La crónica raabiosa

Por María Moreno

¿Por qué no se reeditan las crónicas de Enrique Raab? ¿Qué somnoliento conformismo hace que se siga recitando Carlos Monsivais-Juan Villoro-Pedro Lemebel-Martín Caparrós-Cristian Alarcón como si se intentara formar un canon con una muestra gratis? Es cierto que Enrique Raab no cultivó la novela –ese género fálico que permite pisar los papers–. Que su condición de homosexual (él usaba ese término) no favorecía el mito revolucionario para una izquierda que aún trata de asimilar a Néstor Perlongher, que no advirtió o dejó para más tarde la articulación entre política y política sexual, entonces tampoco da para ícono Glttb. ¿Pero quién puede dudar de su prosa de prensa? El la afinó en Confirmado, Primera Plana, Análisis, Siete Días, La Razón... y siguen los medios hasta llegar a los de la militancia revolucionaria Nuevo Hombre, desde 1974 en manos del PRT, Informaciones de Montoneros y el proyecto de El Ciudadano, también del PRT, en el que trabajó hasta que fue secuestrado. Cuba: vida cotidiana y revolución y un trabajo sobre Luchino Visconti editado por Gente de Cine son sus únicos libros. También hizo un cortometraje, José, sobre texto de Ricardo Halac, que en 1962 ganó el primer premio del Concurso Anual de Cinematografía.

Nacido en Viena en 1932, Enrique Raab fue un periodista “todero” como se dice en algún lugar de Sudamérica, al igual que José Martí o Amado Nervo. Si la especialidad que más frecuentaba era la de crítico de arte y espectáculos, podía ser anfibio e ir de cubrir la revolución de los claveles en Lisboa a las ofertas del verano en la costa atlántica, pasando por una entrevista a Bertrand Russell o una a Juan José Camero. En sus tres crónicas de Plaza de Mayo entre 1973-1975 puede leerse toda la historia del peronismo y un efecto de objetividad –sus lectores eran los de La Opinión pero también sus compañeros adversarios en la militancia revolucionaria (Montoneros) y los del propio grupo de pertenencia (PRT)– que no excluye la ironía: señalar la pancarta “Perfumistas con hambre”, leer en el bombo del Tula un golpe rítmico que “queda punteado con otros ritmos, binarios y ternarios, producidos por bombos más pequeños accionados alrededor del bombo gigante”. Quien quiera palpitar ese estilo tal vez consiga Crónicas ejemplares, diez años de periodismo antes del horror, 1965-1975, una recopilación de sus notas con prólogo de Ana Basualdo, a través de Mercado Libre y en librerías, Enrique Raab, claves de una biografía crítica. Periodismo, cultura y militancia antes del golpe de Máximo Eseverri, con amplias citas.

Si la crónica es un laboratorio de escritura, Raab hizo lo más difícil: crear dentro de la más estricta convención periodística. Era un pedagogo al paso con la misma fuerza con que era antipopulista, pero lo que escribía como plus de información no exigía un código en común con el lector: era clarísimo: las fans de Palito Ortega le evocaban a las mujeres que se desmayaban ante el piano de Franz Liszt, y el gordo Porcel, una suprarrealidad digna de André Breton. La comparación de Mirtha Legrand, en su papel protagónico de Constancia de W. Somerset Maugham con las mujeres del clan japonés de los Taira y su teatro gestual, es una ironía pero también sitúa a la diva, en brillante síntesis, como maestra en un arte “sin más sentido racional que el mero ejercicio de la grafía física”.

Mediante la comparación, el cronista “traduce” el primer mundo al tercero, o busca del modelo la versión local. José Martí escribía que la torre de Gable era tres veces más grande que la de La Habana, Mansilla que el sistema parlamentario alemán se parece al de los ranqueles. Raab sitúa a Mirtha Legrand en una tradición que ella sólo puede ignorar. Pero él vio de antemano esa manera de no estar presente a su propia mesa –Mirtha escucha con una atención flotante, hasta sus almuerzos en público sólo utilizada por los psicoanalistas, como si fuera mersa escuchar con atención, por eso puede oponer a la enfática demostración de Valeria Lynch del uso de alcohol en gel con “es algo muy interesante”, hablar de sí misma en tercera persona (“estás vestida como Chiquita Legrand”) o situarse más allá de las suspicacias sobre cualquier singularidad en el gusto erótico (“mirá qué piernas que tiene esta chica”).

En “Borges y la Galería del Este”, Raab negocia entre su admiración al maestro –de quien tiene un legado notable: el enciclopedismo en solfa– y su juicio crítico de marxista militante del PRT, buscando la metáfora del conflicto en una suerte de guerra de gustos musicales en donde Borges, replica de manera desplazada, como un caballero, y repite un gesto de fastidio ante un retoño de milico.

En una época en que los intelectuales veían a la televisión y al teatro de la calle Corrientes y de Mar del Plata malos en bloque, Raab no era una excepción. Pero también se cargaba a la cultura de izquierda: si Mirtha Legrand le resultaba burlable, más burlable era para Alejandra Boero que la compararan con una “Mirtha Legrand para públicos seudocultos”; su papel en Madre Coraje le valió el siguiente párrafo raabioso: “Boero tiene un gesto fijo, estratificado, endurecido, o sea su propio mohín. Hay un tono de voz para la mujer bromista, otro para la mujer sufriente, otro para la tabernera pendenciera, otro para la pobre víctima. Al final –y eso es una delicia– casca su voz y encorva su osamenta porque el público debe saber que los años no han pasado en vano, que Madre Coraje está vieja y vencida, que los infortunios no han terminado por quebrarla. La visualización del director Hacker y la de Boero no pretenden mayores complicaciones: una mujer vencida y quebrada es, simplemente, una mujer con el lomo encorvado y la voz inaudible”.

Cabe preguntarse, más allá de la gracia estilística, qué garantizaba esa saña crítica, ese uso calificador de un saber que no había pasado por una formación formal (Raab debía Historia del secundario): parece que pertenecer a los medios fundados o sellados por Jacobo Timerman bastaba; entonces hoy sorprende que a muchos que difícilmente hubieran sido aceptados en sus redacciones, el mercado los califique de “cronistas” para adjudicarles el sello de lo narrativo literario cuando en realidad ejercen un realismo ramplón en donde se trataría de representar el objeto en sí, con el estilo del inventario, o retuercen la lengua para ver si cae una metáfora, hasta el ripio o el kitsch inconsciente. Porque Raab no redactaba: escribía.

Hay compañeros que lo recuerdan participando de un paro gremial –formaba parte de la agrupación de prensa Emilio Jáuregui– vestido como para ir a un estreno, entrando a la redacción de La Opinión por la puerta prohibida, la del taller, o mostrando con orgullo un mensaje de amenaza de las Tres A en donde se le decía “Judío, rusito, estás muerto”. Si bien se lo llamaba “Radio Varsovia” –radio clandestina durante la Segunda Guerra Mundial– por su gusto por las versiones jugosas, su ánimo no era especialmente expansivo en épocas en donde el silencio, sobre todo si se militaba en el PRT, era el hábito más recomendable para la seguridad personal: tenía ese fervor de todos los periodistas por la nota de tapa calibrada en un rumor, la iluminación súbita al relacionar un dato con otro, cierta épica de la primicia.

Enrique Raab fue secuestrado el 16 de abril de 1977 y está desaparecido.


Crónicas

Por Enrique Raab

Mirtha Legrand y el teatro japonés

También Japón tuvo su Guerra de las Dos Rosas: durante cuarenta años –precisamente entre 1145 y 1185 a.C.– dos poderosas familias feudales, el clan Minamoto y el clan Taira, se disputaron encarnizadamente la hegemonía de las provincias orientales. Por fin, la famosa batalla de Dano-ura puso fin al largo pleito: Yorimoto, conductor de los Minamoto, derrotó a los Taira, desmembró a la extensa familia y adoptó, a partir de entonces, el título de Sei-i-tai Shogun; o sea, “el gran General que venció a los bárbaros”.

Por varios siglos, se enfundaron los sables y reinó la paz: a modo de represalia, el clan vencedor mandó castrar a los dirigentes Taira, mientras sus mujeres eran “destinadas a los prostíbulos del puerto de Shimonoseki”. Hasta el siglo XVIII las infelices mujeres alternaron la profesión con el culto de un género teatral sin precedentes en el mundo: un teatro gestual, sin más sentido racional que el mero ejercicio de la grafía física.

Las palabras –dicen los estudiosos japoneses, que vinculan el espectáculo de las Tairas con el posterior bunraku– no tenían ninguna importancia: la mujer se sentaba en medio del escenario, simulaba tomar el té o un vaso de sake, se abanicaba, recibía a las amigas- , airaba sus floridos kimonos, cambiaba quince o veinte atuendos durante la función y producía rápidos gestos con las manos, los antebrazos, las piernas y el cuello.

Practicado ante los comerciantes y marineros de Shimonoseki, el rito incluía sonidos y sílabas velocísimamente susurradas, frases corteses pero inconexas como música de fondo para este torneo gimnástico, donde lo importante era la multiplicidad de poses, la presteza en la mutación de los kimonos, la fabricada elegancia del signo físico. Expertos occidentales, como Emile Dujois, ven en el teatro japonés de las Tairas una clara tentativa de conjurar, mediante el vértigo de los gestos, una vieja angustia de la Humanidad: el horror al vacío.

Probablemente sin proponérselo –o sea, como simple intuitiva, no como erudita del teatro oriental–, Mirtha Legrand reedita en una de las salas del complejo Estrellas esta vertiente perdida del teatro japonés. Es ciertamente superfluo señalar que usa esta vez un texto ligeramente marchito y encantador de W. Somerset Maugham, como antes había usado las frivolidades de Barillet y Grédy o las peripecias jurídico-criminales de la pobre Mary Duggan.

Ni el texto, ni las situaciones, ni el espacio dramático tienen otro propósito que el de proyectar en dimensión suprapersonal los gestos, las manías, los guiños, los golpes de taquito y las apoyaturas de cadera de esta Mirtha que todos conocen. La modista Henriette proporciona los talleurs y vestidos que cumplen aquí la función de los kimonos en el rito Taira y el más eficaz de los gestos de Mirtha –de profundidad casi ontológica– consiste en un rítmico repicar de los dedos sobre ciertas partes de su cuerpo y, ocasionalmente, sobre su reloj pulsera: este memorable momento ocurre cuando la mucama le anuncia, al comenzar el segundo acto, que un remise espera con las valijas listas para la partida y Mirtha echa una veloz ojeada sobre su relojito, acomete con el golpeteo y le dice a su marido que todavía tiene tiempo de tomar el té.

Una constante del teatro de Mirtha Legrand –la complicidad de la actriz con su público– se verificó puntualmente en este estreno de Constancia, desde el pugilista Carlos Monzón hasta el ex presidente de la Cámara de Diputados Raúl Lastiri, pasando por una gama extensa de eso que la última página del vespertino La Razón llama la farándula, respondió sin desmayos al vértigo de robes, pasaditas y vueltas que Mirtha les proponía. Menos perfectos –quizá porque están menos imbuidos del rito–, los hombres que rodean a Mirtha en el Estrellas ensucian con algunos desplantes corporales esta fiesta de la diva: por ejemplo, Alberto Argibay, entrenado en otro tipo de teatro, occidental y post-stanislavskiano, quien se siente visiblemente incómodo en los sucesivos disfraces con los que el director Daniel Tinayre insiste en vestirlo.

Que la gran Ethel Barrymore haya estrenado The Constant Wife en Nueva York en 1926 es un dato apenas relevante, aunque ayudará a comprender –ya que la puesta no lo hace– algo de lo que Somerset Maugham quiso decir con su pieza. Las rígidas formas del teatro eduardiano sirvieron, se sabe, al autor de Servidumbre humana para marcar las tensiones implícitas entre los códigos morales de la década y el libertinaje subyacente: sin la profundidad de la Cándida, de Bernard Shaw, la Constancia de Maugham apunta en dirección similar y la gran madre de ambas, con otra garra, es nada menos que la Nora ibseniana.

Quienes han visto la versión que John Gielgud montó en Londres, hace dos años, para Ingrid Bergman, sostienen que el parentesco entre Constant Wife y Casa de muñecas se volvía evidente: nadie, en cambio, podía prever esta inesperada versión arqueológica, de raigambre nipona, que Tinayre ha inventado para Mirtha Legrand.

Porque, ¿desde cuándo el lugar físico de una obra puede transcurrir en Buenos Aires en el primer acto y en Nueva York en el segundo, sin que uno solo de los jarrones del living denote un cambio de domicilio? ¿Desde cuándo un brazalete, comprado en Ricciardi, cuesta unos cuantos millones de pesos al comenzar la obra, para costar hacia el final dos mil quinientas libras esterlinas? ¿Desde cuándo, por fin, los personajes tienen apuro, en el primer acto, para llegar al Colón y luego, en el segundo, en el mismo living, parlotean sobre la urgencia que tiene uno de ellos por irse de Nueva York?

Distracciones del traductor Augusto Ravé justificarán a algunos ávidos por minimizar esta experiencia casi vanguardista de Mirtha. La verdad es otra: Mirtha ha desestimado soberanamente los lastres de la dramaturgia burguesa; no ha vacilado en confundir monedas, ciudades, relaciones entre personajes porque su objetivo es, esta vez, la restitución de una vieja expresión, meramente gestual, del teatro japonés. Por eso, más que el complejo Estrellas, este espectáculo insólito parece destinado a otros ámbitos más experimentales: podría augurársele un éxito fulgurante si los organizadores del Festival de Nancy se animasen a invitar esta expresión insólita a su próxima competencia.

Pruebas al canto: en el puerto japonés de Shimonoseki, una vez cumplidos los cambios de kimono, los parloteos y los abanicos para incitar a su clientela, las Tairas decían: “Waga nanji o aisuruga gotoku nanjimo wareo aiseyo”. O sea: “Ven y ámame, como yo te amo a ti”.

Sorpresa de las sorpresas: después de seis siglos, el programa de Constancia, confeccionado por el Estrellas, dice lo mismo: “Mirtha Legrand. Aquí está. Es de ustedes. Su público”. Y culmina con esta orden: “¡Amenla, como ella los ama a ustedes!”.

(La Opinión, 15 de agosto de 1975)

Borges en la Galería del Este

Las mojadas baldosas de la Galería del Este de Buenos Aires comenzaron a ensuciarse con el barro de la calle cuando, cerca de las 18 del jueves, unas doscientas personas confluyeron desde Maipú y desde Florida y se ordenaron disciplinadamente frente a las vidrieras de la librería La Ciudad. Casi a las 18.30, el escritor Jorge Luis Borges avanzó por la galería, pálido, con los labios musitando alguna inaudible plegaria y sostenido por su ocasional cicerone y secretaría Anneliese von der Lippe. La pequeña multitud se abrió y Borges, vacilante, fue empujado hacia una mesa. Sus manos se aferraron intuitivamente a una forma discernible: un florero –que él no veía– lleno de rosas rojas. Iba a comenzar la firma de ejemplares de su último libro de poemas, La rosa profunda.

La ceremonia no transcurrió sin incidentes. Por razón desconocida, la disquería El Agujerito, ubicada frente a la librería, interrumpió sus emisiones de Pink Floyd y de Mae MacGraw y esperó la entrada de Borges a La Ciudad para colocar en el plato del tocadiscos la versión de “La marcha peronista” cantada por Hugo del Carril. Borges decidió no darse cuenta, aunque luego, ya en pleno trámite de firmas, demostró poseer un oído finísimo al alabar cinco compases (de Debussy, provenientes de otro parlante). “Me gusta Debussy –acotó–, y también Stravinsky... Hay una gran felicidad en esa música.” La servicial señora Von der Lippe, ajetreada con el trámite del recambio de volúmenes bajo las manos del escritor, consintió: “Sí, Borges... claro... Pero yo soy muy anticuada... Prefiero a Haydn, Mozart, Bach...”.

Esta polémica musical no fue la única: minutos después de su entrada, Borges utilizó el inglés para protestar contra esa rutina mercantil que la fama le estaba imponiendo. Al firmar el tercer volumen, levantó su rostro inquisitivo hacia la señora Von der Lippe y estimó: “This will last for ever...”. Y luego, más enfáticamente, con cierta desesperación: “For ever and a day...”. El idioma de los británicos no tiene término más vasto para definir la eternidad, pero allí estaba, tranquilizadora, la señora von der Lippe: “Don’t worry, Borges... lt will be short...”.

Fue una mentira piadosa: a las 20.15, Borges seguía estampando, maquinalmente, firmas sobre libros que no veía. Un señor depositó sobre la mesa con el florero la edición alemana de sus poemas. Advertido sobre la variante lingüística, Borges chanceó: “¿Debo firmar en letra gótica?”. Y aprovechó la pausa para acotar: “Los alemanes... Un pueblo equivocado... Pero no es el único... Hay otro, que emitió siete millones de votos...”.

Un filólogo japonés, una alumna del colegio Champagnat y señoras de variada índole intentaron entablar diálogos. Borges se excusó siempre, aduciendo estar resfriado. Diligente, la señora von der Lippe hizo traer una naranjada y ofreció: “¿Un Desenfriol, Borges?”, a lo que Borges contestó con una sonrisa cansada.

La misma sonrisa cansada con la que contestaba a quienes, aparte de la firma, querían una dedicatoria. “No puedo... Estoy ciego”, repitió una y otra vez. Hasta que, en medio de los fotógrafos, un joven intimó con voz arrogante: “Una dedicatoria... Para Sánchez Sañudo... Sobrino del almirante...”. Borges inclinó la cabeza y preguntó: “¿Para quién?”. “Sánchez Sañudo”, repitió el muchacho. “Sobrino del almirante.” Borges esperó un momento, estampó su firma, apartó el libro con cierto fastidio y repitió: “No puedo... Estoy ciego”.

(La Opinión, 21 de septiembre de 1975)
 

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