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Rucci
vuelve
No acuerdo con ejecuciones, de cualquier tipo que sean: la muerte de Rucci
también me parece un episodio lamentable. Pero me sorprende cómo lo están
transformando en un referente de no se sabe qué.
Por Martín Caparrós.
Estoy rotundamente en contra de la pena de muerte: creo que está mal, creo
que no sirve para nada de lo que dice servir, creo que es tan humana que es
de esas cosas que llamamos inhumanas. No acuerdo con ejecuciones, de
cualquier tipo que sean: la muerte de Rucci también me parece un episodio
lamentable. Pero me sorprende cómo están transformando a José Ignacio Rucci
en un referente de no se sabe qué. Primero fue el libro de Reato, con esas
revelaciones que cualquiera podría haber leído, diez o doce años antes, en
otros libros –o saber, sin leer nada. Después toda una sucesión de
discursos, homenajes, reinvindicaciones del mártir sindical por parte de los
gremios oficiales, políticos varios, la señora presidenta. Y, ahora, la
aparición de una eventual candidata a diputada, su hija, cuyo mérito mayor
es ser su hija y que enarbola, al menor descuido, la imagen de su padre.
José Ignacio Rucci estaba casi olvidado hasta que el retorno K de los
setentas lo recuperó. Durante años todo lo que se dijo sobre esos años tenía
que ver con la condena de los crímenes del Estado y el recuerdo de sus
muertos. Hasta el kirchnerismo, la transformación de los militantes
revolucionarios de los setentas en desaparecidos les había dado la inmunidad
que tienen las víctimas. Ya no se discutía qué habían querido hacer sino qué
les habían hecho: no eran sujetos políticos sino objetos de la barbarie de
los militares –y, por lo tanto, nadie tenía derecho a cuestionarlos. El
kirchnerismo recuperó, en el discurso, ecos débiles de algunas de sus
consignas –pueblo por movilización popular, redistribución de la riqueza por
socialismo– y, aunque sólo las usa como slogans baratos, las vuelve a
convertir en lo que eran: política, formas de ver y hacer el mundo. Entonces
aquellas víctimas intocables se vuelven tocables –se vuelven agentes
políticos de nuevo– y se arma la discusión sobre ellos en los términos de
cualquier discusión política. Por eso pudo aparecer sobre el tapete otra
víctima –que también tiene la legitimidad de la muerte– pero opuesta: el
líder sindical del peronismo ortodoxo, que todos habían tratado de olvidar
por incómodo, vuelve al tablero. Contra el supuesto montonerismo
kirchnerista cierto peronismo recuperó la figura de su mártir, el jefe de la
CGT setentista, para oponérsela.
Para eso, por supuesto, tuvieron que modificarlo. El Rucci histórico no
sirve para mucho en este momento, y hay que inventarse uno: el demócrata, el
pacífico, el honesto, el dirigente probo. En la realidad, José Ignacio Rucci
fue uno de los tres grandes representantes –junto con Augusto Vandor y
Lorenzo Miguel– de aquello que solían llamar “burocracia sindical”: una
forma de conducir a los obreros basada en la colaboración constante con el
poder y la intimidación constante a sus propias bases, en los buenos
negocios y los grupos de choque.
Así que me puse a buscar en La voluntad, un libro sobre la época, material
sobre Rucci y encontré, para empezar, una cita que me atrajo por la
profusión de nombres que todavía duran. Era marzo de 1971 y Córdoba estaba a
punto de estallar otra vez por protestas sindicales; gobernaba el país el
general Levingston pero pronto lo derrocaría su comandante en jefe, el
general Lanusse:
“El lunes 8 el ministro de Economía del gobierno, Aldo Ferrer, amenazó con
renunciar: su jefe había anunciado el día anterior que el máximo aumento
salarial que podría surgir de las negociaciones colectivas sería del 19 por
ciento. Ferrer se había comprometido con el secretario general de la CGT,
José Ignacio Rucci, a conseguirle un 23 por ciento; al día siguiente, Rucci
le explicó al secretario de Lanusse, el coronel Cornicelli, que si los
líderes sindicales, ‘los mejores aliados que tienen el gobierno y las
Fuerzas Armadas’, no podían satisfacer las expectativas de sus bases,
corrían el riesgo de que los reemplazaran figuras más radicales y, dijo,
ellos y los jefes militares ‘podían terminar frente al mismo paredón de
fusilamiento’. Lanusse, preocupado, ordenó a su secretario que se reuniera
con el asesor legal de la CGT, Antonio Cafiero, para ver qué solución podían
encontrar.”
Los líderes sindicales como Rucci se definían, en plena dictadura militar,
como “los mejores aliados que tienen el gobierno y las Fuerzas Armadas” –y
siempre lo fueron. Discutían con un señor que entonces trabajaba para los
militares y ahora para este gobierno, Aldo Ferrer, y los asesoraba el
incombustible don Antonio. Aquellos líderes sindicales no sólo compartían
con los militares ciertos objetivos –mantener a raya a las “figuras más
radicales”– sino también ciertos métodos.
La burocracia sindical siempre tuvo matones a sueldo: quién mató a Rosendo
fue el primer gran relato de esa historia. En 1973 Rucci y Miguel habían
organizado un grupo de choque que se llamaba Juventud Sindical Peronista,
que produjo –el 9 de junio de 1973– el primer muerto de aquella democracia
cuando sus patotas fueron a romper un acto en la plaza Las Heras que
recordaba la insurrección del general Valle. Pero eso fue poco al lado de lo
que pasó diez días después: el 20 de junio, José Ignacio Rucci fue uno de
los cinco responsables de la recepción de Perón en Ezeiza, que terminó con
docenas de personas muertas por los organizadores. El jefe de su custodia,
el “Negro” Corea, dirigió aquella tarde a los matones que torturaron con
picanas eléctricas a varios de sus prisioneros JP en el hotel Internacional
del aeropuerto. Dije: torturaron con picanas eléctricas.
Y así de seguido. Unos días más tarde, Rucci movilizó su sindicato para
voltear el gobierno –democráticamente elegido– de Héctor Cámpora. Y, en otra
clara muestra de su tolerancia, unas semanas más tarde algunos de sus
muchachos trataron de quemar Clarín. La historia empezó cuando el ERP-22 de
agosto secuestró al apoderado general del diario, Bernardo Sofovich, y lo
liberó a cambio de que publicara tres solicitadas en su edición del 10 de
septiembre. Ese mismo lunes a la tarde, mientras Sofovich daba una
conferencia de prensa en el tercer piso del diario, unos cuarenta hombres,
todos con distintivos celeste y blanco y una V en la escarapela, entraron
por la calle Piedras y coparon el edificio: lo ametrallaron, destruyeron
parte de las instalaciones con granadas, robaron plata de las cajas y
trataron de quemar las rotativas. “Vamos a terminar con este reducto de
zurdos”, les gritaban a los periodistas y empleados del diario. Una decena
de personas recibieron heridas de bala o quemaduras. En su retirada, los
asaltantes se tirotearon con unos patrulleros que llegaban. Uno de los
atacantes, Lisandro Borjas, quedó herido en las piernas. Mientras la policía
se lo llevaba al hospital Rawson, les pidió a los vecinos:
–Avísenles a Rucci, Lorenzo o Rogelio que estoy vivo...
Poco después los montoneros mataron a Rucci, y es injustificable, y dos días
después los de Rucci se vengaron matando al montonero Enrique Grynberg, y
también. Pero si haber sido muertos por el Estado no hace mejores o peores a
los militantes revolucionarios, haber sido muerto por esos militantes no
hace mejor o peor a un sindicalista patronal. Ser víctima de un homicidio no
cambia nada más que eso: la forma de la muerte. Pero una muerte inesperada,
injusta, bien manejada puede hacer maravillas con cualquier biografía.
Antonio Cafiero –todavía– dijo el año pasado que Rucci es “un genuino mártir
del movimiento sindical argentino” y que “su ejemplo sigue siendo la
antorcha que ilumina el camino argentino”.
Es probable que tenga razón. Este Rucci que se inventaron ahora permite que
Aníbal Fernández corra a la hija con el fantasma del padre y le diga que “si
él la viera con Macri y De Narváez se arrancaría los pelos”. El Rucci
histórico, en cambio, el que acordaba con los patrones y se ofrecía a los
militares para frenar a los “bichos colorados” y comandaba patotas, explica
y justifica que su hija quiera ser candidata de un peronismo hecho a fuerza
de empresarios conservadores y millones de dólares, su mejor sucesión.
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