el PC disponía de una baza magnìfica: la URSS era
la única proveedora de armas para la República (a cambio del oro de las
reservas del Banco de España) y la que organizaba y controlaba a las
famosas Brigadas Internacionales que durante un tiempo se erigieron en
las fuerzas de choque del bando gubernamental.
Este turbulento escenario de confrontaciones sordas o abiertas,
contrastaba con el orden que reinaba en el bando llamado nacional, que
se favorecía de la política de No Intervención que prohijaban Gran
Bretaña y Francia, política que de hecho era una burla que castigaba
esencialmente a la República, el poder legal, pues la forzaba a depender
de los envíos de armas rusos y, en consecuencia, a plegarse al diktat
estalinista.
En cuanto a apoyo exterior, el gobierno de Franco se henchía con la
aportación germano-italiana de tropas, armas y aviones. Respecto de los
germanos y del aporte de la Legión Cóndor, el Caudillo tuvo que pasar
por las horcas caudinas de una Ley de Minas que otorgaba una
participación desproporcionada a los capitales de ese origen para la
explotación de los recursos mineros de España, pero en general no hubo
de soportar -o supo sortearlas- imposiciones económicas o políticas de
carácter desmedido.
La República se veía así ceñida en un doble cinturón de hierro. Por
fuera la ahogaba la contrarrevolución a secas, implacable, dirigida a
restaurar a sangre y fuego el viejo orden, y por dentro padecía las
ansias de una revolución abortada, que desmoralizaban a la población. La
fuerza militar republicana había sido desgastada por estrategias
insensatas, y probablemente fue sólo la parsimonia de Franco en llevar
adelante las operaciones lo que impidió que el desenlace llegase más
rápido.
Cinismo, traiciones y coraje
La guerra de España fue una historia de cinismos y traiciones, de los
que hubo sobradas pruebas en ambos bandos. Es hora de apearse de la
leyenda áurea que la envolvió. Esta persiste, sin embargo, tal vez
ayudada por la desesperada energía con que tantos españoles se
enfrentaron a su destino. Pero no se puede suprimir la realidad de la
historia. Y la realidad indica en este caso que hubo matanzas a granel y
en frío, ejecutadas por ambos bandos, que la ayuda extranjera nunca fue
desinteresada y que después de la guerra el bando vencedor siguió
fusilando.
El capítulo tal vez más siniestro de todo el asunto fue la manipulación
cínica de las necesidades de la República de parte de la Unión Soviética
y la aparente indiferencia (que en realidad ocultaba una complicidad
activa con el bando faccioso) de las potencias democráticas de
Occidente. Rasgo indicativo de cómo se saqueaban los recursos de la
República fue el hecho de que en ese proceso tuvo un peso bastante
importante el mismo gobierno alemán, comprometido en el apoyo público a
Franco, pero que suministró abundante material de guerra al gobierno de
Valencia. Para la Alemania nazi, "la República fue una fuente de divisas
fuertes tan importante como la zona nacional", según un informe emitido
después de la guerra por el Estado Mayor alemán [3].
La guerra de España en la novela y el cine
El carácter mítico que se otorgó al despiadado choque español, debe
bastante de su aura a la gran producción poética, novelística y
cinematográfica que se tejió en su torno, fruto en su gran mayoría de
poetas y novelistas que se decantaron por la República y en ocasiones
combatieron en sus filas. Antonio Machado, Miguel Hernández, Rafael
Alberti, Arturo Barea, Ramón Sender y Max Aub, entre los españoles; y
Stephen Spender, Ernest Hemingway, George Orwell, André Malraux, Antoine
de Saint Exupéry y George Bernanos, entre los extranjeros, suministraron
una visión muy precisa de los hechos, fortificada por la calidad
literaria de las obras en cuestión. El catalán José María Gironella fue
el único escritor que ofreció un relato convincente de lo sucedido desde
la perspectiva del bando franquista: su trilogía Los cipreses creen en
Dios, Un millón de muertos y Ha estallado la paz, suministra una visión
que complementa muy bien las de Max Aub y sobre todo la de Arturo Barea,
quizá el más abarcador y efectivo cronista de un hecho filtrado por el
carácter autobiográfico de su obra y por su aliento narrativo, que nos
conduce desde el principio del siglo hasta el desastre de la guerra
civil, pasando por la desdichada aventura colonial española en la guerra
de Marruecos. La trilogía La forja de un rebelde (La forja, La ruta y La
llama) es probablemente el más cumplido testimonio literario de esa
devastadora peripecia histórica.
Ahora bien, la mayor parte de estas descripciones no tienden a edulcorar
en absoluto la naturaleza despiadada del conflicto. ¿Por qué, entonces,
la persistencia en evaluarlo como una competencia maniquea entre el bien
y el mal, y a idealizarlo de acuerdo a un criterio sensiblero? Quizá la
gente tiene necesidad de conferir a una causa noble todos los atributos
que la eximen de efectuar un esfuerzo de comprensión que requiere de
afición por la historia y de voluntad para inclinarse sobre la realidad
para ir levantando sus capas. Tal vez el cine, por efecto de su
naturaleza icónica y la necesidad que tiene de describir los hechos de
gran magnitud con imágenes contrapuestas y fácilmente comprensibles,
tuvo mucho que ver con esta simplificación. La película de Fréderic
Rossif, Morir en Madrid, más aun que la bella adaptación por Sam Wood de
la novela de Hemingway Por quien doblan las campanas, es expresiva de
esta predisposición, muy potenciada luego por ese instrumento
simplificador y reduccionista en que se ha convertido a la televisión.
La cadencia poética del filme de Rossif, su subyugante banda sonora y su
anecdotario épico, no siempre ajustado a los datos de la realidad, hizo
mucho por labrar la imagen de esa catástrofe en términos idealizados.
Por ejemplo, el famoso diálogo del coronel Moscardó con su hijo durante
el sitio del Alcázar de Toledo no tuvo lugar en los términos
popularizados por la leyenda, y la salida de las Brigadas
Internacionales de España no se verificó por un acto de generosidad de
la República como da a entender la película, sino porque los voluntarios
internacionales se habían reducido mucho (quedaban apenas 7.000
extranjeros en las Brigadas) y su moral había decaído; en buena medida
por la paranoia de sus mandos, obsesionados por adecuarse a las
prácticas soviéticas contra el trotskismo y el desviacionismo. Pero
sobre todo pesó en esa decisión la actitud del gobierno ruso, que tras
el Pacto de Munich había comprendido que poco o nada podía esperar de
las potencias occidentales en el caso de un conflicto generalizado, y
había comenzado a evaluar las posibilidades de aproximarse a Hitler para
evitar a la URSS convertirse en la carne de cañón de la inminente guerra
europea. Eso no quitó emotividad a la partida de los voluntarios, pero
la verdad histórica no puede ser negada.
La restitución de esta no es sólo aplicable a la guerra de España. Es un
dato central de toda búsqueda de conocimiento dirigido a generar una
acción política que pretenda moldear de veras a la realidad. La
historia, suele decirse, sólo enseña que no enseña nada. Pero esta es
una apreciación torcida. Saber leerla es decisivo para apreciar las
molduras y los recovecos que existen en el presente de las sociedades en
las cuales nos toca vivir. Este ejercicio de interpretación del pasado
no tiene porqué ser desapasionado, puesto que es casi inevitable tomar
partido, pero sí objetivo. Sólo así se evitarán los errores de entonces,
aunque con seguridad cometeremos otros. Pero esta es la dinámica que
mueve la vida.
[1] Antony Beevor: La guerra civil española. Crítica, Barcelona, 2005.
[2] La Falange era un partido fascista fundado por José Antonio Primo de
Rivera, provisto de perspectivas más modernas respecto del futuro de
España; pero que fue inundado por el flujo de los señoritos de la
pequeño-burguesía conservadora, antes de ser definitivamente absorbido y
neutralizado durante la guerra civil por el general Franco tras la
muerte de sus principales jefes, ejecutados por la República o caídos en
el frente de batalla en los primeros días de la guerra.
[3] El episodio más sórdido de los tejemanejes clandestinos vinculados
al abastecimiento de material de guerra para los contendientes es tal
vez el consignado por Beevor en las páginas 448 y 449 de su libro. Dice
este autor que alemania practicó un tráfico contra natura de armas con
la República. Su principal animador fue Hermann Goering, quien cobró una
comisión de una libra esterlina por cada fusil de un pedido de 750.000
unidades enviadas a la República a través de una triangulación que tuvo
como protagonistas al dictador griego Ioannis Metaxas y al traficante de
armas Prodromos Bodosakos Athanasiades. La provistión clandestina de
armas para la República de parte de Alemania existió durante toda la
guerra, a un precio exorbitante para el gobierno español y con el
agravante de que gran parte del material enviado era de mala calidad,
inservible o era interceptado con sospechaosa regularidad por los buques
de guerra nacionales.
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