El Mauri

Por Horacio Fontova

Vaya a saber que era lo que me dieron de tomar aquella noche.

Yo andaba por los veintidós años y eran mis primeros tiempos de mochilero y andaba recorriendo la Quebrada de Humahuaca.

Por esas cosas del sin rumbo me detuve en un pequeño pueblito, Coctaca, y después de dar vueltas por las pocas cuadras del lugar lo que más me atrajo fue la pulpería, donde me instalé a entonar el espíritu antes de encontrar un lugar para pasar la noche, adonde nunca pude llegar.

Me atendió detrás del mostrador un corpulento kolla con su acuyico bajo la mejilla, cara cuarteada y mirada profunda y pícara, tan atento y simpático que después de unas ginebras, le pude descerrajar todas mis alegrías y penurias de juventud. Palabra va, palabra viene, la amistad comenzó a chorrear entre los dos, más aún cuando don Luis, que así se llamaba el hombre, supo de mi aversión hacia la conquista de América por motivos que ambos conocíamos. Pero mi mocedad no pudo resistir semejante sacudida etílica como la de aquel atardecer junto a mi nuevo amigo.

De los pantallazos que recuerdo, me llegan el de haber sido conducido casi a la rastra a la parte de atrás de la pulpería, donde el vivía, y acostarme en una pequeña cama con un acogedor olor a ovejita limpia.

Al cabo de una dormida, al despertar me ví rodeado por tres mujeres muy parecidas entre sí que sonreían y me hablaban en quechua. En el momento en que don Luis apareció a través de la cortina de arpillera, una de ellas se había sentado en la cama y me sostenía la cabeza sobre su falda. Era una de sus hermanas que me había preparado el té que supuestamente no sólo me iba a recomponer de la borrachera sino que también haría que pudiera conocer algo más acerca de las costumbres del lugar.

Tenía un gusto mentolado y lo que siguió no se si fue un sueño, o qué fue.

Me habré quedado dormido. Cuando desperté, parado descalzo sobre la tierra a los pies de la camita, recuerdo haberme puesto a bailar una especie de tinku cuya melodía me llegaba de todo el alrededor, sintiendo que mis pies eran los que comandaban todo en ese momento.

Mientras, veía frente a mí a don Luis, a sus hermanas y a un grupo de gente que cantaba y rodeaba a un hombre muy alto a quien llamaban el Gran Ramón, que estallaba en llamas y se apagaba, se prendía fuego y se apagaba, todo el tiempo, sin parar de girar sobre sí mismo y de vociferar instigando a los demás a que hicieran lo mismo que él.

Desde algún lugar del tumulto enloquecido me aullaban que por favor no me dejara atrapar por alguien a quien llamaban El Maurí, que decían ya lo tenía mordiéndome los pies, y que por Dios no parara de zapatear para evitar que él me tragara. Así se frenetizaron el tinku y el animal que yo me sentía, levantando cada vez más polvareda.

Y descubrí que ese ritmo vertiginoso que cantaba toda esa gente mirándome acaloradamente tenía palabras. Era algo así como “¡¡¡Que te chupa y te chupa el que te vino a acariciar!!!”

Tampoco entendí lo que me querían decir con “…el engaño que entró por las urnas se va a instalar en el corazón de la gigantesca ciudad…” y que para librar a la gente de eso yo iba a tener que sudar la noche entera y seguir tomando el té de las hermanas de don Luis, y zapateando furioso.

Así que seguí con el tinku, cada vez más y más energúmeno. Y todos, más que nadie el Gran Ramón, que se encendía y se apagaba mirándome fijo a cada giro que daba, seguían aullándome que no tenía que olvidarme del “corazón del ciudadano” porque iba a ser robado por el propio enemigo, el nuevo dueño de esa hermosa ciudad. No sabía que me querían decir con todo eso.

Seguir, seguir y seguir, ya era cuestión de vida o muerte. Yo, un animal negro bailando enfurecido. Los pies no me dolían, al contrario, hasta sentía que podía gritar y cantar con los pies, que coreaban con todos “¡¡¡Que te chupa y te chupa el que te vino a acariciar!!!”

Un súbito ataque de valor hizo que me pusiera a buscar entre la multitud y la polvareda al Maurí, y ahí estaba él, chisporroteando y escurriéndose, siempre de espaldas, y curiosamente se le achicaba el cuerpo para pasar entre las piernas de algunos. Cuando pude verlo bien parecía un señor vestido con un traje gris de lo más formal, y sin detener mi zapateo cada vez más rabioso le grité al Gran Ramón, que seguía encendiéndose y apagándose, que me ayudara a agarrarlo. Y me gritó: “¡Encendéte, carajo!”.

Haciendo un esfuerzo sobrehumano que me hizo pegar un alarido sin ningún sonido, súbitamente me envolvieron las llamas. Fue uno de los placeres más grandes de mi vida. Y hacer fuerza para apagarme, porque quemaba de verdad, y volver a encenderme.

Casi lo agarro al Maurí cuando corrió hacia la puerta de la pulpería, pero corrió más rápido que yo, aunque cometió el error de darse vuelta, mostrar su cara y mirarme con sus ojos muy claros.

Se perdió en la oscuridad, pero él sabía que ya había sido descubierto.

Volví para seguir con mi zapateo dentro de la gran salamanca y todo fue tornándose cada vez más divertido y jubiloso.

Mucho mas té de las hermanas y continuar encendiéndome y apagándome. Y el amigo que me cantaba alegremente en su lengua que yo ya podía entender perfectamente con todo mi cuerpo. Más que nada con mis pies cantores y rabiosos.

Al tiempo y muy de a poco todo fue disipándose, el bullicio se fue alejando y en absoluto silencio y rodeado de una inmensa tranquilidad me quedé profundamente dormido.

Me desperté en la misma camita con el mismo agradable olor a ovejita limpia y apareció el corpulento don Luis con su acuyico, un mate y su sonrisa. “¿Y, amigo?” me dijo.

Yo sin saber que contestarle sólo pude resoplar sonriendo.

Me sentía realmente muy bien y no tenía ninguna huella de quemaduras en el cuerpo. Cuando al mediodía aparecieron sus hermanas comimos empanadas y vino, y casi les pregunto que fue lo que había ocurrido, pero entendí que sin emitir una sola palabra esos ojos pícaros me decían que no tratara de encontrar alguna explicación. Solamente había ocurrido eso.

Tras algunos días en la inolvidable compañía de aquellos amigos, seguí con mi viaje. Y ahí vinieron Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia. Hermosos recuerdos de mi juventud.

Pero la intriga jamás se disipó en mi vida desde aquella vez.

Porque, ¿qué había significado eso de “…el engaño que entró por las urnas se va a instalar en el corazón de la gigantesca ciudad…” y “Que te chupa y te chupa el que te vino a acariciar” que mencionaron aquella noche y de lo que habría que librar a la gente?

Y de que no me olvidara del “corazón del ciudadano” que iba a ser robado por su propio enemigo, el nuevo dueño de la hermosa ciudad…

Ya pasaron muchos años, y aunque he viajado y vivido todo tipo de experiencia , lo más revelador que me sucedió fue no hace mucho, cuando participé de un festival musical convocado por el gobierno de la ciudad.

Aquella noche pude entender por qué el que nos había convocado, el súbitamente tan familiar para mí, el extraño alcalde del lugar que presentaba el festival rodeado de elegantes ruralistas se negó a estrechar mi mano.

Y por qué cuando le tocó agradecer la presencia de los músicos ante el público, sus ojos claros no sólo esquivaron mi mirada sino que al tener que pronunciar mi nombre, el hombre, ya cubierto de un profuso sudor, cayó al piso desvanecido, y hubo que sacarlo del palco entre varias personas ante el estupor general.

Con la piel que se me encendía, erizada como nunca, ahí entendí todo finalmente.

La cara del misterioso alcalde de la hermosa ciudad me traía el exacto recuerdo de alguien de mucho tiempo atrás, de aquella furibunda salamanca de ensueño allá en la Quebrada.

Era la mismísima cara del Maurí, aquél maligno ser que se deslizaba velozmente en la oscuridad chisporroteando y achicando su cuerpo para poder escurrirse entre las piernas de la gente, pero que esa noche cometió un grave error: el de darse vuelta, mostrar su cara y mirarme con sus ojos claros, que jamás pude olvidar.

(A la memoria de Don Juan Matus)

Fuente: Miradas al Sur 26/06/10

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