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La
carta
Por Luis Gerardo Del Giovannino*
El testigo es morrudo, impecablemente vestido de traje, como quien concurre a
una cita muy esperada. Entra a paso firme, sin mirar al acusado, se sienta
frente al tribunal Federal Oral de Mar del Plata y con su particular cadencia
provinciana y sus tonalidad correntina empieza a desgranar pacientemente una
trama de horror que ya todos suponíamos pero nade había podido ratificar así
desde ese lugar. Hay una vieja frase que me viene a la memoria, que decía que si
Argentina entraba en guerra Corrientes nos iba a ayudar y el correntino nos
ayudó.
Volví a los Tribunales Federales de Mar del Plata a presenciar una de las
audiencias claves del segundo juicio que por delitos de lesa humanidad cometidos
durante la ultima dictadura militar se le sigue a un tal Molina apodado "el
Sapo", quien con el grado de teniente de Aeronáutica tuvo bajo su control el
centro clandestino de detención “La Cueva” ubicado en la cabecera de la pista de
aterrizaje del Aeropuerto de Mar del Plata.
Ya casi paso un año del primer juicio registrado aquí, por la muerte y
desaparición de Carlos Labolita, aquel militante peronista de la ciudad de Las
Flores. Los que estamos somos casi los mismos, aquellos que buscan desenmarañar
los grandes interrogantes que tienen sobre el destino de sus familiares y amigos
y aquellos que no nos resignamos a perder la oportunidad histórica de develar la
sucedido en Argentina y de conocer las responsabilidades que les caben a quienes
aún caminan a nuestro lado protegidos por la impunidad que brindan los años
pasados, de silencio y olvido.
Ahora, en esta oportunidad se empieza a correr el velo de los hechos acontecidos
aquí y este ex militar del grupo de inteligencia que comandaba los operativos
ordenados desde la base aérea y que hasta ahora ha guardado silencio, es juzgado
por la desaparición y muerte de unos abogados en la denominada “noche de las
corbatas” y por tortura, abusos y violaciones a mujeres detenidas en aquella
desolada construcción enterrada en un extremo de la base aérea.
Este testigo de hoy, un señor casi cincuentón, padre de cinco hijos, del cual
una acordada de la Corte nos impide nombrar con su nombre y apellido, era por
aquel entonces un muchacho de 20 años; un colimba correntino que cumplía su
servicio militar en el área de comunicaciones y que por escasez de conscriptos
terminó haciendo guardias en aquel horroroso lugar, siendo testigo de hechos que
jamás pudo olvidar y que hoy tuvo la oportunidad de contar al tribunal con lujo
de detalles y consideraciones menores que avalan la verdad de sus dichos.
Sus recuerdos corrían libremente desde el olor a perfume que despedía el
teniente siempre pulcro y aseado, hasta el uso de la pista de aterrizaje, en
horario nocturno sin el control de la torre del aeropuerto, por parte de un
avión de la armada que era guardado en un angár y al que lo cargaban con bultos
de gran tamaño “como si fueran personas” -incluso detalló que en una ocasión se
comentaba de la “existencia de una bolsa llena de dedos”- que realizaba vuelos
nocturnos de unos cuarenta minutos y que volvía sin su carga al mismo destino.
Pero a todo lo visto y oído, se suman dos sorpresas acaso inesperadas para
quienes estábamos en la sala. Aquel conscripto atendía los teléfonos de la base
y como buen operador pedía los nombres de los que llamaban, los motivos por lo
que lo hacían y con quienes querían hablar. Es sabido que los militares de más
alto rango no querían se interrumpidos por cualquier sonsera y el miliquito
debía vérselas en figurilla para pasar aquellas llamadas inoportunas. Por eso
recordaba algunos nombres de los que mas asiduamente llamaban a la base,
“rompiendo las peloteas por los habeas corpus, textual. No dudo en recordar dos
nombres emblemáticos, uno de ellos era igual al de una marca de neumáticos y el
otro lo recordaba quizás por ser muy corto y de origen Holandés.
Pero cuando estaba todo dicho, de su prodigiosa memoria surgió una historia que
de haber se conocido por aquel entonces quizás le hubiera costado la vida.
Durante una guardia en La Cueva, tuvo que acompañar a un secuestrado hasta el
baño para que pudiera hacer sus necesidades y entró en conversación con él. Las
ordenes de los superiores indicaban que cuando iban a tener contacto visual
debían cubrirse el rostro con unas capuchas de tela de lona como la de los
camiones, tanto el detenido como el carcelero. Durante una breve conversación
pudo enterarse que ese prisionero era un abogado o sindicalista de Mar del Plata
-aquí su reato es impreciso- y que nadie de su familia sabia que estaba
secuestrado allí. Entonces aquel conscripto en un acto tan humano como
irracional, le acerco un papel y una birome para que pudiera escribir una
esquela a sus familiares que él le llevaría personalmente. El detenido según el
relato del testigo, dudó de que no se tratara de una trampa mas, pero finalmente
accedió a esa única oportunidad.
Pasaron treinta y tres años, cuando el testigo llegó a la ciudad, aterrizó en el
mismo aeropuerto que fuera asiento de aquel horror y con el taxi busco sin
éxito, la casa donde por aquel entonces no se animó a golpear, quizás por miedo,
por no saber que decir o por no asumir un compromiso que le podía costar su
propia vida y dejo bajo la puerta aquella carta escrita a los apuros y en
condiciones extremadamente comprometida, desde la clandestinidad.
Nunca supo el final de aquella historia de improvisado cartero, si acaso el
detenido salvó su vida, o si aquella fue su última señal y despedida
involuntaria de su familia. Solo mencionó que luego de concluir el servicio
militar intentó olvidarse rápidamente de aquella acción inconciente que le
podría haber salido muy cara; al fin de cuentas ningún cartero conoce el final
que le depara el destino a su correspondencia. Hoy volvió a recordarla, porque
no pudo olvidar y con su testimonio buscó cerrar aquella puerta que había
quedado abierta en su memoria.
Mayo 2010
* Abogado de Derechos Humanos