McDonald’s, Halloween, Papá Noel y la Vuelta de Obligado

Por Roberto Bardini (Bambú Press)

Viernes 20 de noviembre, ocho y media de la noche. Vamos en coche con Alfredo Ossorio y César González Trejo. Regresamos de la Universidad Nacional de Lanús, donde se conmemoró el Combate de la Vuelta de Obligado. Antes, a mediodía, se había inaugurado en la Casa Rosada la muestra-homenaje al Día de la Soberanía Nacional. Y allí mismo se anunció la construcción de un monumento en el sitio histórico para recordar la batalla del 20 de noviembre de 1845 en la que patriotas mal armados enfrentaron a la poderosa flota naval anglo-francesa.

De pronto, antes de tomar la autopista 9 de Julio y entrar a Buenos Aires, vemos el enorme cartel a nuestra derecha. “20 de noviembre: Día Feliz”, anuncia con grandes letras. Y agrega: “Convertí un Big Mac en una sonrisa”. El cartel no tiene nada qué ver con el Día de la Soberanía. Es publicidad de McDonald’s, la omnipresente empresa elaboradora de saludables manjares dietéticos, bajos en calorías y recomendados por pediatras y nutricionistas de todo el mundo.

En 1954, la eficiente Organización de Naciones Unidas sugiere que todos los países instituyan el 20 de noviembre como el Día Universal del Niño, destinado a promover su bienestar. Y McDonald’s instaura esa fecha como el Día Feliz. Para la filantrópica compañía, la felicidad infantil consiste en un Big Mac. Es decir, dos hamburguesas intercaladas en tres rebanadas de pan con ajonjolí y entremezcladas con queso, pepino, cebolla y lechuga, todo rociado con una “salsa especial”. Son 200 gramos de carne rica en grasa, que representan casi 500 calorías. En la India, donde la vaca se considera un animal sagrado y no un alimento, McDonald’s elabora las hamburguesas con carne molida de camello.

Veinte minutos después llego a mi casa. Mis dos hijos menores están terminando de cenar. Federico, de siete años, y Eva Victoria, de ocho, son mexicanos. Viven en Buenos Aires desde hace un año y medio. Los dos ya se bañaron y están vestidos con pijamas, listos para ir a la cama. Los pijamas son, en realidad, disfraces de Halloween o Noche de Brujas.

El Halloween –me enteré hace algunos años en México– es una tradición celta anterior a la era cristiana. La noche del 31 de octubre marcaba el fin del verano y el inicio del nuevo año en lo que hoy se conoce como Gran Bretaña y Francia. Los antepasados de los irlandeses creían que en esa fecha los muertos buscaban apropiarse del cuerpo de los vivos. Los amenazaban con una “treta” y les proponían un “trato”, de donde viene la expresión Trick or Treat. Para alejar a estos espíritus malignos, los aldeanos se vestían con trajes horribles, apagaban el fuego de sus chozas, colocaban huesos y calaveras en las puertas. Las hechiceras introducían velas dentro de los cráneos e iluminaban las cuencas de los ojos y la nariz.

Entre 1840 y 1846, los inmigrantes irlandeses que viajaron a Estados Unidos huyendo del fracaso de la cosecha de papa y la posterior gran hambruna, llevaron esa costumbre. Y como no podían efectuar las prácticas con cráneos humanos, recurrieron a las calabazas, a las que les tallaban ojos, nariz y boca antes de iluminarlas por dentro. El festejo pagano se comercializó e irradió a México y otros países iberoamericanos, donde en la noche del 31 de octubre los niños se disfrazan de brujas o monstruos y salen a pedir en el barrio monedas o golosinas. “Treta o trato”, amenazan los enanitos.

Entonces, en esta noche del 20 de noviembre de 2009, empiezo a rezongar porque Eva y Fede están con sus pijamas de Halloween. No pretendo que tengan pijamas de gauchos, mazorqueros o del Regimiento Patricios, desde luego. Pero me molesta que sepan más de la Noche de Brujas que del Combate de la Vuelta de Obligado, a cuya celebración los llevé el año pasado.

Digo algo, no recuerdo bien qué, acerca de la colonización cultural. Eva y Fede me observan como si hablara de la Guerra de las Galaxias.

Escucho la voz de mi mujer desde la cocina:

– ¿Y no es colonización cultural el Papa Noel que por aquí aparece en verano? Un gordo ridículo que llega en Navidad con trineo y nieve... ante compradores que visten bermudas, calzan sandalias y transpiran porque es diciembre, hace calor y la temperatura llega a más de 30 grados.

Papa Noel, es cierto. En otros países se le conoce como Santa Claus y San Nicolás. Se dice que apareció en Turquía en el año 345. Era un joven religioso de origen griego, hijo de padre rico, que cargaba una bolsa con alimentos y regalos para los niños. Vestía una túnica verde e iba montado en un burro blanco. La leyenda se extiende a Holanda y, de ahí, a los países nórdicos. En el siglo XVII, los inmigrantes holandeses que cruzan el Atlántico y se establecen en Nueva Amsterdam –más tarde rebautizada Nueva York– llevan esa costumbre a Estados Unidos.

Allí, un escritor y un religioso se adelantan en décadas a Hollywood y Disneylandia. En 1809, el novelista Washington Irving –autor de Cuentos de la Alhambra y El jinete sin cabeza– publica su Historia de Nueva York contada por Dietrich Knickerbocker, en la que narra la vida de los descendientes neoyorkinos de aquellos holandeses. Describe a San Nicolás o Santa Claus en un caballo volador y con una bolsa de regalos que reparte en las chimeneas. En 1823, el pastor protestante y profesor de estudios bíblicos Clement C. Moore decide que el obeso personaje vestido de verde debe viajar en un trineo conducido por seis renos.

En 1931, los estadounidenses se resignan a esperar la peor Navidad de sus vidas. La crisis desatada por el crack del “jueves negro” en la Bolsa de Nueva York de 1929, lleva a la miseria a millones de ciudadanos y las ventas de la Coca-Cola caen estrepitosamente. La empresa le encarga al dibujante Habdon Sundblom, un nieto de suecos que vive en Chicago, que cambie el color del traje navideño. La idea es que adopte los colores de la bebida, rojo y blanco. La imagen se refuerza todos los años en la publicidad de la marca y se exporta, incluso, a los trópicos de América.

El 20 de noviembre de 1845, los argentinos resistieron en la Vuelta de Obligado el ataque británicos y franceses. Lo que nunca pudimos rechazar, 86 años después, fue la invasión de un solo personaje de dudosa nacionalidad, desarmado y montado en un trineo ártico en pleno verano. Nuestra imbecilidad quizás explique su risa, Navidad tras Navidad: jo jo jo.

Sucede algo parecido con nuestros políticos. Cuando están en campaña, los candidatos se presentan cargados de promesas –como las bolsas de regalos de Papa Noel– en todos los diarios, revistas, radios y canales de televisión. En algunos casos no aparecen risueños, sino graves y hasta trágicos. No sacan obsequios de sus bolsas, sino alarmantes presagios, advertencias apocalípticas, profecías sobre la inminente llegada del Armagedón. Pero en cualquiera de las dos circunstancias, unos y otros están muy dispuestos a recurrir a la “treta” o el “trato”. Y al final, los que andamos a pie siempre quedamos sumidos en una terrorífica Noche de Brujas peor que la de Halloween.

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2009
 

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