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Ramón
Carrillo
La grandeza y el exilio
Por Guillermo Marin*
La vida y la obra de Ramón Carrillo son monumentales, acaso como su humanidad:
medía un metro ochenta y, en sus momentos de mayor gordura, llegó a sobrepasar
los ciento veinte kilos. “El Negro”, como lo llamaban sus amigos, era un hombrón
de frente amplia, mofletudo, de mirada bonachona y de caminar lento; y, aunque
sus manos eran grandes y pesadas laceraban el tejido del cerebro humano con la
delicadeza de un arpista. Sufría de una leve dispersión. Por momentos parecía
que su mirada tenía la facultad de traspasar el concreto, pero cuando volvía de
ese lugar al que sólo acceden los seres dotados de una inteligencia excepcional,
regresaba con las maletas desbordadas de proyectos. A los dieciséis años ya
había escrito un libro al que llamó “Glosa para humildes”, un ensayo crítico en
el que desnudaba la situación por la que atravesaban los empleados públicos que
no tenían posibilidad de jubilarse. Ramón Carrillo escribió ciento cuarenta y
cuatro trabajos científicos, fundó ciento cuarenta y un hospitales, sesenta
institutos de especialización, cincuenta centros materno-infantiles, dieciséis
escuelas técnicas, veintitrés laboratorios e instituciones de diagnóstico, nueve
hogares-escuela, numerosos centros sanitarios en veinte provincias y llevó a
cabo la duplicación del número de camas hospitalarias en el país. Consiguió
erradicar el paludismo de la Argentina, la difteria y reducir en forma drástica
la tuberculosis y el Chagas. Creó la EMESTA (Especialidades Medicinales del
Estado), la primera fábrica nacional de medicamentos como una forma de ponerle
coto a los sobreprecios de la manufactura extranjera. Pero además, y entre otras
cosas, fue docente, decano interino de la Facultad de Medicina de la Universidad
de Buenos Aires y el primer ministro de Salud que tuvo la Nación. Probó el éxito
y la notoriedad pública cuando trabó amistad con el entonces coronel Juan
Domingo Perón y su mujer, Eva Duarte. Podría decirse que su existencia estuvo
regida por una sola pendiente: la ejecución. El ejemplo más elocuente es que sin
duda el doctor Carrillo revolucionó la medicina sanitaria: su Plan de Salud
Nacional, que formó parte del Plan Quinquenal instrumentado por Perón, tenía
nada menos que cuatro mil páginas. Allí, Carrillo planteaba un modelo sanitario
descentralizado en regiones, la posibilidad concreta de que todo ciudadano
pudiese acceder a la atención primaria sin restricción alguna. Todo eso lo hizo
con la ayuda de una computadora (fue el primero que trajo un ordenador al país)
que había alquilado en Inglaterra. Con esa inmensa máquina que ocupaba todo el
subsuelo del Ministerio, realizó una estadística sin precedentes sobre la salud
en la Argentina. De todo aquello, el doctor deducía que la salud “es un derecho
inalienable de los pueblos y obliga al Estado a garantizarlo en forma
indelegable”. Quienes conocieron a Carrillo en persona, lo describen como a un
ser con un sin número de capacidades extraordinarias. Por ejemplo, de su obra
“Teoría del Hospital”, de cinco tomos, se desprenden dos volúmenes más sobre
“Arquitectura Hospitalaria”, que proponen un estudio minucioso sobre el diseño
de hospitales, pero teniendo en cuenta las ideas más avanzadas sobre urbanismo
europeo. Eso se tradujo en la construcción de centros de salud espaciosos,
luminosos y funcionales. Otro tanto habla de su potencialidad creativa y de su
conocimiento sobre la mente humana, un particular tratado llamado “La guerra
psicológica”. Carrillo fue también un prolífico estadista, el primer hombre de
ciencia que en el país empezó a hablar sobre una disciplina hasta ese momento
desconocida llamada cibernología, o la aplicación de la cibernética como
instrumento para la organización del Estado. Todas estas ideas revolucionarias
cautivarían a un gran seductor de masas: el fundador del peronismo en la
Argentina.
Del mismo modo, Carrillo vive inmerso en su tiempo. Matizaba el inmenso trabajo
diario junto con un grupo de bohemios, cuyo escenario se montaba entorno a una
mesa de café. Ramón vive no sólo la bohemia literaria y filosófica en los
cafetines de la ciudad, donde descollaban las personalidades de Homero Manzi,
Arturo Jauretche, Gabriel del Mazo, Raúl Scalabrini Ortiz y Luis Dellepiane,
sino que, además, suscribe con las ideas políticas de ese grupo de hombres que
se alineaban bajo la Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina. La
FORJA, fue un movimiento ideológico que intentó recuperar las ideas
nacionalistas de Hipólito Yrigoyen (derrocado por el golpe de estado del general
José F. Uriburu) y levantar las banderas de la defensa de la soberanía nacional.
Por entonces, Ramón era un muchacho de treinta años, peinado a la gomina, que
leía novelas policiales y que creía en la revalorización de los recursos
nacionales como única forma de poner en marcha un país que se desmoronaba por la
crisis económica y el saqueo. Carrillo vivió desde su infancia rodeado de una
atmósfera intelectual. Ramón, el mayor de once hermanos, era hijo de un padre
docente, periodista y político y de una madre, si bien ama de casa, instruida.
Había nacido en la provincia de Santiago del Estero el 7 de marzo de 1906, en
una casona de la calle Córdoba número 49, a dos cuadras de la plaza Libertad.
Hizo la escuela primaria en cuatro años (rindió el quinto y el sexto grado
libres), de modo que a los doce se encontraba realizando estudios secundarios en
el Colegio Nacional de Santiago del Estero. Durante esa etapa educativa escribió
una semblanza histórica llamada “Juan Felipe Ibarra: su vida y su tiempo”, con
la que ganó una medalla de oro. La misma distinción recibió en 1923 al terminar
el bachillerato. Ramón fue un joven apasionado y sensible; tanto es así que
durante el viaje hacia Buenos Aires (impulsado por su vocación por la medicina)
sintió una gran aflicción, mientras observaba, como un testigo impotente, la
angustiosa situación de pobreza e insolvencia sanitaria por la que atravesaban
los pueblos vecinos de su provincia natal. Tal vez, esta dura imagen de una
realidad emergente, lo llevó a hacerse una promesa: cambiar de raíz el obsoleto
sistema de salud en la Argentina.
En 1929 una nueva medalla de oro se balancea sobre su pecho. Diecinueve
sobresalientes y ocho distinguidos más el “Premio Facultad”, otorgado por su
tesis doctoral, son la mejor carta de presentación para el doctor Ramón
Carrillo. Un año después, sobre la base de sus antecedentes, obtiene la beca
universitaria para realizar estudios de posgrado en el extranjero. Ramón
encuentra tanto en Ámsterdam, París y Berlín la mejor instrucción en base a los
adelantos que en medicina neurológica se habían producido en la Europa de
entonces. En un último viaje a España, el joven se somete a las órdenes del
Premio Nobel de medicina, Santiago Ramón y Cajal. El navarro lo pondría al tanto
de su nueva teoría conocida con el nombre de “Doctrina de la neurona”, un
original postulado acera de los mecanismos que gobiernan la morfología y los
procesos conectivos de las células nerviosas. En el Viejo Continente, Carillo
escucha durante seis años lo que para sus oídos fue la melodía sublime de la
ciencia, pues, a su regreso al país, los doctores José Arce y Manuel Balado, le
confían la organización del laboratorio de neuropatología del Instituto de
Clínica Quirúrgica de la Universidad de Buenos Aires.
Ramón Carrillo tenía cuarenta años cuando contrajo matrimonio con Isabel Susana
Pomar, una hermosa mujer de enormes ojos color turquesa, diecinueve años menor
que él. A Isabel la había conocido cuando fue profesor de un colegio secundario.
Con el tiempo, ambos se casaron apadrinados por el General Perón y su esposa.
Tuvieron cuatro hijos. La pareja Carrillo – Pomar, fue un vínculo amoroso de dos
seres dotados de sentimientos semejantes. Isabel siempre estuvo dispuesta a
acompañar a Ramón hasta las últimas consecuencias. Lo hizo cuando era ministro y
lo hizo en el exilio. Sin duda, ella siempre defendió a su familia con recelo
ante las difamaciones de las que fue objeto su esposo, antes y después de su
muerte; ya que Isabel apuntó sus más duras críticas al Coronel Enrique Rotjer,
uno de los involucrados en la Revolución Libertadora. En una solicitada patética
al diario La Prensa, motivada por la angustia que le provocó el saqueo de su
casa cuando estuvo exiliada en el exterior junto con su marido y sus hijos,
decía: “Se acuerda usted, cuando se tiró en una cama y revolcándose con las
botas puestas, pedía a gritos whisky importado y discos? ¿Se acuerda de que no
hallándose en una garconniere (especie de habitación utilizada para encuentros
amorosos)1 y sí en una casa de familia, abrió los cajones de las cómodas,
extrayendo las piezas íntimas de mujer y levantándolas en alto como trofeos de
victoria, acusó al nylon y a la seda de ser productos de contrabando?¿Sabrá
usted decirme qué destino tuvo la colección de corbatas de mi marido, las
lapiceras de oro, las medallas, las condecoraciones, regalos de sus amigos o
pacientes y otros premios otorgados a su valor científico, como la estrella de
oro y esmalte azul, regalo de Francia? ¿De la pistola Brownig, del tocadiscos
Webster, de las dos radios portátiles y del secreto que contenían cuatro bolsas
no identificadas que salieron con usted de mi casa?¿Sabría usted decirme de las
otras “chucherías” artísticas que yo tenía en mi hogar y que después de su
sonada visita ya a pesar de los focos de luz con que iluminaban el edificio y
del cordón policial que rodeaba la manzana, desaparecieron a plena luz o cuando
usted impartió la orden de que se hiciera sombra?
No existen más referencias acerca de la vida o el destino que corrió Isabel
Pomar, luego de la muerte de Ramón. Acaso aquellas pocas pero audaces líneas son
suficientes para vislumbrar su personalidad.
El general tiene quien le escriba
En la década del ´40, a Ramón Carrillo le sobraban antecedentes para cautivar a
cualquier funcionario que tuviese el anhelo de sumar a su cartera ministerial, a
un hombre con las capacidades intelectuales del doctor. Y es así, eso dicen las
crónicas, que conoció al general Perón en el Hospital Militar Central, donde
entonces Ramón era jefe del servicio de neurocirugía. Ahí mismo, bajo una cálida
admiración mutua, Perón le dice a Carrillo: “No puede ser que en este país
tengamos un ministerio para las vacas y no tengamos uno para atender la salud de
la gente. Cuidamos más a las vacas que a los pobres”. Fue como si las palabras
del general, a Ramón le hubiesen aceitado los resortes de su máquina hacedora;
de modo que, de esa charla que ambos mantuvieron, al tiempo surgió la creación
del Ministerio de Salud Pública. “Tengo un plan de salud para el futuro”, le
dijo Carrillo un día a Perón, como una forma de ponerlo al corriente de lo que
en materia de salubridad poblacional había gestado. Como se ha dicho aquí, el
doctor Carrillo y sus colaboradores consiguieron redactar, en un tiempo record,
las cuatro mil páginas que demandó su plan de salud. Con todo, el programa, que
sobretodo apuntaba a la prevención de enfermedades, inauguraba en el país el
concepto de medicina social. Pero no sólo eso obtuvo a través de su proyecto. El
doctor consiguió articular la actividad de su cartera con otras reparticiones
ministeriales, es decir, también mejoró la comunicación entre sus pares y con la
cúpula del poder. Incluso, durante su gestión, también construyó una fructífera
relación con la Primera Dama. “Estimado amigo, le escribía Eva Duarte al doctor
en una nota fechada el 8 de marzo de 1951, es para mí un orgullo asignarlo
asesor de la Fundación que presido y al hacerlo estoy reconociendo en el Dr.
Ramón Carrillo su enorme devoción hacia la causa peronista y del General Perón”.
Desde esa institución, el doctor creó los torneos infantiles Evita, que además
de promover el deporte, valieron para elaborar una estadística sanitaria
mediante un chequeo médico en niños y adolescentes. Sin embargo, su hermano
Arturo confesó muchos años después: “…la relación entre ambos, parecería haber
sido conflictiva aunque productiva a la vez”. ¿Acaso se refiere a la forma en
que Eva Duarte de Perón manejaba los fondos para la construcción de los
hospitales? Si bien la Primera Dama, se sabe, tenía por momentos un carácter
arrollador, con Ramón lograba un entendimiento civilizado, es decir, cada cual a
su manera sabía imponer sus ideas.
Todo lo que Ramón Carrillo logró crear y organizar como funcionario de gobierno,
lo dejó por escrito. Su voz fue motivo de admiración y respeto no sólo en el
país; sus trabajos llegaron a todas las naciones limítrofes, incluso, a varios
estados europeos. Por ejemplo, el apartado que se desprende de su plan de salud
llamado “Política alimentaria en la Argentina”, fue el espejo en el que se
reflejó la instauración de estrategias sanitarias en Uruguay, Chile y Brasil.
Ramón escribió hasta sus últimos días. Poco antes de morir, le estaba dando
forma a su obra más representativa: “Teoría general del hombre” que, según él la
describió como “mi obra maestra”. La teoría…era un ensayo filosófico y
antropológico de dos mil páginas que Carrillo concibió en su mente y que había
comenzado a escribir desde hacía varios años. “Creo que estoy haciendo una obra
monumental desde el punto de vista integral, es decir, filosófico y metafísico.
Después de eso si no me consideran un Kant o un Bergson, le pasará raspando”, le
comentaba en una carta fechada el 20 de marzo de 1956, desde el exilio, y con su
típico tono irónico, a su hermana Carmen. Pero aquellos innovadores escritos
nunca se conocieron en público (salvo en una conferencia dada en la facultad de
derecho del Estado de Do Pará, Brasil, en 1956); de ningún modo fueron editados
para ser exhibidos en forma masiva, pues, tras la muerte de Ramón la obra quedó
reservada sólo a su círculo familiar.
Cartas desde el exilio
La catástrofe de los Carrillo comenzó en Estados Unidos. Tras haber renunciado a
su cargo de ministro y de haber solicitado licencia por sus cátedras, Ramón y su
familia partieron del puerto de Buenos Aires el 15 de octubre de 1954, a bordo
de la motonave “Evita”. La decisión del periplo guardaba dos motivos: mediante
una beca otorgada por un laboratorio extranjero, le habían ofrecido la
posibilidad de estudiar los efectos de un nuevo antibiótico. La segunda razón
respondía a motivos de salud. Ramón Carrillo sufría de hipertensión arterial
maligna, (tal vez debido a las secuelas que le dejó una grave difteria padecida
a los 31 años) la que lo dejaba literalmente derrumbado en la cama con
fuertísimos dolores de cabeza. En los últimos años su salud había empeorado
tanto que ya no encontraba en la medicina de su país la forma de controlar las
devastadoras cefaleas. Si bien en los Estados Unidos consiguió una leve mejoría,
el deterioro de su humanidad seguía en aumento: Ramón llegó a tomar ocho
aspirinas diarias.
El retorno de los Carillo a Buenos Aires era inminente, pero aunque la beca
incluía los pasajes de regreso, una huelga portuaria le impidió el retorno. Pese
a los reclamos que Ramón realizó ante la flota de ultramar norteamericana, los
pasajes, vencidos, no le fueron renovados, de modo que él y su familia de
repente se encontraron varados a nueve mil kilómetros del hogar y con una total
insolvencia monetaria. Pero aún faltaba lo pero: en cosa de una semana, la
Argentina era uno más entre los países latinoamericanos violentados por una
dictadura militar. Un golpe de estado, perpetrado por los generales Eduardo
Lonardi y Pedro E. Aramburu, había provocado la muerte de más de dos mil
personas, entre ellos civiles y militares. La Revolución Libertadora consiguió
derrocar al general Juan Domingo Perón (quien huyó al Paraguay) y logró poner
tras las rejas a muchos funcionarios del depuesto gobierno, incluso, a Alfredo,
uno de los hermanos de Ramón. Con todo, y ante la incertidumbre que estaba
viviendo en el exterior, el doctor le escribe a su hermana una desesperada carta
de tono telegráfico pidiéndole el envío urgente de dinero. “A fin de mes nos
echan de la pieza, departamento en el que vivimos amontonados. No tengo con qué
pagar los comestibles. Nadie ayuda aquí. Vivo con dolores de cabeza. De allá la
noticia más alentadora es de que en cuanto llegue me meten preso, no sé por qué
carajos. No tengo plata para volver. Podría trabajar de mozo de café o de
ayudante de cocina, si consigo. Pero realmente, desde el punto de vista físico
no estoy capacitado”. La angustia que sintió el doctor en ese momento es
indescriptible, a sabiendas de que su apellido formaba parte de una de las
“listas negras” del flamante gobierno de facto. Al doctor se lo acusaba de
“malversación de fondos públicos y de enriquecimiento ilícito”: una fábula
inventada para ponerlo tras las rejas y como una forma de endemoniar lo hecho
por la administración anterior. A Carrillo también se lo culpó de haber alojado
enfermos mentales en su quinta de Adrogué, y que los hacía trabajar en su
provecho. Al tiempo, Ramón se ocupó de aclarar la situación mediante una carta
que envió a la Comisión Investigadora y que luego publicó en forma de folleto.
No le creyeron, a pesar de que el doctor explicaba que, cuando se planteó la
remodelación del Hospital de Neuropsiquiatría (hoy José T. Borda), tuvo que
alojar temporalmente en su domicilio a varios internos, dado que “no había nadie
quien los hospedara”. Semejante acto de humanidad le costó el descrédito de gran
parte de aquella misma sociedad que lo aduló, y que luego terminó por hundirlo
en el infundado mar del olvido. Cierto es que, cuando intentaron desalojar a los
pacientes de la casa quinta para luego confiscarla, los ocupantes salieron a
defenderla a punta de cuchillo.
Pese a todo, en aquellas desesperantes condiciones, el doctor encontró ayuda en
el polémico senador estadounidense, Joseph McCarthy. El “cazador de brujas”, le
propuso a Ramón trabajar como médico en una empresa minera de origen
norteamericano ubicada en plena selva amazónica. Aunque no hay datos que
profundicen las circunstancias por las cuales se produjo la relación amistosa
que ambos funcionarios mantuvieron, Arturo Carrillo, hermano y biógrafo oficial
de Ramón, admite que el doctor aceptó lo que le ofreció McCarthy. Prueba de ello
son las numerosas cartas que en forma periódica el doctor le enviaba a su
hermana desde Belém do Pará, Brasil. Lo más cruel de esos textos es la
referencia que hace Ramón al siempre postergado viaje de regreso a la Argentina.
“Esta espera se me está haciendo cada día más pesada, casi insufrible. Ya estoy
prisionero aquí y no creo que me pueda mover”, confesaba. Hay algo más de toda
esa abnegación: en Belém, Carrillo llegó una tarde al Hospital Santa Casa de la
Misericordia con el intención de incorporase como médico de planta. Su
propósito, además, era conseguir más dinero para solventar los cada vez más
abultados gastos de su numerosa familia. “¿Qué especialidad hace usted?”, le
preguntó el director del dispensario. “Neurología”, contestó Carrillo, sin
aclarar quién era ni qué antecedentes tenía. “No hay partida para el puesto”, le
disparó el funcionario”. “No me interesa cobrar un sueldo”, remató el doctor,
sólo necesito un despacho”. Le ofreció un hueco debajo de una escalera. “¿Algo
más necesita, doctor?” “Una mesa y una silla, respondió sonriente Carrillo, el
lápiz lo pongo yo”.
Esa cavidad donde Ramón instaló su consultorio debió cobijarlo por poco menos de
un año. Atrás quedaba el recuerdo de su estadía ministerial en la Argentina en
un edificio de tres pisos y que ocupaba media manzana. Aquel reducido espacio
donde ejerció por última vez su medina, una tarde lo recibió agonizante: el
severo derrame cerebral, producto de su altísima presión sanguínea, lo dejó
inconsciente durante veinte días y con la mitad de su cuerpo paralizado. El
doctor Ramón Carrillo falleció en la mañana del 20 de diciembre de 1956. Tenía
entonces cincuenta años. A pesar de que el general Perón le pidió en varias
oportunidades que “se viniera a Caracas”, (suponemos con la idea de que el
doctor realizara un nuevo tratamiento) Ramón prefirió quedarse en Belém. En poco
tiempo había logrado que aquella comunidad (inclusive indígena) lo venerase. La
mayoría de las veces atendió a sus pacientes sin cobrarles un centavo, con lo
cual hizo numerables amistades y algunos pocos discípulos. Pero esta historia,
su inquietante historia, no terminaría en Brasil. Créase o no, después de
muerto, Carrillo siguió siendo un exiliado político. Recién en 1972 sus restos
fueron repatriados por sus hijos y llevados a su provincia natal, en una íntima
y breve ceremonia. Es probable que Carrillo hubiese querido que sus restos
quedasen en aquellas tierras que lo refugiaron y que le dieron muchas veces el
sustento anímico necesario para terminar con sus escritos. Pero no lo sabemos.
Poco antes de morir, en una carta que le dirigió a un amigo periodista, confesó:
“…yo no puedo pasar a la historia como malversador y ladrón de nafta. Mis ex
colaboradores conocen la verdad y la severidad con la que manejé las cosas
dentro de un tremendo mundo de angustias e infamias”. Pero, de todos modos, el
recuerdo que queda, entre tanta grandeza y tanto exilio, es el de un hombre
dueño de su propio destino, libre, coherentemente libre.
BIBLIOGRAFÍA
1. Ramón Carrillo, el hombre, el médico, el sanitarista, Arturo Carrillo, 2ª
edición, 2005, sin sello editor.
2. Revista Dinámica Social, Año II Nº 19, marzo de 1952.
3. Conferencia Dr. Raúl Matera, Aula Magna de la Facultad de Medicina, mayo de
1974.
4. Organización General del Ministerio de Salud Pública de la Nación, Ramón
Carrillo, T.G.M.S. P. N, marzo de 1952.
5. La medicina tecnológica en la doctrina sanitaria, Ramón Carrillo, M.S.P.N,
1949.
6. Con Perón en el exilio, Américo Barrio, Crónica, Bs. As, 2 de septiembre de
1984.
Guillermo Marin
Periodista y biógrafo
desechosdelcielo@gmail.com