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El
muro, los muros
Por Enrique Lacolla
El caso del derruido muro de San Isidro es distintivo de una tendencia que
expresa un rasgo característico de la sociedad contemporánea: la
exclusión vergonzante.
Gran sensación provocó el intendente de San Isidro con su ocurrencia de
querer levantar un muro entre su jurisdicción y la comuna de San
Fernando, para preservar, decía, la seguridad en el ámbito que es de su
responsabilidad. Sería esta una explicación risible si no fuera porque,
de una manera u otra, en el país y en la sociedad contemporánea en
general, los muros están levantándose por todas partes. El alcalde Posse
quiso aprovechar, seguramente, la psicosis generada por la ola de
inseguridad fogoneada por los medios para enancarse en la argumentación
opositora al actual gobierno, que adjudica a este todos los males que
sufre la nación, desde el aumento del delito a la epidemia de dengue.
Sin embargo su postura, a pesar de que su iniciativa fue prestamente
desmontada por la acción popular, luego refrendada por la Justicia,
tiene una repercusión favorable en sectores bastante amplios de la clase
media, que no terminan de aferrar la simple verdad de que el aumento del
delito es inseparable a la disolución del tejido social. Disolución
programada y llevada a cabo por la peste neoliberal que carcomió al país
desde 1976 al 2002.
En Argentina -país que se había caracterizado por un equilibrio social
derivado de la movilidad de sus clases durante gran parte de su
historia-, la arremetida neocapitalista, la desindustrialización y el
desempleo anularon esa posibilidad de desplazamiento en ascenso,
arrinconando a grandes masas de gente en la periferia de las ciudades,
sin otra perspectiva que la de ir tirando. Cuando el estancamiento se
hace persistente y se evaporan las perspectivas creíbles de crecimiento,
la descomposición social se pronuncia, el modelo de familia nuclear se
hace difícil de mantener, la educación se desploma, la situación
sanitaria se empobrece y las opciones que restan a quienes se encuentran
en tal situación se estrechan cada vez más. Una pelea esforzada y no
redituable para apenas seguir viviendo; el clientelismo, la droga o
–entre los elementos más decididos, rebeldes, brutalizados o agresivos
del sector-, el delito a mano armada, se convierten en el pan de cada
día.
La reversión de esta situación no pasa por erigir muros, evidentemente,
sino por la curación de los datos económicos y culturales que la
informan. El principio básico de la actual etapa del sistema
capitalista, sin embargo, parece excluir cualquier manifestación en este
sentido. Y ello se hace aun más perceptible en una sociedad como la
nuestra, afligida desde siempre por cierta anomia, por cierta
desintegración identitaria proveniente de una peripecia histórica
fallida. Por una peripecia histórica frustrada, en gran medida, por el
carácter dependiente del modelo en el que se fraguó la Argentina
moderna, tras la destrucción de las resistencias populares que se
opusieron a la organización nacional impuesta desde Buenos Aires,
durante el período de las guerras civiles que asolaron al país a lo
largo del siglo XIX.
La psicosis de la fortaleza
Más allá de los rasgos originales que puede revestir el fenómeno en la
Argentina, la tendencia a erigir muros que separen el confort de la
miseria es un rasgo común a toda la sociedad actual. En este sentido
puede decirse que las acciones del intendente de San Isidro introyectan
una tendencia universal, traduciéndola a nuestras propias coordenadas.
Veamos si no: erección del muro entre Estados Unidos y México;
multiplicación de los obstáculos opuestos a la inmigración en los países
del primer mundo, asalto a esos países de emigrantes provenientes en
especial de Africa, que se esfuerzan por desembarcar en las costas de
Italia o España…
Contrariando la verborragia occidental y la Vulgata democrática acerca
de la infamia del Muro de Berlín, el número de víctimas que arrojan
estas travesías desesperadas es inmensamente mayor que la de los escapes
protagonizados por quienes querían huir del régimen comunista para
acogerse a las bondades de Occidente. Si en el “muro de la vergüenza” de
Berlín murieron alrededor de dos centenares de personas al intentar
cruzarlo a lo largo sus 28 años de existencia, ahora se registran cada
año más de mil muertes en los intentos de los africanos que intentan
alcanzar las costas de Europa o entre los mexicanos y latinoamericanos
que intentan cruzar el “border” y perecen de sed en el desierto de
Arizona, son víctimas de la acción de las mafias o, a veces, caen a
consecuencia de la acción de las patrullas de frontera.
Hace algunos años un brillante ensayo de Furio Colombo designó a nuestra
época como “la nueva edad media”, haciendo alusión a la tendencia,
propia de los estratos más adinerados, a amurallarse en espacios
propios, dejando fuera a una masa de población que es incapaz de
elevarse hasta un nivel económico excluyente. Esta propiedad de la
sociedad moderna se ha visto exasperada desde entonces por los estragos
de la globalización y del capitalismo salvaje, y arrastra consigo toda
una parafernalia arquitectónica que contribuye a significarla. Si las
catedrales y el castillo fueron el símbolo del medioevo, los barrios
privados, los rascacielos con seguridad privada y las villas miseria
constituyen la representación cabal de una situación que, en medio del
torbellino de la revolución tecnológica, arroja como contrapartida un
estancamiento social que genera vapores pestilentes y explosivos. La
salvedad que cabe hacer es la de que, en la Edad Media, la Iglesia y la
fortaleza feudal suministraban un reparo a las aldeas que moraban en el
exterior, y en que, a la vez que explotaban a la población rural y
demandaban su servicio, la protegían de merodeadores y enemigos
externos. Mientras que hoy, ¿qué tipo de contrapartida reciben de los
orgullosos rascacielos, las chabolas, las favelas y las villas miseria
que los circundan?
Tal inmediatez es incómoda para los habitantes de los primeros. De algún
modo cabe interpretar la tendencia a hacerlos cada vez más altos como
una forma de expresar la arrogancia del dinero y al mismo tiempo la
simbolización quizá involuntaria del distanciamiento de la elite
respecto de la masa. Despegarse del suelo parece ser la consigna. Cada
vez más alto. Los countries, a su vez, tienden a configurar un escape de
la opresión de la gran ciudad remitiendo a un entorno bucólico, poblado
de “gente como uno” y concebido como una especie de gueto privilegiado.
Pero ocurre que los habitantes de los barrios privados suelen tener que
desplazarse al centro, al menos por ahora, y en su ruta no pueden evitar
las asechanzas… Tal y como les sucedía a los caballeros medievales en
sus tránsitos de castillo a castillo, a través de bosques infestados de
bandidos.
La contraposición cada vez más rígida entre el privilegio y la pobreza,
y el aumento exponencial de esta, orientan al mundo hacia una
confrontación permanente entre ricos y pobres en dos niveles: primero el
de las naciones desarrolladas respecto de las regiones del mundo que no
lo están y, segundo, en la traslación de esta antinomia al interior de
todas las sociedades. Cuanto más atrasadas e indigentes sean estas, más
inclemente se tornará un choque y más feroz se hará la represión
policíaca del problema, pues menor será la capacidad de reacción
organizada que existirá en los sectores sumergidos.
La desazón contemporánea
J. G. Ballard tiene varias historias que reflejan la incomodidad
contemporánea. La más pertinente a este efecto es Rascacielos, (título
original en inglés High Rise) una novela claustrofóbica que describe el
deterioro de la vida en un edificio que se eleva a vertiginosa altura y
está dotado de todas las comodidades, pero que colapsa por pequeñas
disputas entre los habitantes, que no tardan en transformar esa
situación en enfrentamientos en los que manifiestan un retorno a los
instintos más primitivos. Encerrados dentro de sí mismos, olvidados del
mundo de posibilidades que se les ofrece afuera, los tres estamentos de
la sociedad –alto, medio y bajo- se debaten en una cárcel de cristal de
la que podrían salir si quisieran, pero a la cual se agarran de manera
patológica. Esta distopía, como otras del mismo autor, refleja bien la
cerrazón de una sociedad global que hoy dispone de todos los elementos
para romper el círculo vicioso del sistema que la sofoca, pero que no
cuenta con los elementos ideológicos y con el sujeto histórico capaz de
encarnarlos para procurar una salida.
La caída del socialismo, aun en la vertiente gris y distorsionada del
“socialismo real”, ha dejado un hueco difícil de llenar, en especial si
se considera el estancamiento de los movimientos sociales, consecuencia
de la pérdida de peso específico de parte de la clase obrera.
En la lucha de todos contra todos que se esboza en el mundo y de la cual
nuestro país ofrece algunos ejemplos, se diseña sin embargo un
movimiento que, cualquiera sea su evolución inmediata, refleja una
tendencia a mediano plazo que es difícil pueda ser rebatida por el
sistema. A pesar del inmovilismo que informa a las capas dirigentes, la
rigidez de las superestructuras se ve conmovida por el embate cada vez
más anárquico de las masas que presionan desde el limes, sea este
exterior o interior. La presión de los desheredados del Tercer Mundo
contra las fronteras del mundo desarrollado, es replicada en el interior
de todos los países por la profundización de la brecha entre ricos y
pobres, y el consiguiente aumento de la inseguridad interna. Los muros,
como han señalado los sociólogos, se proponen en este sentido como una
metáfora de la exclusión y suponen un modelo de organización social
inviable, pues pretenden nulificar la lucha por la igualdad –es decir,
por la democracia-, erigiendo barreras que tornan invisibles a los
“otros”, sean estos habitantes de las villas, palestinos hacinados en la
franja de Gaza o emigrantes que tratan de escapar a la miseria a que los
condena un sistema económico fundado en la explotación de los más
débiles y en su exclusión cuando se tornan innecesarios. Pero como los
excluidos son la inmensa mayoría de los habitantes del planeta y como
nadie está propenso a aceptar la propia extinción de buen grado, la
presión de abajo hacia arriba puede –debe- terminar reventando los muros
de contención.
Los muros, ¿a quiénes terminarán encerrando? ¿A quienes están fuera y
pugnan por entrar, o a quienes no se animan a sacar la cabeza encima de
ellos por miedo a perderla?
Nos encontramos en un momento de transición. El capitalismo,
caracterizado a lo largo de su ejecutoria por un dinamismo feroz que se
llevaba todo por delante, ahora parece querer caracterizarse por la
inversión de ese mismo principio: antes irrumpía en todos lados, y ahora
se abroquela en las ciudadelas del privilegio. Esto parece significar el
paso de la ofensiva a la defensiva. Y quien sólo se defiende, al final
pierde.
Fuente:
http://www.enriquelacolla.com