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El
puente sobre el río Cua
Por Roberto Bardini
“Cuando estoy allá fuera, quiero venir aquí. Y cuando
estoy encerrado en esta habitación, lo único que
deseo es estar de vuelta en la jungla”.
Reflexión del capitán Ben Willard, en Apocalypsis now.
En América Central, el quesillo es un queso en tiras enrolladas con forma de
bola o de trenza, parecido a la muzzarella. Con un poco de pimienta y aceite de
oliva es un modesto manjar.
Aunque no está comprobado por estadísticas ni nutricionistas, a veces, en
circunstancias excepcionales, la diferencia entre comer quesillo o comer pescado
es la misma diferencia que entre vivir o morir. Conozco un caso en que así
ocurrió.
Fue el primero de mayo de 1986, en el norte de Nicaragua. La opción por el
pescado nos salvó la vida al fotógrafo italiano Beniamino de Scolari (*), a
cuatro soldaditos y a mí. Y gracias a que no comimos quesillo, los seis evitamos
que nos acribillaran a tiros o nos degollaran en una emboscada en un rancherío
perdido en la montaña, cerca de la frontera con Honduras.
Todo comenzó tres días antes. Beniamino entró a la Agencia Nueva Nicaragua y,
feliz de la vida, me dijo que el ministerio de Defensa nos había autorizado para
viajar a Jinotega, a 162 kilómetros al noroeste de Managua, e incorporarnos
durante 15 días a un Batallón de Lucha Irregular (BLI). Cuando un reportero es
joven y tiene ganas, ser corresponsal de guerra es una adicción parecida al
tabaco o el alcohol.
El fotógrafo tenía 29 años y era hijo de un empresario textil de Nápoles.
Corpulento y cercano a los 90 kilos de peso, había sido campeón de tiro al
blanco en Italia. Estaba casado con una linda nicaragüense más joven que él y,
como le preocupaba quedar calvo, usaba el cabello cortado al rape. Con el
uniforme camuflado, parecía cualquiera de los paracaidistas ensalzados por el
escritor francés Jean Larteguy en Los centuriones y Los pretorianos. A Beniamino
de Scolari le gustaba más ir como enviado a los frentes de combate que viajar a
la playa, comer ravioles o jugar al fútbol.
Era la cuarta vez en menos de un año que íbamos juntos a zonas de guerra. El
italiano estaba tan excitado como si lo hubieran premiado con dos semanas de
estadía en un hotel cinco estrellas del Caribe, con todos los gastos pagos y la
compañía de media docena de conejitas de Playboy.
* * *
A los jóvenes que cumplían con su Servicio Militar Patriótico se les conocía
como “cachorros”. Se les consideraba nietos de Sandino, el General de Hombres
Libres que en 1933 expulsó de Nicaragua a los marines estadounidenses.
Los Batallones de Lucha Irregular eran unidades móviles del Ejército Popular
Sandinista que carecían de cuartel o base. Armaban sus campamentos en la selva o
la montaña y se desplazaban continuamente de una región del país a otra, sobre
todo a las más conflictivas. Estaban formados por cinco compañías de 120
soldados cada una. Las compañías, a su vez, estaban compuestas por cuatro
pelotones de 30 muchachos. El equipo de cada pelotón consistía en un mortero de
82 mm, tres ametralladoras pesadas, tres lanzagranadas RPG-7, una radio para
comunicaciones con cobertura de 12 kilómetros y un walkie-talkie con alcance de
seis kilómetros.
El 27 de abril, llegamos a Jinotega y nos incorporamos a la Segunda Compañía del
BLI “Coronel Santos López”, al mando de un teniente. Se llamaba Pablo, tenía 24
años y llevaba seis en el ejército. Nos suministraron uniforme verdeolivo, botas
de montaña, mochila y un fusil AK-47 con tres cargadores. Beniamino de Scolari
llevaba, además, un pesado equipo fotográfico, que incluía tres cámaras y varios
lentes.
Después nos contaron que cuando la gente nos veía en las calles comentaba: “Esos
dos son instructores cubanos”. Y que otros corregían: “No, son asesores rusos”.
Sólo los enviados de la Agencia Nueva Nicaragua, los periódicos Barricada y El
Nuevo Diario, y unas cuantas radios simpatizantes del Frente Sandinista podían
llevar ropa de combate y fusil. No podías ir al frente sin salvoconducto,
vestido de civil y desarmado. Si un reportero de cualquiera de estos medios era
tomado prisionero por los “contras”, terminaba con un tiro en la cabeza o, lo
que era más común, degollado.
El uso de uniforme y AK-47 era la principal diferencia con el resto de los
corresponsales que se decían “de guerra”. Los periodistas estadounidenses o
europeos contaban con mucho más recursos. Disponían de asistentes, sofisticados
equipos de comunicación, camionetas último modelo, chofer y, fundamentalmente,
dólares que cambiaban en el mercado negro y les permitían vivir muy bien. Pero a
ellos sólo se les autorizaba llegar a la retaguardia y cuando los combates
habían concluido. Se disfrazaban con ropa safari, chalecos con varios bolsillos
y ridículos sombreros de camping, pero después muchos de ellos terminaban
redactando sus despachos en la cómoda habitación del hotel o la mansión
–generalmente de ex somocistas– que alquilaban a un precio muy barato. Y
mientras disfrutaban del aire acondicionado y una cerveza bien fría, fechaban
sus informes “en algún lugar de las montañas”.
El objetivo del BLI “Santos López” era llegar a una región selvática ubicada al
norte de Jinotega, a 450 metros sobre el nivel del mar y a ocho kilómetros de la
frontera con Honduras. Allí, debía proteger la construcción de un puente sobre
el Río Cua, que serpenteaba a lo largo de 12 kilómetros de montaña. Era una
construcción de cemento incompleta, de cien metros de largo y 50 de alto, cuya
obra llevaba tres años de zozobra porque los “contras” atacaban constantemente a
los que trabajaban.
Cuando me enteré cuál era nuestro destino, lo primero que recordé fue El puente
sobre el río Kwai, la película de David Lean ganadora de siete Oscar en 1957. No
imaginaba que el desconocido puente sobre el río Cua se transformaría en un
recuerdo mucho más imborrable.
* * *
Los “contras” eran fuerzas irregulares antisandinistas que recibían armas y
dólares de Estados Unidos. Sus instructores eran veteranos de Vietnam al
servicio de la CIA y algunos “asesores” argentinos expertos en guerra sucia.
Israel colaboraba con el “lavado” de dinero. Y el gobierno de Honduras les
permitía montar campamentos en el sur de su territorio. El presidente Ronald
Reagan los llamaba “luchadores de la libertad”.
En los últimos cinco años, de 1980 a 1985, la población civil había sido el
principal blanco de los ataques contrarrevolucionarios. La mayoría de
incursiones, atentados y sabotajes también se dirigió contra objetivos civiles:
pequeños poblados campesinos, carreteras y puentes, centros de producción y
cooperativas agrícolas, escuelas y locales de asistencia médica.
Según informes del ministerio de Defensa, los ataques “contras” por tierra, mar
y aire en ese período dieron el resultado de 3.500 niños y adolescentes
secuestrados, heridos o asesinados, y alrededor de 6.000 huérfanos de guerra. Se
produjeron casi mil asesinatos de civiles, 232 secuestros de pobladores rurales,
345 emboscadas a vehículos particulares y del Estado, y 640 sabotajes a
objetivos económicos o productivos. Sólo entre enero y mayo de 1985 los
“contras” asesinaron, hirieron o secuestraron a 27 brigadistas de salud y 246
maestros, destruyeron 20 centros médicos y 14 escuelas, y obligaron al cierre de
359 locales de educación primaria y 840 de enseñanza para adultos.
Había otro dato a tomar en cuenta acerca de los “luchadores de la libertad”: 500
mujeres violadas en cinco años, la mayoría casi niñas.
De 1980 a 1986 la agresión contra Nicaragua dejó un saldo de 12.000 víctimas,
entre muertos, heridos y secuestrados, y pérdidas materiales por 300 millones de
dólares. Se estimaba que esta guerra no declarada había costado
proporcionalmente a la población nicaragüense siete veces más víctimas anuales
que la guerra de Vietnam.
* * *
A las seis de la mañana del 28 de abril partimos rápidamente en camiones
militares hacia El Diamante, una pequeña aldea de 30 familias a 35 kilómetros al
noroeste de Jinotega, que había sido atacada por alrededor de cien “contras”.
Cuando llegamos, hacía media hora que habían huido. Quemaron 20 casas y la
escuelita del poblado, hirieron a dos personas, secuestraron a un muchacho y
destruyeron una pequeña planta generadora de electricidad.
El BLI “Santos López” inició la persecución a pie, con la idea de cortarles el
paso antes de que llegaran al Río Cua. Fueron 19 kilómetros en cuatro horas de
marcha rápida, por un sendero montañoso, lleno de subidas y bajadas.
Los “cachorros” tenían entre 19 y 23 años, y en su vida civil muchos de ellos
eran campesinos habituados a caminar en ese tipo de terreno. Yo, en cambio,
tenía 37 años, había vivido la mayor parte de mi vida en ciudades, era un
noctámbulo crónico y fumaba 40 cigarrillos por día. Antes de Nicaragua, había
estado en 1980 con las guerrillas del ex Sahara Español y en 1981 en la guerra
Irán-Irak y el conflicto civil del Líbano, pero casi siempre a bordo de un jeep
o un camión militar. Y mientras avanzaba cada vez con más dificultad con la
mochila a cuestas y creía que iba a morir a causa de un nada épico infarto,
llegamos al puente inconcluso. Beniamino, que pesaba casi el doble que yo y
llevaba más kilos en su equipo, iba de un lado a otro como en un día de picnic y
tomaba fotografías.
El teniente Pablo ordenó acampar y establecer un puesto de mando. Envió
patrullas a que preguntaran a los campesinos de la zona si habían visto
“contras”.
Dos soldaditos se apiadaron y me ayudaron a cortar un par de ramas gruesas con
forma de horqueta de unos 60 centímetros de largo. Después, las clavamos en la
tierra a dos metros de distancia, anudamos una cuerda en los extremos de cada
una, extendimos por encima un plástico negro y fijamos las puntas al suelo, en
ángulo de 45 grados. Ya estaba lista mi “tienda de campaña”. Lo primero que hice
fue sacarme los borceguíes, ponerme horizontal y proponerme dejar de fumar a
partir de ese momento.
Montamos guardia dos días. Al tercero, después del café del desayuno, encendí un
cigarrillo. Y luego otro. “El último que fumo en mi vida”, me dije, y me dediqué
a tomar notas en mi libreta de apuntes.
A las 10 de la mañana, Beniamino se me acercó con un dato: uno de los muchachos
que había salido a patrullar, le dijo que a un kilómetro del campamento había
una pequeña finca en la que se podía comprar quesillo. Pedimos autorización al
jefe de la compañía para ir hasta el lugar y partimos con cuatro soldaditos.
Desde que nos unimos al BLI lo único que comíamos al mediodía y al atardecer era
arroz y frijoles. Sólo lamentábamos no tener aceite de oliva y pimienta.
Cuando llegamos a la casa, una mujer de ojos esquivos nos dijo que el patrón no
estaba y que volviéramos a la una de la tarde. Los muchachos intentaron darle
charla, pero ella sonreía y contestaba con monosílabos, sin mirarlos. Su voz
tenía la misma ternura de una lija que frota una llaga.
Mientras caminábamos de regreso, Beniamino dijo:
– Yo no vuelvo aquí.
Le pregunté por qué.
– No vuelvo –repitió. Y se dedicó a tomarnos fotos.
En el campamento, algunos “cachorros” en calzoncillos se estaban bañando en el
río mientras otros vigilaban. Dejamos los fusiles a mano, nos quitamos la ropa y
nos zambullimos. Varios metros más allá, un grupo “pescaba” al estilo BLI. Un
soldadito lanzaba una granada al agua y cuando unas cuantas burbujas indicaban
que había estallado, tres o cuatro muchachos se tiraban de cabeza y comenzaban a
sacar peces de buen tamaño que arrojaban a la orilla. Estaban intactos y vivos:
la onda expansiva sólo los atontaba. Al mediodía, cominos pescado a las brasas
con arroz.
Poco después, mientras preparábamos café, ocurrió lo que da motivo a este
relato.
A la una y media de la tarde de aquel primero de mayo de 1986, llegó una
camioneta al campamento y una señora bajó llorando a los gritos. A los costados
del vehículo, escrito con pintura en aerosol, decía “Viva Reagan” y “Muerte al
FSLN”.
La mujer era una pequeña comerciante minorista que regresaba de comprar
mercadería en Jinotega: café, azúcar, aceite, velas, fósforos, golosinas…
Temblando, nos contó que a la una de la tarde se había detenido en aquella finca
y que unos 30 “contras” salieron de los alrededores de la casa. Le robaron toda
la mercancía, derramaron en la tierra un bidón de nafta que llevaba de repuesto,
la manosearon. Eran un desprendimiento de los que habían atacado la aldea El
Diamante. “Decíles a los hijueputas que están acampados en el puente que aquí
los estamos esperando”, le había dicho el que parecía ser el cabecilla.
Y todo sucedió a la una de la tarde, a la misma hora en que nosotros debíamos ir
a buscar quesillo.
El BLI aceptó la invitación del jefe “contra”.
– Vamos, pues, no los hagamos esperar –dijo el teniente Pablo. Ahora escribo
“pues”, pero allá pronuncian “pué”.
Salimos en persecución de los bandidos. Beniamino y yo fuimos hacia la finca con
un pelotón al mando de un sargento moreno, bajo y fornido, con bigotes a lo
mexicano, que metía miedo a diez metros de distancia. Los demás, encabezados por
Pablo, se metieron por senderos de montaña para salirles al paso antes que
llegaran a la frontera con Honduras. Yo tenía el pescado atragantado en la
garganta. Una hora después, a través de comunicaciones por radio, nos enteramos
que los habían interceptado y aniquilado. Unos pocos “contras” lograron
atravesar la línea limítrofe y pasar a territorio hondureño.
Descansamos un momento. Beniamino entró a la casa donde estuvimos en la mañana y
le preguntó a la mujer de mirada esquiva si tenía el quesillo que le habíamos
encargado. “Se robaron todo”, dijo ella. Su amabilidad era más falsa que una
dentadura de madera.
Al rato, emprendimos la marcha de regreso. Mis pulmones sonaban como los
pistones de un tractor viejo. El italiano, con todo su equipo a cuestas, iba y
venía tomando fotos.
– Me voy a morir –le dije cuando pasó a mi lado.
– Mañana o pasado puede ser –contestó sonriendo–. Pero hoy la muerte pasó de
largo.
No supe si su sonrisa era de compasión o burla. Pero sí entendí por qué antes él
no había querido volver a la finca. Y también comprendí cuál había sido la
diferencia de ese día entre comer quesillo o comer pescado.
El sargento a cargo del pelotón escuchó nuestro diálogo. Se acercó y me ofreció
agua de una de las dos cantimploras que llevaba. El moreno metía miedo de sólo
verlo, pero hablaba en voz baja con la sencillez amable y educada de los
campesinos centroamericanos. El agua tenía la suficiente cantidad de ron Flor de
caña como para provocar tos. “¿Qué le pasa, asesor soviético?”, bromeó.
Después del trago, encendí el tercer cigarrillo de aquella jornada. Desde
entonces no he parado de encenderlos, y ya transcurrieron 24 años.
Ahora, aquí, muchas veces he recordado el comienzo de Apocalypsis now, con el
delirio del capitán Willard intoxicado con whisky en un cuartucho de Saigón,
preguntándose por qué no estaba de vuelta en la jungla. Y algunas veces, cuando
miro alrededor, lamento no poder estar de nuevo en la montaña. Allá por lo menos
sabías dónde estabas parado, de qué lado podían llegar los tiros y quiénes te
iban a dar una mano en caso de que tropezaras. “Todo hombre es una guerra
civil”, dice Jean Larteguy.
Ya estoy viejo. Los recuerdos bajan por el orificio de un reloj de arena que no
se puede dar vuelta para comenzar nuevamente la cuenta. Pero en momentos así
pienso que con tal de regresar a esos días, sería capaz hasta de dejar de fumar.
(*) No es su verdadero nombre, sino el que eligió cuando le envié el borrador de
este relato. Los viejos compañeros de la Agencia Nueva Nicaragua y muchos ex
integrantes del Ejército Popular Sandinista saben cómo se llama. Pero respeté su
pedido permanecer anónimo porque actualmente prefiere ser un uomo qualunque.
Bambú Press
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