El documental en la Argentina del Bicentenario

Por Jorge Falcone | Movimiento de Documentalistas de Argentina

“Memoria e historia arrastran un milenario pleito sobre la verdad. El pasado es siempre un botín para los poderes representacionales. Y más cuando el pasado se reviste como en el caso argentino con lo indimensionable de lo trágico.” (Casullo; 36: 2006).

En la mayoría de los pueblos que han atravesado encrucijadas históricas se han producido fuertes movimientos intelectuales para descubrir, y hasta recrear su identidad. El bicentenario se nos presenta como una oportunidad para generar un movimiento intelectual capaz de ese redescubrimiento y recreación de identidad nacional que permita a la Argentina encarar con esperanza un futuro prometedor.

El acontecimiento histórico que se conmemora este año se erigió como el “mito nacional” primigenio y más portentoso de nuestra historia. Sólo el conocimiento del pasado permite conocer la verdad del presente. Por ello, reexaminarlo, señalar los diferentes modos en que fue comprendido e identificar algunos de sus eventuales legados puede resultar una tarea útil y relevante.

En primer lugar, advertir que la celebración del bicentenario de la Revolución de Mayo debería acompañarse de una madura conciencia de que nuestra nación no nace el 25 de mayo de 1810.

Lamentablemente, por variadas y complejas causas que se podrían esbozar desde el campo de la historiografía, durante décadas se han abordado los siglos anteriores a la revolución desde una mirada simplista o cargada de prejuicios que reducen e incluso deforman la verdad histórica. Cabe reconocer el esfuerzo historiográfico realizado por valorar el pasado prehispánico, estudiando las poblaciones originarias que habitaron el territorio argentino y americano.

El origen fundamental de la Revolución de Mayo -y de los otros movimientos convulsivos que sacudieron al continente americano a partir de los inicios de la década de 1810- estuvo en la grave crisis metropolitana, más específicamente, en la debacle/desmoronamiento de la monarquía hispánica, ocurrida en 1808, tras la invasión napoleónica a la Península Ibérica. Esto empalmó con una coyuntura local existente desde 1806-1807, cuando las invasiones inglesas a Buenos Aires, permitieron conocer a los habitantes locales el peso de la flota y el comercio británico, y abrir paso a una militarización de la sociedad, lo que terminó verificando la precariedad del dominio español en la región.

Si nos limitamos a las jornadas mismas de mayo de 1810, el resultado más efectivo de la revolución fue la deposición de las autoridades virreinales y su reemplazo por una Junta formada por elementos criollos. Ellos, de modo mayoritario, no sólo no quisieron convertir al evento en un acto formalmente independentista sino que incluso reafirmaron la soberanía del rey español. La conformación de este organismo fue sucedida, en los años posteriores, por la de otros gobiernos provisorios, que postergaron la definición y organización de un nuevo Estado para los pueblos del Río de la Plata.

La Revolución de Mayo, como todo desarrollo histórico, contuvo elementos de ruptura y de continuidad. Atendiendo a estos últimos, puede señalarse la persistencia, hasta varios años después de impulsada la Junta, de muchas de las formas de dominación social presentes en la etapa colonial. Y el mantenimiento o la alteración apenas cosmética de ciertas estructuras políticas, administrativas y jurídicas heredadas de la experiencia virreinal.

Para Felipe Pigna, Mayo fue una revolución, "Dentro de ese conglomerado heterogéneo estaban quienes querían la independencia a rajatabla: Moreno, Castelli, Monteagudo, San Martín o Belgrano".

El carácter revolucionario y de quiebre de 1810 (y de los años que siguieron), por otra parte, puede encontrarse en el hecho de que los propios actores de la época así parecieron experimentarlo. Pero también en una serie de diagnósticos que cobran cuerpo en un análisis de más largo plazo que debe extenderse hasta la década de 1820.

Durante mucho tiempo, la visión dominante de la Revolución de Mayo fue la de entenderla como un movimiento emancipatorio de los criollos contra las arbitrariedades e injusticias de la opresión colonial española. Dicha revolución se habría convertido en partera de la nueva Nación, cuyo germen ya habría estado presente en las coyunturas previas a la ruptura del vínculo con la metrópoli. En buena medida, esta mirada (sobre todo, erigida por el liberal-mitrismo entre mediados y fines del siglo XX), constituyó el sentido común histórico de la sociedad y fue la que generalmente se sostuvo desde el Estado.

Pero a lo largo del último siglo se desplegó una impugnación a este planteo por parte de una constelación de historiadores constitucionalistas, de la Nueva Escuela Histórica y de más recientes espacios de elaboración. Ellos cuestionaron la existencia de una idea firme de Nación argentina en los acontecimientos de Mayo y en todo el período previo a la formación del Estado y a la estructuración de las provincias. Es decir, se señaló el anacronismo de dar por supuesta una Nación argentina en la primera mitad del siglo XIX, cuando en realidad la encontraríamos realizada al culminar la segunda parte de ese siglo, como efecto antes que como causa, de la definitiva organización del país.

Este cuestionamiento a Mayo como un “mito de orígenes” alertó sobre la necesidad de no desvirtuar el significado de época de palabras como pueblo, Nación, Estado, patria, recordándose que hasta la difusión del romanticismo, luego de 1830, el concepto de nacionalidad era casi inexistente, mientras que el de Nación era sinónimo del de Estado. En todo caso, poco antes y poco después de 1810, convivieron tres tipos de identidades colectivas: la americana, la urbana-provincial y la rioplatense o argentina.

Quizás como ninguna otra fecha conmemorativa, la Revolución de Mayo, en tanto hecho germinal del país, fue evocada al momento de los “aniversarios”. Y dentro de este tratamiento ceremonial, los centenarios ocupan un lugar único. Analicemos el carácter que asumió el primero de ellos.

En 1910, los festejos del Centenario se produjeron en el contexto de una Argentina que venía experimentando, desde hacía tres o cuatro décadas, una impresionante transformación en todos los órdenes. Sobre todo, a partir del fuerte crecimiento de una economía agro exportadora basada en la gran propiedad terrateniente y la dependencia del imperialismo británico, la llegada de una masiva inmigración ultramarina, un incesante fenómeno de urbanización y la estructuración de una nueva sociedad burguesa en la que encontraron cauce variados y, por momentos, violentos, conflictos de clases protagonizados por trabajadores o sectores medios.

En ese marco, la clase dirigente, en particular, la vieja elite liberal-conservadora que mantenía un duradero orden oligárquico en el país pero que ya preparaba su reformulación en clave reformista, preparó las festividades del Centenario como un modo de legitimación de su proyecto y de su dominio. El optimismo celebratorio y la construcción mítica del pasado nacional fueron de la mano con la identificación de ciertos actores (extranjeros “desagradecidos”, obreros díscolos o anarquistas), a los cuales se les descargó una sistemática represión, pues aparecían como amenazas perturbadoras para nuestro fulgurante y envidiable destino nacional. La trayectoria y el futuro de la Nación volvieron al primer plano de análisis.

El escenario histórico de este nuevo centenario, el segundo, es muy distinto al de 1910. Los desvelos instalados por aquella reacción nacionalista ya no son los nuestros. Los desvaríos de una clase dirigente ensoberbecida y confiada en un destino argentino excepcional tampoco merecen la menor nostalgia. Hoy carece de sentido pensar desde los circunstanciales peligros que estorbaron el devenir de nuestra “grandeza nacional”, pues sería más apropiado hacerlo desde el actual cuadro de un proyecto de país en buena medida fallido e inconcluso. Esto tiene impacto en el campo historiográfico.

Si los eventos de Mayo simbolizan el inicio de la ruptura de algunas de las cadenas que oprimían el cuerpo de una nueva Nación en potencia, puede ser oportuno pensar hoy cuáles son las nuevas cadenas que entorpecen el desarrollo nacional y la conquista de una sociedad justa.

La vigencia de un relato impuesto por el poder se verifica en incontables manifestaciones de la vida pública, por debajo de cualquier discurso pretendidamente progresista. Durante la década infame, ya decía el genial Discepolín “que no hay ninguna verdad que se resista frente a dos pesos moneda nacional”. Y si de analizar nuestra divisa monetaria - emblema de un poder contante y sonante - se tratara, bastaría con constatar que el patricio que alambró la pampa exterminando al criollo y al indio hoy vale 100$, mientras que el patriota abandonado por la metrópoli portuaria que liberó medio continente hasta entregar su campaña emancipadora a Bolívar… sólo vale 5$.
A 200 años de aquel 25 de mayo de 1810, la principal asignatura pendiente es ni más ni menos que la Independencia.

Desde el último quinquenio del Siglo XIX el cine viene revelándose como una herramienta particularmente útil a la hora de hacer revisionismo histórico e indagar acerca de nuestra identidad. Así lo testimonian algunas producciones pioneras, tales como “La bandera argentina” (1897), de Eugenio Py; “La Revolución de Mayo” (1910), de Mario Gallo; o “Mariano Moreno” (1915), de Enrique García Velloso. Más precisamente el género documental ha sido desde sus orígenes un incondicional compañero de ruta de las ciencias sociales, dato que confirman realizaciones tan tempranas como “El último malón” (1918) de Alcides Greca, reconstrucción del postrer levantamiento indígena mocoví, al norte de Santa Fe.

La evolución de la mirada cinematográfica que nos ocupa bien puede ser analizada a la luz de las tensiones experimentadas entre el sujeto observador y el fenómeno investigado, a lo largo de 115 años de historia. Dicho esquema de abordaje reconoce no menos de tres etapas bien diferenciadas:

• La de superioridad del hombre blanco “civilizado” sobre “el buen salvaje” roussoniano, ejemplificable mediante el registro fundacional de Robert Flaherty sobre “Nanook el esquimal”, en 1922.
• La de mayor empatía delante-detrás de cámara, desarrollada entre las dos grandes contiendas bélicas del Siglo XX con la emergencia del corresponsal de guerra, y asentada a partir del gran derrumbe moral de la humanidad vivido con el estallido de la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki. Un buen ejemplo de este tipo puede ser el Joris Ivens de “Tierra de España” (1937), documental filmado en la localidad de Fuentedueña (España) bajo los bombardeos de la aviación franquista.
• La de delegación co-autoral de voz e imagen al protagonista social, consolidada hacia los convulsivos 60s, durante episodios de insurrección popular como el Mayo Francés, de la que sería un buen ejemplo el accionar del Grupo “Dziga Vertov” que, al mando de Jean Luc Godard, puso sus cámaras a disposición de las comisiones internas de fábricas tomadas.

El desarrollo narrativo en el documental se vio favorecido por una suma de innovaciones tecnológicas que enriquecieron la posibilidad de ejercer registros veraces de la realidad: Desde el advenimiento del color, pasando por la aparición de ágiles equipos de grabación audiovisual sincrónica (ambos adelantos en la década del 50), hasta los minúsculos dispositivos digitales de la actualidad dotados de alta definición, que posibilitan - entre otras cosas - el logro de momentos de notable intimidad a la hora de realizar una entrevista.

Justamente fueron estos últimos avances los que condicionaron la proliferación de miradas-testigo de la gran crisis socioeconómica de 2001, durante la que se inaugura en este siglo una nueva generación de documentalistas, que viene protagonizando desde entonces una verdadera vigilia de cámaras, en procura de saldar las asignaturas pendientes bajo el orden constitucional vigente aportando de tal forma a los debates en curso en el seno de un joven movimiento social que aún no atina a forjar el cauce hacia una democracia social y participativa.

Las advertencias de Pav Lorenz en el filme de 1936 “El arado que labró las llanuras”, acerca de que el hombre es el principal depredador del único planeta-hogar que tenemos, hoy resuenan con acrecentado dramatismo en producciones como “Cielo Abierto” de Carlos Ruiz.

Aquel tributo al trabajo humano que en 1958 plasmó Bert Haanstra en su filme “Vidrio”, merecedor del primer Óscar dedicado a un género no consagrado hasta entonces, ahora se multiplica en trabajos como ”Oro Verde”, de Ignacio Musquier.

Y valientes denuncias contra el bastardeo de la condición humana, como el monumental fresco de 9 hs “Shoa”, rodado en 1986 por Claude Lanzmann, ahora adquieren renovada contundencia en realizaciones como “La Santa Cruz, Refugio de la Resistencia”, de María Cabrejas y Fernando Nogueira.

En tal contexto puede afirmarse que nuevos actores sociales se disponen a contar sus vidas y sus historias, aún de manera fragmentada y breve, aprendiendo y transformando el lenguaje audiovisual, y abriendo paso a sus realizaciones en renovados circuitos de base o flamantes espacios de difusión que a diario se inauguran en la web.

A fines del año pasado se produjo en Guayaquil, Ecuador, el 2do Encuentro de Documentalistas Latinoamericanos y del Caribe Siglo XXI. Sus conclusiones, visiblemente influenciadas por las respectivas burocracias estatales que se dieron cita para condicionar una mirada favorable hacia los gobiernos de la región, sintetizaron conclusiones como la siguiente: “a partir de 1998 y hasta la fecha, América Latina presencia el surgimiento de nuevas realidades políticas, caracterizadas por la tendencia a la instalación de gobiernos populares y progresistas de inmensa base de apoyo social que, en escenarios de creciente unidad y coordinación -que rememoran los de nuestras Independencias del Siglo XIX- y de acuerdo a sus propias circunstancias y particularidades, enfrentan la solución de nuestros graves y frecuentemente atroces rémoras sociales, económicas, y políticas, planteando un nuevo proyecto hacia el futuro”.

Reconociendo plenamente la conformación durante esta primera década del Siglo XXI de un escenario más favorable a los pueblos de la región, y saludando las posibilidades que ofrecen foros como el incipiente UNASUR, desde el Movimiento de Documentalistas discrepamos con la mirada superestructural y edulcorada que de nuestro presente ofrecen muchos gobiernos socialdemócratas no dispuestos a desmontar los paradigmas demo liberales impuestos por un patriciado que organizó nuestros países a sangre y fuego. Más bien, en atención a esa dilatada historia de luchas todavía subterránea, nos identifica la valerosa y a menudo sorda acción de las organizaciones sociales del continente, que vienen bregando por reformar las cartas magnas cimentadas durante el Siglo XIX sobre la exclusión de los vencidos, en pos de políticas plebiscitarias y creando en su derrotero nuevos recursos para la producción de nuestros documentales e inéditos canales para su masiva difusión.

Desde ese escenario de lucha conmemoramos el bicentenario de l@s sin voz y l@s sin rostro, con nuestras cámaras alertas, para devolver su palabra y su imagen a la Historia Grande que hacen los pueblos.-

abril 2010
 

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