Después del Bicentenario

Bienvenido, compañero progre

Por Enrique Manson

Uno pensaba escribir sobre la Revolución de Mayo. Al fin y al cabo, estamos tratando de producir permanentemente, escritos cortos de divulgación histórica. Un poco para discutir entre nosotros –los que más o menos llevamos años cerca de los temas históricos- y un mucho para ayudar a contrarrestar la obra nefasta de los que, por el terror o el desánimo, instalaron el olvido. El abandono de nuestra permanente transmisión oral de una generación a otra.

Pero me quedé sin hacer nada. En parte, por la natural negligencia de quien no tiene una obligación formal (¡necesito un trabajo de 7.200 caracteres para dentro de dos horas!), pero sobre todo porque me quedé estupefacto con lo ocurrido entre el 22 y el 25 de mayo.

Honor al mérito de quienes trabajaron tan bien en la organización, y ya sabemos Quien fue la inspiradora del todo. Felicitaciones a los artistas, a los creativos, a los soldados, y sobre todo a ese pueblo que se volcó masivamente a las calles.

El escepticismo de los agoreros estaba fundamentado. Fueron muchas décadas de decepciones. Quien trabajó por años en escuelas está acostumbrado a ver estudiantes, y padres, que sólo movían los labios a la hora de entonar las estrofas del Himno Nacional. ¿Y las marchas patrióticas y los desfiles con bandera y banda, a cargo de quienes, por decir lo menos, frustraban la voluntad popular?

A uno, que nació en los años de las batallas de Stalingrado y El Alamein, le quedaba el recuerdo, por ejemplo, del Año del Libertador, en que aplaudíamos con entusiasmo a las tropas que desfilaban, porque creíamos que eran los defensores de la Patria. Del mismo modo que el control del vigilante de la esquina daba cierta doméstica seguridad, si que mezclada con un prudente temor de los que éramos chicos.

Después, los largos años de la proscripción y la resistencia. Después, la tiranía criminal. Después, los políticos condicionados, algunos felices de estarlo, por la amenaza uniformada y por el poder económico. Que era EL PODER.

No puedo olvidarme de una visita que hice en 1977 al Colegio Militar, y compartí con otros directores de escuela la sensación de despojo que me causaba ver a la banda que desfilaba cruzándose una y otra vez con nuestra visita guiada, mientras desplegaba la bandera y tocaba las antiguas marchas, como diciendo: miren desde afuera. Son nuestras. Somos los dueños de la marcha de San Lorenzo y los novios de la Bandera. Pero la Bandera y San Lorenzo valen porque son símbolos. Símbolos de una Patria que sólo lo es cuando se identifica con el Pueblo, que es la Patria viva. Y uno veía que se habían adueñado de los símbolos y nos los refregaban por la cara, mientras el Pueblo, lo que ellos simbolizaban, sufría de torturas y desapariciones físicas y de destrucción económica y social.

No me olvido que fue el Gran Traidor el que puso a Rosas en los billetes. Y el que lo trajo de vuelta. Pero ese indulto de Don Juan Manuel era el preludio del atentado a la justicia humana que implicó el indulto de los asesinos del siglo XX.

Hoy lo tenemos en la Galería de los Patriotas Latinoamericanos. Y no comparten esas paredes los próceres de la historia tradicional, los Menem y los Videla o Massera del siglo XIX. Es que, como decían los revisionistas de 1939 “No se trata de invitarlo a Rosas a participar del … panteón haciéndole un lugar junto a Sarmiento, Mitre y Urquiza. Por lo contrario, los blasones de Rosas son completamente distintos a los de aquellos, y el primero, por no decir el único, es el de servir como ejemplo de todo lo que debe afirmarse y enfrentarse contra una experiencia de ochenta y cinco años que ha sido desastrosa para la integridad y soberanía de la Argentina”

Lo que pasa es que estamos viviendo tiempos distintos. No tenemos un jefe de Estado que, para fungir de patriota y popular, se disfrazaba de Facundo, hasta que el Fondo Monetario le reclamó otro perfil. Tenemos una presidenta que sabe historia, que conoce las luchas de esta Patria y de este pueblo. Que honra, junto al éxodo jujeño y al cruce de los Andes, a la Vuelta de Obligado que enorgulleciera a San Martín. Que no es antimilitarista, como no lo era Jauretche, como no lo era Perón, que no en vano se había formado en el Ejército. Es que ella sabe, como dijera alguna vez John William Cooke, que un Ejército no es mejor ni peor que los hombres que lo componen. No fue lo mismo el Ejército de San Martín que el del ejecutor de Dorrego, gobernante legítimo de Buenos Aires, llamado despectivamente por los mediocres padrecito de los pobres. No se puede comparar a Mosconi o a Savio con Aramburu, que dormía la siesta mientras se fusilaba a argentinos, o Suárez Mason, cuyas manos manchadas de sangre no hicieron asco a los buenos negocios, como el vaciamiento de YPF, y terminó fugándose a Estados Unidos para escapar a un justo castigo. Fueron hombres como estos los que convirtieron a quienes debían defender la Soberanía en encapuchados y secuestradores, provocando a las Fuerzas Armadas una derrota mucho más grave que Vilcapugio o la caída de Puerto Argentino.

Nosotros también escuchamos, aguantando las lágrimas de emoción, gritar la marcha de San Lorenzo. Como cuando éramos chicos. Y no nos espanta definir a los uniformados como brazo armado de la Nación, como hemos escuchado a algún filósofo bien intencionado en la televisión de Yrigoyen, como nos divierte llamar a los programas que se escapan de la Cadena Oficial de la Antipatria. Si se hubiera cumplido la leyenda del viejo Miseria, que había encerrado en una bolsita a todos los diablos, no harían falta ejércitos, por que no habría guerras. Pero tampoco –como en la leyenda- abogados, porque no habría pleitos, ni policías, porque no habría delitos, ni médicos, porque no habría enfermedades.

Pero resulta que los diablos andan sueltos, y hay guerras, pleitos, delincuentes y enfermedades. Y, sobre todo los países pequeños, aunque estén creciendo con la integración continental, deben tener instrumentos para defenderse. Porque a los imperios les sobran. Es cierto, como decía Scalabrini Ortiz, que el nacionalismo es peligroso. Pero, como don Raúl decía, el peligroso es el nacionalismo de los conquistadores. Los países chicos, las semicolonias, necesitan de un fuerte nacionalismo –que no es el patrioterismo vacío de los militares de cartón- para defender su identidad y su independencia. Por muchos años se consideraron hipótesis de guerra los posibles conflictos con el Brasil o con Chile, y nunca se preparó una posible guerra contra el Imperio Británico, al que teníamos instalado en nuestro territorio. Y cuando la irresponsabilidad de tres dictadores nos llevó a esa guerra, supimos que no la habíamos previsto.

En fin. Del Cabildo Abierto del 22 de Mayo, no escribí nada. Ni del 25, ni de French y Berutti –y Arzac, el hombre más alto de Buenos Aires, que no se enoje si lo omito su descendiente y mi amigo Alberto González, justamente, Arzac- con sus hombres de acción. Que repartían cintas, cuyo color no se recuerda exactamente, pero que andaban calzados y emponchados por si no se cumplía con la voluntad popular.

He preferido hablar de hoy, y soñar el mañana. En la TV de Yrigoyen, Sandra Russo habló de las dos tradiciones populares que, lamentablemente, habían vivido desencontradas por décadas. Mi padre, joven nacionalista en los ’30, se aporreaba con socialistas y comunistas. Hoy, y mañana, tenemos la oportunidad de construir juntos la Argentina. No, como se dice sin pensarlo, que queremos todos, porque no todos queremos una Argentina donde existan la justicia y la democracia. Y unida a sus hermanos con los que no somos iguales –como hiciera notar Cristina Fernández en el salón de los Patriotas, pero que no tenemos destino si no estamos –ya no en el año 2000, si no en el futuro- firmemente unidos.

Enrique Manson
1º de junio de 2010
 

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