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¿Y ahora?
Por Horacio Fontova
La pregunta sigue siendo “¡Oh! ¿Y ahora quien podrá ayudarme?”, ante la
metástasis de candidatos, de coaliciones de renegados ávidos de poder,
exclamando a diestra y siniestra “¡No contaban con mi astucia!” sin siquiera un
ápice de la gracia del viejo y querido Chapulín Colorado.
La situación es desagradable, las arañas andan disfrazadas, pero no hay que
perder la esperanza.
Aunque “esperanza” sea una palabra no muy pronunciada por nosotros, los zurditos
cultores del cine iraní, los cosmos y liberartes, los cronopios de la calle
Corrientes, los que en aquellos tiempos después de hablar horas en La Paz acerca
de Ginsberg, Kerouac, París '68, Whitman y el gurú Maharashi nos íbamos a
emocionar en secreto escuchando a Sandro.
De la misma forma que hace un tiempo, entre una Bersuit y un Tom Waits, sin
querer se nos escapó una sonrisa viendo a Diego Torres cantándole “Color
esperanza” al desvencijado, finado Juan Pablo II, coreado por miles de fieles
que no tienen la menor idea del Banco Ambrosiano, ni de como murió Juan Pablo I,
ni de Licio Gelli y la P2, ni de que Jesucristo no usaba anillos de rubí ni
fastuosas cofias sobre la cabeza.
Y esto me trajo a la memoria un cuadro que ví en una galería, hace años, cuando
yo vivía en Bogotá. No me acuerdo de que pintor colombiano era, pero me quedó
grabado para siempre. En él se veía el interior de una iglesia, típicamente
ornamentosa y dorada, completamente vacía, y en medio del pasillo central Jesús
parado, casi desnudo, en harapos, sangrando con los brazos abiertos y mirando
todo el oropel a su alrededor, con una expresión de tremenda sorpresa, como
diciendo ¡¡¡¿¿¿Pero qué carajo hicieron???!!!
Entonces la tarea de corregir alguna cosa se hace un poco mas pesada de lo que
podríamos imaginar, porque la locura del sistema en que vivimos parece que viene
gestándose desde hace mucho tiempo.
Pero más allá de la desazón que produce pensar en todo esto, sé que algo se
puede hacer y que para eso no hay medidas, sino calidades. Que por lo menos se
le puede poner un poco de onda a la cosa y que hay ejemplos por todas partes.
Esquinas llenas de jóvenes malabaristas que tuvieron que aprender a hacerlo y
andá a hacerlo vos, valientes y coloridas travestis trabajando por los bosques
de Palermo –y ya lo dice el viejo I-Ching: "no hay ninguna ley que indique cual
es el camino a seguir"-, estatuas vivientes que a ver como te la bancás quietito
aunque sea durante diez minutos, escuchar en el barrio a la tardecita una voz
cantora de puro pueblo que anuncia la llegada de los cartoneros entonando un
“¡¡¡Llegaron los pobres!!!” o ver que mis gatos después de unas corridas,
ataques y mordidas se lamen apasionadamente entre ellos.
Se sabe que los gatos no tienen que votar ni enterarse de que los usurpadores
yanquis arrasaron en Irak con lo que quedaba de la antigua cultura de los
sumerios, ni de que son los padrinos de la engreída Israel y que vienen por más
(el agua, que se está por acabar) ni de que marcas multinacionales publicitan
imaginarias ayudas a los desposeídos, ni de que nuestras minas de oro ya no son
nuestras, ni de que supuestos políticos, en realidad miserables delincuentes,
siguen ansiando manejarnos, ni de que etc., etc., etc.
Así es que una vez mas llega el momento, como nunca deja de llegar, minuto a
minuto, de hacer algo para contribuir a desmoldear esta enorme masa de la que
formamos parte.
Aunque más no sea pegando un moco sobre la estatua del general Roca, tirando a
la basura algún libro de Sarmiento, quemando un cuaderno Rivadavia o en mi caso
particular tratando de abandonar algunas actitudes egoístas, como la de servirme
siempre una porción mucho mas grande de queso y dulce que la de mi mujer.
Y lo recordó Saramago: “Dios no lo hizo todo. La felicidad quedó a cargo
nuestro.”