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Jorge
Abelardo Ramos en mi recuerdo
Por José Luis Muñoz Azpiri(h)
Conocí al “Colorado” antes de aprender a caminar. Es que diez años antes de
nacer, en la antigua Roma, ya mi viejo y Jorge compartían copetines.
Promediando la década del 50, mi padre, joven diplomático y a la sazón
recién casado, fue destinado a Roma como agregado cultural en mérito a su
excelente labor ordenando y clasificando millares de documentos del archivo
de la Cancillería. En esta tarea le cupo descubrir documentación inédita de
las negociaciones diplomáticas de la Confederación Argentina frente a las
potencias de la época, publicada en el libro “Rosas frente al Imperio
Británico”.
Una vez instalado en Roma, entre otras actividades y yendo al tema que nos
ocupa, el viejo fundó el Instituto Italo-Argentino de la Farnesina, del cual
fue Director general y cuya presidencia honoraria estaba ejercida por
Orlando, ex presidente de Italia y constructor de la victoria de su país en
la primera guerra mundial. La idea era que el instituto funcionara como una
suerte de casa argentina en Italia, que le diera alojamiento y comida a los
becarios argentinos y los asesorara en todo tipo de actividad académica o
cultural. Es interesante observar que muchos “becarios”, como María Rosa
Gallo, Da Passano, Fernando Birri, Ariel Ramírez y otros que no recuerdo, se
mataron el hambre durante más de un lustro en Italia gracias al
financiamiento económico del gobierno peronista, lo que, no solo no
reconocieron, sino que repitieron hasta el cansancio, tras regresar de su
bohemia berreta, “las penalidades del exilio”. Típica actitud del “emigré”
argentino, parásito de una sobreevaluación personal que nunca mereció.
No era el caso del entonces Víctor Almagro, cuya desconfianza por el
peronismo (en ese entonces) nunca ocultó, contrariamente al discurso
sicofante de muchos posteriormente autodefinidos como “perseguidos de la
segunda tiranía”. Tanto Abelardo como mi viejo tenían la misma edad y
simpatizaron de inmediato, el látigo verbal del joven trotskista divertía a
mi viejo, tanto que una vez le dijo: “mirá colorado, soy católico, vengo del
nacionalismo y soy funcionario de un gobierno peronista, pero en una ciudad
con tantas iglesias un poco de agnosticismo me va a despejar”. Por razones
obvias, mi edad y la muerte de mi padre, no puedo aportar muchos mas datos
de aquella época, pero sí puedo hablar de mis impresiones personales.
Comenzamos a tratarnos con Ramos más asiduamente tras el desastre del
Malvinas y el retorno de la democracia, por entonces, contrariamente a lo
que sucede ahora, el país estaba en plena ebullición y mucho más movilizado
(me refiero a movilización auténtica, no la bailanta piquetera). Por ese
entonces yo comenzaba mis estudios de Antropología y hete aquí que mis
primeros profesores fueron Blas Alberdi y María Laura Méndez. Además, junto
con Julio César Urien habíamos fundado una agrupación político-cultural y
frentista denominada UALA (Unidad Argentino Latinoamericana) en la que junto
con algunos compañeros de la izquierda nacional (algunos fallecidos, como mi
compañero de estudios Raúl Guiñazú) coordinamos una serie de actividades.
Lamentablemente, un buen día Jorge descubrió el “pragmatismo” de la
administración menemista y permutó compañeros y amigos por una Embajada. Los
acontecimientos posteriores son por demás conocidos, así que no voy a
abundar en detalles.
Con el correr del tiempo y por esas cosas de la vida, me puse de novio con
la agregada cultural norteamericana en Bs.As. Tras un par de años en la
Argentina, la ascendieron y enviaron como Agregada de prensa a la Embajada
yanqui en México. Yo aproveché para gestionarme una beca trucha (la
“pasantía universitaria”, es decir, cama y comida, la compartía con la
gringa) y cursé un año de estudios en la Escuela Nacional de Antropología e
Historia, experiencia cardinal para mi formación personal y académica que
jamás olvidaré. Debo aclarar, por otra parte, que los mejicanos fueron
“groseros”en lo amables conmigo, sin necesidad de haber comentado en algún
momento mi vinculación con ambas embajadas. Para ellos era simplemente el
“cuate Pepe”. En cuanto a Abelardo, desde el primer día, con su simpatía,
cultura y capacidad de oratoria y tertulia, se metió a México en el
bolsillo.
Llegué con una carta de Marcelo Sánchez Sorondo para Juan Manuel Abal
Medina, que en ese momento ejercía un cargo importantísimo en la Secretaría
de Gobernación. Recordemos que Juan Manuel había sido Secretario de
Redacción de “Azul y Blanco”, se acordaba de mi viejo, pero no sabía que yo
era ahijado de confirmación de Marcelo. Fui tratado con mucha amabilidad y
me dijo que cuando pasara por la “Casa Argentina en México” me iba a
encontrar con un amigo. No imaginaba con quién.
La “Casa Argentina” no es una residencia universitaria, instituto de
intercambio, ni nada que se le parezca, está ubicada en Polanco – uno de los
barrios más elegantes de México, cercano al bosque de Chapultepec- es
simplemente un boliche donde los argentinos residentes nostálgicos se
encuentran a tomar mate, jugar al truco, ver fútbol, escuchar tango y hablar
boludeces vino de por medio.
Los fines de semana funciona como restaurante
típico, y los mejicanos asisten a probar pastas, carne con corte argentino,
dulce de leche (allí lo llaman dulce de “cajeta”) lo que da pie a chistes
pelotudos y también funciona como salón para conmemorar fechas patrias,
agasajar invitados etc. No recuerdo el nombre del agregado cultural, solo
recuerdo que cuando lo conocí estaba entre desconcertado e irritado por el
nombramiento de José Luis Manzano como ministro. Olvidaba decir que todo
esto sucedió en 1991, vísperas del quinto centenario, por lo cual había
intensos debates en todos los medios.
Yo me presenté en la Embajada a los pocos días de llegar, pero entre los
compromisos de Abelardo y los míos propios, al principio nos comunicábamos
muy esporádicamente. Recién tuvimos oportunidad de charlar largo y tendido
cuando nos invitó al boliche del barrio de Polanco. A Jennifer le encantó de
entrada, más teniendo en cuenta de lo ceremoniosos y jodidos que son los
yanquis con lo que consideran personal, raza o país subalterno. Que un
Embajador extranjero la recibiera en la puerta de su casa con un ramo de
flores (lo hizo por mí, el turro demagogo) la sentara a su derecha, le
dijera que era igual a Kim Basinger y la homenajeara delante de una hinchada
de argentinos (ella nos quería mucho y se fue de nuestro país con una gran
nostalgia) fue suficiente para que por poco no se desmayara.
Abelardo era la antítesis del diplomático engolado, braguetudo, solemne y
por ello antipático y estúpido. Debe haber enamorado centenares de mujeres
en México y si no lo hizo fue por la vara de vid, justiciera y rectora, del
centurión Andrea (su mujer). Doy fe, porque he compartido las
conversaciones, de la habilidad política de nuestro amigo para deslumbrar a
los profesionales de la política mejicana, tanto del PRI como del PAN. ¡Y
que decir de sus colegas!. Jennifer era egresada de una de las mejores
universidades norteamericanas, dado que la selección para personal
diplomático es muy estricta, y aún así me dijo que jamás había escuchado a
un profesor que conociera y explicara la historia de Estados Unidos como
Ramos.
Nuestros encuentros semanales se hicieron más frecuentes, donde tuve charlas
inolvidables con Abelardo sobre todos los temas relacionados con nuestra
América, desde su antropología y cultura hasta la situación del momento
(léase del Tratado de Libre Comercio que México más tarde firmaría). Pero
sobre todo, el tema principal era el advenimiento del Quinto Centenario. Al
igual que Hernández Arreghi, ni el Colorado ni yo negamos la impronta
hispánica, lo que no significaba adscribir a una nostalgia por la época de
los Austria ni a una tradición españolista apolillada, con olor a moho de
sarcófago y orines de sacristía, simplemente no embarcarnos en un
indigenismo de mercado convenientemente producido y financiado por los
predicadores evangélicos de la derecha norteamericana.
Estas charlas las desarrollábamos café de por medio en el paseo de la
Reforma, pero algunos sábados nos juntábamos a comer en la Casa Argentina
donde, cual no sería mi sorpresa, me encontré con el “amigo” del que me
había hablado Abal Medina.
Apareció un tipo del tamaño de una puerta, cuyas manos parecían un manojo de
porongas: “¿Vos sos el hijo de José Luis?, Te presento a mi hijo
Estanislao”. Era el “Mono” Grasi Susini, figura legendaria de “Tacuara” y en
ese momento intensamente buscado en la Argentina por su participación en la
“chirinada” de Seineldín. La mano vino así: tras el fracaso del
levantamiento carapintada del Turco, todos los civiles involucrados rajaron
donde pudieron y el “mono” lo hizo al Uruguay. Parece (no pude confirmarlo)
que le mandaron una patota a Montevideo para reventarlo y en ese momento
aterrizó un avión de Secretaría de Gobernación de México que lo rescató.
Juan Manuel en ese momento era el jefe de asesores de Salinas de Gortari y
estaba en condiciones de ordenar una operación encubierta de ese estilo. Se
dice que jamás olvidó a sus compañeros de militancia en el nacionalismo,
esta anécdota parece confirmarlo. Desde ya está decir que ni se tocó el tema
de los sucesos en la Argentina, simplemente le dije al oído. “Enrique, tengo
al costado las antenas de la compañía” y al presentárselo a Jennifer, le
dije que era un historiador argentino que estaba estudiando las raíces del
nacionalismo mejicano y su relación con la revolución agraria. Como diablos
le dio cobijo el Colorado sin que, supuestamente, Bs. As. no se enterara,
solo Dios lo sabe. Pero doy fe que permaneció largos meses en el Distrito
Federal.
Pero el recuerdo más emocionante de mi estadía, de esos recuerdos que es lo
único de valor que uno se lleva a la hora de su muerte, fue el de mi última
comida en la Embajada.
Yo ya estaba a punto de regresar a la Argentina y el matrimonio Ramos quiso
despedirme con una cena que, en principio, pensé que se iba a circunscribir
a unas pocas personas. Así fue, en efecto, una matrimonio de argentinos,
algún funcionario, mi novia y yo.
Dado que andaba de despedida en despedida,
llegué a la residencia “ligeramente alicorado”. Es decir, con un lenguaje
torvo, zafio y cuartelero. Andrea me advirtió: “Tratá de moderar el
lenguaje. Mirá que Octavio es muy preciosista con el idioma”. Era como si me
hubieran hablado de Cacho, Tito o magoya. No le di importancia.
Olvidaba mencionar que a la izquierda del frente de la residencia hay un
gigantesco pino, producto de un retoño del pino de San Lorenzo. Y que cuando
llegué a la misma (no hay un cartel que la identifique como tal) el chofer
del taxi, al advertir mi tonada, no quiso cobrarme el viaje pues consideraba
un honor que hubiera estado en su vehículo: “Uds. Se enfrentaron a los
gringos”. Se lo comenté a Jorge y fue suficiente para que iniciara un
enérgico discurso contra la izquierda cipaya, mientras me mostraba,
encuadradas, algunas libras malvineras que había traído de regreso del
archipiélago. A partir de ahí, gran parte de la conversación discurrió sobre
el conflicto y el futuro de Malvinas hasta que sonó el timbre.
“Pepito, andá a atender que debe ser Octavio”. Abro la puerta y casi me
caigo de culo. Un señor con dos botellas de vino de la Baja California me
sonríe: “Buenas noches, ¿me permite ingresar a la Argentina?” Era...¡Octavio
Paz!”.
Para que yo me quede callado es porque hay un interlocutor de envergadura,
pero jamás imaginé uno como éste. Ahí comprendí por qué lo llamaban “el
azteca universal”. Hombre de formación renacentista, su elocuencia y
simpatía rivalizaba con la de Ramos. No recuerdo de todo lo que se habló,
pues era un verdadero manantial de palabras, pero jamás olvidaré que bien
entrada la madrugada, en una tibia noche mejicana, tequila de por medio y
recostados sobre el pino de San Lorenzo, mientras me daba clase sobre
Leopoldo Lugones, Octavio Paz comenzó a recitar: “A orillas del Río Seco,
donde nací...•”
“Te das cuenta por qué Andrea te dijo que cuidaras el lenguaje”me dijo,
sonriendo, Abelardo. Fue la última vez que lo vi.
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