![](notapas/hugobarcia.jpg)
Un
episodio al corazón
Por Viví Gómez
La médica indicó tajantemente: “lo vamos a internar”.
Entre los menesteres que era preciso ordenar y que le pidió a Verito, la
Verito Bordón que lo acompaña desde hace ya dos años en todas sus
inquietudes y quietudes, él tuvo tiempo de reparar en el orden de la cocina
para poder dejar sueltos a Homero y a Pancracio, sus gatos, quienes seguramente percibían que al amito del cariño le pasaba algo.
Esta incertidumbre, pero mucho más profunda, ya se había apoderado de él,
cuando al bajar del ascensor y del silencio que mantuvimos entre el 4º piso
y la planta baja, me miró con esos ojos de gato que se quedó arriba
apesadumbrado y me dijo: “quiero la bandera argentina sobre mi cajón”.
Anticipando como venía el pedido, le dije: “¿Y la marcha peronista, no?”.
“Sí”, dijo, y agregó “y que mis cenizas sean esparcidas en el río”.
Afuera, el chofer de la ambulancia sentenció que sólo llevaría al asistido y
a un acompañante y, aunque Hugo insistió, no hicieron lugar a su reclamo.
Por supuesto y como correspondía fue Verito, y yo, su hermana astral, me
quedé en la vereda desolada esperando un taxi. Eran las 8:30 del 1º de enero
del 2010 Bicentenario.
Hugo Barcia había cumplido recientemente los 57. En ese festejo celebró la
vida, el amor, la amistad y la familia, como siempre, con generosas
vituallas entre las que el dionisíaco bordó a su salud, desencadenó su más
entrañable emoción. La política, su compromiso, la militancia; las mujeres y
los hombres en todas sus condiciones, llamaron al debate y a la puerta de su
cosmovisión de la vida. Y ahí estaba él, mi hermano, en su juego y en su
salsa, con su naipe en la manga, en sintonía con su amigo jugador preferido,
el querido Jules, como él lo llama, desatinando, exagerando, amparando y
concediendo ante los más recelosos.
Advirtiendo que el desmadre podría hacerse presente, Hugo dijo: “bueno que
venga el Gordo”, llamando así al asombrado Gordo Alorsa, que desde el más
allá y entre las copas se bajo un ratito con su Guardia Hereje a desmenuzar
huellas, pasiones y emociones hasta la madrugada del inocente 28 de
diciembre.
En los días siguientes acordamos la festichola del 31 del 2009, tan caro y
tan logrado para nosotros, los compañeros peronistas. Este año Hugo había
tomado la iniciativa desde su Agrupación de Periodistas “Los 100” de
conformar un espacio mayor y lo había logrado. El FARO de la Comunicación se
había constituido en agosto como un espacio político militante sobre la
comunicación en la Argentina, con el reconocimiento de sus compañeros
periodistas de siempre (Los 100), los trabajadores pertenecientes a la
Fatpren y los compañeros de la Comisión Nicolás Casullo de Medios
Audiovisuales en Carta Abierta. Después, en noviembre vino el 1º Encuentro
Internacional sobre Medios y Democracia en América Latina, organizado por
Faro, oponiendo, a los sinsabores de la política, la fuerza del compromiso
de su conducción y sus militantes para lograr que este hecho político se
instalara como la contracara de quienes representan a los medios y el poder
concentrado, que se reunían en el Hilton. Nosotros, el Faro de la
Comunicación, con la responsabilidad política de Hugo, acompañado por Julio,
Kike, las Radios Comunitarias, los Blogueros y los compañeros representantes
sindicales de los trabajadores en los medios, que asistieron desde Brasil,
Bolivia, Paraguay, Uruguay, Honduras y Venezuela, nos convocamos en la casa
de los trabajadores, en la Fatpren, a sala llena durante toda la jornada del
9 de noviembre. Ese día supimos conseguir la inquietud de la acostumbrada
intención gatopardista que en nuestra Argentina se conserva y pretende
seguir en esa maldita senda por sobre el beneficio de las mayorías: nuestro
campo nacional y popular.
La noche del 31, como habíamos acordado, llegué a la casa de la calle Bulnes
con los bártulos consabidos: el Vitel Tonné y la colita de cuadril asada al
horno. Las pilchas para la noche, en bolsita aparte, para no andar
deslumbrando antes de que pase la carroza de las 12 del futuro por delante
2010, completaba los trastos. Es que habíamos decidido que nos íbamos a
-Ocultar texto citado emperifollar la vestidura para celebrar nuestro
encuentro, nuestros deseos, esos trajinados y logrados hechos políticos y
aquellos pactos afectivos, en los que sellamos el compromiso de querernos y
cuidarnos cuando el alma y el corazón lo mandaran. Fueron llegando todos, y
los que no también, porque creo, si es que el recuerdo no está todavía
afectado por los efluvios de las uvas moras, nos fuimos multiplicando, es
que cada uno eligió su alter ego preferido. Todos trajeron un manjar
especial, como para el encuentro que nos habíamos prometido. Comimos y
bebimos, jugamos y bailamos; en cada brindis, los deseos (antes secretos) se
dijeron a viva voz: así supimos de encantos y desencantos, de esperanzas
renovadas y de amistades hasta la eternidad, tantos, tantos amigos y vecinos
llegaron a la casa de la calle Bulnes, la noche del 31.
Todavía nauseabunda y desorientada, sin saber qué hora era, en un momento
sentí que Verito me llamaba y me advertía que Hugo se sentía mal, que tenía
otra vez el dolor, y ella ya había llamado al servicio médico. A los
apurones, y con el desaliño que exigía el momento, me vestí con las ropas
con las que había llegado. Los segundos que tardé en llegar, desde el
cuarto-escritorio que me habían preparado y en el que había dormido, hasta
la suite, tuve una imagen que la realidad no me devolvió: allí parado sobre
sus dos torres, Hugo, ese faro, ese oso grandote, se abrazaba los brazos, se
aprisionaba el pecho como queriendo impedir que se le escapara el corazón.
Verito, con el teléfono en mano, llamaba nuevamente al servicio médico y
repetía a los gritos: “no me están llegando y él se siente mal, por favor te
lo pido”. El seguía caminando alrededor de la cama, se detenía y volvía a
decir “me duelen los brazos, el pecho y la puta que lo parió”. Todos los
improperios se me agolparon en la cabeza y se detuvieron en la boca. El vaso
con agua, “ya llegan, vas a estar bien” y arreglar en algo el desperdicio
que habíamos dejado sobre la mesa, fueron algunas de las pocas cosas que
recuerdo de mi impericia. La urgencia del portero eléctrico precipitó a
Verito al portal de la calle, pero cuando creía que llegaba el saber y que
todo estaría bajo un control mayor, nada de eso sucedió: la impaciencia y la
angustia se desbocaban, la médica y su asistente manejaban los tiempos y los
silencios, y había que atreverse a preguntar, repreguntar, contar episodios
anteriores, dar detalles. Tomaron su presión, le adhirieron las ventositas
al pecho para que el aparato radio técnico, o como sea que se llame,
dibujara esos jeroglíficos que finalmente anunciaron que no era “normal” el
electrocardiograma, y que por eso era necesario trasladar al paciente que,
lejos estaba de serlo, convirtiendo en ridícula la expresión para con un
hombre que portaba un corazón impaciente.
El destino del primer día no podía ser tan injusto. Cruzando la Avenida
Santa Fe en Bulnes, y habiendo perdido de vista la ambulancia, alcancé un
taxi. Cuando llegué al Instituto Cardiovascular de Buenos Aires, en pleno
Barrio de Belgrano, entre la quietud y el silencio de la arbolada calle
Blanco Encalada, el sopor del calor y de la angustia se colaban en mi
estómago, sin fondo por la ácida despedida gástrica de la reciente noche
ebrea.
Abracé a Verito, sentada en la antesala, y al poco rato se presentó un
médico indicando el primer parte médico que decía que mi amigo Hugo Barcia
sería internado en el 3º piso, donde reina la siempre temida Unidad
Coronaria. En tanto, se presumía, hasta tanto se le hicieran los estudios
pertinentes, que padecía una afección que llamaron SCA (Síndrome
Cardiopático Agudo). No pude evitar la asociación de esas siglas con las
recientes acciones políticas en las que habíamos promovido y logrado aprobar
la Ley de SCA (Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual) y en las que
Hugo y los compañeros habían dado la madre de las batallas. Y todavía faltan
otras, más crueles tal vez.
En los días siguientes, los estudios revelaron una herida, un corazón que,
desorientado, había galopado los alientos que siempre tuvo reservados, sólo
que se le encabritaron las arterias, las de la vida y las de la sangre, y
como habrá otras batallas, ahora se prepara, se protege, se salva, porque
sabe y no calla.
No se estaba yendo… ¿cómo se iba a ir?... sólo se estaba revelando.
Faro de la Comunicación
farodelacomunicacion@gmail.com