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Dr.
Esteban Laureano Maradona
Cuentos de la selva
Por Guillermo F. Marín
Hay periodistas o historiadores que llaman “héroe” a cualquier persona. La
historia del doctor Esteban Laureano Maradona encaja sin despojos con la idea de
superhombre, pues su vida es poco menos que novelesca. Acaso su destino le fue
tan cruel y reparador a la vez, que las circunstancias que le tocaron vivir
durante su dilatada existencia parecen extraídas de una leyenda épica. Si el
amor arrancado o la crueldad de la guerra coexisten con el suceso del viaje del
personaje ficcional que asume su misión en el mundo, es inevitable pensar en el
mitólogo Juan Villegas con su teoría sobre La estructura mítica del héroe en la
novela del siglo XX. No es el propósito de este trabajo realizar un ensayo a
partir de los trabajos de Villegas, tomando como punto de partida la vida y obra
del doctor Maradona, aunque sorprenda lo simétrico, conmueva la analogía o el
paralelismo que hay entre la historia vital de este médico desigual y el
protagonista de una obra de ficción. Pero Esteban Laureano Maradona no es un
mito. Fue un hombre de carne y hueso tan real como la miseria humana o el dolor
físico. Había nacido el 4 de julio de 1895 en la provincia de Santa Fe, en un
pueblo llamado Esperanza. Originario de una tierra fundada por Juan de Garay, en
cuya región se esparcían hacia todos sus puntos cardinales los tobas, timbúes,
pilagás y guaraníes. A principios del siglo XX eran miles los aborígenes que aún
habitaban la zona, muchos de ellos desamparados, enfermos o heridos en la
guerra, pero que marcarían la existencia del doctor Maradona a fuego.
De su niñez, sólo se sabe que el pequeño Esteban fue uno de los nueve hijos
(algunos biógrafos hablan de siete nacidos) que parió doña Encarnación Villalba
y que pasó la mayor parte de su infancia en los Aromitos, una estancia ubicada a
orillas del río Coronda, en Barrancas. Estancia que fue heredada por su abuela
de apellido Sosa, cuyo bisabuelo recibió campos del propio Garay. En ese paraje
natural alejado de toda civilización, el niño habría de construir una
personalidad sensible por el amor a la naturaleza, pues, por aquellos tiempos,
él y sus hermanos pasaban las horas ociosas cazando o pescando en los
impenetrables montes de las sierras santafecinas. Esteban creció salvaje, “como
los indios”, solía decir. Su padre, Waldino Maradona, fue un congresista y
educador en cuya historia social figura la iniciativa de gestar en Esperanza, el
primer congreso agrícola del país.
Fueron sus padres quienes le enseñaron al niño los primeros signos del lenguaje
y a realizar las primeras operaciones matemáticas; de modo que a los doce años
se encontraba cursando estudios secundarios en el Colegio Nacional Simón de
Iriondo, de la ciudad de Santa Fe. Esteban era un joven callado. No le gustaba
llamar la atención. Quería siempre pasar inadvertido. Por ejemplo, su vestuario
era siempre anticuado, de colores oscuros y tradicionales como el negro y el
azul. Tamaña introspección habrían de conducirlo a sentir en su juventud un
profundo deseo por conocer el interior del ser humano. Eligió estudiar en Buenos
Aires, medicina. Una de sus declaraciones, a propósito de sus años de estudiante
universitario, lo pinta de cuerpo entero: “A pesar de que tenía maestros de la
talla de Bernardo Houssay, Pedro de Elizalde, Nerio Rojas, Gregorio Araoz
Alfaro, Escudero o Arce, no me gustaba ese aire elitista y aristocrático que
tenía la universidad por aquel entonces. Los estudiantes iban con galerita, y
yo, como buen rebelde, aparecía por las andas con un enorme chambergo de tipo
criollo”. Era cierto. El estatus que poseía en esos tiempos la profesión médica,
sólo era comparable con la de doctor en leyes. Pero al alumno Maradona poco le
importaba que se burlaran de él. Prefería atender a sus sonidos internos, a su
precoz inclinación por la escritura poética. Uno de sus cronistas, plantea la
audaz posibilidad de que justamente hayan sido esas las razones por las cuales
Maradona efectuó una carrera cuya duración “se hizo sumamente extensa”. Tal vez
sus voces interiores una mezcla de clamores telúricos y de linaje, lo hayan
refrenado en sus estudios universitarios, formación que se extendería durante
nueve años. Sin embargo, sus biógrafos coinciden en que se trataba de un joven
estudiante “decidido y con ideas propias”.
Esteban Laureano comenzó a ser el Dr. Maradona en el año 1928. Tenía treinta y
tres años. Dos años más tarde abandonaba la pensión en Buenos Aires de la calle
Treinta y tres Orientales y zarpaba en una goleta a vapor hacia Resistencia,
Chaco. Atrás quedaban su primeros servicios en los hospitales Rivadavia, Bosch,
Muñiz y de Niños Expósitos. Atrás quedaba una ciudad afrancesada de fines de los
años ´20 que hervía de hombres con galera que trataban de solidarizarse con el
ex presidente Hipólito Irigoyen, derrocado por el primer golpista que conoció el
país: José Félix Uriburu. Pero el doctor, ajeno a aquellos vaivenes políticos
instalaba, con la ayuda económica de su madre, un consultorio en una precaria
vivienda de varias habitaciones. Allí atendió a sus primeros pacientes durante
las calurosas tardes chaqueñas, cuyas mañanas utilizaba para visitar a sus
enfermos en sus domicilios. Maradona también aprovechaba los fines de semana,
aunque para trocar su profesión médica con la de un incipiente y habilidoso
orador; a pesar de que sus disertaciones en plazas o teatros comenzaban a
molestar a los estamentos políticos del poder.
El viaje
El 30 de abril de 1932, en el Teatro-Cine de Barranqueras, ante un público
atestado de obreros portuarios, el Dr. Maradona dio una conferencia sobre
accidentes de trabajo. Aquello fue el principio de una seguidilla de charlas
que, según las autoridades partidistas provinciales desprendidas de la época
infame, poseían “un marcado estilo ideológico”. No era para menos. La decisión
estaba tomada. Había que “observar” los movimientos que hacía este doctor que,
además, opinaba en contra de los partidos políticos, de las fuerzas vivas y de
las personas más “representativas” (por no decir oligarcas) de la región. “Los
capitalistas me tenían entre ceja y ceja. No me dejaban vivir tranquilo, y
cuando oscurecía me acosaban con reflectores”, confesó décadas más tarde. Y una
noche, de esas que nadie quisiera recordar, tomó su maleta, metió allí su
título, un arma y unos pocos pesos y partió al exilio. El exilo se llamaba
Paraguay, un país que acariciaba como un mal pensamiento la guerra con Bolivia.
Un día del que no se poseen registros, el doctor tocó la puerta del cuartel
central de Asunción; quería enrolarse como camillero. Si lo hubiesen tomado como
a un lunático y no como a un espía, no hubiese caído preso en una celda
repugnante, sin saber siquiera si iba a ser fusilado como lo hacían con los
agentes bolivianos. Pero su destino estaba fijado. Quien a primera vista hubiese
parecido su ejecutor, le informó al reo, de la única manera que se le puede
hablar a un reo, seca y tajante: “Tiene que vacunarse”. Laureano, sereno, le
contestó: “Vea señor, yo soy médico cirujano y no ignoro las reglamentaciones
sobre las vacunas, por lo tanto no impediré que me inoculen”. Quedó en libertad.
De inmediato fue incorporado como médico de planta en el Hospital Naval de
Asunción, cargo que desempeñaría por ocho meses. Sólo así el doctor entraba en
lo que probablemente estaba buscando en su interior: el dolor ajeno como modo de
proyectar el suyo, pues, sólo el desterrado conoce el vacío impiadoso que deja
el olvido de la tierra natal.
En Paraguay, Esteban Maradona tiene treinta y ocho años. Pasa sus días
atendiendo a los heridos de la guerra del Chaco- Boreal. Lucha contra el cólera,
el dengue y otras enfermedades infectocontagiosas. Haber actuado con eficacia en
esas circunstancias le valió el reconocimiento para obtener el cargo de jefe del
Hospital Naval de Asunción. Una gratitud probablemente inesperada para quien
hubiese pasado sus últimos días de vida curando las terribles hemorragias o el
cólera por el cual morían como insectos los muchachos de la soldadesca
paraguaya.
La pérdida
Sin dudas sufrió mucho. Tanto como cualquier mortal que pierde a su ser amado.
Pero sus biógrafos se empeñan sólo en destacar los avatares de su vida
profesional y mezquinan tinta cuando se trata de hablar de la única relación
amorosa que a Maradona se le conoció en vida. Circunstancias de un malogrado
vínculo afectivo, por cierto, que lo conducirían a movilizar ciertos motivos
interiores y que darían la clave para comprender por qué razón Esteban Laureano
Maradona pasó nada menos que cincuenta años de su vida, en la insuficiencia
material, apartado de las aglomeraciones humanas, curando indígenas en la selva.
El amor, o en nuestro caso, la desdicha del amor, es siempre un clavo ardiente
que se lleva con gusto o que devasta. En un caso como en otro, existe allí un
motor que moviliza las pasiones, las actitudes del ser, pues, ese estado mental
y orgánico siempre es móvil. Sin embargo, los cronistas del doctor procuran
construir un espejismo y echan por tierra un sentimiento tan movilizador que
pudo haber llevado a Maradona a tomar (tal vez sin saberlo) una de las
decisiones más trascendentales de su existencia.
Una hermosa mujer de piel blanca y cabellos claros, sobrina del presidente
paraguayo, habría de despertar en Esteban Maradona el amor. Esa muchacha era
Aurora Evalí, de quien se dice que le correspondía al enamorado con idéntico
sentimiento. Ambos se conocieron por intermedio de uno de los dos hermanos que
tenía Aurora, Luis Evalí, quien trabajaba en diversas tareas médicas en el
Hospital Naval, junto a Esteban Laureano. Suponemos que esa relación no se
extendió por más de un año, tal vez meses. No hay más información al respecto;
salvo la que comunica la muerte repentina de Aurora -a causa de un cuadro agudo
de fiebre tifoidea – quien se negara a ser atendida por su novio médico. Es que
las pautas culturales de entonces, una sumatoria de pudores nocivos, eran más
poderosas que el principio de supervivencia. Él, que se consideraba a sí mismo
como un rebelde, ¿se habrá cuestionado la incompatibilidad que existe entre unas
normas inestables de conducta y el principio insoslayable del juramento
hipocrático? No lo sabemos. Aunque intuimos que pudo haberlo hecho durante los
sesenta y dos años que pasó sin Aurora. Su alma tardó muchos años en adaptarse a
la ilusión del recato; o quizás nunca pudo acomodar esa pérdida dentro de la
olla enjuta del decoro: “El destino me llevó a la oscuridad”. ¿A qué oscuridad
se refiere Maradona en un verso de un poema escrito hacia 1980? ¿A la de la
selva formoseña? ¿A la de la pérdida del amor? ¿Qué es si no la expiación de la
selva la metáfora perfecta de una mujer que yace presente en su purgatorio
interno? En otro texto, dice el poeta: “Vuelvo con las manos vacías, todo lo he
dado / Luz de las estrellas para alumbrar el camino / Mi corazón humilde, se lo
ofrecí al destino / Regreso pobre de amor, de ensueño y de esperanza / Una carga
de lágrimas, sólo ésta he traído / Un dolor puro y santo como un niño dormido”.
Pobreza de amor, refiere Maradona; seguramente un signo conocido por aquellos
amantes que no consuman el deseo amoroso, la imposibilidad de realizarse en esa
soberanía. Hay algo que es incuestionable en Maradona: su altruismo, el servicio
humano prestado en esas circunstancias históricas, fruto de su llama
hipocrática. Pero una decisión intempestiva de tamaña envergadura, no planeada
con antelación, ¿acaso debió responder a un llamado, a aquella voz idílica que
un día dejó de pronunciar su nombre? La duda es permisible.
El llamado
Un día de 1934, el doctor Maradona renuncia a la dirección del Hospital Naval.
Los motivos respondían a las “diferencias que mantuvo con su colega”, un tal Dr.
Lofrucio. Así lo explican sus cronistas sin ahondar en detalles. Esteban se
encontraba en un punto de su carrera donde, por ejemplo, comenzaba a recibir
algunos reconocimientos en tierras guaraníes, que devolvían las gratitudes de
sus gestiones directivas en áreas de la salud. Se hallaba, además, sin trabajo
en relación de dependencia, con lo que podía garantizarse cierta libertad de
tiempo y movimiento. Se programó un viaje. Esta vez, el periplo que pensaba
realizar, se debía a deseos fraternales; un encuentro fugaz en San Miguel de
Tucumán con su hermano Juan Carlos, y su posterior arribo a la ciudad de Buenos
Aires para instalarse de forma temporaria en casa de su madre. El tren partió
con rumbo fijo, pero su destino no habría de ser así para Maradona. Recuerda el
doctor acerca de ese hecho, que descendió del tren en una parada, “para estirar
las piernas”. Las tierras del intervalo se llamaban Estanislao del Campo, en la
provincia de Formosa. No las abandonó más. Se quedó allí. La historia que sigue
parece desprendida de un cuento: buscaban en ese momento a un médico que
atendiese a una parturienta en peligro de muerte. Maradona tomo su maletín, se
subió a un sulky, y partió. El tren también. Se quedó dos días en el rancho de
su paciente atendiendo a la madre y a su hijo recién nacido. Cuando el mismo
carruaje lo depositó nuevamente en el andén, una multitud lo esperaba para ser
atendida por el “curador”. Las voces tenían timbres dispares, pero el mensaje
era el mismo: abandono. Quizás, Laureano volvió a escuchar la voz del amor
(aunque ahora era universal) y no estaba dispuesto a resignarlo.
El regreso (del héroe)
Cincuenta y un años después, acaso como un Ulises que vuelve a su Ítaca,
Maradona regresaba a su provincia natal: viejo, cansado y enfermo. Cincuenta y
un años atrás quedaba una historia personal viva, fecunda, generosa; un diario
personal tanto o más interesante que el de su par, René Favaloro. En esa
alegórica forma de concebir la curación física que practicaba a sus pacientes
“con un poco de agua y viento”, yacían su posición filosófica y su perspectiva
antropológica, las que lo llevaron a estudiar, desde ese punto vista, los
poderes curativos de ciertas plantas en la selva formoseña.
A poco de morir, el metro cincuenta y tres que ostentaba su humanidad ya
consumida fue el mejor símbolo de desapego con lo efímero de la existencia. De
regreso a Santa Fe, pidió que lo internaran en un hospital público, “a donde van
los pobres”. Y tuvo tiempo, como una tregua que por añadidura le brindó la
muerte, de recibir tantísimos homenajes y premios en vida. Esteban Laureano
Maradona murió el 14 de enero de 1995 en su cama y en silencio. Las trecientas
personas que acompañaron el cortejo optaron también por la mudez: una forma de
preservar el sigilo de su amada selva.
Guillermo F. Marín
Periodista y escritor
desechosdelcielo@gmail.com