MICHEL
ONFRAY es un autor que se mueve en los márgenes del pensamiento
y experimenta particular inclinación por lo que el orden establecido
ha dejado de lado. Ha publicado Physiologie de Georges Palante,
Pour un nietzschéisme de gauche (2001), Théorie du corps amoureux
(2000), Politique du rebelle (1997), Journal hédoniste I y II (1996-1998),
y L'art de jouir, pour un matérialisme hédoniste (1991) y Le ventre
des philosophes, critique de la raison diététique (1989).
"Entre mis lectores
están los locos, los histéricos, los perturbados, los nutricionistas",
enumera con ironía Michel Onfray, el filósofo francés que reivindica
al hedonista como figura clave de su propuesta teórica. No son todos.
"Los que leen en la soledad de su existencia y tratan de mejorar
su vida" conforman un público que ha encontrado en El deseo de ser
un volcán, Diario hedonista, La construcción de uno mismo o La razón
del gourmet argumentos sólidos para adherir a una moral distinta.
Invitado por la embajada francesa para la Feria, Onfray conversó
con Página/12.
–¿Hay un malentendido con la figura del hedonista?
–Se cree que el hedonista es aquel que hace el elogio de la propiedad,
de la riqueza, del tener, que es un consumidor. Eso es un hedonismo
vulgar que propicia la sociedad. Yo propongo un hedonismo filosófico
que es en gran medida lo contrario, del ser en vez del tener, que
no pasa por el dinero, pero sí por una modificación del comportamiento.
Lograr una presencia real en el mundo, y disfrutar jubilosamente
de la existencia: oler mejor, gustar, escuchar mejor, no estar enojado
con el cuerpo y considerar las pasiones y pulsiones como amigos
y no como adversarios.
–A los 28 años tuvo un infarto, y eso le sugirió su texto El vientre
de los filósofos. ¿Cómo lo cambió esa experiencia?
–Cuando tuve ese infarto acudí a una nutricionista que me hizo comprender
que se podía mantener un discurso castrador respecto de los alimentos.
No había que comer con sal, ni grasas, no tomar alcohol, y la idea
de mi primer libro arribó a partir de esa experiencia, como una
invitación a considerar que el placer de la alimentación era preferible
al displacer de una mala nutrición. Nos peleamos bastante, yo estaba
en mi cama con el infarto y ella me estaba dando clases. Como conservaba
algo de retórica, se fue enojada diciendo que conmigo no se podía
discutir.
–Y nunca siguió sus
consejos. ¿Cuál es su posición frente a la ciencia?
–Encuentro a la ciencia limitada e incapaz de incorporar todo lo
que no es inmediatamente cuantificable, aunque la respeto. La ciencia
no puede incorporar el placer; piensa que es deseable medicar a
alguien para que el colesterol baje, sin pensar que eso puede ser
terrible para la salud de una persona, porque está obligada a considerarse
a sí mismo un enfermo. La ciencia debería poder integrar una dimensión
psicológica de la medicina: sabemos que a veces el tratamiento con
placebos lleva a curaciones.
–Uno de los fenómenos que usted señala es la disociación que existe
entre el cuerpo y los sentidos. ¿Cuándo ubica el inicio de este
proceso?
–Es algo que no puede situarse con mucha precisión, probablemente
esta situación en la prehistoria no existía, pero con el proceso
de hominización se desarrolla una moral y con ella una cultura de
odio del cuerpo. Sólo hubo morales alternativas que celebraron el
cuerpo, en tanto las morales oficiales, las morales del poder, consideran
que hay que negarlo.
–Pero hay sentidos privilegiados, ¿cómo se llega a esta jerarquización?
–No es la sociedad la que privilegia: ciertos sentidos se ven privilegiados
según una lógica de la supervivencia. Cuando el hombre caminaba
en cuatro patas, estaba más en posición de oír y olfatear que de
ver, al convertirse en bípedo existe la posibilidad de un mayor
desarrollo del cerebro. La jerarquía de los sentidos se modifica
y es la vista la que ocupa un primer lugar. Esto va cambiando con
los siglos y con el desarrollo de la urbanización masiva. En la
vida rural la gente tenía otra relación con la naturaleza; en la
sociedad urbana actual se huele y se oye menos. Las sociedades consideran
que hay bellas artes o sentidos nobles, relacionadas con la vista
y el oído y otras menos nobles, relacionadas con el olfato o el
gusto. Difícilmente se da la posibilidad de oler o gustar a otro
fuera de la intimidad. Mi propuesta consiste en que los cinco sentidos
deben ser considerados de manera igualitaria, y que debe ser otorgado
a la gastronomía el mismo status que a la pintura o la música.
–Se está produciendo un documental sobre sus ideas, y usted se presenta
en medios masivos. ¿Hay una apertura de la filosofía en ese sentido?
–Para el documental estoy escribiendo el guión. Es una colección
que se ocupó de Deleuze, Sartre y Baudrillard, y reduce todo el
trabajo a ciertas claves que permitan comprender la obra entera.
Creo que el cine es un acercamiento posible a la filosofía, como
la radio, la TV o el video. Son medios para llegar a gente que a
lo mejor no se atreve a leer un libro. Hay quienes están a favor
y en contra. Los que están a favor son los que son invitados, y
los otros, los que nunca reciben invitación. Curiosamente, cuando
se los llama para opinar en un programa cambian de posición.
Fuente: Página/12, 2001
Michel
Onfray ¿Es la filosofía un deporte de combate?
Entrevista a Michel Onfray en el
programa cultural "Avant-premières" en el canal 2 de la televisión
estatal francesa, realizado por Elizabeth Tchoungui y su equipo.
Onfray fue entrevistado por Claude Askolovitch, sobre su libro El
orden libertario, la vida filosófica de Albert Camus. Askolovitch
quien era originalmente un periodista deportivo, le pregunta: ¿Es la
filosofía es un deporte de combate?
La gente que piensa
votar NO a la Constitución Europea es una cretina, paleta, imbécil,
inculta, de poco poder adquisitivo, poco cerebro, poco pensamiento,
pocos sentimientos. No posee títulos, ni libros, ni cultura, ni
inteligencia. Esa gente vive en el campo, en las provincias. Son
pueblerinos, pécoras, catetos, paletos. No tienen sentido de la
Historia, no saben lo que es un gran proyecto político. Ignoran
las bondades del Progreso. Se mueren de miedo.
Esos mismos imbéciles son lo que votaron NO a Maastricht, ignorando
que el SÍ les iba a aportar poder adquisitivo, el fin del paro,
el pleno empleo, el crecimiento, el progreso, la tolerancia entre
los pueblos, la fraternidad, la desaparición del racismo y de la
xenofobia, la abolición de todas las contradicciones y de todo el
negativismo de nuestras civilizaciones posmodernas y, por lo tanto,
capitalistas en su versión liberal.
El elector del NO es
populista, demagogo, extremista, infeliz, reaccionario. Es el prototipo
del hombre resentido. Su voz se mezcla además con la de los fascistas,
izquierdistas, alter mundialistas y otros partisanos ligeramente
vichystas de la Francia más rancia, los viejos tiempos sobrepasados
por la feliz globalización. Digámoslo sin rodeos: un soberanista
es un perro.
Por el contrario, el elector del SÍ es genial, lúcido, inteligente.
Posee una buena cuenta corriente, un inmenso encéfalo, una gigantesca
visión del mundo, una hipertrofia del sentimiento de generosidad.
Es un erudito, presume de poseer una estupenda biblioteca, está
dotado de un saber sin fronteras, de una sagacidad inaudita, tiene
propiedades en la ciudad, es un urbanita convencido, parisino a
ser posible. Tiene un gran sentido de la Historia y además no se
pierde ni uno de los avances de su siglo. Conoce el Progreso, ignora
el miedo. El debordiano Sollers, el sartriano BHL y el kantiano
Luc Ferry son claros ejemplos.
Por supuesto el del SÍ votó SÍ a Maastricht y comprobó que, como
era de esperar, los salarios aumentaron, el paro disminuyó y se
fortificó la amistad entre las comunidades. El votante del SÍ es
demócrata, moderado, feliz, se siente bien, es equilibrado, analista
de toda la vida. Su voz se mezcla, además, con la de la gente que,
como él, odia el exceso: el cristiano demócrata liberal, el chiraquiano
de convicción, el socialista miterrandiano, el patrón humanista,
el ecologista mundano. Es difícil no ser del SÍ...
Ciudadanos ¡reflexionad bien antes de que sea demasiado tarde!
Fuente: www.michelcollon.info [Traducción del francés: Marta Veiga
Bautista]
Perfil Libros, Básicos, Buenos Aires, 1999, 288 págs.
Publicado en V de Vian, Buenos Aires, 1999
Un discípulo de Zenón trató de convencer a Diógenes, mediante una serie de argumentos
que reducían al absurdo el concepto de movimiento, que el movimiento no existía.
Diógenes se levantó y se puso a pasear. Dos mil quinientos años después, un tedioso
neoidealismo sigue mordiéndose la cola con razonamientos del tipo: "Si Nietzsche
dijo que Dios ha muerto, y eso significa que los valores que construyeron Occidente
han muerto, ¿cómo vamos a proponer otros valores, puesto que el concepto mismo de
‘valor’ sólo es comprensible desde la metafísica occidental que estamos criticando?".
Y así sucesivamente. Se trate de la muerte de Dios, o de la del hombre, o de la
de los grandes relatos, Michel Onfray, el libertario, acepta el diagnóstico pero
refuta las consiguientes argumentaciones nihilistas. Lo hace de la misma manera
en que su precursor Diógenes, el cínico, refutaba a los dialécticos: se levanta
y pasea. O, mejor dicho, escribe.
El
resultado es Política del rebelde: tratado de la resistencia y de la insumisión,
donde formula una filosofía, una ética y una política hedonistas, libertarias y
de izquierda, nombres o calificativos que en ningún momento se cristalizan para
configurar una prescriptiva. A Michel Onfray no le interesa trabajar con conceptos
"limpios, transfigurados por la filosofía", sino con lo individual concreto encarnado.
Este método que, remitiéndose a la disputa medieval de los universales, él mismo
llama "nominalista", se deduce de la experiencia que vació definitivamente de sentido
a los viejos valores: los campos nazi de concentración, máxima expresión del proyecto
racionalista, universalista y normativo. Siguiendo la vía de los deportados Robert
Antelme y Primo Levi, Onfray se propone pensar un mundo donde se evite el retorno
de cualquier cosa que pueda siquiera parecerse a la barbarie nazi. Su primer paso
consiste en desarrollar una antropología y una ética a partir de cuatro verdades
descubiertas en los campos de concentración: existe una sola especie humana; esa
especie no es una abstracción sino que se resuelve en cada existencia particular;
lo que hace a la irreductibilidad de cada una de estas existencias es su individualidad
(y no, como lo quiere la tradición, su ser "sujeto", "hombre" o "persona"); y cada
individuo está condenado a sí mismo.
Establecido este individualismo y denunciadas "todas las formas de campo de concentración
posteriores a la liberación en los campos nazis, incluidas las catedrales del dolor
que son las fábricas, empresas y otros lugares organizados y administrados por el
capitalismo", Onfray procede, en las siguientes secciones del libro, a construir
una política sobre, por y para ese individuo. El corazón de su convocatoria, la
"figura nueva", es Mayo del ’68, cumplir, terminar, perfeccionar lo que allí quedó
inconcluso: las posibilidades abiertas por el pensamiento de Deleuze y Foucault;
la demolición de la familia mononuclear como modelo normativo único y su reemplazo
por las experiencias intersubjetivas de todo tipo; el trabajo ya no entendido como
una fatalidad sino en relación limitada a las necesidades del propio consumo; la
perspectiva de una "economía generalizada", que se practique no como una actividad
separada sino integrada a los demás dominios del individuo. "Antes los teólogos
hacían la ley; ahora son los economistas."
Onfray, además de libertario furioso, es un conocedor a fondo y un expositor prolijo
de la filosofía oficial que critica (incluyendo al marxismo) y de la tradición alternativa
que ofrece: una voluntad de libertad que atraviesa a los cínicos, Max Stirner, Proudhon,
Nietzsche, Blanqui, La Boétie, y tantos otros. (Hay un anexo con bibliografía temática.)
Quizás habría sido preferible, sin embargo, que se hubiera limitado a tomar de los
cínicos el desprecio por las convenciones sociales, la prédica de igualdad y el
ejercicio de la autarquía, y que hubiera dejado de lado esa forma literaria cuyo
desarrollo se les atribuye: la diatriba.
Los antagonistas que Onfray desafía son inevitablemente siempre los mismos, los
defensores del orden institucionalizado, y la prédica con que los enfrenta en cada
sección del libro se vuelve redundante. El inconveniente no oscurece el filo de
la vertiente afirmativa de su discurso, donde se destacan una espeluznante descripción
de la pobreza en Francia; su teoría del individuo soberano; y, en la última parte,
las propuestas para una acción obrera adaptada a las necesidades contemporáneas.
Las jerarquías son ficticias, las
desigualdades fantoches; no hay superhombres, ni infrahombres, tampoco hombres
convertidos en animales, en contraste con otros ungidos por los dioses del Valhalla:
nada vale el artificio cuando la esencia lo dice todo y expresa la verdad absoluta
de la especie. De los SS, Robert Antelme, en L'Espéce Humaine, escribe: "Pueden
matar a un hombre, pero no pueden transformarlo en otra cosa". Esa es la primera
verdad descubierta en el campo de concentración, de naturaleza ontológica: la
existencia de una sola y única especie, y la naturaleza esencial de lo humano
en el hombre, enclavada en el cuerpo, visceralmente asociada con la carne, el
esqueleto, la piel y los huesos, con lo que queda de un ser, mientras un hálito,
incluso frágil, aún lo anime. La verdad de un ser humano es su propio cuerpo.
Devastados por los furúnculos, destruidos por el ántrax, las heridas hormigueantes
de gusanos, la carne devorada por los piojos, la piel violeta, agujeros que
horadan la cara, la sangre consumida por los parásitos, los miembros helados
y podridos, rapados, sin pelos, forzados cada día a bailar una danza macabra
hasta el agotamiento, hasta la postración, incluso hasta que la muerte invada
finalmente y para siempre el cuerpo: hasta en estos extremos el cuerpo del hombre
triunfa en el lugar inexpugnable de su humanidad. Esta es la segunda verdad
surgida de los campos, que sobrevuela los cadáveres. Ante la naturaleza y ante
la muerte, sostiene Antelme, no hay diferencia sustancial. La esencia es la
existencia, y viceversa. Ninguna precede a la otra, están fusionadas, como el
cuerpo y su sombra.
De modo que esta ontología puesta de relieve por una fisiología -si no es al
revés- exige que se sepa que lo esencial es el individuo y no, por cierto, el
sujeto, el hombre o la persona. Lo que muestran los campos, tercera verdad,
es que más allá de todos los artificios posibles e imaginables, comunes y familiares
tanto para los nazis como para los amantes de ideologías gregarias que hacen
del primero un sujeto de derecho, del segundo un género de la especie humana,
o una persona que se mueve en un escenario metafísico, lo que hace a la irreductibilidad
de un ser es su individualidad, y no su subjetividad, su humanidad o su personalidad.
El individuo es quien sufre, padece,
tiene hambre y frío, habrá de morir o saldrá adelante, es él, en su cuerpo,
y por lo tanto en su alma, que recibe los golpes, siente el avance de los parásitos,
así como la debilidad, la muerte o el horror. Todo nuevo rostro que se dibuja
en la arena después de la muerte del hombre pasa por esa voluntad deliberada
de realización del individuo, y nada más.
Por otra parte, quizás el hombre haya vivido sus últimos momentos en los campos.
Después de que Foucault dio las fechas de nacimiento, podría formularse la hipótesis
de una fecha de defunción, para esculpir y materializar en una lápida los extremos
entre los cuales desarrolló su enseñanza. Y, además, es necesario acabar de
una vez con ese término que, jugando con la duplicidad y la pluralidad de las
definiciones, permite someter al conjunto de la humanidad, incluida su mitad
femenina, bajo la sola y única rúbrica de Hombre.
Siempre me molestó que, en ese registro, las mujeres fueran hombres –por ellas,
si me lo permiten-. Pues los campos han demostrado, más allá de las variaciones
semánticas y de las diversidades, que la individualidad es lo que tienen en
común los seres humanos, sin importar su sexo, edad, color de piel, función
social, educación, proveniencia, pasado: un solo cuerpo, aprisionado en los
límites indivisibles de su individualidad solipsista. La fisiología que constituye
la ontología ignora lo diverso para definir un solo y único principio.
Del sujeto podemos decir, desgraciadamente, que ha sido exacerbado en esta época
y en estos lugares. Define al ser por la relación y la exterioridad, negándole
una identidad propia que se le atribuye solamente por y en la sumisión, la subsunción
a un principio trascendente, superándolo: la ley, el derecho, la necesidad o
cualquier otra cosa que incita a hacer la economía de sí en provecho de una
entidad estructurado por su participación, su docilidad. El sujeto es siempre
de algo o de alguien. De modo tal que siempre encontramos un sujeto menos sujeto
que otro, en la medida en que, apoyado sobre el principio en cuestión, uno se
siente incesantemente autorizado para someter a otro: el juez, el político,
el docente, el prelado, el moralista, el ideólogo, todos aman tanto a los sujetos
sometidos que temen o detestan al individuo, insumiso. El sujeto se define en
relación con la institución que lo permite, de ahí la distinción entre los buenos
y los malos sujetos, los brillantes y los mediocres, es decir: aquellos que
consienten el principio de la sumisión y los otros. Con su preocupación por
la conciencia que se rebela y no acepta, Antelme recuerda que un sujeto no se
define por su conciencia libre sino por su entendimiento sometido, fabricado
para consentir la obediencia.
La persona tampoco me agrada. Aquí también la etimología, etrusca en este caso,
recuerda que la palabra proviene de la máscara utilizada en la escena. Que el
ser sea con relación a lo que se somete o por su modo de presentarse, no me
convence, ni en uno ni en otro caso. La metáfora barroca del teatro, la vida
como sueño o novela, la necesidad de la astucia o de la hipocresía, del juego
social que presupone la persona del teatro, implican también el recurso al artificio:
el ser para el otro no es el ser en su resplandor, ni en su miseria. El campo
de concentración olvidó al hombre, celebró al sujeto, tornó improbable a la
persona y puso de manifiesto al individuo. Las tres figuras de la sumisión funcionaron
en la juridicidad, el humanismo y el personalismo. Quedan por formular las condiciones
de posibilidad de un individualismo que no sea egoísmo.
Lejos de la red, de la estructura, de las formas exteriores que dibujan los
contornos provenientes de lo social, la figura del individuo remite a la indivisibilidad,
a la irreductibilidad. Es lo que queda cuando se despoja al ser de todos sus
oropeles sociales. Bajo las sucesivas capas que designan al sujeto, al hombre
y a la persona, encontramos el núcleo duro, entero, la mónada cuya identidad
nada, salvo la muerte -y quizá ni eso-, puede quebrar. Unidad distinta en una
serie jerárquica formada por géneros y especies, elemento indivisible, cuerpo
organizado que vive su propia existencia, y que no podría dividirse sin desaparecer,
ser humano en cuanto identidad biológica, entidad diferente de todas las otras,
si no unidad de la que se componen las sociedades: el individuo sigue siendo
irreductiblemente la piedra angular con la que se organiza el mundo.
La certeza del individuo, su naturaleza primera, atómica, obliga a deducir y
a pronunciarse por el solipsismo. Sin hacer concesiones a las extravagancias
metafísicas y excesivas de un Berkeley, se puede adelantar la idea de un solipsismo
-solus ipse- en virtud de lo cual cada individualidad está condenada a vivir
su única vida, y sólo su vida, a sentir, experimentar, tanto lo positivo como
lo negativo, solamente para sí y por sí. Todos hemos conocido, conocemos o habremos
de conocer los goces y los sufrimientos, las heridas y las caricias, las risas
y las lágrimas, los llantos y las alegrías, la vejez, la angustia y el miedo,
la muerte, pero estamos solos, sin poder transferir la menor sensación, imagen
o sentimiento a un tercero, excepto bajo el modo participativo, pero desesperadamente
ajeno, apartado y extraño. Cuarta lección para aprender del campo de concentración,
siempre en el terreno ontológico: La constante evidencia del solipsismo y la
condena del individuo a sí mismo. L'Espéce Humaine hace del campo de concentración
el lugar de este experimento. Las escenas de violencia física, las palizas son
descriptas con sobriedad. De la misma manera, con el tono de un moralista que
hubiese tomado lecciones de concisión y lucidez de la Rochefoucault, Antelme
afirma que cada uno "sabía que entre la vida de un compañero y la propia, se
elegía la propia".
Reducido a la pura individualidad, a la protección de lo que en si constituye
el sustrato de toda vida y de toda supervivencia, Robert Antelme saca a luz
un principio denominado por él la vena del cuerpo, según el cual, ante el espectáculo
del golpeado, del torturado, existe siempre, en el fondo de sí, allí donde se
estancan y yacen las partes malditas, una satisfacción de un tipo particular,
un modo extraño de gozar que supone el placer de no ser el hombre golpeado.
No significa que se disfruta con el sufrimiento del otro, sino que es una forma
de autoprotección, para evitar que aquel sufrimiento nos contamine, puesto que
el hecho vale como placer de un dolor evitado, principio de un hedonismo negativo.
Afectado por la compasión, fragilizado por la misericordia, toda individualidad
sometida al ritmo y a las cadencias violentas de los campos de concentración
habría estallado, lisa y llanamente. Vena del cuerpo, pues...
Se trata de hacer algo del individuo descripto, mostrado y reducido de este
modo, de esta figura causada por la indigencia y la deconstrucción máxima. Caído
al grado cero de la unidad, frente a lo que permite construir o reconstruir,
ahora se trata de ascender hacia una complejidad que determine y defina el pasaje
de la metafísica a la política. Toda política, tradicionalmente, propone un
arte para someter al individuo y hacer de él un sujeto por medio de las desventajas
y ventajas que concede una persona. Se distingue como técnica de integración
de la individualidad en una lógica holista en la que el átomo pierde su naturaleza,
su fuerza y su potencia. Proclamadas todas las utopías, pero también los proyectos
de sociedad que pretendieron reivindicar la ciencia, lo positivo y el utilitarismo
más sobrio, plantearon este axioma: el individuo debe ser destruido, luego reciclado,
integrado en una comunidad proveedora de sentido. Todas las teorías del contrato
social se apoyan sobre esta lógica: fin del ser indivisible, abandono del cuerpo
propio y advenimiento del cuerpo social, único habilitado, luego, para reivindicar
la indivisibilidad y la unidad habitualmente asociadas al individuo.
Ahora bien, la política que construya sobre, por y para la mónada aún no ha
sido escrita. Como arte de olvidar, descuidar, contener, retener, canalizar,
superar o pulverizar al individuo, desde hace siglos, propone variaciones, basadas
todas en el tema de esta negación. El individuo nunca es percibido y concebido
como entelequia, sino siempre como parcela, fragmento que exige, para ser realmente,
un gran todo promotor de sentido y de verdad. Sumisión, sujeción, servidumbre,
renuncia, subsunción, siempre en nombre del todo al que se le exige terminar
con la parte, la que triunfa, sin embargo, como un todo por sí sola.
Todas las políticas apuntaron a esta transmutación del individuo en sujeto:
los monárquicos en nombre del Rey, imagen del derecho divino, representante
del principio de unidad celestial en la Tierra; los comunistas, en virtud del
cuerpo social pacificado, armónico, sin clases, guerras, ni contradicciones,
resuelto, en definitiva, bajo el modo monoteísta; los fascistas, en aras de
la nación homogénea, la patria militarizada y sana; los capitalistas, obsesionados
por la ley del mercado, la regulación mecánica de sus flujos de dinero y de
los beneficios fáciles. Tradicionalistas e integristas, junto a ortodoxos y
dogmáticos, cuentan con diligentes auxiliares del lado de los positivistas,
de los cientificistas y de algunos sociólogos para quienes el sacrificio de
lo diverso se hace en nombre de los universales con los que comulgan: Dios,
el Rey, el Socialismo, el Comunismo, el Estado, la Nación, la Patria, el Dinero,
la Sociedad, la Raza y otros artificios combatidos desde siempre por los nominalistas.
En esos mundos donde triunfa el culto de los ideales, universales generadores
de mitologías -totalitarias o democráticas-, el individuo resulta un dato desdeñable.
Se lo tolera o se lo celebra sólo cuando pone su vida al servicio de la causa
que lo supera y a la cual todos consagran un culto: el Prelado, el Ministro,
el Militante, el Revolucionario, el Funcionario, el Soldado, el Capitalista
brillan como auxiliares de estas divinidades celebradas por la mayoría. ¿Dónde
están las individualidades luminosas y solitarias, mágicas y magníficas? ¿En
qué se convirtieron las excepciones radiantes en las que se encarna, hasta la
incandescencia, la conciencia que no se disuelve bajo la opresión? ¿Qué pasó
con aquellos cometas que atraviesan el cielo, solos, magníficos, antes de hundirse
en la noche?
Querer una política libertaria es invertir las perspectivas: someter la economía
a la política, pero también poner la política al servicio de la ética, hacer
que prime la ética de la convicción sobre la ética de la responsabilidad, luego
reducir las estructuras a la única función de máquinas al servicio de los individuos,
y no a la inversa. Es posible entender el campo de concentración como la demostración
exacerbada de lo que consagra el triunfo total y absoluto de los universales
planteados como tales -la raza pura de un Reich milenario-, y de la voluntad
de erradicar al individuo para construir una vasta e inmensa máquina hornogénea,
purificada, fija, detenida en lo que es el modelo, absoluta en cuanto a fijación
y negación de todo dinamismo: la muerte, cuando todo libertario desea y celebra
la vida.
A la inversa de los modelos platónico, hobbesiano, rousseauniano, hegeliano,
y marxista, modelos que- celebran una sociedad cerrada que, en sus variaciones
encarnadas, desembocan en el nazismo y el estalinismo, luego, en todos los totalitarismos
que procedieron, de alguna manera, de esta lógica de clausura, la política libertario
busca la sociedad abierta, los flujos de circulación libres para las *individualidades
capaces de moverse con libertad, de asociarse, también de separarse, de no ser
retenidas y contenidas por argumentos de autoridad que las pondría en peligro,
mellaría su identidad, incluso la haría imposible y hasta la suprimiría. Mientras
Maquiavelo expresa la verdad política autoritaria, La Boétie formula la posibilidad
de su vertiente libertaria.
Muy temprano en mi vida leí a Lin Yutang, el filósofo chino de la importancia
de vivir. Con él aprendí a relajarme, a desnudarme, a andar descalzo, a llorar
sin disimulo en el cine y a prestar atención a las cosas. Ahora sé que las cosas
te esperan, necesitan que las mires, que las huelas, que las acaricies. Son
esperantes, esperanzas, y cuando las abandonas, desesperadas, desesperanzas,
mueren las cosas. Mientras más pequeñas y sencillas, más esperantes, más esperanzas:
un ticket del metro, una entrada de teatro, una flor seca, una taza, una libreta,
una jarra, una estampa, un pañuelo, un frasco lleno de hojas de otoño, de tierra
de la tumba de Alfredo Domínguez, de huayrurus y caracoles.
Las cosas simples ponen en jaque a la razón y le señalan sus límites. Porque
la razón se nutre de principios generales, de leyes científicas, de normas y
silogismos, nos impide prestar atención a la identidad, a la particularidad
de las cosas. Pero es de esa particularidad, y no de los principios generales
del juicio, del conocimiento, de donde nace la poesía, la música, la narrativa,
la pintura..., la alegría pura y simple. Como el vecindario del Chavo, la razón
no nos tiene paciencia. Qué se va a ocupar de una piedrita, de un reflejo de
la luz en una melena, de unos labios entreabiertos. Pero tampoco se preocupa
de las pequeñas percepciones, ni de los sentidos. Lo peor es que la escuela
es territorio de la razón y, en cambio, nadie nos ayuda a desarrollar los sentidos,
las percepciones. La razón es producto de la estesia; el arte y la alegría,
producto de la hiperestesia.
Esta no es una promoción del alcoholismo o del consumo de estimulantes. La atención
puesta en los deseos, en los sentidos, hacen que el hombre sea la escultura
de sí mismo. Pero la acumulación de satisfacciones embota los sentidos y esclaviza
el espíritu. No es lo mismo un sujeto que desea que un objeto que padece: esa
es la distancia que hay entre el gourmet, el sibarita, y el gourmand o glotón
o borracho a secas. El alcohol es, en principio, un conjunto de vapores que
aligera el espíritu, pero no derrumba el cuerpo. En el consumo de alcohol para
provocar la hiperestesia hay una fascinación por el abismo, pero también un
sentido de los límites, porque más allá de ellos, todo es black out, fuck off,
vete a la chingada. Los vapores te hacen ligero y encienden la chispa de la
hiperestesia. En cambio el alcoholismo denota debilidad de temperamento, ausencia
de temple, desidia de la voluntad. En épocas anteriores al capitalismo jamás
se había escuchado hablar del alcoholismo. Esa manera incontrolada de adormecerse,
de darse pesadez en lugar de aligerarse, es un producto del malestar que genera
nuestra civilización, un escape a las condiciones de vida infrahumanas. En cambio,
la chispa de la hiperestesia es la suspensión momentánea de la razón. Por eso
a las bebidas mágicas se las llama espirituosas.
El sistema quiere que renunciemos a las pasiones, las pulsiones, los instintos.
Quiere en nosotros una vida ordenada, sometida a la razón, para exprimirnos
mejor en el trabajo. Los índices de salud oficiales sobre el alcoholismo están
dominados por esa ideología dominante. Si fuera por los expertos, no consumiríamos
otra cosa que agua y agua, pero ya se sabe que el vino fue inventado por el
hombre en protesta contra el exceso de agua, por pura y simple hidrofobia. Esa
es la saga del patriarca Noé, repetida en todas las cosmogonías, harto del agua
del diluvio, que plantó las primeras cepas, añejó los primeros caldos e inventó
la embriaguez. Dios lo tenga en lo más cachondo de su santo reino.
Con la hiperestesia, las pequeñas percepciones de que habla el filósofo Leibniz,
se hacen visibles. Antes se hallaban demasiado confundidas en el territorio
del alma, débilmente registradas por nuestros sentidos; pero de pronto se hacen
claras, diáfanas, inteligibles. De las entrañas del alma nos viene una agitación
constante de pequeños reclamos, de pequeñas percepciones que acabarían por aturdirnos
si mamá Razón no nos ayudara a ponerlas en su lugar. "Chapoteos, neblinas, rumores,
danzas de polvo", dice Deleuze. Esas pequeñas percepciones ejecutan una danza
dionisíaca que quiere arrebatarnos, y mamá Razón, "muy en sus trece", nos ayuda
a sentarnos en nuestro sitio. De ese magma genésico, de ese lodo primigenio,
de esa oscuridad radiante nace la luz que irradia los estados de conciencia
claros y fulgurantes. Sólo Dios está exento, por aburrido, de asistir a este
ballet dionisíaco, pero el hombre, cómo lo disfruta. Apolo pide mesura, calma,
serenidad; llega Dionisios y nos arrebata, nos embriaga, nos pone eufóricos,
nos permite ver la epifanía de las pequeñas percepciones, de las pequeñas cosas
que comienzan a emparentarse entre sí, postulando las relaciones más extremas.
Las vocales son de colores, las cebras tienen el arco iris en la piel, los elefantes
son rosas, las jirafas estornudan pelotitas de golf, hay perros azules, peces
que vuelan y gatos que bucean en fondos caracolinos. La hiperestesia produce
ese "dichoso pánico" que nos lleva a conocer el corazón de las cosas, sus pulsiones
íntimas, sus amores y rechazos, sus sentimientos. La hiperestesia engendra la
adivinación, la inspiración, la creación, el sentido genésico, el apetito de
perpetuar la vida. Por eso es que las partes ocultas, el pudendo, la piel más
profunda, la libido, despiertan con la hiperestesia, son convocados a la danza
dionisiaca. Y allí se vuelven luz. Salen del sueño pesado donde fermentan, despiertan
como el champán, con un taponazo, y engendran luz. Dionisios se vuelve Apolo.
La divinidad nace de las oscuridades de los sentidos, de la fermentación de
la materia. Pero como esa danza ritual es efímera, sus pasos transcurren al
borde del abismo, de la tragedia. El despertar es triste, el cuerpo y el espíritu
no hallan consuelo. Esperan a mamá Razón para volver a reprimirse, a ser formalitos,
a hacer sus tareas y cumplir las penitencias impuestas por los mayores. Es que
la hiperestesia, como la alegría, la inspiración o el sentido genésico que engendran,
no puede ser sino efímera. Si fuera constante, la razón nos diría un adiós definitivo
y nos sumergiríamos en una deliciosa locura. Pero no podríamos disfrutarla mucho
tiempo, porque el sistema nos lo cobraría muy caro.
Michel Onfray, philosophe. Perspectiva Ciudadana agradece a Enrique Caminero,
activista social dominicano residente en Francia, el envío de este artículo.
Quand le maréchal Pétain assassine la République française, cette sinistre année
1940, il jette à terre la devise héritée de la Révolution française - Liberté,
Egalité, Fraternité -, pour lui préférer une nouvelle trilogie : Travail, Famille,
Patrie. Je pose qu'on reconnaît peu ou prou droite et gauche - quand elles ne
se font pas passer l'une pour l'autre, comme souvent depuis mai 1981... - à
leurs fidélités respectives, chacune, à leur conception du monde antinomique.
Aujourd'hui encore. Cette famille qu'aimait le maréchal - qui n'appréciait comme
on le sait ni les juifs, ni les communistes, ni les homosexuels, ni les intellectuels
- dispose d'une date de naissance et, fort heureusement, d'une date de décès.
Sa généalogie est judéo-chrétienne, précisément au Ier siècle de l'ère commune
avec Paul de Tarse - lire son épouvantable série d'Epîtres pour s'en convaincre.
En France, son enterrement est parisien, en Mai 68, sur les barricades - voir
le détail de l'Anti-OEdipe de Deleuze et Guattari.
Certes, il faut affiner : Paul n'accomplit pas tout en solitaire, il a, avec
et après lui, des philosophes qui, de Tertullien à Augustin en passant par Grégoire
de Nysse et autres Pères de l'Eglise, dissertent, ad nauseam, sur les mérites
comparés du célibat et de la chasteté, du mariage et de la virginité. Quantité
de livres ont paru sur ce sujet... De même, le joli mois de mai précipite et
cristallise - au sens chimique - des idées qui préexistent, par exemple dans
les travaux de l'école de Francfort - Adorno et Horkheimer, entre autres - sur
l'autorité et la famille dans les années 30. Mais les zones historiques de généalogie
et de trépas gravitent autour de ces deux pôles : Ier et XXe siècles.
Le christianisme des origines pose l'idéal : virginité et célibat. Le renoncement
au monde, donc à la chair, vaut mieux que tout. Mais il faut compter avec le
réel. Non pas à cause du risque de voir disparaître la civilisation avec cette
proposition d'extinction de la sexualité - une perspective plutôt fascinante
pour le christianisme obsédé par la haine de soi, du corps et du monde -, mais,
les hommes étant ce qu'ils sont, en regard de la probabilité que ce projet d'ascèse
libidinale définitive ne génère pas d'adeptes en masse ! Juste quelques individus
névrosés et les communautés construites par leurs soins sur le principe de la
pulsion de mort - moines anachorètes ou cénobites.
La machine inventée par le judéo-christianisme pour parvenir à ses fins se nomme
plutôt la famille. Paul le dit : si on ne peut tenir l'idéal - abstinence totale
(Corinthiens, I.7-1) -, alors qu'on se marie - mieux vaut se marier que brûler
(Cor., I.7-9). Le mariage, c'est-à-dire la fidélité, la monogamie, le partage
du même toit, la sexualité indexée sur la seule procréation. Depuis, le mariage
classique, celui qui plaît au Vatican, aux conservateurs, à la droite, à Pétain,
aux homophobes, s'inspire de cette logique et associe sévèrement toutes ces
instances pour fabriquer une famille : une femme pour l'homme et pas deux, un
homme pour la femme, pas d'homosexualité - abomination des abominations ! -,
un partage du quotidien dans le moindre détail, une limitation des relations
sexuelles au projet d'une descendance. En dehors de tout cela, péchés de fornication,
de luxure et de bestialité, d'où une damnation perpétuelle - ce qui, à certaines
époques, conduit directement au bûcher.
Bon an mal an, ce modèle perdure deux millénaires. Certes, les imprécations
catéchétiques de l'Eglise, qui dispose du monopole éducatif, la réitération
des prêches menaçants d'enfer à chaque office, la logique de l'aveu pénitentiel
en confession auriculaire, et autres rouages de la machine chrétienne, empêchent
une sexualité libre en la culpabilisant. Mais la libido fraye sa route malgré
tout : de Plaute à Labiche en passant par Molière, les cocus des deux sexes
occupent le terrain sans discontinuer et prouvent que, en dehors de la famille,
le corps existe aussi - sinon surtout.
Grâce à la déchristianisation, la Révolution française permet des avancées sur
le terrain d'une définition laïque de la famille : création d'une société fraternelle
des deux sexes (1790), Déclaration des droits de la femme (1791), laïcisation
de l'état civil et loi sur le divorce par consentement mutuel (1792), loi sur
le mariage réduit au contrat civil (1793), séparation de l'Eglise et de l'Etat
(1794), autant de réformes qui arrachent la famille à la tutelle de l'Eglise.
On connaît l'histoire : thermidor, Bonaparte, l'Empire, etc. Fin de cet espoir,
avènement de la révolution industrielle. La famille retourne dans le giron de
l'Eglise, elle permet aux propriétaires de marier leurs enfants, donc leurs
noms, leurs fortunes et leurs capitaux.
Retour de la déchristianisation avec la révolution métaphysique de Mai 68, qui
avalise l'abandon de toute autorité de droit divin : fin du patron, du professeur,
du maître, du contremaître, mais aussi du père, de l'époux, du chef de famille
héritant son pouvoir, du Ciel où la puissance se concentre dans les mains d'un
seul. Avènement, dès lors, de logiques égalitaires et contractuelles. La fin
du mâle biologique de droit divin et de la famille, son territoire éthologique
de prédilection, s'accompagne de révolutions moléculaires - pour le dire dans
les mots de Félix Guattari, pendant que Jean-François Lyotard parle d'économie
libidinale et de dispositifs pulsionnels, Gilles Deleuze de machines désirantes
et de rébellion des flux, René Schérer d'attraction passionnée, Raoul Vaneigem
de construction d'une vie passionnante et le dernier Foucault de souci de soi
et d'usage des plaisirs. Génie et fécondité de la pensée 68, indispensable pour
concevoir la famille postmoderne !
Le point commun à toutes ces pensées ? La dissociation radicale de ce que Paul
et le christianisme associent : hétérosexualité, fidélité, monogamie, cohabitation
et procréation. Chacun de ces domaines devient indépendant et autonome : la
famille classique explose. Naissance de sa version postmoderne caractérisée
par la pratique nomade de la sexualité, la possibilité d'agencements multisexuels,
l'usage fouriériste de la passion pivotale et de la passion papillonnante (qui
donnent chez Sartre et Beauvoir les amours contingentes et les amours nécessaires,
vieille opposition entre un jour et toujours), la polygamie successive ou simultanée,
l'agencement célibataire et la métaphysique de la stérilité ou la maternité
différée.
Le progrès éthique va de pair avec le progrès scientifique. Les deux génèrent
un jour de nouvelles lois : les molécules qui permettent les pilules anticonceptionnelles
deviennent, grâce à Lucien Neuwirth - gloire lui soit rendue, ainsi qu'à Simone
Veil, qui ont travaillé contre leur électorat, mais pour l'Histoire ! -, l'occasion
d'une révolution ontologique : dissocier la sexualité du déterminisme de la
nature, puis l'arraisonner au volontarisme de la culture. La loi sur la contraception
rend possible une sexualité ludique, joyeuse, libre, contractuelle, sans crainte
de la punition d'une grossesse non désirée. Voilà pourquoi tante Yvonne n'en
voulait pas...
L'amour et la sexualité n'ont plus rien à voir avec l'engagement pour une vie,
l'obligation de fonder un foyer, de se marier et d'habiter ensemble : ils deviennent
les modalités d'une intersubjectivité possiblement joyeuse du corps et de l'être
de l'autre. Dès lors, l'homosexualité propose une variation possible sur ce
thème. Longtemps, elle a signifié la sexualité pure, la pure sexualité, parce
que naturellement dissociée de la procréation. Désormais, le génie génétique
et/ou la législation permettant l'adoption rendent possible la construction
culturelle d'une famille homoparentale. Le mariage hétérosexuel n'étant pas
plus naturel - vous connaissez des mariages entre animaux ? - que sa modalité
homosexuelle, les grincheux devront trouver d'autres raisons pour s'y opposer...
Pourquoi refuser aux homos ce qu'on autorise aux hétéros ? La possibilité d'avoir,
puis d'éduquer des enfants. Car les clergés, certains psychanalystes, les monothéistes
de base, une grande partie de l'électorat de droite - Lionel Jospin et quelques-uns
des siens en renfort... -, les homophobes refusent de considérer que la transgenèse
permette désormais de transformer la famille en lieu de contrats clairs et lucides
où le désir, le sentiment et l'aspiration à construire des existences heureuses
priment sur toute autre considération religieuse ou de morale infectée par la
moraline - pour le dire avec le mot de Nietzsche.
Postmoderne, non plus nucléaire, mais moléculaire, la famille qui s'invente
et expérimente sous nos yeux - parfois maladroitement - dispose désormais de
la Fivete (fécondation in vitro et transfert d'embryon), du don de sperme ou
d'ovules, de mères porteuses, de maternités postménopause, de contraceptions
efficaces, d'avortements médicalisés qui lui permettent de maîtriser absolument
son destin. Reste à inventer la forme de vie - la nouvelle famille - qui va
avec toutes ces potentialités, pour que l'intersubjectivité s'écrive moins sous
le signe du religieux et du social, mais plus sur celui des seules affinités
électives.
Ce véritable chantier existentiel fut naguère ouvert à la machette par Jean-Paul
Sartre et Simone de Beauvoir - lire ou relire la Cérémonie des adieux de la
seconde -, puis Jean-Toussaint et Dominique Desanti - lire ou relire La liberté
nous aime encore -, dont les vies de couple furent des constructions philosophiques
existentielles ! Qu'après ces explorateurs vienne le temps des expérimentateurs,
le règne du tout un chacun : car le contenu de la vie n'est pas donné par une
puissance tierce - la tribu, la communauté, la coutume, l'Eglise, l'Etat -,
mais à construire par ses soins. Avis aux amateurs, les plats ne passent qu'une
fois.
Derniers ouvrages parus: Epiphanies de la disparition et la Philosophie féroce
(Galilée)
La sociedad occidental se ve confrontada en el amanecer del tercer milenio a
toda una serie de desafíos bioéticos que apelan a determinada concepción de
la persona humana, desafíos tales como el aborto, la utilización con fines experimentales
de embriones humanos, el infanticidio de niños muy gravemente impedidos mental
y/o físicamente, e incluso la eutanasia. Las respuestas filosóficas a estos
desafíos referidas a la tradición judeo-cristiana están, cada vez más, tomadas
por asalto por una concepción ética post-metafísica que se inserta en el actual
proceso de secularización de la sociedad occidental. Un número creciente de
filósofos está pidiendo una transformación copernicana de los principios éticos
de tradición judeo-cristiana que han impregnado profundamente a la sociedad
occidental, y plantea una pregunta antropológica central: ¿todos los seres humanos
son personas? Anne Fagot, dedicada a bioética en el Collège de France, nos lleva
a poner atención a la apuesta fundamental subyacente: "hay conflicto entre el
principio del respeto debido al ser humano y la instrumentalización de dicho
ser humano en los estadios embrionarios y fetales, a menos que un embrión humano
no sea una persona humana".1 Consciente de esta apuesta, cierto número de filósofos
ha decidido ya no otorgarle la condición de persona a todo ser humano, con la
esperanza de resolver con esto problemas bioéticos espinosos. Me gustaría concentrar
mi atención en uno de los especialistas más influyentes del mundo anglosajón,
Tristam Engelhardt. Después de presentar su teoría de una ética secular, desarrollaré
su comprensión de la persona, que él diferencia del ser humano no moral, así
como la contra-argumentación referente a la noción de persona potencial. Luego
discutiré sobre la legitimidad del concepto de persona social otorgado a los
seres humanos nacidos que no son personas morales, para concluir con una proposición
de antropología unitaria.
1. La ética secular
"Después de haber dominado nuestros pensamientos y nuestras decisiones concernientes
a la vida y la muerte durante casi dos mil años, la ética occidental tradicional
se ha derrumbado."2 Peter Singer se refiere aquí a la ética de tradición judeo-cristiana,
que él describe como fundamentalmente incoherente, como una `farsa\" y una `tragedia\".
Unas cuantas páginas más adelante, precisa su pensamiento:
La ética tradicional es defendida todavía por obispos y bioéticos conservadores
que hablan con tono reverente del valor de toda vida humana, independientemente
de su naturaleza o de su calidad. Sin embargo, como el traje nuevo del emperador,
estas frases solemnes parecen ser verdaderas y sustanciales solamente en la
medida en que somos intimidados para una aceptación desprovista de críticas
de la afirmación de que toda vida humana tiene una dignidad o un valor particular.
Cuando es desafiada, la ética tradicional se derrumba. [...] tenemos una oportunidad
histórica de elaborar algo mejor, una ética que no necesite sostenerse en ficciones
límpidas en las que nadie puede creer verdaderamente, una ética que es más compasiva
y receptiva a lo que las personas deciden para sí mismas. 3
Esta exhortación a una transformación radical de los principios que rigen la
ética y, más particularmente, la bioética es retomada por un número creciente
de filósofos occidentales. En su última obra, titulada Féeries anatomiques.
Généalogie du corps faustien, Michel Onfray, por ejemplo, lanza un llamado apremiante
–desprovisto, sin embargo, de argumentos filosóficos– en favor de una biopolítica
libertaria que invite a toda persona a decidir por voluntad propia los hechos
establecidos por la bioética. Tomando distancia tanto de una heurística del
miedo con respecto a la restauración del superhombre nazi y de la eugenesia,
como del Principio de responsabilidad desarrollado por Hans Jonas, que impregnan
a los comités de éticos occidentales, Onfray propone una heurística de la audacia
que es, en su opinión, un simple postulado que no necesita demostración ni justificación,4
y que implica el rechazo de la tradición ética judeo-cristiana.5 Onfray se constituye
en el promotor de una bioética secular donde todo sería facultativo, donde cada
uno sería libre de comprometerse en el terreno de su propia decisión. "Aumentar
las posibilidades, precisa, no fuerza a nadie a efectuar una elección que lastime
su moral."6 Onfray resume así, me parece, la clave que resolvería los espinosos
problemas relativos a la vida y la muerte en un contexto secular y neutro con
respecto a las asunciones éticas judeo-cristianas, a saber, en un entorno post-cristiano,
como por otro lado lo describe Engelhardt.7 Este último había propuesto una
clave de lectura similar casi veinte años antes. Constata, de acuerdo con John
Rawls, que la sociedad occidental es esencialmente pluricultural. Los puntos
de vista de la moralidad llamada sustancial pertenecen a comunidades particulares
de creencias cuyos miembros comparten las mismas metas y valores. Todos los
intentos del proyecto filosófico moderno de establecer con la ayuda de argumentos
racionales una teoría ética verdadera y universal que constituya el fundamento
de la paz perpetua se han revelado imposibles. En el amanecer del tercer milenio,
la bioética sigue siendo profundamente plural. Ninguna visión particular de
bioética podría asumir la totalidad de las aproximaciones presentes en el mundo
occidental.8 La capitulación de la razón filosófica con vistas a establecer
una ética universal podría, sin embargo, superarse si nos refiriéramos a un
Dios trascendente, que implicara la creencia en una Revelación. Engelhardt,
quien, por su parte, es un creyente ortodoxo, rechaza esta solución, pues hace
referencia a una creencia que no comparten todas las personas morales de la
comunidad humana.
Con
el fin de resolver este dilema y garantizar una base racional a la esperanza
de una vida comunitaria en paz, Engelhardt propone la instauración de una ética
secular. Para hacerlo, distingue dos tipos de comunidades: la primera, compuesta
por `amigos morales\", comparte una ética común basada en valores y axiomas
idénticos, y está en condiciones de resolver cierto número de controversias
éticas; la segunda, compuesta de `extranjeros morales\", no comparte suficientes
premisas como para ser capaz de resolver debates éticos.9 Se trataría entonces
de emplazar una plataforma neutra con un discurso ético muy amplio y pragmático,
que permitiría guiar a los `extranjeros morales\" a la realización de una política
de la atención alrededor del principio de la tolerancia con respecto a las éticas
particulares, es decir, que respetaría profundamente las convicciones éticas
de las otras personas morales a pesar de sus diferencias profundas. Cada individuo
autónomo y cada comunidad tienen derecho a vivir de acuerdo con sus propios
principios éticos. Ninguna comunidad particular de personas morales podría imponer
su propio punto de vista a expensas de las demás comunidades. Si el Estado tuviera
que prescribir una teoría particular del bien, lo haría, según Engelhardt, recurriendo
a la constricción, actitud que conduciría al fin de la democracia, a una situación
de la época anterior a la Ilustración, con poderes inquisitoriales en la vida
privada de los ciudadanos.10 El principio de tolerancia de una ética secular,
que es necesariamente permisiva, salvaguarda, sin embargo, derechos y deberes
particulares relativos a cada comunidad singular y permite así, en opinión de
Engelhardt, instaurar una vida comunitaria en paz. Nuestro filósofo precisa
que
La paz perpetua en ausencia de represión llegará probablemente, si es que llega,
cuando nos pongamos de acuerdo para apoyar las elecciones que realizan las personas
consigo mismas, con sus recursos privados, con otras personas que estén de acuerdo
con dicha elección, y con sus comunidades, por más divergentes que éstas sean,
e incluso si las elecciones son profundamente falsas.11
2. La condición de la persona en una ética secular
La comunidad de los `extranjeros morales\" que elabora en conjunto una ética
secular está compuesta por personas, es decir, agentes morales autónomos y responsables,
capaces de escoger libremente, de cerrar acuerdos entre ellos y de decidir sobre
las reglas morales. Estas aptitudes presuponen la racionalidad y la autoconciencia.
La persona es definida, a partir de esto, como un individuo racional, auto-conciente
y libre que posee un sentido moral.12 Siguiendo a Emmanuel Kant, Engelhardt
entiende a la persona como esencialmente una persona moral: un ser capaz por
su racionalidad y su autoconciencia de apreciar que sus acciones pueden ser
percibidas desde el ángulo de la reprobación o del elogio, o de estar en condiciones
de realizar elecciones racionales y ser responsable en cuanto a su actuar. Sólo
los individuos que posean en acto las propiedades mencionadas más arriba son
personas propiamente dichas, que se respetan mutuamente y que participan en
el emplazamiento de una comunidad moral secular de paz. Las personas son la
condición y el fin de semejante orden ético secular. Son los actores privilegiados
de la elaboración de las reglas éticas comunes, de un discurso moral, así como
los sujetos de las reprobaciones y de las recompensas. Además de tener, sin
duda, un valor, la persona posee ante todo una dignidad inviolable. Debe ser
tratada, como lo subraya el segundo imperativo categórico de Emmanuel Kant,
como un fin en sí, y no simplemente como un medio.
Una vez planteada esta definición de la persona moral, Engelhardt introduce,
siguiendo a John Locke, una diferencia ontológica entre ser humano y persona.
El ser humano no necesariamente es ya una persona por su sola pertenencia a
la especie humana. Las características biológicas humanas son secundarias en
cuanto al otorgamiento de la condición de persona. Engelhardt precisa que
Lo que distingue a las personas es su capacidad [en el sentido de ser en acto]
de ser auto-concientes, racionales y preocupadas por el mérito de la reprobación
o del elogio. [...] no todos los seres humanos son personas. No todos los seres
humanos son auto-concientes, racionales y capaces de concebir la posibilidad
de la reprobación y del elogio. Los fetos, los recién nacidos, los impedidos
mentales muy profundos y los comatosos sin esperanza [y podríamos agregar los
seniles] ofrecen ejemplos de no-personas humanas. Son miembros de la especie
humana pero no tienen en y por sí mismas un lugar en la comunidad moral laica.13
Con el trasfondo de esta distinción, prácticamente no tiene sentido hablar en
términos de una moral secular de respeto de la autonomía de los seres humanos
que no son personas. Estos individuos no pertenecen al corazón de la ética secular,
y tienen muy poco valor moral.14 Engelhardt mantiene sobre esta base que "no
todos los seres humanos son iguales".15
El tratamiento moral de un ser humano depende así en primer lugar de su condición
de persona que tiene un fin en sí misma. Sólo la persona posee derechos y deberes,
así como una dignidad.16 Contrariamente a la persona autónoma que decide sola
sobre su porvenir y sus propios intereses –es decir, que es auto-legisladora–
el ser humano no-persona –tal como el embrión, el recién nacido, el impedido
mental extremadamente grave y el senil– depende, según Engelhardt, enteramente
de las personas morales que determinan lo que va en su mayor interés. En el
caso de un conflicto de intereses, los de una persona privan necesariamente
sobre los de una no-persona según criterios utilitaristas y consecuencialistas.17
La persona determina el valor del ser humano no-persona según el grado de sensación
y de conciencia de metas. Si éste no ha desarrollado una vida consciente, la
persona sólo le otorgará poco valor. El valor aumenta según el grado de vida
interior en un sentido pre-reflexivo. La persona moral comparará sin embargo
este valor con otros valores competitivos de orden personal, tales como proyectos
y deseos personales.18 Tomemos, por ejemplo, el caso de una pareja que ha deseado
ardientemente durante años tener un hijo. La mujer embarazada otorgará al embrión
un alto valor. En cambio, para la joven universitaria embarazada, el embrión
podría significar la interrupción de varios proyectos que son esenciales en
su opinión, tales como estudios y una carrera. El embrión tendría así un valor
menor con relación a los proyectos de la joven mujer. Engelhardt agrega igualmente
el hecho de que muchas personas de la sociedad occidental que deben participar
en los costos de la educación de un niño trisómico le otorgan a este último
un valor menor.
La dependencia del ser humano no-persona de las personas morales reposa sobre
un a priori fundamental del pensamiento de Engelhardt, que él presenta al referirse
al feto. Éste es comprendido como un objeto propiedad de las personas morales
o de una sociedad anónima, que lo han producido: es "una forma particular de
una propiedad muy cara".19 Semejante afirmación reposa sobre una tesis no demostrada,
y planteada a priori, de que el feto es una "extensión y el fruto de mi propio
cuerpo".20 "Ellos [las personas morales] lo produjeron, lo hicieron, es de ellos",21
hasta que ellos [los seres humanos no-personas] tomen posesión de sí mismos
como entidades concientes, hasta que se les dé un lugar particular en una comunidad,
hasta que una persona transfiera sus derechos sobre ellos a otra persona, o
hasta que se conviertan en personas.22
Al ser comprendido como un objeto, el ser humano feto no debería, en sí, ser
tratado como un fin en sí, sino que podría ser utilizado simplemente como una
cosa.
La consecuencia de esta posición es clara: es legítimo utilizar el feto con
fines experimentales. Esta instrumentalización del feto, precisa Engelhardt,
es igualmente válida para el cigoto y el embrión humanos, así como para el esperma
y el óvulo humanos. La referencia al esperma y al óvulo verdaderamente es muy
sorprendente, pues implica que su autor no distingue la diferencia esencial
entre la especie de un ser humano y la especie de un esperma y de un óvulo humanos,
que no son en cuanto tales seres humanos.
El esperma humano, el óvulo humano, los cultivos celulares humanos, los cigotos
humanos, los embriones y el feto pueden tener un valor, pero están desprovistos
de la dignidad de persona. Así, están, todos por igual, abiertos a una experimentación
justificable socialmente de una manera en que las personas en su sentido estricto
o social no deberían nunca estarlo. Esto significa que pueden ser utilizados
simplemente como medios.23
Engelhardt concluye lógicamente que no podría entonces haber, en el marco de
una ética secular cuya piedra angular reposa sobre la distinción entre ser humano
y persona, argumentos contra la experimentación no terapéutica de los cigotos,
de los embriones, de los fetos, con vistas a un bien para la comunidad de las
personas, a condición, sin embargo, de que los progenitores, o incluso una sociedad
anónima, que son sus propietarios, den su acuerdo.24 A primera vista, esta posición
parece estar sujeta, sin embargo, a una posible contra-argumentación. Si se
acepta a priori lo fundamentado de la distinción entre ser humano y persona,
se podría sostener, con el Comité consultivo nacional de Ética en Francia,25
que el embrión sería una persona potencial, es decir, que tendría fundamentalmente
una potencialidad natural para convertirse en una persona, si las condiciones
interiores y exteriores se cumplen. A partir de esto, sería sujeto con los mismos
derechos que la persona moral.
3. La persona potencial sujeta a una dignidad personal
El
argumento referente a la persona potencial sostiene que la atribución de derechos
a x no depende de la posesión en acto por x de determinadas propiedades –cosa
que le otorgaría el privilegio de pertenecer a la clase de persona–, sino de
su potencialidad de poder un día disponer de ellas en acto, en el marco de su
desarrollo natural. Los derechos relativos a la persona en acto serían así otorgadas
por extensión al ser humano potencialmente personal. Entonces, la supresión
de una persona potencial equivaldría a privarla de convertirse en una persona
y a cometer un acto que iría en contra de un derecho fundamental de la persona:
el de seguir viviendo. A pesar de que reconoce, ciertamente, que el feto es
un ser humano con un potencial, Engelhardt se niega, sin embargo, a otorgarle
derechos relativos a la persona. Éstos están únicamente reservados a la persona
en acto, a saber, al individuo que ejerce actualmente las propiedades mencionadas
más arriba. La potencialidad de poseerlas un día no implica en sí la exigencia
lógica de ser sujeto a los derechos relativos a la persona en acto.
Pero si x es un y potencial, de ello se deduce que x no es un y. Si los fetos
son personas potenciales, se deduce claramente de ello que los fetos no son
personas. Por consiguiente, x no tiene los derechos actuales de y, sino que
tiene sólo potencialmente los derechos de y. Si los fetos no son más que personas
potenciales, no tienen los derechos de personas.26
Engelhardt sostiene, con razón, que o bien x es ya una persona, o no lo es.
No podría haber un punto medio, es decir que x no puede devenir en una persona,
si no es ya una persona. En efecto, un ser no puede devenir a partir de algo
que no era. Si ya lo era, no podría haber devenir en cuanto al ser. Sin embargo,
nuestro autor confunde la doble significación del término `persona potencial\".
Éste puede entenderse –el primer sentido– como un ser humano que no es una persona,
pero que es susceptible de devenir persona –nivel en el que se sitúa la contra-argumentación
de Engelhardt–, o –el segundo sentido– como un ser humano que ya es en acto
una persona, pero que está tendiente a la actualización de sus potencialidades,
que está destinado a desarrollar su potencial con vistas a su plena auto-realización.
Ciertamente, podemos afirmar con Engelhardt que no hay, hablando con propiedad,
persona potencial como tal, sino más bien una persona con un potencial. Sin
embargo, al no concebir la segunda significación del término `persona potencial\",
la posición de Engelhardt reposa sobre el a priori de lo que se podría describir
en términos de desempeño y de éxito con respecto a la posesión en acto, en el
ejercicio de propiedades llamadas personales. El ser humano que estuviera desprovisto
de su ejercicio por una razón cualquiera no podría ser reconocido en el sentido
estricto, en opinión de nuestro filósofo, como perteneciente a la clase de persona,
y así gozar de los derechos relativos a ese grupo. Engelhardt omite distinguir
entre el acto de ser una persona, por un lado y, por otro, el ejercicio y el
comportamiento de esta persona, que se transparenta a través de su actuar, el
ejercicio de una serie de propiedades llamadas personales. Semejante distinción
permitiría concebir que un individuo humano pudiera ser en acto, a saber, una
persona, sin ejercer necesariamente las propiedades que definen a la persona.
Su ejercicio manifestado a otras personas no constituye el criterio que determinaría
la pertenencia a la categoría de persona. Partiendo de esto, el ser humano no
deviene en una persona por ejercer una serie de propiedades, tales como la autoconciencia,
la racionalidad, la moralidad o la libertad, sino que es por su naturaleza,
porque es fundamentalmente un ser humano-persona que tiene la potencialidad
de ejercer dichas propiedades.
4. La noción de persona social
Como
el feto y el embrión normal no han sido reconocidos como persona potencial –lo
cual les hubiera permitido acceder a los derechos y a la dignidad personales–,
son objetos que las personas morales pueden utilizar con fines experimentales,
o matar, en la medida en que sus actos contribuyan a un acrecentamiento de la
felicidad para la comunidad de los agentes morales. Sin embargo, ¿qué ocurre
con la condición de los demás seres humanos no-personas, como el recién nacido
y el adulto gravemente impedido mental o físicamente, como el senil? ¿Acaso
no habría que mantener lógicamente que ellos también pueden, a su vez, estar
sujetos a utilizaciones experimentales, al infanticidio y a la eutanasia? Engelhardt
reconoce que estas acciones son contrarias al sentido común. Para salir del
callejón sin salida en el que se encuentra, nuestro filósofo le otorga a estas
no-personas cierto valor, con la introducción del término persona social.27
Engelhardt desea reconocer al ser humano no-persona `como si\" fuera una persona,
cuando no lo es en sí. Este reconocimiento le otorga, por procuración, derechos
relativos a la condición de persona, incluyendo el de la protección de la vida.
Sin embargo, Engelhardt plantea ciertas condiciones. Con vistas a acceder al
club de persona social, el ser humano no-persona debe ser capaz de comprometerse
realmente en una `interacción social mínima\".28 Quien esté desprovisto de esto
–como, por ejemplo, el niño con anencefalia– no puede ser considerado como una
persona social. Aparte del carácter arbitrario29 de este criterio de interacción,
Engelhardt permanece muy vago en la descripción del concepto de interacción,
como también de los adjetivos `social\" y `mínimo\". No menciona tampoco criterios
racionales que fundarían la línea de demarcación de lo `social mínimo\".
Tras haber elaborado el concepto de persona moral siguiendo el modelo kantiano,
Engelhardt construye la noción de persona social siguiendo el modelo utilitarista
y consecuencialista. Esta noción es, en efecto, esencialmente una `construcción
utilitarista\"30 que no tiene como meta principal el bien del ser humano no-persona,
sino el de la persona moral.
El sentido social de persona expresa una manera de tratar ciertos casos de la
vida humana con vistas a garantizar la vida de las personas en sentido estricto.
[...] Una persona en ese sentido no es una persona propiamente dicha y no es,
así, un objeto de respeto sin reservas. Más precisamente, ciertos casos de la
vida humana son tratados como personas por el bien de los individuos que son
personas en el sentido estricto.31
El reconocimiento de ese ser humano como persona social estaría justificado
por producir en las personas morales importantes virtudes personales, como la
simpatía y la protección (`care\").32 Engelhardt menciona también la razón de
una prudencia concerniente a la incertidumbre que planea sobre el tema del momento
exacto en el que el ser humano reconocido como persona social se convertiría
en una persona moral.
No me parece que la introducción del término persona social excluya categóricamente,
como pretende Engelhardt, la eutanasia y la utilización con fines experimentales
de ciertos niños normales, de niños o de adultos mental o físicamente deteriorados,
como los seniles. En efecto, como la atribución de la condición de persona social
a x depende principalmente de un cálculo utilitarista y consecuencialista con
vistas a la maximización del bien de los sujetos morales, podría ocurrir lógicamente
que personas morales genitoras conciban que la muerte de su hijo o de su padre
no-persona, de quienes ellos son propietarios, conduciría a una maximización
de la felicidad. Recordemos que, según la ética secular, cada persona moral,
respectivamente cada comunidad particular tiene una legitimidad ética para actuar
de acuerdo con su propia concepción ética. Por lo tanto, desde el punto de vista
secular, no puede haber prohibición absoluta y universal de la utilización con
fines experimentales de un ser humano no-persona, o de la eutanasia, por parte
de personas morales o de comunidades individuales. Además, la atribución de
la condición de persona social es a partir de esto extremadamente relativa dentro
del contexto de una ética secular. El ser humano no-persona sigue siendo principalmente
un objeto que puede ser utilizado como un simple medio por sus propietarios,
incluso por una sociedad anónima. Está a merced del cálculo utilitarista y consecuencialista,
con vistas al bien de las personas morales que son las únicas que tienen derecho
a la vida. Los derechos relativos a la persona social no son creados por la
comunidad de todos los extranjeros morales que son sujetos de la ética secular,
sino, como lo reconoce Engelhardt, por comunidades particulares.33
El
hecho de mantener con vida a niños gravemente impedidos física o mentalmente
–como, por ejemplo, con anencefalia– incluso si esto se llevara a cabo con poco
gasto, en opinión de Engelhardt incurre en una incomprensión moral. Sin embargo,
nuestro autor no sugiere la eutanasia activa, pues esto tendría, según él, costos
sociales muy elevados, sino la aplicación de una ley similar a la de Solón,
a saber, la interrupción del tratamiento:
Se puede decidir salvar, cayendo en grandes gastos, a un niño que será probablemente
normal, pero no a alguien cuyos impedimentos físicos y mentales futuros constituirían
incluso más peso psicológico y económico, sumados a los costos desmesurados
implicados en el hecho de salvar la vida del niño.34
Es necesario precisar varios puntos. La afirmación `se puede decidir\" es proferida
con un trasfondo de utilitarismo y de consecuencialismo por parte de los padres
propietarios del niño llamado `normal\" o `impedido\". Sin embargo, se podría
sostener la legitimidad moral por parte de estos mismos padres de salvar a su
hijo –incluso si está profundamente impedido– si se consideran preparados para
asumir los costos y el peso psicológico de esto. Engelhardt tendría que estar
necesariamente de acuerdo, incluso si plantea que se trataría de un acto moralmente
incomprensible.35 ¿Sobre qué criterios se basa para emitir semejante juicio?
¿Acaso no está emitiendo un juicio universal que no podría ser válido dentro
de una ética secular? Además, la afirmación de acuerdo con la cual la eutanasia
tendría costos sociales más altos es más bien, en mi opinión, una hipótesis
desprovista de fundamento argumental en el contexto particular del párrafo citado.
Si Engelhardt quiere ser fiel a estas premisas, debe lógicamente sostener la
legitimidad ética de que ciertas personas –los padres o una sociedad anónima–
puedan libremente decidir aplicar la eutanasia a su niño gravemente impedido
o a su padre senil, e incluso utilizarlos como un simple medio con vistas a
realizar experimentos. Nuestro autor afirma al respecto que la condición secular
del infanticidio está implícita. Es la resultante de la incapacidad de la moral
secular de justificar una explicación general autorizada plena de contenido
para la condición moral de los fetos o de los niños pequeños. Este fracaso limita
la autoridad moral secular del Estado para intervenir. Una proscripción exigiría
una jerarquización particular autorizada de los daños y de los beneficios. Esto
sólo podría justificarse en el interior de una visión moral particular. La conclusión
es muy desagradable. El equivalente de la no intervención ateniense y romana
en lo concerniente al infanticidio es inevitable, dada la autoridad moral secular
limitada del Estado. La prohibición legal del infanticidio sobre la base de
la consideración de la beneficencia (por ejemplo, para realizar una concepción
particular del bello arte de ser padre) exigiría el establecimiento de una autoridad
gubernamental para rebasar la autonomía parental cuando no se le hubiera hecho
ningún daño a una persona en el sentido estricto del término. La dificultad
consiste en mostrar cómo proteger la moralidad de los demás individuos o comunidades
en el marco de la imposición de la autoridad moral secular desde un punto de
vista particular. Quienes defienden el infanticidio verán la ventaja de su práctica
como más importante que los bienes que se acumulan a causa de su prohibición.
En razón de la centralidad del principio de permisividad, la prueba de cargo
está del lado de los interventores en cuanto a mostrar que las acciones parentales
podrían estar prohibidas, y no concierne a los padres demostrar que tienen la
libertad de actuar.36
5. Hacia una antropología unitaria
Ciertamente que Engelhardt tiene razón al sostener que una comunidad particular
no podría imponer por la fuerza y la inquisición su propia ética particular
a expensas de las demás comunidades. A pesar de haber renunciado a fundar racionalmente
una ética universal, nuestro autor ubica en el corazón de su pensamiento un
concepto universal: la persona moral, y la distinción ontológica entre ésta
y los seres humanos. Esta separación expresa una concepción dualista del individuo
humano, a saber, entre la dimensión biológica, el cuerpo humano, por un lado
y, por la otra, las facultades llamadas superiores que provienen del espíritu.
La pertenencia biológica y genética a la especie humana mantiene una relación
extrínseca con la auto-conciencia y la racionalidad. El cuerpo humano no esta
entendido como una parte integral de la persona que la revelaría en un tiempo
y un espacio particulares.
Engelhardt comete, además, un error epistemológico, en la medida en que le da
una condición ontológica a unos entia rationis. Sostiene que la propiedad es
el referente, y se opone así a la tesis que sostiene que la persona denota el
referente y que la auto-conciencia, por ejemplo, denota una propiedad particular
de un referente, a saber de la persona. Dicha propiedad manifiesta la naturaleza
de la persona. El ser humano se despliega como persona que se puede manifestar,
pero no necesariamente, en su actuar por el ejercicio de propiedades. Su posesión
en acto en el sentido particular de su ejercicio no es un requisito para ser
en acto una persona. Los seres humanos desprovistos del ejercicio de las propiedades
llamadas personales son plenamente personas, sólo que deficientes. La aptitud
para ejercer estas propiedades, a causa de la naturaleza propia, y en un momento
dado de su historia, es una condición necesaria para calificar al ser humano
como persona. Su eventual ejercicio concreto es secundario y no tiene incidencia
en el otorgamiento de la condición de persona.
Podemos distinguir entre lo que el `siendo\" es (ontología del ser) y la actualización
de lo que él es en plenitud (ontología del no ser todavía). Esta última sólo
se despliega a partir de un ser en acto. La diferencia entre un adulto llamado
`normal\" y un recién nacido, un embrión o un cigoto no reside en su ser –persona,
sino en el grado de despliegue de sus propiedades llamadas personales. Los conceptos
de potencialidad y de sustancia están íntimamente vinculados. Otorgado a un
vivo, el primero presupone ante todo un fundamento metafísico: la sustancia
que define a un ser vivo particular.
Podemos diferenciar, por una parte, una forma sustancial presente desde el comienzo
de la existencia humana, es decir, un `siendo\" mínimo-realizado, un no ser
todavía en plenitud, y por el otro lado, el actuar del ser humano, que lo orienta
de manera determinada-indeterminada, es decir, libre, hacia un fin último inscrito
en el fondo de su naturaleza y que implica la libre actualización de la totalidad
de su poder-ser. El ser humano se encamina hacia su realización –tanto por naturaleza
como por el actuar libre y por don– en el plano del ejercicio de las propiedades
inherentes a su naturaleza, hacia un ser-pleno, hacia un poseer-plenamente.
El ser humano tiende a desplegar lo que es, a realizar su naturaleza, en todas
sus dimensiones. A partir de un estado determinado, identificado con su concepción,
la persona está orientada hacia la excelencia de su naturaleza a través de su
cuerpo, su inteligencia y su voluntad. Esta meta hacia la excelencia de la naturaleza
humana, a su acabamiento, presupone un ser-sujeto que haga posible este impulso,
este despliegue.
6. Conclusión
Sobre el trasfondo de la distinción entre el acto y el ejercicio, o, para retomar
un término más técnico, entre el acto primero y el acto segundo, podemos sostener
que un individuo que no ejerza, por diversas razones, propiedades llamadas personales,
está sin embargo en condiciones de ser en acto –y más particularmente en acto
primero– de existencia personal. La potencialidad de ejercer dichas propiedades
está presente desde la concepción del individuo, y las propiedades podrán ser
ejercidas concretamente en lo cotidiano si ninguna influencia exterior y ningún
mal funcionamiento interior al sujeto viniera a trabar el desarrollo de la persona.
Tal comprensión de la persona hace posible concebir no solamente al cigoto,
al embrión y al recién nacido como personas, sino también al senil, al comatoso
y al individuo seriamente impedido mental y/o físicamente. Su naturaleza humana
es plenamente personal, sólo que es deficiente en cuanto en el ejercicio de
ciertas propiedades llamadas personales, que debería poder ejercer si las circunstancias
normales estuvieran dadas en un instante particular de su desarrollo.
Una de las consecuencias de esta posición reside en el hecho de que la persona
lo es en acto, al mismo tiempo que tiene a su disposición –en todo momento de
su existencia– la potencialidad de desarrollarse finalmente en cuanto persona.
Entonces, es sujeto de derechos fundamentales en virtud de su mismo ser de persona,
es decir, que el individuo humano no necesita ejercer un comportamiento que
exprese las propiedades llamadas personales para tener un pleno derecho a la
vida.
No debemos tomarnos a la ligera el desafío de una definición secular de la persona
para la ética lanzado por Engelhardt, refugiándonos detrás de la afirmación
de que estamos ante una moda que pasará. Yo no creo que se trate de una moda,
sino de un proceso de cambio fundamental de nuestra comprensión ética occidental,
que hasta ahora ha tenido su fundamento en la tradición judeo-cristiana. La
distinción entre ser humano y persona subyacente al llamado apremiante de instaurar
una ética secular es defendida por un número creciente de filósofos, principalmente
anglosajones y alemanes. La introducción de una ley de Solón para el caso de
seres humanos profundamente impedidos mental y/o físicamente, y también de los
seniles, se abre paso lentamente en la conciencia pública, a pesar de que dicha
ley sigue siendo hoy un tabú. La solución de este desafío de cultura y de sociedad
no podría reposar sobre una actitud fideísta como la de Engelhardt, quien es
ortodoxo creyente, actitud que otorga una primacía absoluta y totalizadora a
la experiencia espiritual y a la sola fe, sino que debe buscarse en una urgente
reflexión filosófica antropológica.
* Universidad de Friburg, Departamento
de Filosofía. Traducción del francés por Silvia Pasternac.
1 A. Fagot y G. Delaisi de Parseval, "Les droits de l\"embryon (foetus) humain,
et la personne humaine potentielle" ["Los derechos del embrión (feto) humano,
y la persona humana potencial"], Revue de Métaphysique et de Morale, 1987 (92),
n° 3, p. 362.
2 Ver Peter Singer, Rethinking Life and Death. The Collapse of our Traditional
Ethics, 1994, Nueva York, St. Martin\"s Press.
3 Ibid., 4: "The traditional ethic is still defended by bishops and conservative
bioethicists who speak in reverent tones about the intrinsic value of all human
life, irrespective of its nature or quality. But, like the new clothes worn
by the emperor, these solemn phrases seem true ans substantial only while we
are intimidated into uncritically accepting that all human life has some special
dignity or worth. Once challenged, the traditional ethic crumples. [...] we
have an historic chance to shape something better, an ethic that does not need
to be propped up by transparent fictions, no-one can really believe, an ethics
that is more compassionate and more responsive to what people decide for themselves."
Ver p. 220-1.
4 Ver Michel Onfray, Féeries anatomiques. Généalogie du corps faustien [Cuentos
de hadas anatómicos. Genealogía del cuerpo faustiano], 2003, París, Grasset,
p. 80.
5 Ver ibid., p. 88. Onfray precisa que "cada línea de mis libros proviene de
una voluntad feroz de descristianizar a la civilización en la cual pasamos furtivamente
entre dos vacíos", p. 89.
6 Ibid., p. 72.
7 Ver Tristam Engelhardt Jr., "Infanticide in a Post-Christian Age", MacMillan,
Engelhardt y Spicker (eds.), Euthanasia and the Newborn, 1987, Dordrecht, Reidel,
p. 81. The Foundations of Bioethics, 1996, 2a., Oxford, Oxford University Press,
p. 6.
8 Ver Engelhardt, The Foundations..., op. cit., p. 10-1.
9 Ibid., p. 7.
10 Ver ibid. "Introduction", Dondeson, Engelhardt y Spicker (eds.), Abortion
and the Status of the Foetus, 1983, Dordrecht, Reidel, p. xix.
11 Engelhardt, The Foundations..., op. cit., p. 15.
12 Ibid., p. 136 s. "Medicine and the Concept of Person", M. F. Goodman (ed.),
What is a person?, 1988, Clifton (N. J.), Humana Press, p. 171.
13 Engelhardt, The Foundations..., op. cit., p. 138-9. Más adelante, Engelhardt
incluye a los seniles entre las no-personas (p. 239).
14 "That mere human biological life is of little moral value in and of itself",
ibid., p. 243.
15 Ibid., p. 135.
16 "Insofar as we identify persons with moral agents, we exclude from the range
of the concept of person those entities which are not self-conscious. Which
is to say, only those beings are unqualified bearers of rights and duties who
can both claim to be acknowledged as having a dignity beyond a value (i.e.,
as being ends in themselves), and can be responsible for their actions. [...]
It is only respect for persons in this strict sense that cannot be violated
without contradicting the idea of a moral order in the sense of living with
others on the basis of mutual respect", Engelhardt, "Medicine and the concept
of Person", op. cit., p. 172-3.
17 Ver Engelhardt, The Foundations..., op. cit., p. 141.
18 Ver ibid., p. 143: es necesario precisar que Engelhardt no habla aquí directamente
de ser humano, sino de animal.
19 Ibid., p. 255: "A special form of very dear property". "Those who made or
procreated the zygote, embryo, or foetus have first claim on making the definitive
determination of its value. Privately produced embryos and foetuses are private
property. They would be societally owned only if societal groups or cooperatives
produced them", p. 255. Ver p. 271.
20 "Extension(s) of and the fruit of one\"s own body", ibid., p. 256.
21 "They produced it, they made it, it is theirs", ibid., p. 255. Ver p. 271.
22 Idem, p. 256.
23 Ver Engelhardt, "Medicine and the Concept of Person", op. cit., p. 179: En
el contexto de su discusión sobre la definición de la muerte y el momento del
deceso, Engelhardt precisa en el mismo artículo que "if such a body is an instance
of human biological but not human personal life, then it is open to use merely
as a subject of experimentation without the contraints of a second status as
a person", p. 170. Engelhardt, The Foundations..., op. cit., p. 256, 271. Ver,
con respecto a la definición de la muerte, B. Schumacher, Der Tod in der Philosophie
der Gegenwart, 2004, Darmstadt, Wissenschaftliche Gesellschaft, primera parte.
24 Ver Engelhardt, The Foundations..., op. cit., p. 272.
25 Ver "Avis relatif aux recherches sur les embryons humains in vitro et à leur
utilisation à des fins médicales et scientifiques" ["Dictamen relativo a las
investigaciones sobre los embriones humanos in vitro y a su utilización con
fines médicos y científicos"]. Informe, 15 de diciembre de 1986 en ccne, Avis
de recherches sur l\"embryon [Dictamen sobre investigaciones sobre el embrión,
Arles, Acte Sud/inserm, 1987, p. 78-178 o ccne, Étique et recherche biomédicale,
rapport 1986 [Ética e investigación biomédica, informe 1986], la documentation
française, 1987, París, p. 27-94. M. A. Warren, "On the Moral and Legal Status
of Abortion", The Monist, 1973 (57), p. 43-61, p. 59, y "Abortion", H. Kuhse
y P. Singer (eds.), A Companion to Bioethics, 1988, Blackwell, Oxford, p. 127-134,
p. 131.
26 Engelhardt, The Foundations..., op. cit., p. 142. "The potentiality of x\"s
to become y\"s may cause us to value x\"s very highly because y\"s are valued
very highly, but until x\"s are y\"s they do not have the value of y\"s." Engelhardt,
"Medicine and the Concept of Person", op. cit., p. 174.
27 Ver Engelhardt, "Medicine and the Concept of Person", op. cit., p. 176-7
y The Foundations..., op. cit., p. 146 s.
28 Ver Engelhardt, "Medicine and the Concept of Person", op. cit., p. 176.
29 Para la ciencia de la haptonomía, el feto, por ejemplo, puede encontrarse
sin problemas activamente en una interacción social con su entorno, más particularmente
con sus padres. Ver F. Veldman, Haptonomie. Science de l\"Affectivité [Haptonomía.
Ciencia de la afectividad], 2001, París, puf, (1989).
30 Engelhardt, "Medicine and the Concept of Person", op. cit., p. 177.
31 Ibid.
32 Ver Engelhardt, The Foundations..., op. cit., p. 147.
33 "Persons who are moral agents have rights that are integral to the very character
of general secular morality. The rights of persons in a social sense are created
by particular communities", ibid, p. 150.
34 Engelhardt, "Infanticide in a Post-Christian Age", p. 85. "Anencephalic children.
When no or little brain is present and there is no possibility of sentient life,
not to mention personal life, it would be a moral misunderstanding to try to
sustain such an infant, even if it could be done cheaply and effectively. There
is no person in the body to be benefited", op. cit., p. 83.
35 Ver ibid., p. 83.
36 Engelhardt, The Foundations..., op. cit., p. 271.