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1958:
Una emergencia tras otra en la base Melchior
Por Rubén “Gurú” Morales
Hugo Abraham, más conocido como “el Turco”, tiene su propio récord, diez
años de su vida los pasó en la Antártida. Aún hoy está esperando el
reconocimiento total de esas estadías para mejorar sus ingresos.
Tiene infinitas historias para contar, pero siempre su relato toca fondo en
un tema perturbador que conduce su memoria a 1958, en el Destacamento Naval
Melchior, cuando fue asistente del médico para operar de apendicitis primero
al comandante y a un cocinero después. El dramatismo de esas intervenciones
trajo como consecuencia, desde entonces, que la “apendicectomía
profiláctica” dejara de ser optativa y se volviera obligatoria para todo el
personal de las bases antárticas navales. A más de medio siglo de aquellos
acontecimientos, “el Turco” aún recuerda los detalles como si los estuviera
viendo.
La primera experiencia antártica de Abraham fue como radioperador civil en
el Destacamento Naval Decepción, desde entonces estuvo en diferentes bases
de la Armada durante un total de diez años, comprendidos entre 1954 y 1971.
Nació el 23 de febrero de 1927 y a sus 82 años conserva una vitalidad
sorprendente, realiza caminatas que superan los veinte kilómetros, se
alimenta exclusivamente de carne de vaca, “la última vez que tomé una sopa
fue hace 38 años” -puntualiza- y sus ojos celestes se iluminan cuando
recuerda las numerosas anécdotas antárticas que lo contaron como
protagonista.
El Turco estaba en Melchior desde 1957, lo recuerda bien porque el 14 de
febrero había sido un día difícil para él, después de almorzar sintió una
molestia en la parte derecha del vientre. Llamó al médico, que era el Dr.
Koch, y le dijo:
-Doctor, Hoy es un día de mucho tránsito en esta parte...
Después de revisarlo, el médico indicó: No te muevas, es apendicitis, voy a
operarte.
-Primero voy a darme un baño, doctor, hoy estuve haciendo la guardia de agua
y estoy sucio. -respondió Abraham, cuyo sentido práctico nunca lo
abandonaba. “Guardia de agua” se llama a la tarea de acarrear nieve
para derretirla en la cocina y convertirla en agua potable.
A las ocho de la noche se realizó la operación con éxito y luego el doctor
le mostró el trozo de tripa que le había quitado. También el médico aconsejó
a los cocineros que se le hiciera comida liviana hasta su recuperación “¡y
me terminé comiendo todos los pollos del Destacamento, los demás me
puteaban!” -recuerda Abraham.
Por entonces, en la Armada, la llamada “apendicectomía profiláctica”, es
decir la extirpación del apéndice vermiforme sano era optativa para los
aspirantes a viajar a la Antártida, aunque sus médicos la recomendaban como
prevención. Sin embargo, ya era obligatoria en el Ejército, y comenzaría a
serlo también en la Marina justamente a raíz de los hechos que presenció el
Turco Abraham al año siguiente, ya que decidió quedarse otra invernada en
Melchior sin retornar a sus queridas calles de Buenos Aires. Eso sí,
aprovechó para elegirse uno de los mejores camarotes.
En noviembre del ’57 llegó el nuevo comandante, el Teniente de Infantería de
Marina Luis Oscar Ventimiglia, de 27 años, casado, al frente de una dotación
inicial de 11 hombres. Posteriormente llegaría el Dr. Manuel Sánchez
Sánchez, médico civil contratado por el Departamento de Sanidad de la
Marina, también de 27 años, que arribó en el buque Bahía Aguirre el 11 de
febrero de 1958. Esto fue documentado por dos periodistas uruguayos, el
cronista Hugo Rocha y el fotógrafo Alfredo Caruso, que compartieron la
travesía con el médico (1).
Según Rocha, los facultativos que iban a las bases eran optimistas sobre la
actividad que les aguardaba: “Esperan encontrar pocos problemas
profesionales: sus eventuales pacientes son hombres jóvenes y sanos que han
recibido su certificado de salud antes salir de Buenos Aires. Debido al aire
seco y frío, que constituye en efecto un medio estéril, no hay bacterias y
por lo tanto no es posible contraer enfermedades infecciosas; anticipan, eso
sí, traumas y fracturas; tal vez algún caso de apendicitis”. Entrevistado el
Dr. Sánchez Sánchez relativizó el tema añadiendo que él mismo iba sin
operarse. El joven médico no imaginaba el interminable año de horrores que
tenía por delante.
Hugo Rocha hizo una pintoresca descripción sobre aquella base Melchior de
1958: “Melchior es el primer destacamento naval argentino en la Antártida.
Fue establecido en 1947 y está dedicado exclusivamente a observaciones
meteorológicas, que se transmiten diariamente al centro de la isla
Decepción. La casa de Melchior es la más elegante que hemos visto hasta
ahora en la Antártida. El salón de descanso tiene piso de linóleo encerado y
está adornado con plantas de tomate, cultivadas en macetas con tierra traída
desde Buenos Aires, la casa tiene los ya conocidos camarotes con cuchetas
superpuestas, cámara frigorífica, taller mecánico, cocina, enfermería,
biblioteca y demás comodidades. Hay también dos perros que deben llevar la
vida más descansada del continente. No se los usa para tirar de ningún
trineo -por falta de espacio- son solamente mascotas. Aquí empezamos a
conocer algunos de los secretos de la vida en la Antártida. Hasta ahora, nos
ha llamado la atención la normalidad de la vida que llevan los hombres en
todas las bases, dentro de las circunstancias excepcionales de aislamiento y
lejanía en que se encuentran. ¿Cómo se las arreglan los ocupantes de este
destacamento, donde ni siquiera hay lugar para caminar fuera de la casa? Nos
enteramos de que, a pesar de la falta de espacio, la vida aquí es bastante
entretenida. En invierno, se hiela el mar y los muchachos conviertan a la
pequeña caleta en cancha de fútbol. También hacen esquí sobre la falda del
cerro que cierra el paso a los trineos. La pesca en la caleta es buena,
aunque hay sólo una clase de pez, llamado nototenia, que vive en aguas
profundas. Es muy voraz y cae fácilmente con un cebo que consiste en un
simple trapo rojo. Es también muy sabroso.
-Siempre hay algo que hacer – dice Ventimiglia– Y si no hay, se inventa. El
ocio es un enemigo peligroso en Antártida.”
Esas breves declaraciones del Tte. Ventimiglia al periodista uruguayo, de
alguna manera anticipaban su propio drama personal.
LA AUTOPROFECIA DEL COMANDANTE
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Recuerda Abraham que en las
charlas de sobremesa, el nuevo comandante contó que meses antes había ido a
Mendoza, junto a un grupo de camaradas, para entrenarse en prácticas de
escalamiento y esquí. Durante esos ejercicios, uno de sus compañeros había
tenido un ataque de apendicitis y debió ser operado de urgencia. A partir de
entonces, el miedo se convirtió en obsesión para el joven Teniente
Ventimiglia. “Al comandante se le metió en la cabeza la preocupación sobre
qué le pasaría si se le produjera una apendicitis en la Antártida. Y empezó
a tocarse esa zona, y se lo veía metiéndose los dedos en la parte derecha
del vientre” -añade Abraham.
Pasó el tiempo. Faltaba poco para que el Bahía Aguirre hiciera la última
pasada de marzo para despedirse definitivamente hasta la temporada
siguiente. Hugo Abraham estaba haciendo su habitual guardia nocturna de
radio cuando vio entrar al comandante con un papel en la mano. El Turco lo
leyó. Era un despacho dirigido al buque pidiendo una junta médica. Luego
miró intrigado a su comandante, pero el Tte. Ventimiglia le dijo:
-Esperá, no lo mandés ahora, yo te aviso cuándo mandarlo.
Llegó la hora de entregar la guardia y el comandante no había regresado. El
Turco hizo lo que debía, anotó formalmente el despacho en el libro de
guardia y le dijo a su relevo: “Mirá, guardá esto, pero no lo trasmitas
porque el comandante dijo que él iba a ordenar en que momento se lo
transmitía”. Se levantó de la silla aliviado, creyendo que ahí terminaba su
responsabilidad; pero en la noche siguiente, cuando retomó la guardia,
todavía estaba ese despacho sobre la mesa. Había que tomar una decisión, el
barco estaba próximo a venir...
El comandante tenía costumbre de ir a la sala de radio a eso de las 9.
Cuando lo hizo, el Turco no dejó pasar la oportunidad, levantó el despacho y
le dijo:
-“Señor, ¿y con esto qué pasa?”
El Tte. Ventimiglia tomó el despacho, volvió a leerlo para sí, pensó un
momento, luego rompió el papel en pedazos y lo tiró al tarro de la basura.
El Turco entendió que no cabía preguntar nada más.
Vino el buque, bajó la comitiva y saludó alegremente con el habitual “hasta
el año que viene”. Siempre era angustiante en la Antártida ese día, el día
en que se iba el último buque, se sabía que después llegaban los duros meses
de aislamiento total por mar y por aire, lo que generaba un sentimiento de
desamparo, no había vuelta atrás.
A todo ésto, era habitual verlo al comandante tocándose y hurgándose con los
dedos la zona derecha del vientre.
En medio del almuerzo del 18 de mayo, el Tte. Ventimiglia se levantó de la
mesa con gesto de dolor y se encaminó al camarote. Tras él fue el médico,
quien volvió después de revisarlo y dijo “bueno muchachos, lo vamos a tener
que operar...”
Sánchez Sánchez designó un equipo de colaboradores y les explicó más o menos
lo que debería hacer cada uno, dispuso que Hugo Abraham fuera su ayudante,
seguramente por su experiencia previa, en tanto el otro radio, de apellido
Oviedo, sería el anestesista, encargado de administrar el pentotal, la
intervención se haría con anestesia total. Como la enfermería era pequeña se
preparó la cámara como quirófano y a falta de camilla se utilizó una mesa.
Abraham lo recuerda así:
“Empezó la operación, serían más o menos las 5 de la tarde, todo iba lo más
bien, el médico abrió, me mostró el apéndice, que era pequeño como la punta
del dedo meñique, apenas como la falange más chiquita, llegó, ató, cortó la
tripita y el doctor empezó a meter todo adentro para coser. En eso Oviedo le
dijo “¡no tiene pupilas, no tiene pupilas!”, el doctor le miró los ojos y
empezó a moverlo un poco para que reaccionara. Al ver que no respondía
intentó con masajes de resucitación en el pecho, hizo traer el tubo de
oxígeno que estaba en la enfermería, le pusimos la máscara con oxígeno,
estuvimos como dos horas haciéndole resucitación, pero no volvió, se quedó
ahí. Y el apéndice era, como digo, muy pequeño, pero en cambio toda esa zona
estaba amoratada, inflamada, de tanto tocarse”.
La escena era estremecedora, los hombres se miraron, estaban solos en medio
de la nieve y el comandante había fallecido.
Abraham continúa: “Había que hacer un ataúd, ninguno de nosotros sabía cómo
hacerlo. Fuimos a la casa de emergencia, por suerte, como en todos los
destacamentos, había chapas de zinc. Cortamos y soldamos, lo forramos por
dentro ¡quedó bastante bien! y luego velamos al comandante toda la noche,
como se hace acá.”
Por supuesto, inevitablemente, fue un velorio sin flores. Mientras tanto, la
triste noticia fue comunicada por radio al mando para que la supiera la
familia del difunto.
A las 5 de la tarde del otro día se dio por cumplido el velatorio, había que
sacar el ataúd fuera del Destacamento. Ya era noche cerrada y soplaban
fuertes ráfagas.
Hubo algunos problemas con el cajón: “Lo habíamos entrado de costado pero
cuando tratamos de sacarlo no pasaba por la puerta, era un poco ancho,
cómodo lo hicimos, pero salió justo por la ventana de la cocina. Y salimos
con sol de noche pero con el temporal que había, el sol de noche se apagaba.
Y lo pusimos a unos 200 metros del destacamento, se hizo un poco de pozo en
la nieve y se lo dejó en la nieve, nomás. La nieve se encargaría de
cubrirlo. Y al otro día se le puso un tirante, como de 4 o 5 metros de alto,
para señalizar el lugar. Después tuvimos que poner otro tirante, porque la
nieve tapó al primero en seguida.” -sigue contando Abraham.
Por entonces, el Capitán Enrique Pierrou, a cargo de la División Antártida
en el Servicio de Hidrografía Naval, se comunicó con Abraham, a quien
conocía de campañas anteriores, y con el tono amable y sencillo que lo
caracterizaba le dijo “Mirá. che, Hugo, acá habló la señora de Ventimiglia.
Quiere hablar con alguno de los muchachos del destacamento, y yo le he dicho
que hable con vos que sos el que más ha estado ahí y tenés más conocimiento,
tratá de explicarle, de convencerla y...”
Hugo reflexiona: “¿Y de que la vas a convencer desde allá? ¿Qué se puede
decir en un caso así?” pero aceptó recibir la llamada de la señora, ésta
comenzó haciendo diversas preguntas sobre la forma en que había fallecido su
esposo y pasadas las explicaciones necesarias, la charla derivó en la enorme
tristeza que la embargaba. El Turco trató de consolarla “le dije que había
sido un hombre muy querido, muy bueno, que siempre le hacíamos una oración,
¿que otra cosa le iba a decir?” -resume Abraham con la simpleza que lo
caracteriza, y continúa:
“Después de eso, cada dos por tres me llamaba y yo no sabía que decirle ya.
Siempre lo mismo ¿que otra cosa le vas a decir?. ¿Qué quería más que le
diga? Una vez le terminé diciendo a los muchachos de radio de Buenos Aires:
Si vuelve a llamar diganlé que me fui a una patrulla.”
Tras el fallecimiento del Tte. Ventimiglia, la comandancia del Destacamento
Naval quedó excepcionalmente a cargo de un civil, el Dr. Manuel Sánchez
Sánchez.
UN COCINERO EN APUROS
Los problemas para el médico no habían terminado. En setiembre, el Cabo
Segundo Cocinero Mario Oliva tuvo síntomas que nuevamente hicieron pensar en
una apendicitis. Esta vez se implementaron rondas de interconsultas por
radio entre los médicos de los distintos destacamentos, cosa que no se había
hecho en el primer caso. El Dr. Sánchez Sánchez informaba el estado del
paciente y recibía las respuestas de sus colegas.
Finalmente se resolvió hacer la operación, el médico le dijo a Abraham:
“Turco, me podés dejar tu camarote, porque yo no quiero hacerlo en la
cámara, como la otra vez, sabés, no quiero operarlo ahí, pero a este chico
si no le meto mano se va”.
El Turco sabía que en esos casos lo mejor era decir que sí sin preguntar
porqué. Sacó sus pertenencias del camarote y las trasladó a otro más
pequeño. Se hizo una desinfección general del Destacamento, “teníamos una
mesita que parecía una camilla, iba justo el cuerpo de una persona. Bueno,
empezó la operación, cada uno tenía su puesto de trabajo, había una
calefacción terrible, la verdad no sé por qué tanto calor, más el olor del
pentotal que es horrible” -recuerda Abraham frunciendo el ceño.
El Dr. Sánchez Sánchez hizo el corte, pero no encontraba el apéndice, las
manos del médico buscaban entre los intestinos y el apéndice no aparecía, no
había caso, y el médico empezó a recriminarse: “¡quien me manda a mi a
meterme en esto, yo qué tendría que haber hecho, quien me manda...!” Abraham
hacía esfuerzos para tranquilizarlo, para que no perdiera el control:
“Calmesé doctor, todo va a salir bien...”
El Turco agarró un puñado de algodón y lo pasó por la cara del médico, que
transpiraba a mares, “¡era agua su cara, son esas situaciones en que ves la
vida de un tipo que se te va, se te va!. Sánchez Sánchez no podía ubicar el
apéndice, trajo una pinza, metió la mano para bajarle lo que quedaba
adentro, luego decidió cortar más, era ya una herida grande y no hubo caso”
-explica el Turco reviviendo la misma angustia de entonces y añade: “Para no
operarlo con anestesia general lo operó con anestesia local, pero la
anestesia local, de tanto estar en el Destacamento, no servía para nada, así
que el tipo resistió como pudo y de pronto decía “ahhh” y cada vez que hacía
fuerza con el estómago salían todos los intestinos. Y había que sostenerlos
con la mano, y el chinchulín es resbaloso, y el otro cocinero tenía suero
tibio y le iba echando para que no muriera por un espasmo de cambio de
temperatura de los intestinos.
A la final el médico me decía “Acá paro, acá paro” Y me hablaba a mí como si
yo fuera médico y necesitara mi opinión, pero yo también quería que pare,
porque se veía que la cosa no iba, y el otro tipo estaba a los gritos
pelados. Decidimos cerrar. La cuestión que vos metías los intestinos por acá
y salían por allá, íbamos corriendo las manos para meter todo, hasta que
metimos todo ahí adentro y el tipo empezó a coser, y si yo no corría la mano
me la cosía, hasta que llegamos a cerrarlo y listo.”
La operación había fracasado. Se continuó con las rondas médicas diarias
para seguir la evolución del paciente, la primera aproximadamente a las 9 y
la otra a las 5 de la tarde. El joven Suboficial Cocinero Oliva cada vez
estaba peor, volaba de fiebre, con el vientre hinchado como una embarazada,
ya estaba por reventar, y los médicos de los distintos destacamentos se
pusieron de acuerdo en que iba a ser necesario abrirlo de vuelta.
El Dr. Sánchez Sánchez estaba al borde de la desesperación, pero el médico
de Orcadas le dijo por radio: “Colega, porqué no hacemos un último intento,
la última oportunidad para tratar de no abrirlo, vamos a probar con la sonda
(...) (Abraham ha olvidado el nombre de la bendita sonda). Se pusieron de
acuerdo en intentar con la sonda, y a la media hora harían otra junta médica
para ver el resultado. Abraham continúa: “Fuimos a la enfermería, el médico
agarró un caño como de 50 cm. ¡y gordo!. “Abrí la boca”, le decíamos a
Oliva, ¡Que iba a abrir la boca!, el tipo ya estaba como muerto, se la
tuvimos que abrir, metimos el caño, no pasaba, y de tanto hacer fuerza por
fin pasó la manguerita, y cuando pasó... ¡fue un sifón, hasta el techo llegó
lo que el tipo tenía adentro!, estaba con una pudrición adentro, un olor
terrible tenía eso. Y de ahí en más empezó a mejorar, bajó la fiebre que
hasta entonces era muy alta, ¡ya estaba listo!. De a poco fue mejorando
hasta que se lo pudo llevar el buque ¡pasó las mil y una ese muchacho!”
EL NAUFRAGIO DEL REMOLCADOR GUARANI
La intervención quirúrgica del Cabo Segundo Cocinero Mario Oliva es
mencionada lateralmente en la historia naval a raíz de un hecho relacionado,
la tragedia del Remolcador Guaraní. Parece ser que la escasez y mal estado
de los insumos médicos almacenados en la base terminaron crispando la
paciencia del Dr. Sánchez Sánchez, quien reclamó al mando, aún estando lejos
del verano, el envío de “plasma sanguíneo, antibióticos, otros medicamentos
y elementos” para continuar el “tratamiento posoperatorio” (SIC) del
cocinero Oliva. Valen las comillas ya que -fuera del testimonio de Abraham-
las fuentes encontradas (2) (3) (4) no mencionan los pormenores de la
operación y su fallido resultado.
El 14 de Octubre de 1958 fue enviado a Río Grande un avión Douglas DC-4
matrícula CTA-2, para que arroje sobre Melchior la carga solicitada. A la
vez, se designó al "Remolcador Guaraní", por entonces buque de salvamento
con asiento en la Base Naval de Ushuaia, para prestar apoyo meteorológico y
de salvamento al solitario avión.
El Guaraní zarpó rumbo al Drake el 14 de Octubre a 06.00 horas, al comando
del Capitán de Corbeta Gerardo Zaratiegui, en medio de uno de los fuertes
temporales que son comunes en esa época del año. El 15 de Octubre, durante
la madrugada, se dan las condiciones meteorológicas mínimas y el avión CTA-2
despegó de Río Grande, cruzó el temido Pasaje de Drake y cumplió su objetivo
al descargar sobre Melchior ocho bultos con paracaídas, de los cuales se
lograron recuperar siete.
Abajo, en el Drake, olas de más de 15 metros eran aplastadas y reducidas a
espuma por un viento que superaba los 150 Km/hora. El Guaraní reportó la
existencia de averías con entrada de agua e intentó buscar refugio en Isla
Nueva para reparar los daños. Hubo otra comunicación, que se interrumpió, y
nunca más volvió a saberse del buque, pese a los intensos rastrillajes por
mar y aire que se realizaron a continuación. El Guaraní naufragó a sólo
siete millas náuticas de Tierra del Fuego y sus 38 tripulantes continúan
desaparecidos. Hasta ahí llega la “historia oficial” del hundimiento (2) (3)
(4). Pero una “carta de lector” publicada en un diario fueguino con la firma
de Horacio Méndez, quien en 1958 era Teniente de Corbeta y comandante del
Destacamento Naval "Almirante Brown, añade detalles esclarecedores, de los
cuales rescataremos aquí sólo los que se relacionan con los mencionados
incidentes de la base Melchior (5).
Dice Méndez: “Mi íntimo amigo y compañero de promoción Luis Ventimiglia
comandaba al mismo tiempo el Destacamento Naval "Melchior", con el que yo
estaba en frecuente contacto radioeléctrico. En mayo de ese año, el Teniente
Ventimiglia sufrió un ataque de apendicitis, y el médico del Destacamento
trató de contener la inflamación con antibióticos. La escasa provisión de
antibióticos de que disponía duró poco, y el médico se vio obligado a
intervenir al paciente quirúrgicamente. La operación en sí parece haber
procedido exitosamente, pero mientras el médico suturaba la incisión, el
Teniente Ventimiglia sufrió un paro respiratorio seguido por un paro
cardíaco. Todos los esfuerzos para revivirlo fueron en vano. Las causas de
este desenlace nunca fueron claras.
Obviamente, la falta de un quirófano bien equipado y de personal idóneo
(enfermeros, anestesistas, etc.) ha sido tal vez la causa principal. Otra
posibilidad puede haber sido el pentotal utilizado, ya que en esa época se
hablaba de la existencia de lotes de pentotal que habían producido varias
muertes”.
Como se ve, este crudo relato sobre la muerte del Teniente Ventimiglia se
complementa bien con los recuerdos de Abraham.
Continúa el oficial Méndez: “A fines de septiembre o principios de octubre,
el cocinero del Destacamento Melchior, Cabo Mario Oliva, presentó síntomas
que parecían indicar la presencia de apendicitis. La situación se tornó
angustiosa para toda la dotación del Destacamento, no sólo por lo que habían
pasado pocos meses antes, sino porque además carecían de antibióticos para
poder tratar al paciente. Obviamente, el médico descartaba una intervención
quirúrgica en esas condiciones. Fue entonces que decidió pedir auxilio al
Ministerio de Marina, solicitando que le enviaran antibióticos y otros
medicamentos por avión, que serían lanzados por paracaídas sobre la Isla
Melchior. El Ministerio de Marina aprobó el pedido y pidió a la Base Naval
Ushuaia que se preparara a apostar una nave en el Estrecho de Drake para dar
apoyo meteorológico al avión con los medicamentos.”
Es claro que aquí Méndez se equivoca, su frase “obviamente, el médico
descartaba una intervención quirúrgica en esas condiciones” está en abierta
contradicción con la realidad dramática que le tocó vivir a Hugo Abraham
como auxiliar del Dr. Sánchez Sánchez.
La carta de Horacio Méndez trasunta la necesidad de liberar en palabras un
dolor profundo, anidado y retenido en su alma durante largas décadas, por
eso expresa:
“La gran ironía sobre todo esto la dan los dos puntos siguientes:
1) El Cabo Oliva no sufrió de apendicitis ni necesitó antibióticos ni
intervención quirúrgica para reponerse. En pocas palabras: fue una falsa
alarma provocada por una indisposición menor.
2) El cargamento que fue exitosamente lanzado por el avión "salvador" sobre
la Isla Melchior no contenía antibióticos ni casi ninguno de los otros
medicamentos y provisiones médicas solicitadas. En comunicación
radioeléctrica conmigo, el médico de Melchior me dijo que le habían mandado
"un montón de porquerías". Si la vida del Cabo Oliva hubiese dependido de
los suministros enviados a costo de tantas otras vidas, hubiese aumentado el
número de muertes atribuibles a esta triste tragedia.
Desde luego que no tengo pruebas para corroborar lo dicho más arriba. Sólo
mi memoria, y el dolor que me causó la muerte de mi amigo (el Tte.
Ventimiglia), y la de otros valerosos oficiales de la Armada a quienes
también conocía y apreciaba personalmente”.
Y Méndez lo refrenda con una expresión lapidaria: “En pocas palabras: los
héroes del Guaraní murieron en vano...” (5)
En cambio, Abraham parece haber borrado de su mente los dos episodios recién
expuestos: No relaciona el hundimiento del Guaraní con los hechos de
Melchior y tampoco recuerda que se hayan arrojado bultos desde un avión. Tal
vez su inconciente prefirió eclipsar algunos recuerdos que añadían un
dramatismo adicional a las situaciones que terminaba de sufrir.
POR FIN, VOLVER A CASA
Noviembre de 1958, se inicia una nueva campaña antártica, la primera misión
que se le encargó al Rompehielos Gral. San Martín fue dirigirse a Melchior
para rescatar al cocinero Oliva y además transportar el cuerpo del
comandante falllecido.
Desde Ushuaia, el buque avisó al Destacamento que estaba por partir y
solicitó que recuperaran el ataúd enterrado en la nieve para su traslado. El
Turco Abraham continúa el relato: “Menos mal que teníamos marcado el lugar
con el poste, la cuestión que fuimos ahí a palear nieve, te podés imaginar
la cantidad de nieve que había hasta llegar abajo. Cuando llegamos más o
menos a tres metros del suelo, eso era hielo duro, picabas y sacabas
esquirlas nomás, era como picar cemento. Hasta que por fin llegamos abajo y
dimos con el ataúd, lo sacamos, lo pasamos de nuevo por la ventana de la
cocina, lo pusimos en la antecámara de la frigorífica y lo abrimos. Entonces
lo vi al comandante, estaba prácticamente igual, unos dicen que tenía un
poco más crecidos los cabellos, las uñas, la barba, no se, no se... Y el
buque no venía..., se ve que se había atrasado en Ushuaia, tardó tres días
en venir. Mientras tanto, en la base nadie quería comer carne ¡y no tenía
nada que ver, si estaba en la antecámara! así que el cocinero y yo, que soy
un carnicero bárbaro, nos la pasamos a bife de lomo. Y el San Martín no pudo
entrar por el hielo que había, mandó un helicóptero con camillas, hubo que
poner al fallecido y al cocinero en las camillas y los llevaron al buque.”
También en el helicóptero llegó el comandante de reemplazo, listo para
quedarse, el Teniente Beiz, que se le acercó a Abraham diciéndole que tenía
las mejores referencias de él, si quería quedarse un año más...
-“No, ni loco!” fue la respuesta del Turco que ya llevaba dos años en ese
lugar.
El Teniente insistió:
-“Quedate, “vos sos una persona que...”
-“No, no me diga más nada, le agradezco todo lo que me quiera decir, pero yo
me voy ahora...”
Si algo faltaba, Manuel Sánchez Sánchez, ya más tranquilo y distendido,
confesó lo inconfesable: Era estudiante de quinto año de medicina y aún no
había obtenido su diploma.
A fines de 1958 el Turco Abraham y sus compañeros arribaron a Buenos Aires y
antes que se produjera la “desbandada” a sus lugares de origen, fueron
citados para el lunes siguiente en el Servicio de Hidrografía Naval. Cuando
Abraham llegó, el Capitán Pierrou lo saludó con calidez y le dijo en voz
baja: “Mirá Turco, ahí está la señora del comandante fallecido, te quiere
conocer, quiere hablar con vos”. Abraham tragó saliva y fue al encuentro de
una linda mujer que esperaba en la oficina contigua. Ella le expresó su
reconocimiento, lo invitó a su casa para presentarle a sus padres y le
ofreció que contara con ella para lo que necesitara. El Turco hizo lo que
debía hacer, accedió a la visita formal y después: “nunca más fui, nunca más
la vi, me dije esto se terminó. A otra cosa mariposa. Yo soy así, nunca me
gustó sacar partido de este tipo de situaciones”.
En 1962 Hugo Abraham estaba de visita en el Hospital Naval esperando su
turno para el psicólogo y el psiquiatra, listo esta vez para ir a Orcadas.
Había un cabo principal sentado frente a él, gordo, rapado, con uniforme y
gorra. Una vez que empezaron a hablar se reconocieron mutuamente: Era el
cocinero Oliva, quien también esperaba su examen médico para retornar,
evidentemente sus padecimientos en Melchior no habían logrado desalentar su
espíritu antártico.
REFERENCIAS
1)
http://www.scribd.com/doc/14389970/Diario-del-viaje-a-la-Antartida-Hugo-Rocha-1958?autodown=pdf
2)
http://www.irizar.org/tec32-guarani.html
3)
http://www.histarmar.com.ar/Antartida/BaseArg-Melchior.htm
4)
http://www.marambio.aq/guarani.html
5)
http://www.p23.com.ar/index.php?s=!notas-ver$$$W0821bjojo08cm2sobvlqtx&referer=WUWnwpV%2BkSswWM7gf9a9FEsIAqJsiYdQKioQzG%2BJ25Z1%2BsrcB%2FWHObGIVp%2BUYYJbHTr%2Bsdx5HX3x6SnGiWyjncg402fTq29A%5E_940
Nota: El cuerpo principal de
este artículo ha sido escrito en base a diversas conversaciones mantenidas
entre el radioperador civil antártico Hugo Abraham con el autor entre 2008 y
2009, las lagunas en el relato son atribuibles al tiempo transcurrido desde
que sucedieron los hechos referidos. Cualquier aclaración complementaria es
bienvenida: respondo@gmail.com
Se autoriza la reproducción de este artículo en medios impresos o digitales,
tratándose de una colaboración no remunerada su publicación no significa
exclusividad o propiedad del medio que la reproduzca, reservando el autor
todos los derechos. © Rubén Morales, 2009.
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