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A
diez años de su desaparición corpórea
Por Guillermo Marín *
desechosdelcielo@gmail.com
René Favaloro
Las intermitencias de la muerte
Como un maldito presagio, las tres mil tarjetas que la Fundación Favaloro había
hecho imprimir como parte de una campaña antitabaco en el año 2000, llevaban una
imagen profética: un revólver con balas de cigarrillo. Fue uno de los últimos
motivos que aprobó René antes de pegarse un tiro.
La noticia del suicidio de René Favaloro, hizo temblar los estandartes de una
sociedad que habló más de lo que actuó para evitar la muerte de unos de los
médicos más prestigiosos que tuvo la Argentina. Pero a una década de su
desaparición corpórea, la pregunta aun tiene vigencia: ¿se hubiese podido evitar
su inmolación? Una duda de esta naturaleza lleva consigo, como un apotegma
hermético, una respuesta dualista, pero esclarecedora. Un suicidio, con
características rituales (1), tal vez sea ineludible, y por lo general, pueden
ser muchos y diversos los motivos que lo provocan. Pero en un autosacrificio,
donde una de las circunstancias que lo causaron fue tan visible que desnudaron
un sinnúmero de sinrazones en el seno de una sociedad que prefiere mirar hacia
otro lado, la repuesta se empantana con la misma tenacidad: “hay responsables
que llevaron al doctor a tomar tamaña decisión”. Sin embargo, cuando en 2004 se
propuso desde el gobierno fijar una fecha conmemorativa para recordar el
natalicio de Favaloro, unos doscientos médicos desaprobaron la decisión
presidencial aludiendo que “Más allá de sus méritos técnicos e incuestionable
calidad profesional, el Dr. Favaloro dedicó toda su práctica profesional a la
actividad en instituciones privadas, cuya principal finalidad (de acuerdo a las
reglas del juego) es la rentabilidad económica y nunca invirtió sus esfuerzos en
el sistema público de salud”. Un argumento, por supuesto, inverisímil para quien
conocía, como pocos, qué tan profundo era el agujero de la corrupción estatal y
el inerte rostro de la burocracia pública. No obstante eso, aquellos médicos
disidentes agregan un argumento más para el debate, discusión que también exhibe
un distorsionado espejo en el cual la sociedad se mira. Como lo explican los
psicólogos expertos en suicidio: “En las dos teorías que circulan en torno del
suicidio de Favaloro, su sacrificio aparece idealizado. Para una, el doctor es
el hombre que ofrendó su vida para denunciar la crisis que atraviesa el país, la
otra teoría es que prefirió ofrendar su vida antes que entregar su fundación a
una corporación. Ambas interpretaciones desconocen el suicidio como un acto de
debilidad y lo convierten en un acto ideal, en un sacrificio que le muestra al
mundo lo mal que está la Argentina” (2). Otro tanto agrega otro profesional: “La
gente no puede concebir la desesperación de Favaloro, cuando lo colocó más allá
de lo humano. Una persona a la cual se idealiza, se la eleva por lo sobrehumano
y, entonces, resulta difícil poder explicar por qué alguien tan íntegro se
suicidó. A quien se engrandece no se le permite una actitud tan humana. Si bien
es cierto que el suicidio puede tener a veces un efecto de culpa, no
necesariamente debe ocurrir eso.” (3)
Las razones que lo terminaron de demoler se debieron también al silencio no sólo
de las autoridades gubernamentales, las empresariales y mediáticas, que jamás
contestaron sus reclamos, sino al listado de gente que el día lunes, cuarenta y
ocho horas después de aquel sábado negro, debía comunicarle el despido.
“Prefiero desaparecer”, declaró; como una de las tantas “balas” que le arrojó a
aquella maquinaria perversa que le terminó devorando la esperanza de salvar su
institución. A ese régimen financiero que lo obligaba a incorporarse al sistema
de retorno de las obras sociales y que tanto lo encolerizaba.
Cuando el juez que entiende en la causa liberó las cartas que René Favaloro
había escrito antes de suicidarse, las aguas comenzaron a correr menos turbias.
Allí se dejaban aclarados algunos de los motivos por los cuales, horas después
de programar su casamiento con Diana Truden (René tenía guardadas en la mesita
de luz las alianzas de oro que había comprado), Favaloro se mataba de un tiro en
el corazón, frente al espejo de su baño, un tórrido sábado de junio de 2000. En
uno de esos patéticos textos, René le confesaba a su pareja: “Diana: ha llegado
el momento de la gran decisión… Tú no eres culpable de nada… Mis proyectos se
han hecho pedazos. No puedo cambiar los principios que siempre me acompañaron.
Creo que la Fundación se derrumba. No podría aguantar como testigo lo que
construí, con tanta fuerza, ahora su destrucción. Estoy cansado de luchar y
luchar. Remando contra la corriente en un país que está corrompido hasta el
tuétano. Tú eres testigo de mi sufrimiento diario. …” Según los psicólogos, la
imperfecta sintaxis de esa carta es propia de un hombre desesperado. Quiérase o
no, ni siquiera una nueva relación con una mujer cuarenta y seis años menor que
él, pudo evitar la catástrofe. La importancia de este vínculo afectivo es que se
trató de una verdadera pasión, a través de la cual, según palabras de René,
conoció el verdadero amor. “Nunca podrás imaginar cuánto te he amado. Nunca tuve
nada igual. No se puede comparar con nada semejante de mi pasado. Tu has sido mi
grande y verdadero amor”. Claro que la misma fuerza de la relación, en algún
lugar de su mente, se volvió en contra suya. “Siempre me sentí un poco culpable.
Nunca debí permitir que nuestro amor llegara tan lejos”. Ni bien comenzó su
vínculo con Diana, a René (quien tenía entonces setenta y siete años) empezó a
perseguirlo el fantasma de su edad. “No puedo vivir sin esta relación, pero
tampoco te puedo sacrificar”, le confesó a su futura esposa.
¿Se refería a la imposibilidad de darle un hijo o a otras cuestiones de alcoba?
Sin embargo, el pedido de sus sobrinos de extraerle al cuerpo de René material
genético, respondió al hecho de prevenir futuros reclamos filiales, dado que en
algún momento trascendió la noticia sobre el posible embarazo de Diana Truden,
aunque esa hipótesis se diluyó con el correr de los días. Lo curioso de esta
historia es que, según testimonios de su novia, en enero de dos mil, René le
había manifestado su deseo de suicidarse. “Estaba muy deprimido por la situación
de la Fundación que, según él, no tenía arreglo”, le confesó al magistrado su
novia. De todos modos, conviene tratar de definir aquí, qué significó para el
doctor aquella sociedad que como un hijo suyo llevaba su apellido y que fue, sin
lugar a dudas, el motivo más evidente que lo llevó a quitarse la vida.
A mediados de la década del ´70 Favaloro había creado en Buenos Aires un centro
de cirugía torácica y cardiovascular, fiel reflejo de la Cleveland Clinic - en
aquel momento la médula espinal de la cirugía torácica mundial y en donde René
desarrolló el bypass aortocoronario-. Al tiempo, a esa iniciativa le adosó un
centro de investigación y docencia. Pero la consagración definitiva llegó
cuando, en 1980, su equipo realizó en el Sanatorio Güemes el primer trasplante
cardíaco del país, y más tarde el primer transplante cardiopulmonar. Durante
varios años Favaloro financió con sus propios recursos la mayor parte de los
gastos que le demandaban sostener su institución. Mucho se ha dicho sobre la
forma en que el doctor conducía las finanzas de la entidad, y de las veces que
operó a sus pacientes sin cobrarles un centavo. Pero poco o nada se ha pensado
por qué René llegó a sentir su proyecto como una prolongación de su propio
cuerpo, acaso una extensión de su Ser. Esa voluntad de convertir la vida en un
sistema de ejecuciones prácticas como un absoluto, cuyo costo para sostenerlo
fue su propia vida, y en donde muchas veces se juega con los límites de la
angustia – y que en este caso partió de una absoluta omnipotencia suya– ha
cumplido un papel fundamental en el destino de su experiencia vital. Su
fundación (acaso una metáfora de su cuerpo) ya era una especie de intemperie
(desde hacía un año un comité de crisis trabajaba en la sede), y la desolación
de un lugar que no era de nadie. A René le aconsejaron dar un paso al costado
para estudiar la posibilidad de fusionar su organismo con el Estado, lo cual
nunca sucedió, pero tal vez esta posibilidad lo haya terminado de destrozar.
Mientras un día antes de la tragedia sus colaboradores se habían encontrado con
un René sereno y optimista (en el mes de noviembre iba a recibir en Europa un
premio), nadie podía imaginar que en lo profundo de su mente algo se estaba
derrumbando. Y sin embargo algo se había derrumbado para siempre. Es que su voz
(las cartas a la prensa) ya había revelado su urgencia, los estertores de sus
últimas horas.
Y fueron esos mismos medios –veinticuatro horas después- que en sus columnas
referidas a Favaloro, aparecía en varias oportunidades la palabra “vanidad”.
Pensar en términos de orgullo es reflexionar con expresiones de salón, de
inmediatez mediática (valga la redundancia). ¿Orgullo de querer dejar un
apellido imborrable? ¿Pedantería de no querer escuchar alternativas para salvar
su fundación? Ni todo eso es vanidad, sino terror a la nada. Favaloro tuvo
pánico a la ausencia de su creación, a la desaparición de su “criatura”, en
expresiones de “hijo”. Y no hay nada más humano que el terror a la nada (en
términos sartreanos). Dejar una obra perdurable es tener sed de eternidad.
Perpetuarse, tan siquiera a través de un ideal plasmado en una institución
temporal, es poseer hambre de inmortalidad. Sólo así se puede entender cuando se
habla de dejar una obra permanente. Los que arrebatan la vida con pasión piensan
así. Guste o no nos guste. El triunfo de la creación humana (una imitación
terrena de Dios) es burlar a la muerte. Aunque luchar contra ella (lo que hizo
toda su vida Favaloro) es también convocarla.
¿Cuál es la frontera de un hombre?, ¿cómo se pone a prueba su valor? (Las
preguntas son de Abelardo Castillo y valen para este caso). El escritor, dice
que en última instancia, lo que alguien es capaz de defender con sus ideales,
sólo se pone a prueba con el compromiso de su cuerpo. Así lo entendió René G.
Favaloro, aquel día en que empuñó el revólver y se lo hundió en el pecho, como
un bisturí que debía extirparle el órgano que más le dolía. El resto de la
historia de su vida es conocida. No toda la verdad (algo siempre imposible).
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Notas
(1) Tres meses antes de su muerte, Favaloro hizo el trámite para obtener el
permiso de portación del revólver que usó para quitarse la vida. Varios días
antes compró los sobres y empezó a redactar las siete cartas que dejaría en
sobres lacrados y con la leyenda “Reservado”. Para la Justicia no fue “un acto
repentino ni producto de un estado de ánimo momentáneo”. El sábado, después de
las 16, Favaloro se disparó un balazo en el corazón, en el baño de su
departamento, en Palermo Chico. Pero antes escribió una última nota, que dejó
pegada en el espejo. Allí indicaba en qué lugares de la vivienda estaban las
siete cartas y otros sobres con dinero.
(2) Sergio Rodríguez, Convertirlo en sacrificio, Página 12, marzo de 2000, (Pág.
17).
(3) Roberto Urdinola, Demasiado idealizado, Página 12, marzo de 2000, (Pág. 17).
* Periodista y escritor