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El
primer centenario y la búsqueda del paraíso perdido
Por Arturo Trinelli *
El Bicentenario ha motivado en el último tiempo la publicación en diferentes
medios de notas de todo tipo: algunas referidas a los personajes directamente
ligados a la propia Revolución de Mayo, cuyo pensamiento político y
participación en aquellas jornadas históricas siempre vale la pena recordar;
otras han emprendido la tarea de elegir las figuras más destacadas de estos 200
años, donde desde San Martín hasta Maradona la pelea por el primer lugar en el
ranking de preferencias incluye a los más variados personajes. Finalmente,
aparecen también opiniones que no resisten la tentación de comparar ambos
centenarios con el objetivo de emitir “balances”.
Uno de estos casos es el de Roberto Cachanosky, quien en una nota reciente
titulada “¿El mejor gobierno de la historia Argentina?” (La Nación, 14 de mayo)
compara la situación actual del país con diferentes etapas anteriores, entre
ellas el primer centenario, para criticar las declaraciones de Kirchner cuando
días atrás sostuvo que el gobierno de su esposa era el mejor de la historia
argentina. A fin de resaltar el mayor progreso de las primeras décadas del siglo
XX sobre la actual, destaca la gran cantidad de inmigrantes que llegaron al país
entre 1901 y 1910: “francamente, no se percibe que hoy, bajo el gobierno del
matrimonio (sic), tengamos una inmigración de esa envergadura. Más bien nuestros
hijos se plantean en qué país, que no sea éste, pueden tener un futuro mejor”,
afirma con cierta nostalgia. “Por más que quiera descalificarse a la generación
del ’80- continúa- lo cierto es que transformó a la Argentina de un desierto en
uno de los países más prósperos del mundo en muchos años”. Y concluye que “no se
observa hoy en día el aluvión de inversiones que atraía nuestra patria a fines
del siglo XIX y principios del XX”.
Resultaría imposible reconocer en estos argumentos la aplicación de una adecuada
metodología histórica, de respeto a los diferentes contextos y procura por
análisis pluricausales y situados, pese a los intentos del autor por respaldar
sus conclusiones con datos numéricos. Aún así, ensayemos algunas réplicas.
En primer lugar, los inmigrantes que llegaban a la Argentina y que Cachanosky
toma como parámetro de progreso, en general representaban mano de obra poco
calificada que la “próspera” Argentina del primer centenario condenaba a vivir
en condiciones de hacinamiento extremas. Se trataba, en mayor medida, de obreros
de países pobres de Europa, que principalmente se establecían en Buenos Aires
por ser una ciudad que demandaba mano de obra barata para la economía
exportadora, algunos servicios y transportes. Al mismo tiempo, eran sometidos a
pautas de trabajo realmente penosas, con jornadas laborales interminables, muy
mal pagas y sin ningún tipo de higiene que evitara la propagación de
enfermedades.
Tal vez para Cachanosky sea un dato menor, pero lo cierto es que durante el
primer centenario tampoco existían libertades políticas, y mucho menos derechos
a manifestar reclamos por mejoras en las condiciones de trabajo. El fraude
electoral sistemático y la imposibilidad de participación política tenían un
correlato legal en la sanción de la Ley de Residencia (1902) y la Ley de Defensa
Social (1910) donde básicamente el Estado se atribuía el derecho de encarcelar o
expulsar del país a todo aquel que pensara distinto o a lo sumo reivindicara un
aumento en su salario. En consecuencia, la falta de libertad de expresión,
persecución y, en muchos casos, confinamiento al lejano presidio de Ushuaia eran
la única vinculación posible frente a un Estado intolerante y autoritario, donde
los asesinatos de trabajadores por las represiones en las huelgas o
manifestaciones obreras casi formaban parte de la crónica diaria.
Los gobiernos de la época, conservadores en lo político y liberales en lo
económico, tenían como única preocupación obtener la mayor cantidad de ganancias
de las importaciones y las exportaciones. Desde la lana a la carne, el foco
estaba puesto en garantizar los beneficios de la elite que manejaba esos
negocios y a los que la dirigencia política representaba. Los conflictos
laborales que se suscitaban como consecuencia de su total desapego por la
cuestión social eran vistos en su mayor parte como episodios fomentados por
extranjeros con ideologías importadas que atentaban contra el país, el mismo
argumento que luego retomará la última dictadura como justificación del
terrorismo de Estado.
Por otro lado, la idea de que la generación del ’80 transformó la Argentina de
un desierto a un país pujante resulta, cuanto menos, irrespetuosa respecto de
los pueblos originarios que ocupaban estas tierras y que fueron exterminados
durante décadas. En las versiones de la historiografía liberal, el tema de la
frontera indígena fue tratado como un problema exclusivamente bélico, donde la
frontera aparecía como un espacio vacío sometido a la conquista militar y a la
ocupación para su explotación económica. Así fue que se consolidó durante años
la idea de un desierto ocupado por tribus dedicadas a la caza, el pastoreo y,
básicamente, el pillaje. Afortunadamente en las últimas décadas esta tendencia
se revirtió, situación que cobra especial fuerza en la actualidad donde
asistimos a un intento de reparación histórica con los pueblos originarios
acompañando sus reclamos. Nunca en 200 años los pueblos indígenas habían llegado
con tanta pasividad hasta el centro del poder político de Argentina.
Desconocerlos supone reproducir la idea de la “Argentina blanca” que aún hoy
sigue vigente para muchos, pese a que en el 2005 una investigación del Conicet
realizada en hospitales públicos determinó que el 56% de los argentinos tiene un
pasado aborigen, presentando así una realidad muy distinta a la de los manuales
de historia.
Una idea fija
Ahora bien, ¿por qué detenerse entonces en analizar una nota de argumentos tan
pobres? Porque desde nuestro punto de vista, representa de manera contundente el
pensamiento neoliberal muy extendido en parte de la intelectualidad argentina,
donde en forma permanente se busca un pasado “glorioso” y “pujante” del país
para contrastar con este presente de “decadencia, atraso y aislamiento”. Esto,
como ya dijimos, se torna más evidente por estas fechas donde los balances que
se hacen buscan rastros de gloria perdida y se pretende encontrar “el” origen de
la decadencia argentina, que casi siempre encuentra en el peronismo un
denominador común. No por casualidad se lo presenta como el comienzo de todos
los males: la orientación mercado-internista y el impulso a la sustitución de
importaciones que caracterizaron al primer peronismo en lo económico, y el apoyo
a la clase obrera como actor político de peso, fueron irreconciliables con una
tendencia anterior que subsiste y ni aún hoy parece haber quedado atrás.
En efecto, esta idea neoliberal del pasado glorioso preperonista es la que hoy
subyace cuando se criminaliza la protesta social, se agitan los fantasmas de la
censura y se asocia el clientelismo a una práctica exclusiva de un gobierno
peronista dirigida a sectores populares. Para los románticos del primer
centenario la historia quedó congelada en la generación del ’80.
Las preguntas que debemos hacernos entonces son varias: ¿existió alguna vez ese
pasado tan próspero? ¿Se podía acompañar el crecimiento industrial de los países
desarrollados y competir en el mercado mundial en condiciones de igualdad siendo
el granero del mundo? Considerando lo expuesto hasta aquí, y entendiendo a la
economía como complementaria de la cuestión social ¿hasta cuándo se va a
insistir con esta idea de que fuimos una potencia? Evidentemente, la Argentina
del Centenario era un país para pocos. Si de comparar se trata, la realidad que
nos toca vivir hoy es muy distinta, y llevamos años de democracia donde entre
otras cosas hay libertad de expresión con posibilidad de manifestar reclamos
ante un Estado que, pese a los intentos de vaciamiento de los últimos años, ha
ido recuperando su necesaria participación como garante de los derechos de
todos.
Todas las etapas de nuestra historia han tenido sus dificultades, limitaciones y
promesas incumplidas. En este Bicentenario, aprender de los errores y superar
nuestras limitaciones quizás sea más útil que intentar recuperar un pasado
glorioso que nunca existió.
* Licenciado en Ciencia Política (UBA)