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Nación
y antinación
El país está pasando por una circunstancia clave. En el remolino de la crisis
mundial se han avivado viejas antinomias que siguen sin ser superadas y que
requerirían de un examen inclemente para ponerlas en claro.
Por Enrique Lacolla
El contenido del discurso de la presidenta Cristina Fernández en ocasión de
inaugurar las sesiones legislativas del presente año fue inobjetable. No tan así
su puesta en escena de parte del canal oficial, por demás rígida y que con
seguridad proporcionará letra a la oposición para aducir que sus referentes
fueron excluidos con deliberación del cuadro o incluidos apenas en este. Con lo
cual se ayudará a fomentar el chismorreo y el barullo sensacionalista con los
que el monopolio mediático intenta distraer al país de sus verdaderos problemas.
Más allá de estas aparentes nimiedades, sin embargo, el discurso fue sustantivo.
No podemos saber todavía si el gobierno tiene una decisión firme para asumir las
conductas que dicta la hora, pero sí al menos que está consciente de lo que se
encuentra en juego en estos momentos
Las viejas antinomias argentinas gestadas en torno del núcleo polémico de la
nación contra la antinación vuelven a manifestarse con una contundencia
evidente. El poder ejecutivo está asumiendo, tal vez más por la fatalidad de las
cosas que por una decisión voluntaria de afrontar el desafío, el papel positivo
en este diferendo. Es decir, el de la nación que quiere constituirse, contra el
peso de la antinación representado por las clases altas que han predominado en
la definición del curso que siguió el país.
En el caso de las potencias metropolitanas las clases elevadas han representado
el rol fundante del vigor y la entidad de esas naciones; pero, en el de los
países sumidos en el atraso, la dependencia y el coloniaje, su función ha sido y
es la inversa. Es decir que dichas clases sólo existen por su carácter funcional
al régimen global imperialista, del que son el apéndice destinado a frenar el
deseo de los pueblos en el sentido de constituirse como naciones evolucionadas,
capaces de defenderse de los poderes externos que las oprimen.
Estos núcleos de privilegio representan un obstáculo insalvable para el
desarrollo de los países que los padecen y, por lo tanto, deben ser removidos o,
al menos, disciplinados. En la Argentina tal cosa hasta hoy no se ha logrado. La
memoria del país ubérrimo de ocho millones de habitantes que permitía a sus
sectores dominantes y a una clase media sometida a su clientelismo intelectual y
político, vivir suntuariamente de la renta agropecuaria sin afrontar mayores
dificultades en el plano interno, sigue fijada en la mente de esos sectores, que
se han negado cerrilmente a reconocer la evidencia de que ese “modelo” de país
ha caducado hace casi 80 años. En la defensa de esa estructura, inviable en las
condiciones de un país moderno, han actuado, conspirado, bombardeado, fusilado y
asesinado en masa, determinando un atraso que ha relegado a la Argentina desde
el puesto de privilegio que había logrado hacia 1955 en América latina, a la
posición de un país que se mueve, en el mejor de los casos, en la estela de
Brasil y que no termina de definir su propio proyecto de desarrollo,
indisociable de la unidad y el desarrollo latinoamericanos.
En uno de sus artículos elegantes e imbuidos de sutil veneno Mariano Grondona
define la lucha que se ha generado en estos momentos en torno del poder en el
país, como un conflicto ideológico. Apelando nada menos que a Carlos Marx,
nuestro ilustre sofista sostiene que las ideologías más que a una verdadera
descripción neutral de los hechos tenderían a ser un sofisticado intento de
manipulación al servicio de sus promotores. Estas ideologías, también según
Marx, enmascaran a intereses muy concretos. Para Grondona tales intereses en el
momento actual son los del Gobierno, que tiende a quedarse con el sobrante o
plusvalía “del campo” para atender a sus propias necesidades, dando a entender
que tales necesidades serían el clientelismo y el relleno de las arcas fiscales
y, por qué no, el de los bolsillos de los personajes que invisten la autoridad.
Sorprendente. No por Marx, que sabía de lo que hablaba, sino por el contexto en
el que Grondona sitúa la cita de referencia. En especial si se toma en cuenta
que el sobrante o plusvalía, en este país, ha sido acaparado a lo largo de la
mayor parte de la historia por los sectores a los que el mismo Grondona
representa. Y que esta apropiación ha sido sostenida siempre por un discurso
ideológico trompeteado por el poder mediático, discurso que señala la virtud de
la libre empresa y el carácter nocivo del intervencionismo estatal. Del
intervencionismo dirigido a orientar en sentido favorable a la mayoría de la
población los flujos económicos, se entiende, pues del intervencionismo
destinado a esquilmar a los más y a concentrar la ganancia en los menos,
Grondona no dice nada.
De hecho, este último intervencionismo ha sido el único feroz e implacable.
Desde el saqueo del país interior por la oligarquía portuaria en el siglo XIX,
hasta el vaciamiento del Estado de Bienestar llevado a sus últimas consecuencias
por los gobiernos de Carlos Menem y Fernando De la Rúa, la acción de los
representantes del establishment enancados en el poder ha sido constante. Su
papel, y el de la parafernalia mediática que siempre los ha acompañado, ha sido
echar arena en los ojos del público aduciendo la inutilidad del Estado y
demostrándola, en cada ocasión que tenían de adueñarse de las palancas del
gobierno, por el sabotaje deliberado que efectuaban de los bienes y las
funciones de aquél.
Más allá de la ideología
Nuestros ideólogos oligárquicos dicen que no lo son. Y tienen razón. Están más
allá de la ideología. Esta puede suponer un convencimiento sincero en la virtud
de lo que se sostiene. Marx no negaba que la conveniencia económica pudiera
estar ligada a una composición del mundo que creyese en el valor de una ética.
De esto la ética burguesa dio un gran ejemplo. Nuestra clase alta, por el
contrario, no cree en nada salvo en la conveniencia de defender sus intereses y
su estilo de vida suntuario, ligados de forma indisoluble al poder exterior que
nos ha moldeado de acuerdo a su conveniencia.Y para conseguirlo se encuentra
dispuesta a sacrificar cualquier cosa que no sea ella misma.
Los instrumentos que por ahora maneja para conseguir sus objetivos son el
monopolio mediático y los grupúsculos de presión de la “pampa gringa”, capaces,
a pesar de su irrelevancia numérica, de someter a un verdadero sitio al país si
vuelven a promover “tractorazos” y cortes de ruta. Si se concreta otra vez la
experiencia que tuvo en vilo al país durante varios meses, el gobierno debería
apartarse del laissez faire que mantuvo a lo largo del conflicto anterior. No le
va a resultar fácil, en razón de la trampa en que él mismo se ha encerrado por
su lenidad y por su pacifismo “a outrance”. Pero en ello le va la vida y, lo que
es más grave, la vida de quienes lo pusieron en ese lugar para recomponer la
situación del país.
Pues, ¿qué quieren en el fondo tanto los chacareros enriquecidos como quienes,
detrás de ellos, mueven los hilos y movilizan su arsenal económico y su poderío
mediático para sostener la protesta? Suena a disparate, pero todo el discurso
que nos sirven a propósito del campo como el corazón de la economía implica una
regresión que sólo podría darnos un futuro oscuro y, sin duda alguna, violento.
Mucho más violento que el actual. Grondona explica lo que él califica como un
probable giro copernicano en la posición del Congreso parafraseando a Bill
Clinton cuando suministraba las razones de la derrota de George Bush padre. “Es
la economía, estúpido”, decía el ex presidente norteamericano, frase que
Grondona traduce como: “Es el campo, estúpido”.
La perspectiva general se está tornando peligrosa. Hay demasiada inconsciencia
de la gravedad de la orientación oportunista que la oposición política está
dando a su accionar. No porque este vaya a redundar en un golpe de estado, sino
más bien porque puede desembocar en una desestabilización institucional que
permita a los sectores del privilegio volver a poner sobre la mesa su concepto
inviable de país orientado exclusivamente a la explotación agraria. Semejante
concepción es desatinada, atrasa –como dice Alfredo Zaiat- en más de un siglo en
la teoría de la ciencia económica “y convierte a la Argentina en el único país
de un mundo en fabulosa crisis donde se discute la posibilidad de volver a una
economía agroexportadora primitiva”.
Hasta qué punto semejante proceso sería regresivo lo demuestra el hecho de que
si las cosas siguen así, hacia el 2017 la superficie sojera argentina rondará
las 120 millones de hectáreas. Más o menos el 43 por ciento de la superficie
nacional, un verdadero disparate ambiental y económico según Alberto Lapolla.
Amén de los riesgos que supone el cultivo de la soja transgénica tanto en el
plano de la fertilidad del suelo como en el de la salud, más allá del desastre
ecológico que está ya en curso a través del desmonte y la liquidación del bosque
nativo, lo que asoma detrás del desenfrenado apetito de los pool de la soja y de
los medianos productores que se mueven en su rumbo, es la destrucción del
empleo. El “campo” no lo genera sino en una mínima medida. Cada 500 hectáreas de
soja generan un solo puesto de trabajo (en comparación a los 35 que se daban en
la agricultura familiar) y está fuera de toda comparación con el que proporciona
la industria manufacturera. Asimismo, en el plano de la integración del Producto
Bruto Interno (PIB) el aporte del campo, sojero o no, durante el período de
crecimiento 2003-2006, representó tan sólo el 3,5 por ciento, en contraste con
el 22,6 por ciento de la industria manufacturera y el 17,1 por ciento del
comercio. La producción agropecuaria es una de las patas sobre las que se apoya
el país, pero ya no es la más importante.
Hay mucho para hacer a fin de generar, desde el gobierno, un proyecto de
desarrollo nacional sustentable. Esto es evidente. Pero el posicionamiento de
los sectores más duros del establishment y el espeluznante vacío ideológico de
la oposición producen vértigo y deben inquietar sobremanera. La reacción de esta
última al discurso presidencial ha sido de una mezquindad y una pobreza
abrumadoras. Sin argumentos, disparó contra la política económica del gobierno e
hizo hincapié en el problema de la inseguridad, asunto delicado si los hay por
supuesto, pero que está siendo sobreutilizado por la prensa para espantar a la
clase media.
Así estamos. Una oposición que en general no se plantea una verdadera discusión
de los problemas del país sino una utilización oportunista de estos; una clase
media poco inclinada a la autocrítica, atontada por los mass media, que
representa una masa de maniobra que los sectores del del privilegio pueden
utilizar o neutralizar en una instancia electoral como la que se avecina, y unos
sectores más populares más resistentes, pero que hasta cierto punto están
aturdidos por el desempleo que se cebó en ellos hasta hace poco y que aun sigue
trabajándolos, componen un conjunto de factores que requerirían una mano firme y
una decisión política intransigente para afrontarlos. Una ley de radiodifusión,
que ayude a recuperar espacio para la opinión independiente es, entre muchas
otras cosas, imprescindible para enfrentar y destruir la monocorde y deliberada
imbecilidad de las emisiones de la televisión, orientadas a vaciar cerebros y a
celebrar y exaltar la pavada.
Pero no hay remedios mágicos. Es necesario un diagnóstico implacable de los
males que nos afligen, el primero de los cuales es la ineptitud o la perversidad
de las opciones políticas y mediáticas que se ofrecen para mirar el panorama. La
nación y la antinación vuelven a enfrentarse. En términos poco dramáticos, y que
rondan la farsa más que la tragedia, pero de cuya resolución en uno u otro
sentido puede depender el destino de este país en las próximas décadas.
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