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Carta
abierta a los estudiantes de medicina
Emociones tóxicas
Por Guillermo Flavio Marín*
Pertenezco a una institución formadora de médicos. Me toca y me tocó
convivir con estudiantes de medicina en forma diaria y durante los últimos
diez años. Hace un tiempo recibí una carta firmada por un grupo numeroso de
alumnos del último año de carrera que solicitaba a las autoridades de la
facultad “otros sitios más seguros para la realización de la rotación de APS
(Atención Primaria de la Salud)”. Los futuros médicos aluden sentirse en
“peligro”, dado que una parte de su capacitación transcurre en una sala
sanitaria ubicada en una villa del gran Buenos Aires. Para la mayoría de los
medios de comunicación masiva, “villa” es sinónimo de “inseguridad”,
“violencia”, el “mundo del hampa”. Y como en un espejo que devuelve una
imagen distorsionada se observan, se escudriñan, se automedican con el
placebo del miedo los cada vez más asustados futuros galenos. Las imágenes
que ensaya mi memoria son muchas. Pero sólo extraigo unas pocas del saco
roto del olvido. La veo (la siento) a la estudiante de medicina Elvira
Rawson (luego de Dellepiane y segunda mujer en recibirse de médica en el
país) bajo las balas, socorriendo a los heridos de la Revolución del Parque
de Artillería. Repito: mujer del siglo XIX, estudiante universitaria,
esquivando plomo caliente. Todo un logro para el recalcitrante machismo
argentino, toda una médica poniéndole coto al dolor. En mi película se
encadenan aquellos cuadros de guerra civil con el rostro franco de Florencio
Escardó. Está tocando a un paciente a cielo abierto; en esa vastedad llamada
Isla Maciel. Allí, sus alumnos aprenden medicina al igual que a ver de cerca
la cara impiadosa de la pobreza; una realidad emergente que muchos de los
hoy alter ego de Esculapio prefieren evitar (se). El estudiante de medicina
Eduardo Wilde le pone punto final a mi tira dramática: tiene veintidós años,
acaba de contraer cólera en el hospital de coléricos, pues ningún médico
recibido quiso aceptar el cargo de “interno”, cuando estalló la enfermedad
en el Buenos Aires de 1867. Podría quedarme un tiempo más guionando un
largometraje que daría para muchas horas de filmación interna, pero prefiero
hablar de nuestros alumnos del siglo XXI (digo “de nuestros alumnos”, porque
toda la sociedad, directa o indirectamente forma -o debiese formar- a sus
médicos, abogados, arquitectos, policías, etc.). Si bien el ejemplo de
aquéllos héroes románticos de la medicina sólo sirve para atraer el soplo
moral de la entereza, quiero hablar de los jóvenes de hoy que muy pronto se
alzarán con un título universitario y que formarán fila detrás de la
estadística que dice que la Argentina exhibe una de las mayores proporciones
de médicos por habitante del mundo.
Parece ser que el pánico (una patología psicológica de moda) echó raíces en
la comunidad de estudiantes de medicina y ha abolido, sin decir agua va, con
el acertado cambio de paradigmas de la OPS (Organización Panamericana de la
Salud), cuando en 1978, reunida en Alma-Ata, URSS, decía: “La atención
primaria es el primer nivel de contacto de los individuos, las familias y
las comunidades con el sistema nacional de salud, acercando la atención
sanitaria el máximo posible al lugar donde las personas viven y trabajan,
constituyendo el primer elemento del proceso de atención sanitaria
continuada”. Semejante declaración no es comprendida, o lo que es peor,
desconocida por la estudiantina. Ver a un chico pobre con parásitos y en su
casa, no es lo mismo que atenderlo en un hospital. La enfermedad del niño es
un desequilibrio orgánico que radica en su grupo primario (familiar), es
decir, como estructura biológica, enferma en conjunto. Saber cómo vive y con
quiénes, qué come, dónde juega, es tan importante como el jarabe que le mata
los “bichitos”. Con todo, los prosélitos de Hipócrates, acaso sin querer,
han entrado a la medicina social por la puerta chirriante de la
discriminación. Los pobres, con sus pobrezas a cuestas, y los aspirantes a
médicos, con sus pánicos en los maletines, quizás estén creando un cordón
umbilical atrofiado, que no le está proveyendo de nutrientes a un derecho
humano tan básico como lo es la atención primaria en salud. No pongo en tela
de juicio el concepto teórico de “escena”, es decir, sin seguridad en el
contexto, el médico no debería actuar en una situación de emergencia, pues
primero debe resguardar su vida para poder salvar otras. El sentido común
sugiere que al profesional le corresponde evaluar el abordaje efectivo del
paciente en el momento, debiendo descartar preconceptos. Una calle de la
Villa 31 puede ser igual o menos insegura que una arteria de barrio norte.
La violencia, el crimen, el despojo, no discrimina por clases sociales. Si
bien los estudiantes de medicina tienen derecho a sentirse inseguros, hacer
ciertas prácticas médicas en un barrio carenciado sumerge a un aprendiz en
una realidad social concreta, dura, pero modificable; y muchas veces tan
gratificante como el hecho de salvar una vida. Pero, ¿cómo corregir algo que
no conozco? Trabajar en villas no sólo le permite al estudiante conocer y
curar patologías de la pobreza, significa, por ejemplo, analizar los
factores de riesgo a que nos expone la miseria, así como apreciar aquellas
variables que hacen que un ser humano caiga en la misma indigencia.
Lamentablemente, la experiencia indica que las soluciones sanitarias en
distritos carenciados las implementan los propios médicos; o incluso, las
efectúan algunos creativos alumnos. Esto es, canalizar una zanja con agua
estancada para evitar que los habitantes de un barrio contraigan
enfermedades infectocontagiosas. En otros términos, sin lugar a dudas el
estudiante contribuye en la mejora de las condiciones de salud de la
población. Por otra parte, los políticos jamás aparecen por esas latitudes,
salvo a la hora de buscar votos. Otro tanto sucede con las empresas de
insumos médicos mejor posicionadas en el mercado: la donación espontánea de
sus productos es casi un acto ficcional. En la mayoría de las salas de
primeros auxilios ubicadas dentro y fuera del cordón capitalino, el agua
oxigenada y las vendas son tan escasas como el platino. Daría para otro
artículo deslindar cuáles son las responsabilidades del Estado en materia de
salubridad social o
Lo que interviene como una pandemia nociva en el desarrollo intelectual del
alumno es la sensación de incertidumbre, la angustia de saber si la vuelta
al hogar se producirá en la camilla de una ambulancia. Pero quiérase o no,
aprender paracaidismo también provoca sensaciones de vacilación, y no hay
otra forma de enseñar la técnica del arrojo al vacío que poniéndole el
paracaídas al aprendiz para hacerlo saltar. Nos cabe entonces a todos
extirparles el efecto de inseguridad a nuestros futuros médicos. Las
lecciones de ética médica deben abordar esta problemática. Si el virus de la
incertidumbre se propaga, las unidades sanitarias quedarán vacías de
aprendices, el trabajo de campo, tan vital para el alumnado, permanecerá
enfrascado en una famélica simulación virtual de computadora, y el miedo,
terminará deglutiendo el principio insoslayable de la educación y de la
atención sanitaria.
*Periodista y escritor.
desechosdelcielo@gmail.com