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Salvador Mazza
Por Guillermo Marín*
La Misión
El doctor Salvador Mazza es un personaje de un temple extraordinario, uno
de los grandes científicos argentinos y sudamericanos. Era un hombre de
mediana estatura (medía poco menos de un metro sesenta), lampiño, el pelo
algo rizado, de ojos pequeños, achinados y con avanzada miopía. Sus labios
carnosos y su nariz de soberbias proporciones, que sujetaban el marco negro
y grueso de sus clásicos anteojos, le imprimían un aire de científico díscolo.
Y era enérgico, tanto que encolerizaba a menudo cuando sus proyectos hacían
agua por culpa de algún funcionario oficinesco. Por ejemplo, cuando intentó
fabricar penicilina a muy bajo costo en el país y con la venia del mismísimo
sir Alexander Flemming, sus colaboradores apenas si lograron arrebatarle
lo que habían destrozado sus manos cuando supo que el rector de la Universidad
de Buenos Aires dejó correr el rumor de un posible interés de perpetrarse
para sí, un jugoso negocio. O de cuando recibió el espaldarazo de los funcionarios
del ministerio de educación tras haber proyectado la creación de programas
sociales sanitarios. Lo habían acusado de desprestigiar a la Argentina inventando
enfermedades donde no las había. Aquello, claro, ahuyentaba a los inversores
nacionales y extranjeros, a pesar de que, a través de cientos de trabajos
de campo realizados en diversas provincias del norte argentino, Mazza logró
registrar cerca de mil infectados con el mal de Chagas1 y otras tantas enfermedades
infectocontagiosas.
Salvador Mazza discurría por
la vida con la velocidad de un tren. Si bien trabajaba hasta tarde elaborando
informes o realizando autopsias al aire libre o en precarias tolderías,
se levantaba apenas despuntaba el sol (sufría insomnio). Cuando llegaba
al laboratorio central del Hospital Nacional de Clínicas (fue jefe de esa
área durante tres años) lo primero que hacía era saludar a sus ayudantes
mientras les repartía un sin número de tareas, cuyo cumplimiento controlaba
en forma estricta durante las largas jornadas que pasaba sobre el microscopio.
Miguel Jörg, uno de sus principales colaboradores, dijo muchos años después:
“Era un tipo muy ambicioso y muy verticalista en el trato. Incluso, un poco
militar. Había que trabajar con él como soldado. Era un chinchudo, pero
también un hombre racional y sensato”.2 Pero su áspero verticalismo no le
impedía ir saltando de país en país (viajó en varias oportunidades tanto
al continente europeo como al africano), de pueblo en pueblo; en tren o
en avión, o sobre el lomo de una mula calzando botas y sombrero de explorador.
Salvador no podía quedarse quieto un instante. Hizo construir un vagón de
tren al que llamaron E600 dentro del cual instaló un complejo laboratorio
y con el que viajó miles de kilómetros llegando, incluso, a Brasil, Bolivia
y Chile. Concibió todo eso bajo el respaldo de la M.E.P.R.A (Misión de Estudios
de Patología Regional Argentina); un instituto científico emplazado en las
afueras de la provincia de Jujuy, cuyo símbolo distintivo era la imagen
de una vasija indígena y que bajo sus órdenes cumplió, durante veinte años,
tareas tanto asistenciales y de cirugía como de extensión universitaria.
La Misión…fue pensada junto con el bacteriólogo y Premio Nobel de medicina,
Charles Nicolle, quien entusiasmó a Mazza, en una de sus visitas al país,
sobre la creación del Centro. Nicolle, con su mejor acento francés, le dijo
en una oportunidad a Salvador: “Aquí, en este remoto punto del país, deben
ustedes fundar vuestro instituto y evitarán así que el fárrago de la metrópolis,
con sus intrigas e intereses dominantes, ahogue el propósito de la institución
y desvíe a los hombres de su empeño”. El francés no imaginaba entonces que
la M.E.P.R.A., a pesar de haberse posicionado como uno de los centros de
estudio de las enfermedades tropicales más significativos de la época, iba
a ser disuelta por cuestiones presupuestarias el 16 de mayo de 1959, mediante
una resolución del Consejo Superior de la Universidad de Buenos Aires, perdiéndose
así, gran parte de los preparados e informes científicos más importantes
de Sudamérica y que, tras la muerte de Mazza, aquellas observaciones que
había elaborado durante toda su vida, se extraviaron o fueron rematadas
por su viuda, acaso, como decíamos, una pérdida irreparable para la historia
de la enfermedad del Trypanosoma Cruzi.
A pesar de la velocidad con la que el doctor vivía, tuvo tiempo para enamorarse.
Y como en un abrir y cerrar de ojos ya se encontraba casado, con las maletas
hechas y subido con su esposa al tren sanitario. El destino: una científica
luna de miel.
Detrás de toda misión
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La mujer que lo acompañó durante
toda su vida se llamaba Clorinda Brígida Razori. Había nacido en la localidad
de Rosario en 1890. Una vez concluida su instrucción primaria Intentó estudiar
en el magisterio la carrera docente, pero su padre, quien programó un viaje
de placer a Europa, que se extendió durante un año, malograron, acaso sin
razón, aquél íntimo deseo. Clorinda tenía una extraordinaria voz de soprano,
de modo que la joven, quien además hablaba un perfecto inglés, francés e
italiano, moderaba las tertulias en la intimidad de los hogares familiares
con sus dotes vocales. Pues, estaba mal visto que una mujer de clase media,
poseyera y desplegase en público, semejantes condiciones artísticas. Su
biógrafo, Andrés Ivern asegura, en una escueta semblanza de 1988, que el
matrimonio Mazza había logrado conseguir una honesta y fructífera relación,
a pesar de la aspereza del carácter de Salvador. Hay una anécdota que lo
describe sin restricciones: durante su casamiento con Clorinda, quien le
llevaba a Salvador unos veinte centímetros más de altura, unos de los profesores
de Mazza de la universidad, le dice a la novia: “Yo, a tu marido, le voy
a enseñar ciencia; vos tenés que enseñarle educación”. Clorinda fue su amante,
secretaria privada (era la encargada de tomar y revelar las fotografías
no científicas y de atender la correspondencia anterior y posterior a las
reuniones que tenían lugar en la M.E.P.R.A) y eficaz colaboradora. Es a
ella a quien Mazza debió, en gran medida, su monumental obra científica.
No tuvieron hijos, los biógrafos tanto de Salvador como de su mujer no hacen
referencia alguna acerca de la descendencia de los Mazza. Pero podemos intuir
que en los treinta y dos años vertiginosos que compartieron, hubo algo clave
en esa unión: ambos sintieron una conexión intelectual fuerte, comprometida,
donde acaso la motivación amorosa tomó la forma de la razón, y sobre todo,
la de la pasión por la aventura de la investigación. A pesar del egocentrismo
que al doctor Mazza le endilgan sus colaboradores, quiso a Clorinda a su
manera. Salvador combatía el vértigo de la desazón de su prédica sanitaria
apoyándose en su mujer. Clorinda, por su parte, encontraba en Salvador razones
suficientes para darle sentido a su propia existencia y, en definitiva,
a las pautas matrimoniales que ambos eligieron y sostuvieron hasta que la
muerte repentina de Salvador debió separarlos.
Salvador Mazza nació en la ciudad de Rauch, provincia de Buenos Aires, el
6 de junio de 1886. Tanto su padre, Francisco Mazza, como su madre, Josefa
Alfise, habían llegado de Palermo, Italia, durante la gran oleada de inmigrantes
que pobló la Argentina durante la segunda mitad del siglo XIX. Francisco,
junto con un socio, abrió una pequeña fábrica de soda, lo que le permitió
a su primogénito y único hijo seguir estudios universitarios. El niño Salvador
heredó de sus padres la religión católica (hizo la escuela primaria en un
colegio Salesiano del barrio de Almagro), la disciplina y la tenacidad en
el trabajo. Tras su paso por el Colegio Nacional de Buenos Aires, ingresa
a la facultad de medicina en 1903. Siete años más tarde, obtiene su título
de médico y la incorporación inmediata como ayudante rentado del laboratorio
del Instituto Nacional de Bacteriología (hoy Instituto Carlos Malbrán) bajo
las órdenes del profesor Rudolf Kraus. Todo ello resultaría vital para la
formación del recién egresado. Kraus, quien contribuyó en el desarrollo
de la vacuna antirrábica (fue considerado uno de los científicos más importantes
del siglo XX) formó al joven Salvador en el sinuoso terreno de la investigación
científica. Al tiempo le encomienda la organización del lazareto de la isla
Martín García. Allí, Mazza busca portadores sanos de cólera entre los inmigrantes
que ingresaban al país de Europa y Medio Oriente. En la isla, Salvador consigue
aplicar las recientes metodologías de estudio de epidemias abaladas por
los más importantes organismos internacionales de la época. Ese sería su
primer trabajo de campo científico, el puntapié inicial para abordar un
barco y continuar su formación en París, Londres, Alemania y Argelia. Fue
en este periplo de exclusiva formación intelectual, que el doctor conoce
en Túnez a Charles Nicolle, quien en palabras del argentino, fue el mentor
de “toda su obra científica”.
Hermanos en armas
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En 1918 Salvador Mazza traba amistad en Alemania con Carlos Ribeiro Justiniano
das Chagas. El argentino había quedado deslumbrado por las descripciones
que había realizado Chagas sobre la enfermedad. Nueve años atrás, el joven
científico brasileño era el primer ser humano en hallar un parásito (tripanosoma)
en la sangre de enfermos con ciertas alteraciones clínicas, fundamentalmente
cardíacas y digestivas, al que denominó Cruzi, en honor del investigador
y epidemiólogo, Oswaldo Cruz. Según Chagas, los pacientes sufrían, además,
agrandamientos importantes de glándulas y bocio. Pero esas mismas anormalidades
observadas en sus estudios, serían motivo de descrédito. De la noche a la
mañana Chagas pasó de ser un científico respetado a un charlatán. Si bien
pudo demostrarle a la comunidad científica argentina la presencia de la
bacteria, el brasileño cometió el error de adjudicarle al virus la manifestación
clínica de la alteración de la glándula tiroidea.
Ocurría que esa patología correspondía a otras entidades clínicas propias
de la región en la que había realizado el descubrimiento. Su original descripción
sobre la Tripanosomiasis Cruzi se la terminó catalogando como a un fenómeno
no patológico acompañante de otras enfermedades. “Hay un designio nefasto,
le confesó Chagas a su par argentino en un momento de desesperanza, en el
estudio de la tripanosomiasis. Cada trabajo, cada estudio, apunta un dedo
hacia una población malnutrida que vive en malas condiciones; apunta hacia
un problema económico y social, que a los gobernantes les produce tremenda
desazón, pues es testimonio de incapacidad para resolver un problema tremendo.
No es como el paludismo un problema de bichitos de la naturaleza, un mosquito
ligado al ambiente, o como los es la esquistosomiasis relacionada a un factor
ecológico límnico casi inalterable o incorregible. Es un problema de vinchucas,
que invaden y viven en habitaciones de mala factura, sucias, con habitantes
ignorantes, mal nutridos, pobres y envilecidos, sin esperanzas ni horizonte
social y que se resisten a colaborar. Hable de esta enfermedad y tendrá
a los gobiernos en contra. Pienso que a veces más vale ocuparse de infusorios
o de los batracios que no despiertan alarmas a nadie”.
Carlos Chagas murió sumido en el ostracismo. De nada le valió haber recibido
premios y cargos jerárquicos en su país. Debió ser porque la Argentina de
la década del ’30, era poco menos que la meca de la investigación científica
de Sudamérica, acaso una comunidad acreditada, pero ciega en cuanto al concepto
de sanitarismo social. Otro tanto recayó sobre Mazza cuando propuso quemar
los ranchos en salvaguarda de la salubridad jujeña. Fue esa misma agrupación
que debió mirarlo como a un loco, un desequilibrado mental que sólo quería
pasar a la historia como un pirómano que deseaba exterminar un insecto inofensivo.
Debió pasar muchos años hasta que los trabajos de Salvador fueron aceptos
en el país y gozar de un reconocido prestigio, aunque para esa época le
sobrasen pergaminos en el extranjero. Uno de ellos, otorgado por Sociedad
de Patología Exótica de París, lo había lanzado a la notoriedad científica
mundial. Para entonces, su vida y su obra contaban con una extensa biografía
escrita por dos autores belgas. Pero el doctor dijo en referencia a esa
obra: “Se dice allí que soy un sabio, pero no existen más sabios. Un sabio
así, a lo Plinio, observador superficial y especulativo, dialéctico, queda
hoy fuera de la ciencia; presumo que sería muy difícil de distinguir de
un charlatán. Hubiera preferido que se dijera que soy un hombre tesoneramente
dedicado a una disciplina circunscripta y en la cual hago lo posible en
no dar paso para atrás”.
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Salvador Mazza murió en la Ciudad de Monterrey, México, de una afección
cardíaca el 7 de noviembre de 1946 a los sesenta años. Se encontraba en
ese país como invitado especial a unas jornadas de actualización sobre la
enfermedad de Chagas, bajo la dirección del especialista mexicano, Aguirre
Pequeño. Contrariamente a lo que se ha dicho, Mazza no falleció a causa
del mal de Chagas; o por lo menos, no hay constancia alguna de que su deceso
se produjera por motivo de esa enfermedad. En su acta de defunción, que
se conserva en el Registro Nacional de la Personas de la Ciudad de Buenos
Aires, nada se dice allí de la razón de su muerte repentina. Salvador fue
un fumador empedernido. En la mayoría de los registros fotográficos de su
persona, que se encuentran en el Museo Roca, lo retratan sostenido un cigarrillo
humeante. Tal vez la adicción a la nicotina haya malogrado su salud en los
últimos años de su meteórica vida. Cierto es que Clorinda, fallecido su
esposo, continuó viviendo hasta su muerte en una casona del barrio de Belgrano,
propiedad de un matrimonio amigo. Se dice que en vano trató de gestionar
una pensión graciable que nunca pudo obtener por parte del Estado nacional.
Para subsistir, Clorinda Razori, quien falleció el 30 de diciembre de 1952,
tuvo que vender sucesivamente parte de la biblioteca personal de su esposo,
lo que le quedaba del archivo científico, instrumental de laboratorio, muebles
y un desvencijado automóvil propiedad de los Mazza. La misma suerte corrió
el vagón de la M.E.P.R.A.; el armatoste permaneció varios años a la intemperie
en la estación de la localidad de Boulogne, hasta que en 1950 el gobierno
de turno lo remató en una cifra irrisoria, perdiéndose todo rastro de aquél
símbolo de la vanguardia científica del país.
El apellido del médico argentino, es el único antecedente que demuestra
que en estas tierras se lo utilizó como apelativo para darle nombre a una
enfermedad endémica, padecimiento que mantiene viva la memoria tanto de
Carlos Chagas como de Salvador Mazza. A kilómetros de distancia, ambos científicos
lucharon durante gran parte de sus vidas con el afán de erradicar un mal
que no conoce fronteras, aunque sí clases sociales. Si bien no existe una
biografía completa del doctor, el film Casas de fuego del cineasta Juan
Bautista Stagnaro, es una viable (aunque existen en el largometraje excesivos
hechos irreales) opción para descubrir la vida y la obra del Dr. Mazza.
Hay vidas que se abren y se cierran sin dejar rastros, sin tan siquiera
resignar una sola huella. En cambio, hay otras que por azar o por convicción
acceden al derrotero de la contienda diaria y, sobre todo, al forjado de
un destino para cambiar lo que somos. La vida de Salvador Mazza estuvo signada
por un sin número de voluntades (muchas de ellas extremas) y, paradójicamente,
a un sólo deseo: que el pobre pueda estar enfermo de un mal negado por el
stablishment político. Aunque en 1937 Alfredo Palacios presentó en el senado
su Plan Sanitario y Educativo de Protección a los Niños, en base a los informes
que el propio Mazza le entregó en mano en una visita que realizó a la provincia
de Jujuy, el diputado socialista también fue testigo de la indiferencia
del gobierno. Mazza fue un clavo molesto para los recalcitrantes estandartes
de la medicina de su tiempo, y que por sobresalir, recibió los martillazos
del silencio, aunque esa injusta razón no fue motivo para malograr su misión,
la que eligió hasta muerte física.
BIBLIOGRAFÍA Y FUENTES DE INFORMACIÓN
• Sierra Iglesias, Jobino Pedro, Vida y obra de Salvador Mazza, Universidad
Nacional de Córdoba. Facultad de Ciencias Médicas
• Revista Todo es Historia, Nº 225, enero. 1986
• Registro Nacional de las Personas de la Ciudad de Buenos Aires
• Biblioteca Nacional
• Museo General Roca
• Archivo General de la Nación
* Periodista