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Otro
aniversario de la Batalla de Caseros
3 de febrero
de 1852
“Cansancio y Defección de los Jefes Federales”
Por José Luis Muñoz Azpiri (h) *
Caseros es el resultado de un prodigioso encadenamiento de errores
que estuvo en manos de Rosas poder prevenir o subsanar. Fue,
por lo tanto, una derrota argentina antes que una victoria del
extranjero.
¿Fue una victoria del Imperio?
Cierto sector de la escuela revisionista quiere apreciar la
batalla de Monte Caseros como una victoria brasileña. Se ha
sostenido, inclusive, que el ejército imperial insistió en desfilar
por las calles de Buenos Aires, en el aniversario de Ituzaingó,
a modo de desquite de la derrota de Paso do Rosario, como llamaban
en Río a la victoria de Alvear. ¿Fue así realmente? Desde un
punto de vista histórico y real la aserción sería exacta: la
Confederación Argentina declaró la guerra al Imperio y ésta
se definió de forma favorable al Brasil con la victoria de Caseros.
Pero ¿hubiese así ocurrido sin la acción del ejército argentino,
que inició el pronunciamiento de 1851, y sin el tratado de alianza
firmado en Montevideo entre las provincias de Entre Ríos y Corrientes
el Brasil y el gobierno intérlope de la Banda Oriental donde
se convenía “una alianza argentino-americana, libertadora de
las repúblicas del Plata” según texto de la propia proclama
del 1º de Mayo, firmada por el propio Urquiza?
En la carta de Yungay, escrita por Sarmiento al general Urquiza,
el 13 de octubre de 1852, a los ocho meses de Caseros, se transcribe
un párrafo ilustrativo, en el cual no se sabe si admirar más
la franqueza del remitente o la impasividad del destinatario.
Recuerda aquel una frase que dijera éste. “en las barbas del
señor Carneiro Leao, enviado extraordinario del Emperador” por
la cual Pedro I conservaba “esa corona que lleva en la cabeza”,
gracias a él. Es decir, merced a mí, a don Justo José de Urquiza,
las tropas de Rosas no lo vapulearon e hicieron perder el trono.
Esto indicaba que el declarante no era ajeno a la lección de
los problemas fundamentales.
La tesis de que el Brasil desbarató por su propio y solitario
esfuerzo a la Confederación Argentina obligaría a adjudicar
al Imperio un la ímpetu marcial y político de que no dieron
muestras Inglaterra ni Francia durante la intervención en el
Plata en 1845.
Los tratados Arana - Southern y Arana – Léprédour, de 1840 y
1850 respectivamente, instrumentan en la diplomacia dicha derrota.
Urquiza se pronuncia contra Buenos Aires, poco tiempo más tarde,
en mayo de 1851. ¿Bastó acaso el plazo de un par de años para
que el Brasil obtuviese lauros que no alcanzaron flotas y marinerías
de naciones estimadas entonces como las primeras de la época?
No olvidemos que una de éstas, Inglaterra, después de firmar
la capitulación de 1849 – está demostrado que la citada Paz
de Obligado fue una paz por separado, convenida a espalas del
aliado francés – apoyaba la gestión política del gobierno vencido
en Caseros, aún después de su derrota.
No existe duda actualmente, de acuerdo a lo que anticipara Saldías
en 1887, de que el Brasil hubiese llevado la peor parte de la
campaña militar que iniciara subrepticiamente contra Rosas,
de no haber sido por la ligereza entrerriana. No es por lo tanto
el Imperio el que da por tierra con la Confederación, sino la
frivolidad de una parte calificada de los integrantes de ésta,
sumada a los errores y vacilaciones que comete su jefe.
El Caballo de Troya
Las cifras de las fuerzas militares y elementos de combate son
absolutamente claras. Los “rivoltados”, como los llamaban en
Petrópolis, comprometen en el pronunciamiento unidades armadas
que alcanzan el número increíble de sesenta mil hombres; se
trata de efectivos que decuplicarían el Ejército de los Andes.
Los “rivoltados” y sus aliados y cómplices son Justo José de
Urquiza, que comanda a 25.000 soldados; Ángel Pacheco que maneja
22.000 y Manuel Oribe que dispone en principio de 10.000.
Oribe pacta con Urquiza a espaldas de Rosas, olvidando que la
Confederación ha arrostrado prácticamente toda una guerra no
declarada – como la de Vietnam o Malvinas – para sostener sus
derechos al gobierno del Estado Oriental. Pacheco, héroe de
la guerra de la Independencia, veterano de cuarenta combates
y batallas, influido por los efluvios tropicales del mes de
febrero y en tácito homenaje a los Manes de Poncio Pilato, se
traslada a su retiro pampeano del Talar para gozar de los encantos
de la naturaleza semisalvaje, justamente el día anterior a la
batalla y después de ofrecer un brindis publico ante los propios
jefes y oficiales por el triunfo del invasor.
La traición, y no las bayonetas extranjeras, derriban a Rosas.
Los tres mil brasileños que invaden el Plata no habrían superado
la categoría de digestivos “hors d´oeuvre” para cualquiera de
los capitanes que citamos, Oribe o Pacheco, aureolados por el
sol antiguo de las batallas de la Independencia en sus respectivas
patrias.
Recordemos el testimonio escolar acerca del episodio de Carmen
de Patagones donde 35 criollos, según la leyenda, lucharon victoriosamente
contra medio millar de imperiales. En Los Pozos, la escuadra
argentina, compuesta de cuatro buques, se trabó en combate con
la armada invasora integrada por 31 navíos de guerra, con más
de dos mil bocas de fuego y la desbarató. ¿Tartarinada? La mejor
historia argentina fue escrita por Tartarín, mal que les pese
a los escépticos de ahora.
Un hombre en Crisis
La traición cuenta con un aliado: el cansancio mental de Rosas,
el terrible quebrantamiento del “surmenage” agente sempiterno
de catástrofes públicas cada vez que las potencias activas de
una comunidad se concentran en una sola cabeza. Saldías supone
que, a partir de 1848, el Restaurador degeneraba intelectualmente
bajo el peso de veinte años de labor inmensa, ruda y continua.
No sabríamos asegurar si para tal fecha el agotamiento mental
se apoderó efectivamente del caudillo, por cuanto si bien cometió
entonces la atrocidad del fusilamiento de Camila O´Gorman, también
emprendió la batalla cancilleresca con Inglaterra que culminara
con la Convención Arana-Southern, la más grande victoria diplomática
conquistada hasta ahora por la República.
Pero, en 1852, suponemos que si. El jefe que se traslada a Santos
Lugares se halla al borde del aniquilamiento mental y físico.
La usura del poder ha corroído al caudillo con el correr de
los años (en el día de hoy, dicha labor de desgaste no requiere
más de un lustro). Un error se encadena con otro, y la suma
de yerros conmueve ya los muros protectores. La pugna diplomática
con el Imperio, que emprendía con su habitual competencia Tomás
Guido, prócer de Mayo y autor, según él sostuvo, del proyecto
del paso de los Andes, tiene fin prematuro cuando se ordena
al diplomático pedir sus pasaportes y viajar a Buenos Aires.
“A campanha do Brasil contra Manuel Oribe – narra el “Compendio
do Historia do Brasil” de Antonio José Borges Hermida – provoco
a rivalidade do Rosas que rompeu as relaciones diplomáticas
com o Imperio”.
En circunstancias parecidas no se había hecho lo propio con
la corte de Saint James, disponiéndose que el ministro Manuel
Moreno continuase acreditado ante Gran Bretaña durante todo
el curso de la guerra del Paraná. La indignación no es acto
político. Y menos aún, acto propio de Rosas quién demostró ser
siempre “hombre dotado de serenidad, juicio, previsión y patriotismo”
(Carlos Pereyra). La serenidad es la más bella corbata del hombre,
y Rosas para entonces la había perdido.
El convenio de Montevideo, a que hemos aludido, firmado por
iniciativa del marqués de Paraná, acusaba a Oribe de maltratar
a los riograndenses y asaltar estancias de las fronteras brasileñas,
tal como si en la vasta dehesa de “la tierra purpúrea” las cabezas
de vacuno faltasen.
Oribe se ofreció, en principio, a marchar contra Urquiza con
las fuerzas del Cerrito, y Buenos Aires hizo oídos sordos a
la propuesta. Diez mil sables y bayonetas al mando de un jefe
invicto quedaron así inmovilizados frente a una plaza sitiada
y al amparo de los que Francia, en 1939, refiriéndose a la línea
Maginot, denominaba: “la belle position”. No hay bellas posiciones
en el mundo cuando se declina de la obligación de transponerlas.
La “belle position” era ahora la formidable barrera del Paraná
que Rosas abandona incomprensiblemente antes de ser atacada.
Urquiza, en tal modo, sobrepasa, con gozosa impunidad, el sólido
antemural argentino.
Los centauros entrerrianos alardeaban de cumplir prodigios ecuestres,
que los habrían autorizado a participar, con perspectivas de
éxito, en “gimkanas” rifeñas, pero lo cierto es que ninguno
llegó con su cabalgadura viva a la provincia de Buenos Aires,
según comprobación ocular de Sarmiento. Cualquier indio pampa
comprendía mejor las urgencias del combate y la manera de conducirlo
a buen término que los jinetes mesopotámicos.
Cuarta y melancólica comprobación. El temible artillero de Obligado
y Quebracho, Lucio Mansilla, recibe orden de abandonar el teatro
de sus hazañas, las baterías costeras. La flota imperial puede
recorrer entonces libremente el río de la Bandera. Una pequeña
batería aprestada en San Pedro o Ramallo, hubiese garantizado
la seguridad del río. Mansilla había enfrentado airosamente,
pocos años antes, la potencia de 120 grandes bocas de fuego,
muchas de ellas del calibre de cien libras y servidas por los
artilleros más diestros del mundo.
Un acto suicida corona esta galería de yerros e imprevisiones.
Se declara la guerra al Imperio, en agosto de 1851, o sea, tres
meses después del pronunciamiento de Urquiza (y no antes, como
se ha escrito y continúa aún escribiéndose).
Sublevada la Mesopotamia, no era concebible guerra alguna con
el vecino lusitano sino a lo largo del Paraná. Las más importantes
tropas del país militaban en el bando adversario. ¿O acaso creyó
Rosas que el patriotismo entrerriano volvería por sus fueros
ante la inminencia de una guerra nacional? ¿Pensaba entonces
sostener con firmeza la defensa del río, proyecto que abandonó
más tarde?
Tampoco se aprovecha un error táctico de las huestes invasoras.
En vez de protegerse éstas las espaldas con el Plata, amparando
en tal forma una eventual retirada, servida del auxilio de la
flota atacante, lo hacen, en cambio, con la pampa, donde el
retroceso es riesgoso. Correspondía un dispositivo de enfrentamiento,
de norte a sur, y no de oeste a oriente, como se efectuó. Urquiza,
al retroceder hacia el norte, sólo podía hallar enemigos, mientras
en la línea fluvial cubrían su retaguardia los cañones de Grenfell
y los fusiles alemanes y brasileños.
La imprevisión entrerriana corresponde al desfallecimiento moral
del adversario. Desde días antes de la batalla. Rosas está en
conocimiento de cuanto hace, piensa y dice el mejor de sus capitanes,
Pacheco. No obstante, no sólo se niega a destituirlo y someterlo
a juicio criminal sino favorece inadvertidamente sus maniobras
al rechazar el auxilio de los indios, que se le ofrece, como
así también, la idea de atrincherarse en la ciudad, donde habría
podido resistir con buen éxito.
Ni un solo habitante de Buenos Aires se pronunció contra el
gobernador, una vez caído éste, a diferencia de lo que aconteció
en la capital en 1930 y 1955. El testimonio del español Benito
Hortelano, impresor y periodista, es concluyente. Las tropas
invasoras fueron recibidas con retenidos silbidos por la población
porteña, enteramente hostil, en su fuero interno, a los atacantes
“Anníbal ad Portas”
El gobernador se desempeñó con valor en la refriega, según testimonio
del propio Urquiza, que lo “vio al frente comandar su ejército”
en la declaración del día 4 de febrero a la delegación porteña
que encabezaba José María Roxas y Patrón. No olvidemos que comandaba
un ejército que hasta horas atrás obedecía tácticamente a un
jefe distinto. El verdadero derrotado de Caseros no es Rosas
sino Pacheco.
La suerte adversa en la batalla suscitaba el recurso de los
cantones armados en la ciudad, que se hallaban al mando de Mansilla.
No habrá quién deje de prevenirnos, ahora, acerca de los horrores
del sitio. ¿Se sopesaron éstos, acaso, en 1807, ante el asalto
de siete mil soldados ingleses? En decisiones de vida o muerte
no son escrúpulos de este tipo los que resuelven la paralización
de la lucha. Otro último recurso pudo ser provisto por la guerra
gaucha en la pampa y la convocatoria a las fuerzas del interior,
como las que intentaron reunir Sobremonte en 1806, y Liniers
y Concha, en 1810. Todo porteño de alrededor de sesenta años
hubiera podido entonces conservar fresca en la memoria las lecciones
de aquella hora decisiva, cuando Saavedra y sus compañeros recorrían
las “calles empedradas de cadáveres ingleses” como recordaba
el comandante de Patricios en sus memorias.
Pero, conviene acotar el camino de los encadenamientos y las
suposiciones, así como la nostalgia de las ocasiones perdidas,
fuente de la “exageración de reflejos” y “manía de grandeza”,
que censuraba Valéry, en su condena de la historia, para recordar
una reflexión hecha por Rosas, ante Pacheco, el 20 de octubre
de 1840, con motivo del tratado Mackau:
“El artículo sobre los salvajes unitarios los concluye (a éstos).No
volverán en América a unirse sus hijos con los extranjeros sin
acordarse de los que les ha pasado”.
Los hijos de América volvieron a unirse con extranjeros, una
y otra vez, sin que les sucediera a éstos nada, y los únicos
que recuerdan dolorosamente lo que les ha pasado fueron aquellos
que trataron de impedir el connubio. De aquí que los trabajos
de los escritores revisionistas destilen siempre cierto aire
de melancolía y derrota. Son ellos, infortunadamente, los que
siempre comprueban y vocean el hecho de que “la historia la
escriben los vencedores”. Que así no sea en lo sucesivo.
* Miembro de Número del “Instituto Nacional de Investigaciones
Históricas Juan Manuel de Rosas”
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