No había género en que Orgambide no se midiera. Del cuento a la novela, desde el
ensayo hasta el teatro, el suyo es uno de esos trayectos que apuntan más que a
la construcción de una pieza en particular, al proyecto totalizador de eso que
se da en llamar obra. Se ha dicho que Orgambide escribía, al menos, tres libros
por año, entre los que predominaba, fija, la ficción. Esta actitud prolífica le
valió, en ocasiones, la acusación de un cierto desaliño estilístico basado en su
escritura compulsiva y aluvional. Si se analiza su producción más reciente,
peleada contra los años y el cáncer que lo arrinconó en el último tiempo, se
comprobará que esta observación proviene, como ocurre tan a menudo, del divorcio
que existe entre la actitud de los creadores y la crítica. Orgambide, en su
práctica, como modelo autoral, corresponde a una generación que, en su urgencia
por cambiar el mundo –volverlo más justo, más solidario, más inventivo–, no
vacilaba en abordar toda manifestación artística confiando, además de su
potencial expresivo, en su capacidad para reflejar las contradicciones sociales,
contrapunteando la historia íntima con la colectiva.
Debo admitirlo: al escribir un
obituario, la prosa tiende, bajo el imperio de la emoción, a una retórica
encendida, entre la bajada de línea crispada y el póstumo ajuste de cuentas.
Nada más distante, este gesto, de la visión de Orgambide, de los postulados de
su literatura. Sus bajadas de línea y sus ajustes estuvieron, están, siempre
filtrados por un humor reflexivo. Si algo lo definía eran sus actitudes de
porteñazo observador, siempre más próximo a la ironía que al resentimiento. La
persecución, el exilio, en lugar de enquistarlo, lo volvieron no sólo más
inspirado sino también más agudo en la percepción de mezquindades y vilezas,
contrastándolas con heroísmos secretos, lo que se traduce en su literatura,
memoria y balance de nuestra historia como epopeya violenta y, a la vez, como
fatalidad. Los premios y reconocimientos que recibió, lejos de engrupirlo, le
calentaron el motor.
Entre sus ficciones más recientes
hay una que resume todas sus obsesiones: Buenos Aires, la novela. Como en sus
ensayos biográficos (el de Quiroga, el de Martínez Estrada) y en sus novelas
históricas (la de Alem, la de Ugarte, la de Rodríguez, el médico de Bolívar)
surge nítida una preocupación constante por descifrar, como en una saga de
aventuras, las encrucijadas sangrientas de la historia nacional. En Buenos
Aires, la novela, la historia pertenece al dominio de los seres anónimos que,
con pena y sin gloria, de alguna manera, participaron en los acontecimientos más
sonados. Buenos Aires, la novela es además una apuesta estilística donde
Orgambide buscó una entonación narrativa, el contrapunto entre la payada y el
tango, entre la crónica y lo sainetesco, entre lo culto y lo popular. Como antes
en Historias fantásticas de la Argentina, se apartó del facilismo de la novela
histórica persiguiendo una alquimia de voces. En sus textos, Orgambide
proyectaba una idea de Martínez Estrada: "Lo que Sarmiento vio es que la
civilización y barbarie eran una misma cosa, como fuerzas centrífugas y
centrípetas de un sistema en equilibrio. No vio que la ciudad era como el campo
y que dentro de los cuerpos nuevos reencarnaban las almas de los muertos".
En El escriba, una de sus novelas clave, Orgambide se enfrenta al fantasma de
Arlt. Conrado Nalé Roxlo le cuenta al narrador una novela que el autor de
Los siete locos tenía planeada. Iba a llamarse El ladrón en la selva de
ladrillos y tendría como protagonista a Botana, el director de Crítica.
Transcribo un fragmento del capítulo "El camaleón literario", donde Nalé le
habla a un joven Orgambide:
Entrevista del canal Aleph (1998)
"Por esos días, Georgie acuñó una
manera de decir que todos, también usted, han imitado con vergüenza o fervor.
Sospecho que en algunos textos, él mismo se imita. Nadie puede escribir como él,
después de él, la biografía imaginaria del incendiario de la biblioteca de
Alejandría.Nadie, sospecho, puede transformar en literatura una simple película
de gangsters. Un consejo: cuando escriba acerca de Georgie, no caiga en la
tentación de imitarlo. Cuídese. Y tampoco oiga a los detractores, que afirman
sin el menor pudor que si hubieran leído la Enciclopedia Británica también
escribirían como él. Trate de hacer una crónica y de novelar esa crónica, que no
es poco. Y, si puede, escriba de manera periodística, justo al revés de lo que
se hace ahora, que los periodistas escriben como literatos. Cuente los hechos y
deje que el lector saque sus conclusiones".
Que el portavoz de esta arte poética
sea Nalé, el escritor de "A la manera de...", un hábil parodiante de cuanto
estilo literario se le antojara, no es casual. Orgambide, con su virtuosismo, no
vaciló, cuando un relato se lo imponía, en apelar a la parodia. (Al respecto, es
propicio recordar que, según
Leonidas Lamborghini, la parodia es nuestra
tragedia.) El fragmento de "El escriba" expone con transparencia una lección que
Orgambide hizo propia y que no descartaba los riesgos de la política. En el
pasaje que va de la izquierda al peronismo revolucionario, Orgambide buscó
superar el antagonismo Borges/Arlt. Contra lo que pueda afirmarse sobre su
facilidad y su oficio –marcas de la redacción publicitaria, del cine, del
periodismo–, Orgambide, en su ambicioso proyecto de contar la Argentina como
Comedia Humana, tuvo en claro, de modo notable, que su trabajo específico
consistía en narrar y que su materia era el lenguaje. Sus destellos no fueron
pocos. Ahí están sus libros. Como ocurre con Borges y Arlt, sus obras completas,
innumerables y dispersas, están al alcance en las mesas de saldos, en las
librerías de usados. Formidable justicia poética para el escritor veterano que
murió, a los setenta y tres años, el domingo 19 de enero, a las once de la
mañana, mientras se afeitaba.
1936
Mientras cursa el último año de la escuela primaria, funda un club llamado
"Álvaro Yunque".
1942
Publica sus primeros textos (casi todos poemas) en el periódico Orientación,
dirigido por Raúl González Tuñón.
Por esos años, se dedica fugazmente a bailar tango de manera profesional y dicta
clases de Estética en la Escuela de Danza Contemporánea de Ana Itelman.
1948
La editorial Monteagudo, de Buenos Aires, publica su primer libro de poemas
"Mitología de la adolescencia".
Cuento El paracaidista, en la voz de Miguel Angel González
(Radio Nacional)
1949
Estrena su primera obra teatral, "La vida prestada".
1954
Trabaja como cronista en el diario Noticias Gráficas. Además de ocuparse de las
noticias deportivas, cubre en 1955 el bombardeo a Plaza de Mayo del 20 de junio.
La editorial Stilcograf publica, en Buenos Aires, su ensayo "Horacio Quiroga: el
hombre y su obra".
1957
Se edita su primera novela, "El encuentro" (Stilcograf).
1959
Se publica su novela "Las hermanas" (Editorial Goyanarte), que recibe la Faja de
Honor otorgada por la Sociedad Argentina de Escritores.
La
ficha
Nació en Buenos
Aires el 9 de agosto de 1929. Y el amor por las letras se le despertó enseguida.
Su nombre completo era Pedro Gdanski Orgambide.
Durante el último año de la escuela primaria fundó un club para
chicos con el nombre del poeta que más admiraba: Alvaro Yunque. También publicó
sus primeros poemas en las páginas que dirigía Raúl González Tuñón en el
periódico Orientación, entre 1942 y 1945.
Su primer libro, Mitología de la adolescencia, se conoció en 1948,
cuando regresó del interior del país, donde trabajó como peón de campo.
Fue bailarín de tango y de folclore y maestro de Estética en la
Escuela de Danza Contemporánea de Ana Itelman.
En 1954, mientras trabajaba en la sección deportiva del diario
Noticias Gráficas, publicó su primer ensayo: Horacio Quiroga, el hombre y su
obra.
Más tarde, asistió como cronista al bombardeo del 20 de junio de
1955 en la Plaza Mayo y, en plena Revolución Libertadora, desafió la censura y
fundó la Gaceta Literaria. Poco después salió a la luz su primera novela: El
encuentro.
Su primera obra teatral, La vida prestada, la estrenó a los 20 años
y en 1959 recibió la Faja de Honor de la Sade por su novela Las hermanas.
Por esa época también comenzó a escribir una larga serie de cuentos
para chicos y preparó Crónica de la Argentina, que Eudeba publicó en 1962. Un
año después estrenó en teatro uno de sus trabajos más reconocidos: Concierto
para un caballero solo.
Desde la adolescencia Pedro Orgambide había simpatizado con las
ideas de izquierda y luego también con el peronismo, y por ellas tuvo que
exiliarse en México en 1974, dos años antes de la última dictadura militar,
debido a las amenazas de muerte que recibió de grupos ultraderechistas. Recién
volvió en el año 1983, con el regreso de la democracia.
En México, fundó en 1975 la revista Cambio, junto con los escritores
Juan Rulfo, José Revueltas, Julio Cortázar, Horacio Zepeda y Miguel Donoso
Pareja. Y también fue profesor de Literatura en la Universidad Nacional Autónoma
de México.
Alguna vez se le preguntó cómo definía su obra. El respondió con
sencillez: "De esa tensión que remeda tantas veces el habla oral —eco de la vida
de la gente, de la que uno es portavoz y memoria de otras voces— está hecha
también mi literatura, mis criaturas de ficción".
Murió el 19 de enero de 2003 en Buenos Aires.
1961
En Buenos Aires, se estrena su obra
de teatro "La buena familia".
1962
Eudeba publica, en Buenos Aires, su libro "Crónica de la Argentina".
1963
La editorial Stilcograf publica, en Buenos Aires, su obra de teatro "Concierto
para caballero solo".
1964
La editorial Falbo publica, en Buenos Aires, su novela "Memorias de un hombre de
bien".
1965
Se publican sus libro "Historias cotidianas y fantásticas" (Jorge Álvarez
Editor) y "El páramo" (G. Dávalos / D. C. Hernández).
Recibe el Segundo Premio Municipal de Literatura.
1966
Obtiene el Segundo Premio Internacional de Novela Primera Plana.
1967
La editorial Sudamericana publica, en Buenos Aires, su libro "Los inquisidores".
Se estrena su obra de teatro "Un tren o cualquier cosa".
1968
Aparece su libro de ensayo "Yo, argentino", publicado por Jorge Álvarez Editor.
1970
Se publica, en Buenos Aires, su ensayo "Radiografía de Ezequiel Martínez
Estrada" (Centro Editor de América Latina).
La editorial Sudamericana publica sus libros "La buena gente" e "Enciclopedia de
la literatura argentina", dirigida en colaboración con Roberto Yahni.
1972
Escribe la comedia musical "Juan Moreira Supershow", que se estrena en Buenos
Aires con dirección de Hugo Maggi.
Ediciones De la Flor publica, en Buenos Aires, su libro de novelas breves "Hotel
familias. Confesiones de un poeta de provincia".
1974
Se exilia en México, donde permanecerá nueve años.
Se estrena su obra de teatro "Se armó la murga".
El 20 de junio se estrena el film de Osías Wilenski "Dale nomás", según los
cuentos "En la recova" (Héctor Lastra), "El olvido" (Mario Benedetti), "Un hilo
de oro" (Rodolfo Walsh), y "Falta una hora para la sesión" (Pedro Orgambide).
1975
En México, funda la revista Cambio, junto con los escritores Juan Rulfo, José
Revueltas, Heraclio Zepeda, Miguel Donoso Pareja y Julio Cortázar.
1976
Recibe el Premio Casa de las Américas por su libro de cuentos "Historias con
tangos y corridos".
Obtiene también, la mención del Premio Nacional de Novela de México por
"Aventuras de Edmund Ziller en tierras del Nuevo Mundo" (Grijalbo, Barcelona,
España).
Es jurado del premio Casa de las Américas.
Coordina el taller de escritores del Instituto Nacional de Bellas Artes de
México.
1977
Recibe el Premio Nacional de Novela (México).
1978
Hasta 1979, trabajará como Profesor de Literatura en la Universidad Nacional
Autónoma de México (UNAM).
Se publica su libro ensayo "Borges y su pensamiento político" (Cuadernos de la
Realidad Latinoamericana, Bogotá).
1980
Hasta 1981 coordinará el Taller Literario del Instituto Nacional de Bellas Artes
de México.
1983
La editorial Bruguera publica la primer parte de la trilogía de novelas de la
memoria, "El arrabal del mundo".
En México, aparece "Cantares de las madres de Plaza de Mayo", con portada e
ilustraciones de Jorge Sposari (Editorial Tierra del Fuego).
Regresa a la Argentina.
1984
Aparece la segunda parte de la trilogía de novelas de la memoria, "Hacer la
América" (Bruguera).
1985
La edición de "Pura memoria", completa su trilogía de novelas de la memoria
(Bruguera).
La Editorial Pomaire publica la autobiografía "Todos teníamos veinte años".
Se editan también sus libros de ensayos "Genio y figura de Martínez Estrada"
(EUDEBA) y "Gardel y la patria del mito" (Legasa).
1986
Se estrena su obra de teatro "Eva", protagonizada por la actriz Nacha Guevara.
Se publican "Historias imaginarias de la Argentina" (Legasa) y el libro de
cuentos "La mulata y el guerrero" (Ediciones del Sol).
1987
La editorial Legasa publica su novela "La convaleciente".
1989
Se publica, en Buenos Aires, "El negro Tubua y la Tomasa" (Colihue).
Se estrena su obra de teatro "Discepolín", con música de Atilio Stampone.
1990
La editorial Colihue publica "Estaba la paloma blanca", con ilustraciones Myriam
Holgado.
1991
Con ilustraciones de Juan Carlos Marchesi, aparece "Che amigos" (Colihue).
1993
En Buenos Aires, aparece el libro de cuentos "Mujer con violoncello" (Beas).
1994
Se publican su novela "Un amor imprudente" (Norma) y la biografía "Horacio
Quiroga, una biografía" (Planeta).
Recibe el Premio Konex Diploma al Mérito, en la categoría Cuento: quinquenio
1989-1993.
1995
Recibe el Premio Municipal Gregorio de Laferrére, por su obra de teatro "Don
Fausto" (Asociación Amigos del Complejo Teatral Enrique Santos Discépolo,
Secretaría de Cultura de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires).
El Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos publica, en Buenos Aires,
"Crónicas del nuevo mundo".
Rodolfo Walsh, el escritor entre
todos, por Pedro Orgambide (1989), formato imagen, clic para descargar
1996
La editorial Norma publica, en Bogotá, la novela "El escriba".
Aparece, en Buenos Aires, su volumen de ensayo "Ser argentino" (Temas).
1997
Obtiene el Premio a la Trayectoria
Artística del Fondo Nacional de las Artes.
Publica la novela "Un caballero en las tierras del sur" (Atlántida) y el ensayo
"Un puritano en el burdel. Ezequiel Martínez Estrada o el sueño de una Argentina
Moral" (Ameghino editora).
El Instituto de Movilizador de Fondos Cooperativos publica, en Buenos Aires,
"Recordando a Tuñón: testimonios, ensayos y poemas", con prólogo, selección y
notas de Pedro Orgambide.
1998
Se publican "Cuentos con tangos" y "El hombre de la rosa blindada: vida y poesía
de Raúl González Tuñón" (Ameghino), la novela histórica "Una chaqueta para
morir" (Temas), "Antología personal" (Instituto Movilizador de Fondos
Cooperativos), "Las botas de Anselmo Soria" y "Poética de la política"
(Colihue); y "Memorias de un hombre de bien" (El francotirador).
1999
La Universidad Nacional de Quilmes publica "Los desocupados: una tipología de la
pobreza en la literatura argentina" con prólogo, selección y notas de Pedro
Orgambide.
2000
La editorial Atlántida publica, en Buenos Aires y en México, su libro "Leandro
N. Alem o la noche es buena para el adiós".
2001
Se publican "Buenos Aires: la novela" (Alfaguara) y "La Bella Otero: reina del
varieté" (Sudamericana).
El 4 de julio se estrena el film "Temporal", dirigido por su hermano Carlos
Orgambide y con guión propio, sobre una novela de Ricardo Cordero.
En el mes de septiembre, es nombrado Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Buenos
Aires, Empeora su estado de salud.
2002
En Buenos Aires, aparecen "Diario de la crisis" (Aguilar) y "El maestro de
Bolívar: Simón Rodríguez, el utopista" (Sudamericana).
2003
El 19 de enero muere como consecuencia de un ataque cardíaco, en su casa en la
ciudad de Buenos Aires.
- “Creo que somos aristócratas del
espíritu en obligado traje de mendigos. La Argentina me recuerda esas películas
de Chaplin donde un pordiosero se saca los guantes con gesto aristocrático.”
- “Lo que siempre hubiera deseado ser, y no fui, es un gran poeta. Es mi gran
fracaso. Aunque para equilibrar, la mirada poética está en otro lado. Busco la
exaltación lírica, el estado de canto, la inspiración, trato de inducir el
placer. Y si voy a hacer un mandado por la calle imagino un cuento, aunque luego
no lo escriba. He sido letrista de tango, bailarín, pero sólo soy un escritor
que baila tango. A través de la literatura uno llega a hacer todo lo que quiso y
nunca pudo.”
- “En la propia escuela solía aprender a golpes de regla. Es que era muy rebelde
y peleador: desafiaba a pelear hasta a los maestros. Fui el típico niño-problema
de Piaget.”
- “Mi mayor virtud literaria es poder llevar al papel la oralidad y lo coloquial
poder decirlo de diferentes maneras. Y más aún, crear este ardid: lo que no es
coloquial transformarlo en coloquial. Y en los momentos en que llevo un
pensamiento abstracto como el ser, la nada o la muerte, a un lenguaje sencillo,
siento una exaltación, una especie de orgasmo.”
- “Soy un escritor realista heterodoxo. Yo me doy cuenta que a veces empiezo a
escribir como un buen escritor realista de los años veinte, y después me voy por
cualquier lado, se me pianta la fantasía. Prefiero considerarme un contador de
historias.”
- “El éxito es un impostor, y el fracaso también. Un escritor escribe lo que
quiere, y tiene cuentas pendientes con él mismo, con su historia, con su vida,
con su país. La literatura debe hacerse cargo de la vida, por más que la
historia, como decía Marx, a veces avance por el lado malo.”
- “No tengo agente literario. Negocio mis libros como un jugador de truco.”
- “La globalización trae un carácter reductor de las nacionalidades. Ya los
comunistas de antes, como mi papá, se proclamaban ciudadanos del mundo. Y él me
enseñaba que soy hermano de los etíopes y de los republicanos españoles. ¿Por
qué tengo que ser hermano de los que pierden siempre? Creo que hoy la idea de lo
nacional se parcializa y se reduce a los elementos negativos que tiene el
nacionalismo, que es el chauvinismo, la desconfianza del otro, al encerrarse.”
Opiniones autorizadas
Su nombre completo era Pedro Gdanski Orgambide y fue unos de los escritores
argentinos más prolíficos. Publicó novelas, ensayos y biografías. Además, fue
periodista, autor de obras teatrales y de libretos para la televisión. Su obra y
sus reflexiones siempre tuvieron un compromiso con la realidad política y social
ya que era de esos narradores que consideraban que la escritura podía ayudar a
reflexionar y a cambiar el mundo. Apasionado por el tango, lo bailaba cada vez
que podía. En el video lee el cuento "Lástima bandoneón"
- Vicente Battista: “La literatura
de Pedro era esencialmente argentina, incluso durante su exilio en México,
cuando con Rulfo y Cortázar, fundó la revista literaria Cambio. Otro elemento
importante es la vastedad de los géneros que frecuentó, porque no se achicaba
frente a ninguno. Novelas como Hacer la América, Buenos Aires, la novela y un
texto más intimista como Un amor imprudente, entre cerca de los 40 libros que
llevaba publicados, quedarán en el futuro como el patrimonio de un escritor que
no está reconocido por la Academia. Hay un texto teatral suyo, que se representó
en los 70, Juan Moreira, supershow, con Enrique Pinti, una parodia sobre lo
gauchesco, que me quedó grabado para siempre. Pero también era un placer estar
en una reunión con él, oírlo narrar historias durante minutos, incluso horas, en
las que nos envolvía con su manera de interpretar los personajes de esos
relatos”.
- Isidoro Blaisten: “Pierdo a un amigo muy querido. Pedrito era un ser humano
distinto, una personalidad compleja. Un porteño de los de antes, que valoraba el
valor de la palabra empeñada. Era un notable narrador oral, con una memoria
prodigiosa; hubiera sido un excelente actor. Recuerdo que una vez fotocopió un
cuento mío y lo presentó a una persona, para ayudarme a conseguir trabajo.
Aunque era un porteño enchapado a la antigua, no era un chanta. Tenía la
convicción, como excelente lector que era, de que no había que abrumar a los
lectores. Su literatura aparece emparentada, por un estilo de narración muy
directo, con la línea tradicional de un Fray Mocho. Su preocupación fue siempre
ser un escritor popular; no era proclive a los circunloquios elitistas o
intelectuales.
- Carlos Gorostiza: “Aunque no éramos amigos, porque la velocidad en esta ciudad
interrumpe, lamentablemente, la frecuencia de los encuentros, tengo un recuerdo
entrañable de su presencia en la literatura argentina. Era un trabajador
constante, que desplegaba en la mayoría de sus obras de teatro y novelas la
presencia de un porteño ineludible. Su literatura era combativa a pesar de que
no era una literatura de militancia política”.
- Abelardo Castillo: “Pedro está profundamente vinculado con mi juventud. En la
revista que él dirigía, Gaceta literaria, gané un premio con El otro Judas, mi
primera obra de teatro, cuando tenía 24 años. Pedro forma parte de mi familia
espiritual. Aunque siempre hemos discutido públicamente por cuestiones
ideológicas propias de nuestra etapa de juventud, nuestra amistad estaba por
encima de todas las discusiones. Además, él escribió una de las primeras
críticas sobre mi libro Las otras puertas. Por todo esto, por el amigo que se
fue, digo que Pedro, al igual que Humberto Costantini, Armando Tejada Gómez y
Mario Dellelis, forman parte de mi panteón personal. Para mí, Pedro era, sin
ánimo de exagerar, una especie de hermano literario.
La novela de Roberto Arlt
Se dice que El escriba, novela publicada por Orgambide en 1996, es la obra que
Roberto Arlt hubiese querido crear, impulsado por el desprecio y la fascinación
que le provocaba Natalio Botana, director y dueño de Crítica. “Una noche, en un
café de la calle Rivadavia, el poeta Conrado Nalé Roxlo me reveló el origen de
esta historia. Me dijo que Arlt había pensado escribir una novela que se
llamaría El ladrón en la selva de ladrillos y que tendría como principal
personaje al director del diario Crítica, en el que ambos trabajaron. No había
manuscrito alguno. A Nalé se le ocurrió que yo podía escribirlo a partir de la
parodia, usando la imaginación. Decidí cumplir el mandato de Nalé: contaría la
novela de su amigo o su novela; sería el escriba. Pero, a la vez, relataría no
sólo su versión, sino la de otros sobrevivientes de la época”, explicaba
Orgambide.
Estamos enfermos de prejuicio. Juzgamos a priori. Hace pocos días se publicó una
noticia INMENSA, dando cuenta que dirigentes de la Asociación Bancaria, habrían
practicado una malversación de fondos del valor de los 3.000 millones de pesos.
No era así. Nunca se movieron del Banco de la Nación. Los imputados tuvieron que
recurrir a una costosa solicitada para la aclaración. Aclaración que seguramente
no leyeron los mismos que sí leyeron la acusación. Y con el prejuicio encima de
la frase archisabida: "Cómo no iban a robar: son dirigentes gremiales..." O
"cómo no iban a robar: son políticos". Pedro Orgambide, que vive y siente la
Argentina prejuiciada e incomunicada -todos hablan, nadie escucha- nos describe
en esta investigación, un siglo y medio de racismo: peronistas-antiperonistas;
federales-unitarios; gringos, turcos, judíos... Somos racistas...
CRÓNICA DEL PREJUICIO
Tanto en los enfrentamientos políticos como en nuestra vida diaria de relación,
suelen aparecer viejos prejuicios que tienen larga historia en el repertorio
humano. Esto nos alivia de desmesuradas culpas. Por eso, tal vez, parezca
exagerado hablar de prejuicios de los argentinos, una pretensión totalizadora
que puede, por momentos, ser injusta. Sin embargo, bien vale la pena el riesgo
si logramos, como propone Bertrand Russell, hacer de nuestra inarticulada
certidumbre una articulada incertidumbre que nos acerque a la verdad. A más de
diez años de la caída de Perón, a más de cien años de Caseros, los malentendidos
continúan y se mantienen, más o menos rígidas, las posturas peronistas y
antiperonistas, federales y unitarias, provincianas y porteñas. Al mismo tiempo,
arraigados prejuicios frente al gringo, descubren, de tanto en tanto, síntomas
de racismo y antisemitismo que, en este contexto, tienen características
propias.
Tal vez en la pequeña historia, en la crónica de costumbres -a las que fueron
tan aficionados los escritores del siglo XIX- encontremos algunas pistas de
nuestro actual desencuentro.
Comunicado Movimiento Peronista Montonero (escisión ), 18 de marzo 1980. Clic
para descargar
PROHIBIDO CASARSE CON ESPAÑOLES
-¡Gallego! ¡Sarraceno! ¡Maturrango! En cada calificativo, el rebelde de 1810, el
hijo del país, el criollo, volcaba un odio contenido, latente durante varios
siglos de sometimiento. Emergía así, como en cada momento de crisis de la
historia, como en toda mutación política, con su fuerte carga irracional,
generadora de prejuicios. Gallego, sarraceno y maturrango era todo español
dedicado al comercio. actividad que más tarde el hijo del país debía heredar,
por derecho propio, por justicia revolucionaria. Indio, salvaje, plebeyo, eran
las réplicas de los españoles fieles a la monarquía. El intercambio de injurias,
ocultaba, sin duda, los verdaderos móviles del enfrentamiento, trataba de
resolver mágicamente el conflicto de fondo. El hijo del país debía asumirse como
autoridad, debía abolir, definitivamente, la política paternalista de España.
Alentado por otras potencias colonialistas, sobre todo por Inglaterra, -que veía
en el Río de la Plata la posibilidad de un importante emporio- el criollo, el
rebelde de 1810, ejecutaba (no sin tensiones, dudas y dramáticas alternativas),
su parricidio político. El hijo del gallego, sarraceno y maturrango cortaba su
cordón umbilical y, como sus antepasados, quemaba las naves. Esta era su tierra,
su vida, su límite. Para él, la historia comenzaba ahora. Y el 11 de abril de
1817 el Gobierno prohibía el matrimonio de españoles con hijas del país.
Es evidente que este decreto poco importaba a las criollas que parían en los
ranchos, a la india de la toldería o a la negra y mulata de la servidumbre. Para
ellas no tenía sentido la sutileza de la letra escrita, los negocios -de dinero
o amor- de los señores. Estaban fuera del juego. Sus hombres luchaban ahora como
soldados de la Independencia, o habían muerto en las Invasiones Inglesas, eran
carne de fortín y malón. El decreto se refería a otras hijas del país, a las
señoras y señoritas que en nada se diferenciaban de sus abuelas españolas. Fue
en esas hijas del país, obedientes a la autoridad de la Iglesia, educadas en la
tradición española, donde, paradójicamente, prendió el prejuicio antiespañol. En
las memorias de María Rosa Oliver, encontramos uno de sus rastros. Cuenta la
escritora que, al enterarse de que su abuela estaba emparentada con Remedios de
Escalada, la mujer del General José de San Martín, le preguntó a la abuela si
ella había conocido al prócer.
-El tío Pepe era un ordinario -le contestó.
-¿Cómo?
-Sí, un ordinario... un grosero.
-¿Porqué?
-Hablaba como gallego... Se casó con una Escalada para hacerse conocer...
EXTRANJERO, PERO MUY CIVILIZADO
Otro memorioso, José A. Wilde, nos
informa sobre pintorescos prejuicios de los hijos del país. Corre el año 1828.
Un paisano comenta con Wilde (que entonces tiene doce años) las habilidades de
un gringo que anda a caballo a lo criollo con pasadores y argollas de plata, que
usa espuelas y toma mate como un gaucho.
-Niño... ¿conoce a don Ricardo?... ¡Cómo no lo ha de conocer!... ¡Qué mozo tan
güeno, mejorando lo presente!... ¡ Qué caballero!... El es extranjero, es
verdad.. ¡pero muy civilizado!
"Por lo que se ve -agrega Wilde- la civilización para él consistía en lo que
dejamos enumerado; usar espuela grande y sentarse bien a caballo." Una pauta
cultural como cualquier otra, de todos modos. Como tomar mate. De esas
costumbres, hábitos, pequeños detalles de la vida cotidiana, el hijo del país
haría un culto, crearía su mitología, sus diferencias con el gringo. El grupo
comunitario debía integrarse y, al menos por un tiempo, cerrarse en lo suyo,
defenderse. Las amenazas reales -luchas en el exterior, guerras civiles- se
unían a las amenazas imaginarias de toda comunidad incipiente. En ella se
generaron toda clase de malentendidos, de prejuicios que aún sobreviven con
distintas máscaras. El extranjero era lo distinto, lo hostil. A un hijo de
gringo se lo menoscaba diciéndole: Tu madre toma café. O, como lo testifican las
coplas, cantando a su paso:
"Toma mate, che
toma mate y avívate,
que en el Río de la Plata
no se toma chocolate."
Tal vez como una reacción a las clases altas, sometidas material y
espiritualmente a Europa, el pueblo expresó, con gracia y picardía, los aspectos
ridículos de otras comunidades en las que proyectaba su resentimiento. Creo que
el despectivo Don Guillermo para referirse a todo inglés, tiene una connotación
más amplia que la mera burla a un súbdito del Imperio Británico, que se refiere,
en todo caso, a personas que por su rango y dinero pueden ostentar el don que
los separa de la mayoría. Franchute, para el hombre del pueblo, no era cualquier
francés sino un señor, un doctor, un cajetilla. Pero aún así -admitiendo su
necesidad revulsiva y rencorosa- burla. epíteto, apodo, injuria, sirven como
alimento básico para nuevos prejuicios. Ellos son manejados, con indudable
astucia, por los que detentan el poder. E! paternalismo hispánico, su espíritu
feudal, se transforma entonces en el gobierno patriarcal y gaucho de don Juan
Manuel de Rosas.
Orgambide: Política y literatura, entre Borges y Gardel, entrevista realizada en
julio de 1978 en el Comité de Solidaridad con el Pueblo Argentino, México,
publicada en "Denuncia", revista orientada a la comunidad argentina en el
exilio. Clic para descargar
ROSAS Y EL ESPÍA INGLES
William Mac Cann, hombre de negocios inglés (más tarde acusado de espía) ha
dejado un vivido retrato de Rosas, en el que elogia su capacidad política, su
manera franca y campechana de tratar asuntos tan delicados como el bloqueo
francés o la penetración inglesa en el Río de la Plata. El comerciante (o el
espía) británico cuenta cómo Rosas manejaba hábilmente los prejuicios, odios y
temores de su pueblo. El había creado el lema que llevaban todos los ciudadanos:
"¡Viva la Confederación Argentina! ¡Mueran los salvajes unitarios!", adoptado
contra el parecer de los hombres de alta posición social. Para él era necesario
conmover al pueblo en todos sus estratos, crear, como más tarde hizo Perón,
slogans de impacto directo y popular. Gaucho entre los gauchos, amo y protector
de los negros. Rosas surge como un padre a la vez cruel y justo, alabado y
escarnecido con igual pasión durante los últimos cien años. "En la casa del
general Rosas se conservaban algunos resabios de usos y costumbres medievales
-cuenta Mac Cann-. La comida se servía diariamente para todos los que quisiesen
participar de ella, fueran visitantes o personas extrañas; todos eran
bienvenidos. La hija de Rosas presidía la mesa y dos o tres bufones (uno de
ellos norteamericano) divertían a los huéspedes con sus chistes y agudezas". En
este contexto feudal, que otros han narrado de manera parecida -entre ellos, el
talentoso sobrino del Restaurador; Eduardo Mansilla- era natural que se
desconfiara del gringo, del posible invasor, el aliado de los proscriptos de
Montevideo. Más aún: gringo era no sólo aquel que había nacido, en otra tierra,
sino el hijo del país en el exilio, el intelectual, el político, el poeta
disconforme que se transformaba, a los ojos de un buen federal, en un traidor,
en un apátrida, en un perro y salvaje unitario. En la otra orilla, como
reacción, federal sólo era el mazorquero, el gaucho malo, el alzado chusmaje.
Entretanto, hacia 1845, llega a la Argentina la primera inmigración gallega, que
provee de sirvientes a la ciudad y peones al campo. Se producen algunos casos de
fiebre tifoidea, que la gente atribuye a las barcadas de los inmigrantes. La
"fiebre de los gallegos" trae un nuevo brote prejuicioso: ahora el chivo
emisario de los odios y temores de la comunidad es el recién llegado. Para
curarlo, Rosas lo destina al servicio de las armas; si tiene buena letra -¡eso
sí!- le da un puesto de escribiente.
LA INVASIÓN DE LOS GRINGOS
Los vascos tienen mejor suerte; hechan fama de sanos y honrados. No obstante,
uno de los primeros en llegar, un vasco-francés, asesina brutalmente a un,
comerciante llamado Achinelli por cuestiones de dinero. En 1845 los
anglo-argentinos sirven en la Guardia Nacional, un verdadero paso adelante, ya
que hasta entonces se consideraban súbditos de la corona británica. A la caída
de Rosas, y siguiendo el lema alberdiano de gobernar es poblar, llegan los
italianos, la inmigración más fuerte, la que se ha enraizado profundamente con
las virtudes y vicios de los hijos del país, agregándoles generosamente los
suyos. De 1874 al 80, llegan a la Argentina 268.504 inmigrantes. Colonos,
peones, comerciantes, aventureros y hambrientos de toda, índole. Entretanto el
general Roca avanza hacia el desierto, la civilización se extiende sobre un
tendal de harapos, de cadáveres indios y milicos. Sola, la voz de Martín Fierro,
canta, altiva, el destino del hombre perseguido. Un gallego pecoso y retacón,
-según las malas lenguas-, un cuchillero llamado Juan Moreyra entra en la fama
del folletín, del circo, de la historia. El gaucho cimarrón se asoma a la orilla
de la ciudad, entra al suburbio, canta su rencor en la milonga del prostíbulo.
El trabajo no es para él, es cosa de grávanos, de tanos. Y él, que ahora es el
guapo y más tarde el malevo, anda todavía buscando el padre que lo ampare. Lo
encuentra en el oligarca que antes lo mandó al fortín y que ahora lo toma de
sirviente en la parroquia.
Entre los grévanos, los tanos, los ganapanes, vienen los primeros agitadores
obreros, socialistas y anarquistas que concilian su pensamiento mesiánico,
evangélico, con el más depurado terrorismo de la época. Llegan los tipógrafos
alemanes que conocieron a Marx, algún francés que estuvo en la Comuna de París,
judíos polacos y rusos del pogrom, libaneses, sirios y turcos, buhoneros,
tocadores de organito, sederos de las calles del sur. Y cuando la crisis
económica que estallaría en el 90, necesita de chivos emisarios, no falta el
argentino que en nombre del sentimiento nacional acuse a los gringos. Es mejor
apalear a un turco, o a un ruso que cuestionar las finanzas de los procrees. Hay
que buscar la roña afuera. El antisemitismo de Martel, que ni siquiera es
militante, empequeñece su percepción de La Bolsa. El anti-inmigracionismo de
tradicionales y buenos criollos, impide una justa apreciación de la política
nacional. La incipiente pequeña burguesía carece de ideólogos. Aristóbulo del
Valle, el "turco" Alem, pueden ser excepciones. Entre la crisis del 90 y los
festejos del Centenario, se entibian las aguas de la revuelta. El privilegio
está intacto; el gringo en el boliche y el guapo en el comité.
EL PREJUICIO ANTISEMITA
Entre los discursos patrióticos del Centenario, los cantos a los ganados y las
mieses, Alberto Gerchunoff sueña la égloga de los gauchos judíos. Aquí están,
como en la nueva Tierra Prometida, los hijos de Israel, los sobrevivientes de la
inquisición y de la diáspora. Son los colonos de Entre Ríos, buenos jinetes,
gauchos que leen el Antiguo Testamento y guardan los sábados. Menos poética
transcurre la vida de otros inmigrantes de Polonia y de Rusia, en los
conventillos de la ciudad, en los ghettos abiertos -que comparten con sirios e
italianos- en el Once, Villa Crespo y La Paternal. Sobrios ucranianos, movedizos
y fantasiosos galitzianos, judíos marroquíes y turcos, se asoman a la. vida de
la ciudad, a los zaguanes donde cuelgan sus telas. Ejercen el pequeño comercio
-condena de la diáspora- y también los humildes oficios; hay carpinteros,
marroquineros, caldereros, chapistas, changadores, carniceros y tejedores. Y no
falta el intelectual que funda una revista, y que le pide una colaboración a
Juan B. Justo. El líder socialista manifiesta su aversión a las colectividades
cerradas y propone una sociedad donde el hombre se reconozca en otro hombre más
allá de sus remotos orígenes, sean éstos quechuas, celtas o hebreos. Tal es, por
otra parte, el pensamiento de Marx sobre la cuestión judía. Sin embargo, Trotsky
ha demostrado que el prejuicio antisemita sobrevive en las sociedades
socialistas, porque es, en última instancia, un remanente de siglos. En todo
caso, en la Argentina burguesa y liberal de aquel entonces, el llamado de Juan
B. Justo estaba destinado al fracaso. Por otra parte, los jóvenes nacionalistas
se ofuscaban ante el malestar político del país y buscaban en los extranjeros
las causas de sus males. Es cierto que entre los obreros que exigían mejores
salarios y condiciones más humanas de trabajo se encontraban no pocos
extranjeros, los que chocaban, durante las huelgas o las celebraciones del 1° de
Mayo, con la policía brava, con los cosacos que bañaron en sangre la plaza
Lorea. También es cierto que los obreros -argentinos o gringos- respondieron con
violencia a la violencia. Lo que es difícil explicar es por qué esa violencia se
canalizó en forma de pogrom, por qué la Semana Trágica, derivó de lucha clasista
en persecución, racial. Para comprenderlo tenemos que recurrir a otros ejemplos
de la historia donde el judío sirve de pretexto para descargar diferentes
tensiones de tipo político, económico y religioso. En este aspecto, la Argentina
no fue una excepción. El prejuicio antisemita se mantuvo vivo durante varias
décadas y se transformó en bandera de algunas agrupaciones extremistas que, al
lema de "Mate a un judío.., ¡haga patria!", nuclearon a no pocos muchachos de
nuestras familias patricias. Eran los años de la Segunda Guerra Mundial. Nuevos
odios, nuevos prejuicios, nos deparaban otra encrucijada. .
EL ALUVIÓN ZOOLÓGICO
El 17 de octubre de 1945, irrumpen, en las calles de Buenos Aires, legiones de
trabajadores, de mujeres, de chicos, que vivan el nombre de Perón. El suburbio
altanero, el frigorífico, la fábrica, están presentes en esa marcha sobre Buenos
Aires; también está presente el campo, la peonada indócil, que salta,
metafóricamente, el alambrado de las buenas costumbres y refresca sus pies en
las fuentes de la Plaza de Mayo. Un ardoroso exhibicionismo preside la fiesta y
el descamisado transforma en símbolo su irreverencia, su corte de manga al
patrón, que hace extensivo a los proletarios de cuello blanco, socialistas y
comunistas de la Unión Democrática. Una forma civil de montonera en busca del
caudillo recorre las calles y despierta, como es natural, el rechazo o el
violento repudio de los adversarios. Un político los califica de aluvión
zoológico. El aluvión humano recibe, desde su nacimiento, el calificativo
ominoso que -más allá de la significación política- entra en el campo
generalizado del prejuicio. El fenómeno no es nuevo. Los criollos calificaron de
"chanchos" a los españoles y éstos de "asnos" a los hijos del país. Una buena
parte de la caricatura política xenófoba adjudica nariz de loro y oreja de burro
a los judíos y será lobo el inglés y zorros los franceses. Desplazar el objeto
de nuestra aversión a una característica no humana, siempre nos tranquiliza.
¿Pero qué hacer cuando lo que desplazamos con la fantasía permanece en la
realidad-? ¿Qué hacer, en este caso concreto, con millones de nuestros
semejantes que, sin pedir permiso, entran en nuestro barrio, en nuestro Café, en
nuestro cine? Al triunfo peronista siguió una inmigración dentro del país, un
traslado masivo del campo a la ciudad. El recién llegado, el intruso, no sólo
sufrió el rechazo, el menosprecio de la clase media, liberal y democrática, sino
también el de sus hermanos de clase, el de sus compañeros de taller o de
fábrica. Su pañuelo ostentoso, su lapicera en el bolsillo superior del saco,
fueron motivo de burla, como un siglo y medio atrás las levitas, galeras y
bastones de los esclavos negros orgullosos de su libertad. "Monos vestidos", se
les dijo a aquéllos, "Cabecitas negras", se los llamó a éstos, a los nuevos e
inoportunos conquistadores de la ciudad.
EL CABECITA
El desprecio por el cabecita negra, su rechazo por parte de la pequeña burguesía
liberal y democrática, muestra hasta qué extremos el prejuicio impregna nuestras
racionalizaciones. Reconocer en él, en el provinciano, al hijo del país, a una
de nuestras partes, significa lisa y llanamente aceptar el viejo conflicto entre
capital y provincia, entre unitarios y federales, entre ejército regular y
montonera, entre gobierno patriarcal y gran puerto fenicio. Es algo que está más
allá de las racionalizaciones del pequeño burgués, liberal y democrático,
presionado por su realidad económica, por su desmesurado sueño de grandeza, por
su deseo de ingresar, económica y espiritualmente, a la clase alta. Obsesionado
por su status, por su apellido gringo, por su falta de tradición, se siente, en
su rechazo al cabecita negra, aliado a los que mandan. Ellos y él, por fin,
tienen algo en común. Sin embargo, esto no deja de ser una ilusión. Ser
diferente, ser gente, ser bien, significa no tener nada en común con ese
intruso, que nos recuerda un origen humilde, de trabajo, de pequeñas
humillaciones cotidianas. En. esta fantasía, el pequeño burgués transfiere sus
propias carencias al cabecita negra: el otro es el indolente, el ignorante, el
poca cosa, el advenedizo. "Ahora tendrán que trabajar", dice en 1955, a la caída
de Perón. "Los negros volverán a la cocina" hubiera dicho cien años antes,
después de Caseros. .
MODA Y PREJUICIO
Pero mandar al intruso a la cocina o a la cárcel, no da tranquilidad a nuestras
capas medias; ellas sufren, como el resto del país, los embates de la inflación,
de la inestabilidad política y económica, que les impide, como suelen decir,
vivir con decoro. No obstante, como ya es tradición (bastan leer las crónicas de
Alberdi o los cuadros costumbristas del 80) el argentino medio puede aparentar
un desahogado vivir, y aspirar, como premio, al señorío de las clases altas. Si
algo le preocupa verdaderamente es ser confundido con los de abajo, delatarse
-en un ademán, en un gesto, una palabra, en un vestido- como mersa. Los
humoristas, sociólogos empíricos, ya han señalado esta situación. Cabe agregar
que el vulgar temor a la vulgaridad lo lleva a copiar servilmente gustos, usos y
costumbres, que la publicidad y las formas masivas de comunicación se encargan
de imponerle. El estilo sofisticado de las revistas, el culto por las relaciones
públicas y privadas a nivel de ejecutivos, las modas, lugares de diversión o
jergas para iniciados, están indicando que nuestro depurado mersa se ha
transformado en un obediente imitador. No es raro que, a sus prejuicios
sociales, agregue algunos preconceptos sobre la importancia de pertenecer a un
país de raza blanca u otras ambigüedades que alimentan su orgullo.
Fuente: Revista Extra, abril de 1967, tomado de:
www.magicasruinas.com.ar/revdesto033.htm
"Nuestro norte es el Sur", declaraba en 1936 el pintor uruguayo Joaquín Torres
García. Un punto de vista compartido por otros artistas latinoamericanos, que
hicieron suyas las reformas estéticas del siglo XX.
[Para la revista TodaVÍA, diciembre de 2002]
América Latina siempre ha sido una fiel receptora de los cambios que se operaban
en el mundo, en los centros políticos y económicos de Europa. Esta
característica, que algunos con sentido peyorativo llamaron eurocentrismo, se
reflejó en las reformas estéticas que desde fines del siglo XIX tuvieron gran
resonancia en los países de la región.
Cuando el escritor uruguayo José Enrique Rodó publicó en 1900 su conocido ensayo
Ariel, alertaba a la juventud sobre la necesidad de acercar las nuevas
estéticas, con un sentido humanista, a los valores espirituales de esta parte
del mundo. Continuaba así la prédica iniciada en el siglo XIX por los cultores
del modernismo (el nicaragüense Rubén Darío, el cubano José Martí, el argentino
Leopoldo Lugones) que afirmaban, a partir de una nueva estética, la voluntad de
cambio y de autodeterminación de numerosos escritores y artistas de América
Latina.
Esta voluntad de cambio se había originado en las reformas educativas del siglo
XIX, que llevaron adelante hombres ilustres como Domingo F. Sarmiento, José
María Hostos, Andrés Bello, quienes impulsaron una renovación total de la
pedagogía y llegaron incluso a modificar la gramática del idioma común de esta
"América que habla en español". A ese cambio cultural siguió el cambio estético
que dejó atrás la retórica neoclásica heredada de España y los énfasis del
romanticismo de Inglaterra y Francia. Pero sólo a comienzos del siglo XX se hizo
muy clara esta correspondencia entre educación, literatura y arte.
El nacimiento del siglo inauguró, en el ámbito artístico, un extenso período
conocido como la modernidad. Lo nuevo estaba en la arquitectura (art nouveau),
en diversas escuelas pictóricas derivadas del impresionismo, en la exaltación de
los adelantos técnicos del nuevo siglo (el automóvil y el avión cantado por los
primeros futuristas), en los movimientos estéticos que respondían a los cambios
sociales y políticos que se sucedían en el mundo: el fin de algunas monarquías,
el crecimiento de la vida democrática en los países de América Latina, el ocaso
del mundo colonial. Los latinoamericanos dejaban de ser sólo receptores de esos
cambios, para transformarse en emisores de un mundo nuevo.
Así, en 1910, con la Revolución Mexicana se produce una de las reformas más
profundas en la vida política de ese país, que conlleva, a la vez, una
renovación estética: la que se expresa en el nacionalismo cultural de José
Vasconcelos y en el ciclo narrativo de la revolución, con emergentes como
Mariano Azuela, quien publica su novela Los de abajo en 1915. Con todo, la
reforma estética más significativa (al menos, la que más se conoce en el mundo)
es la que protagonizan los pintores del muralismo mexicano: Diego Rivera, José
Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros.
¿Hasta qué punto estos artistas asimilan las transformaciones estéticas del
siglo XX y las adaptan y condicionan a su realidad? Diego Rivera, por ejemplo,
residente en Europa desde 1907 hasta 1921, asimila la experiencia cubista "a la
mexicana" (el español Ramón Gómez de la Serna define esta experiencia como
riverismo). Por su parte, David Alfaro Siqueiros incursionó en el futurismo para
traducir el movimiento y la dinámica del siglo XX, a la vez que exploraba la
monumentalidad a partir de la escultura azteca. Lo nuevo, en todo caso,
consistía en vincular las reformas estéticas a la propia tradición
latinoamericana. Este criterio recorrió nuestro territorio, sumando diferentes
lenguajes. La osadía y el inconformismo del arte coincidían con otros
movimientos culturales; en la Argentina, por ejemplo, con la Reforma
Universitaria de 1918, que se expandió de sur a norte por su carácter renovador.
Cubismo y futurismo fueron las dos vertientes sobre las que construyó su obra el
argentino Emilio Pettoruti, el pintor arquetípico de la vanguardia en la década
de 1920. La misma época en que Jorge Luis Borges aparecía como epígono del
ultraísmo, la estética que valorizaba la metáfora como parte esencial del
discurso poético. Entretanto, en 1922, en México, Manuel Maples Arce proclamaba:
"El estridentismo es una razón de estrategia. Un gesto, una irrupción". Un
ademán irreverente que compartía en aquel tiempo el joven Borges, cuyo
criollismo suburbano se expresaba en el idioma de los argentinos, "el de nuestra
confianza, el de la conversada amistad", según decía.
Cuando el pintor uruguayo Joaquín Torres García dibujaba el mapa de América del
Sur invertido, con el extremo sur apuntando hacia arriba, señalaba un nuevo
camino estético: el del constructivismo universal. Ese mapa dado vuelta,
contralectura de los modelos estéticos europeos, puede leerse desde diferentes
puntos de vista en América Latina: desde los morros de la pobreza con las
ondulantes mulatas de Di Cavalcanti en Brasil, hasta los desocupados de Antonio
Berni en la Argentina. En ese mapa puede coincidir el lenguaje piccasiano con
los ritos yorubas del artista cubano Wifredo Lam, hijo de un chino y una mulata.
América Latina reformulaba de este modo, desde su realidad particular, el
movimiento de renovación artística que se producía en Europa, influenciado a la
vez (globalización avant la lettre) por la pintura oriental y la escultura
africana. Porque "todos aprendemos de todos", como decía el maestro Alfonso
Reyes. Así, durante las dos primeras décadas del siglo XX, junto a la oleada
inmigratoria que llega a la Argentina, se afianzan dos géneros teatrales de
origen europeo: el sainete y el grotesco. El primero, derivado del sainete
español y la zarzuela; el segundo, del grotesco italiano. Nadie duda hoy de que
se trata de dos vertientes fundamentales del teatro criollo, del llamado "género
chico", cuya vigencia se prolongó hasta los años treinta.
Un nuevo tipo de intelectual aparecía entonces en la Argentina: ya no era el
hijo de la familia patricia, dueño de la riqueza material y la cultura, sino un
descendiente de la oleada inmigratoria. Dos hermanos pueden servir de ejemplo:
Enrique Santos Discépolo, el famoso autor de tangos, además de actor de cine y
teatro, y Armando Discépolo, considerado el padre del grotesco argentino. En
ambos se funde lo culto y lo popular. Eran hijos de don Santo, un músico
italiano que llegó a la Argentina con una medalla del Conservatorio Real de
Nápoles y que trabajó en Buenos Aires en la banda de bomberos. Los hermanos
Discépolo pertenecen a esa oleada de hijos de inmigrantes, a la "chusma bravía",
como la llamaba Evaristo Carriego, que simpatizó a comienzos del siglo XX con el
anarquismo, que acompañó después el ascenso del radicalismo al poder, que
denunció el golpe de Estado de 1930 y los años de crisis, fraude y ollas
populares. Otro de esos hombres fue el poeta Homero Manzi, animador de FORJA
(Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina) en 1935, quien diez años
más tarde propició el acercamiento de un grupo de intelectuales al incipiente
peronismo. Ajeno a todo elitismo, Manzi, autor de memorables tangos y milongas,
prefirió ser –como él decía– "antes que un hombre de letras, un hombre que hacía
letras para los hombres".
Vanguardia y política estaban presentes en la obra de los pintores argentinos de
los años treinta y cuarenta, como Lino Enea Spilimbergo, quien había estudiado
en Francia con André Lothe y quien, influenciado por el cubismo, buscaba un
acercamiento a lo social, lo mismo que Raúl H. Castagnino. Otros pintores
trabajaban como escenógrafos del teatro y el cine nacional, donde se reflejaban
problemas sociales de la Argentina. Películas como Prisioneros de la tierra
(1939), dirigida por Mario Soffici, o Los afincaos (1941), dirigida por el
novelista y fundador del Teatro del Pueblo, Leónidas Barletta, muestran el alto
grado de madurez alcanzado en el cruce de lo político y lo estético.
Otro tanto ocurría con la novelística de Brasil en aquel entonces (representada
por Manuel Antonio de Almeida, Machado de Asís, Lima Barreto), que había
incorporado elementos del habla y la tipología popular que encontrarán luego su
resonancia en la estética de Guimaraes Rosa y en la épica y la picaresca de
Jorge Amado. Coincide este movimiento literario con la pintura de Cándido
Portinari, un muralismo que logra el feliz sincretismo entre la experiencia
estética de las vanguardias y la preocupación social y política.
Así como en la música brasileña no hay límites rígidos entre lo culto y lo
popular (Villalobos es un exponente de este rasgo), tampoco lo hay entre las
artes plásticas y las fiestas populares. En San Pablo, Flavio de Carvalho
realiza exposiciones de arte cerca de donde transcurren las fiestas de carnaval,
y se lo considera un precursor de la perfomance en América Latina desde que
irrumpió, irreverente, en una procesión de Corpus Christi.
En Chile, el artista y arquitecto Roberto Matta, quien trabajó en París con Le
Corbusier y fue amigo de García Lorca y Salvador Dalí y militante del
surrealismo liderado por André Breton, hacía suyas las palabras de su
compatriota, el poeta Vicente Huidobro: "El poeta, conciencia de su pasado y de
su futuro, lanza al mundo la declaración de su independencia frente a la
Naturaleza. Y no quiere servirla más en calidad de esclavo". La obra de Roberto
Matta, quien murió a fines de 2002, abarca varias décadas del siglo XX, de sus
vanguardias estéticas y de sus peripecias políticas.
Así como en las primeras décadas del siglo XX la literatura registra las voces
del indigenismo (por ejemplo, en la obra de José María Arguedas), en la segunda
mitad del siglo esas voces se complementan con el realismo trascendente de Juan
Rulfo, con la experimentación formal de los escritores del boom latinoamericano
(Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Julio Cortázar) y
con lo real maravilloso de Alejo Carpentier.
Un proceso parecido tiene lugar en la plástica latinoamericana, con el
ecuatoriano Osvaldo Guayasamín, el peruano José Sabogal, el mexicano Luis Cuevas
y el argentino Carlos Alonso, quienes retoman, a veces de manera paródica, temas
y personajes utilizados por los europeos. Así, Carlos Alonso traduce La Divina
Comedia en imágenes contemporáneas que representan un infierno castrense,
ámbitos de tortura, un cielo de cosmonautas. Su visión expresa las vicisitudes
de nuestro tiempo, tanto como el Dante expresa las del suyo. Habría que sumar a
estas experiencias el gesto paródico-histórico que realizaron en los años
sesenta los integrantes argentinos de la Nueva Figuración (Rómulo Macció, Luis
Felipe Noé, Carlos de la Vega y Ernesto Deira), quienes compartieron ese tiempo
de cambios con el informalismo, el arte óptico y conceptual o el pop, originado
en los Estados Unidos y con fuertes resonancias en los centros urbanos de
América Latina. La tarea de analizar este complejo sistema de influencias aún
está en sus comienzos y seguramente abrirá nuevas perspectivas a la exploración
crítica.
El mapa dado vuelta de América Latina no significa ruptura con las estéticas del
siglo XX, sino su adecuación a los nuevos puntos de vista que surgieron en esta
zona, como signos vitales de su libertad creativa. Su aventura, su necesidad de
cambio, su alejamiento del eurocentrismo, tal vez sean una señal de madurez, la
afirmación de su identidad en relación con el mundo que le ha tocado en suerte.
Ella tuvo la culpa, señor Juez. Hasta entonces, hasta el día que llegó, nadie se
quejó de mi conducta. Puedo decirlo con la frente bien alta. Yo era el primero
en llegar a la oficina y el último en irme. Mi escritorio era el más limpio de
todos. Jamás me olvidé de cubrir la máquina de calcular, por ejemplo, o de
planchar con mis propias manos el papel carbónico.
El año pasado, sin ir muy lejos, recibí una medalla del mismo gerente. En cuanto
a ésa, me pareció sospechosa desde el primer momento. Vino con tantas ínfulas a
la oficina. Además ¡qué exageración! recibirla con un discurso, como si fuera
una princesa. Yo seguí trabajando como si nada pasara. Los otros se deshacían en
elogios. Alguno deslumbrado, se atrevía a rozarla con la mano. ¿Cree usted que
yo me inmuté por eso, Señor Juez? No. Tengo mis principios y no los voy a
cambiar de un día para el otro. Pero hay cosas que colman la medida. La intrusa,
poco a poco, me fue invadiendo. Comencé a perder el apetito. Mi mujer me compró
un tónico, pero sin resultado. ¡Si hasta se me caía el pelo, señor, y soñaba con
ella! Todo lo soporté, todo. Menos lo de ayer. "González - me dijo el Gerente -
lamento decirle que la empresa ha decidido prescindir de sus servicios". Veinte
años, Señor Juez, veinte años tirados a la basura. Supe que ella fue con la
alcahuetería. Y yo, que nunca dije una mala palabra, la insulté. Sí, confieso
que la insulté, señor Juez, y que le pegué con todas mis fuerzas. Fui yo quien
le dio con el fierro. Le gritaba y estaba como loco. Ella tuvo la culpa. Arruinó
mi carrera , la vida de un hombre honrado, señor. Me perdí por una extranjera,
por una miserable computadora, por un pedazo de lata, como quien dice.
["La intrusa" pertenece al libro de relatos La Buena gente (1970), Buenos Aires,
Sudamericana]
Los vecinos dicen que es una vergüenza. No es posible, dicen, tener esa pieza de
madera en la terraza, sobre todo ahora que vamos a comprar los departamentos en
propiedad horizontal. Es como tener una mancha de grasa en el smoking. Así
piensa Luchini, el importador de géneros, aunque es poco probable que haya usado
smoking alguna vez. Pero lo dice y los vecinos asienten. Sí, es una verdadera
vergüenza, opina la señora de Guzmán, y también Magda (no lo hubiera creído) esa
chica que pasa avisos por televisión. Estamos reunidos en el departamento del
arquitecto y hablamos de una pieza de madera. Estamos todos o casi todos los
vecinos de la casa. Todos menos la señorita Wilson. No la hemos invitado. Ella
no va a comprar su departamento. Y además,¿se puede llamar departamento a esa
pieza de madera? La señorita Wilson vive allí desde hace quince años. "Es
inconcebible- dice el arquitecto- que en una casa como esta se haya permitido
edificar una covacha solo para beneficiar a esa mujer" Pero parece que el dueño
tenía buen corazón o quería ganar un poco más. Vaya uno a saber. Lo cierto es
que la señorita Wilson vive allí, entre nosotros y el cielo.
"¡Oh, no, es imposible tener ese adefesio allí!", o0pina Ruiz, el muchacho del
cuarto piso. Se acaba de casar y escucha hermosos conciertos en su tocadiscos.
¿Cómo? ¿También él? Yo he visto a la señorita Wilson en la terraza, escuchando
una sinfonía de Mozart que se empinaba por las paredes grises y subía hasta los
cables tendidos y las antenas de televisión y las nubes de un atardecer en
Buenos Aires. Y me pareció que la señorita Wilson sonreía. No con la sonrisa de
sus sesenta años, sino-¿cómo decirlo?- con una sonrisa joven, la que tendría
cuando estudiaba, cuando leía a Marlowe sin entenderlo o cuando veía cruzar, por
la pradera inglesa, a uno de esos jinetes como los que tiene en los cuadritos.
Pero Ruiz dice que es un adefesio (ella o su casa, ya es lo mismo) y apenas si
oigo lo que dice Magda.
Ah, sí, las medias. La señorita Wilson no respeta la ordenanza municipal. Tiene
un perrito. Y el perro, dice Magda, un día le destrozó las medias que había
colgado en la terraza. Luchini la mira. Magda tiene hermosas piernas. Cada vez
que pasa un aviso por televisión la cámara las enfoca. Deben estar aseguradas en
un millón de pesos, por lo menos. Claro, ahora no cuelga más sus ropas en la
terraza. Las manda al lavadero.¡Hay tanto trabajo en la TV! Y, según dice, muy
poca gente de confianza para el servicio doméstico. Las mujeres asienten. Se han
olvidado del perro de la señorita Wilson.¿Qué importancia tiene un perro
comparado con la TV?
Pero para la señorita Wilson tal vez el perro sea una de las pocas cosas que
importan en su vida. La señorita Wilson le dice:"¡Tony! ¡Tony! ¡Come here,
Tony!" Y el perro va hacia ella, deja de jugar y de mover la cola y siente la
caricia de unos dedos demasiado finos, una caricia que pareciera volver sobre sí
misma.
"Podríamos comprar el departamento entre todos y buscarle una comodidad a la
inglesa".¿Quién dice eso? No lo sé. Alguien opina que en una pensión estaría
mejor que en esta casa. Hay una señora que habla de pensiones para señoritas.
Son lugares "correctos".Pero también son "correctos" los asilos y son tristes.
Lo digo y los demás me miran como a un loco.
"No nos trate de desalmados", se defiende el arquitecto y se acerca para
despejar el malentendido. "Vamos, vamos, somos vecinos, nunca hubo una palabra
más alta que otra entre nosotros. ¿Es así o no? Nadie quiere mal a esa mujer.
Pero a usted mismo, a usted que le gustan las cosas buenas de la vida, le tiene
que molestar esa covacha encima de su departamento. Porque no puede negar que la
señorita Wilson tiene costumbres raras. Es espiritista o algo parecido. Y hay
días en que viene gente muy rara a visitarla, gente que canta salmos o cosas por
el estilo; en fin, gente que no es como nosotros.". Le explico que la señorita
Wilson es evangelista. Y que la oí predicar en una plaza. Los vecinos callan,
divertidos. ¡Eso sí que no lo sabían!. La inglesa predicando en una plaza. Nunca
lo hubieran imaginado. Sí: un grupo de hombres y mujeres canta, y de pronto uno
dice que la hermana Wilson (no sé si la llaman por su apellido o le dicen
simplemente hermana) hablará para todos.
-¿Y qué dice? ¿Qué dice?- pregunta Magda, curiosa. Porque al fin es casi colega
suya. También la señorita Wilson tiene su público: conscriptos aburridos que no
encuentran muchachas en el parque, un matrimonio "haciendo tiempo" antes de
entrar en el cine, algún ocioso como yo, y unos cuantos viejos, más preocupados
que nosotros por las cosas del cielo.
¿Y qué dice la señorita Wilson? Habla de la bondad, de Jesús, de los pescadores,
del pan, de la sal y del vino, habla con los ojos fijos en el cielo. Y dice: "Yo
he sido pecadora."
-¿Dice eso?- interrumpe Magda-
- Dice eso.
Es imposible imaginar a la señorita Wilson pecadora. Y menos en los pecados de
la carne, que son los primeros en los que pensamos. Quizá la señorita Wilson se
refiera a sus años de mujer joven, cuando trabajaba como institutriz en casas de
familias importantes, en algún vago amor con el padre de un alumno. O en la
avaricia. En un tiempo ganaba su dinero con placer. O en la gula. Hubo una época
en que comía dulces y bombones hasta el hartazgo. Es cómico. Después tuvo
diabetes y el médico la condenó a un régimen frugal. Ahora es delgada, ascética
y, como dicen las mujeres, nada femenina. Me parece verla en el parque: lata,
con el cabello recogido sobre la nuca, el cuello emergiendo de una blusa
monacal, la pollera lisa contra las piernas. Unos ridículos botines. Y esa voz,
esa voz de pájaro que hace reír a Magda.
-¿Y qué dice? ¿Qué dice?- preguntan los vecinos.
La señorita Wilson, con toda su voz y ante las risas sofocadas de algún intruso,
dice:
Los que confían en sus haciendas, y de sus riquezas se jactan.
Ninguno de ellos podrá de manera alguna redimir al hermano y dar a Dios su
rescate.
- No entendí nada- comenta Magda. -¿Pero qué hora es?
Es tarde, sí, y tiene que ir al estudio. Es una lástima que no pueda quedarse.
¡Se ha divertido tanto con el cuento de la inglesa! Me lo agradece como si yo
hubiera inventado a la señorita Wilson.
-¿Miren que ponerse a hablar en la plaza! ¡Es rarísima!
"Habría que ayudar de alguna forma a esa pobre mujer", comenta alguien. Y todos
estamos de acuerdo. Hay que ayudar a la señorita Wilson. Los buenos vecinos
proponemos una indemnización si ella se va. Una parte el dueño y ora nosotros.
Tal vez la señorita pueda vivir en un templo evangelista. Pero algún entendido
explica que no hay que confundir esos templos con los albergues del Ejército de
Salvación. Allí sí tienen camas. No, no vamos a discutir eso. La señorita Wilson
ya va a encontrar un lugar. Lo importante es que acepte. ¿De acuerdo? La
generosidad, como la risa, es contagiosa. No, yo no estoy de acuerdo.¿Pero cómo
explicarles? ¿Cómo decirles que la señorita Wilson no puede llevar a cualquier
parte sus muebles viejos, las mantelerías que no usa, la caja de los remedios,
las manías, los hábitos, los cuadritos con los jinetes que corren por la pradera
inglesa? Y Tony ¿O no han pensado en Tony?
La muerte vino en ayuda de la señorita Wilson. Magda se llevó a Tony. Le rompe
las medias pero la divierte. Los demás vivimos sin zozobras. El mundo está lleno
de pequeños e inocentes asesinos como nosotros. La señorita Wilson fue la
elegida. Por eso su corazón, al enterarse de nuestros proyectos, tuvo la
delicadeza de dejarse morir.
["La señorita Wilson" pertenece al libro de relatos La Buena gente (1970),
Buenos Aires, Sudamericana]
"Cuando tengas que elegir entre varios caminos, elige siempre el camino del
corazón. Quien elige el camino del corazón no se equivoca nunca". Proverbio sufí
Solo cuando estaba muy borracho, Berto recordaba las colinas de Italia.
Entonces sí hablaba en su idioma y maldecía su suerte.
Porca miseria...etc...etc...
Pero eso ocurría rara vez.
Los otros días, con sus correspondientes noches y madrugadas, Berto podría vivir
aliviado de recuerdos.
Bastante tenía con su trabajo. Que lo dejaran de joder con Italia....
Eso es lo que decía Berto, cuando una o dos veces por año, recibía carta de sus
familiares a lo que no veía hacía medio siglo.
Ni falta que hace, decía Berto, cuando su mujer le pedía que escribiese.
A Berto no le gustaba escribir.
El lápiz le hacía doler los callos de los dedos.
¡Merda, me duele!, decía y tiraba el lápiz por la ventana de la cocina de
madera.
Su mujer no insistía. Traía el pan, el vino y la polenta.
Después, cuando su marido se dormía, trataba de descifrar las palabras.
Cansada, apagaba el velador.
Quería imaginar otro país, otro olor que no fuera el de la cocina y la pieza y
el cuerpo de Berto.
No podía.
A las tres, Berto se levantaba de un salto, llenaba la habitación con sus
resoplidos y puteadas y salía al patio para lavarse en la pileta.
Un rato después estaba en el corralón y a la hora en su carro de feriante,
metiendo ruido con sus fierros.
Berto, Berto, Berto, ahí viene Berto, decían, porque Berto era el rey de la
feria, un espectáculo que crecía a medida que el sol iluminaba la calle
rebosante de carnes y de frutas y de chicos ladrones y mujeres.
Porque a Berto le gustaba la feria.
Le gustaba gritar de puesto a puesto, hacerse el payaso con su delantal, ponerse
el gorrito sobre los ojos, colocarse una flor en la oreja.
Cuando no trabajaba, Berto perdía la alegría.
Los domingos visitaba a sus hijas y a sus yernos, devoraba en silencio sus
tallarines, eructaba y se iba al boliche a jugar a la murra...
¡E uno, e due...e tre! Gritaba Berto y extendía su mano buscando la suerte o la
alegría ...o la vida que se le escapaba de las manos.
Entonces bebía...un vaso...otro y otro...
y cuando estaba muy borracho, entonces sí recordaba las colinas de Italia.
Fue un día así cuando llegó la carta.
La leyó una vez, luego otra...y una vez más todavía.
A pesar de la borrachera no podía dormirse.
¿Malas noticias?, preguntó la mujer.
Berto no contestó.
La mujer se tapó la cabeza con la almohada y él seguía leyendo: las mismas
palabras, cada letra, hasta que la carta quedó en algún lugar del cerebro de
Berto...y permaneció allí durante un día y otro y un mes y otro.
Un domingo, después de los tallarines, mientras se pasaba minuciosamente
escarbadientes, Berto anunció a su familia:
Me ne vado Italia.
No dijo por qué, a Berto no le gustaba dar explicaciones.
Otro domingo, agregó:
Ha morto el tío Nicola. Me dejó una casa frente al mare...frente al mar.
Berto no es el de antes, decían en la feria.
Pero a Berto le importaban poco las opiniones de la gente. Sólo pensaba en su
casa frente al mar.
Soñaba con ella y también con las colinas y también con su madre.
Y ya no hacía falta que estuviese borracho para que hablara en italiano.
Las viejas palabras volvían a su memoria.
¿Qué me decís, Berto?, le preguntaba su mujer sin entenderlo y pensaba que su
Berto se había vuelto loco.
Pensaba que los viejos son así, que hablan solos, como los locos, sobre todo
cuando reciben una carta que los aleja de su familia.
Por eso no se entristeció cuando Berto subió al barco.
Y no se sorprendió mucho cuando llegó la carta en la que le comunicaban que
Berto había muerto un día después de su llegada, y a unos pasos de la casa
frente al mar.
1
Hubiera podido escribir una memoria militar, pero era analfabeto. Además,
escribir le hubiera parecido un acto extraño, complicado e inútil. Indolente,
tampoco necesitaba hablar de lo vivido. A él le bastaba la memoria. La memoria,
se sabe, es la diversión de los pobres, un teatro iluminado, una linterna mágica
que cualquiera tiene en su cabeza. Para él, al menos, era así, una diversión y
hasta un vicio.Los hombres del cuartel entraban y salían casi sin verlo, como
quien ve un árbol, un camino conocido. Se que daba acurrucado junto a la casilla
del centinela sin hacer ruido, como esos perros viejos que se echan al sol.
Se miraba los pies cubiertos con trapos, los brazos esqueléticos que ordenaban
un poco de yerba. Veía pasar a los oficiales con sus sables y sus botas
lustradas, a los milicos compadres, achinados, que salían del cuartel para
presumir a las mozas. Entonces, por costumbre, extendía la mano como si fuera un
mendigo de iglesia, aunque a él, para decir la verdad, nunca le gustó andar
pidiendo en el atrio y prefería quedarse allí, cerca del cuartel, donde había
pasado su vida y donde, seguramente, lo encontraría la muerte.
Algún milico le arrojaba una moneda en la lata; otro, arrogante, escupía
ostentoso. No vela más; como a un ciego le bastaban muy pocas señales: el ruido
de los carros, el toque de diana, cierta tristeza del crepúsculo.
Bibliografía
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Aires, 1963.
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Editor, Buenos Aires, 1965.
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1968.
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"La buena gente". Relatos. Pedro Orgambide, Sudamericana, Buenos Aires, 1970.
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Sudamericana, Buenos Aires, 1970.
"Hotel familias. Confesiones de un poeta de provincia". Novelas breves. Pedro
Orgambide, Ediciones De la Flor, Buenos Aires, 1972.
"Historias con tangos y corridos". Cuentos. Pedro Orgambide, Casa de las
Américas, La Habana, Cuba, 1976.
"Aventuras de Edmund Ziller en tierras del Nuevo Mundo". Novela. Pedro
Orgambide, Grijalbo, España, 1976.
"Borges y su pensamiento político". Ensayo. Pedro Orgambide, Cuadernos de la
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"El arrabal del mundo". Novela. Pedro Orgambide, Bruguera, Buenos Aires, 1983.
"Cantares de las madres de Plaza de Mayo". Poesía. Pedro Orgambide, Editorial
Tierra del Fuego, México, 1983.
"Hacer la América". Novela. Pedro Orgambide, Bruguera, Buenos Aires, 1984.
"Pura memoria". Novela. Pedro Orgambide, Bruguera, Buenos Aires, 1985.
"Todos teníamos veinte años". Autobiografía. Pedro Orgambide, Pomaire, Buenos
Aires, 1985.
"Genio y figura de Martínez Estrada". Ensayo. Pedro Orgambide, EUDEBA, Buenos
Aires, 1985.
"Gardel y la patria del mito". Ensayo. Pedro Orgambide, Legasa, Buenos Aires,
1985.
"Historias imaginarias de la Argentina". Pedro Orgambide, Legasa, Buenos Aires,
1986.
"La mulata y el guerrero". Cuentos. Pedro Orgambide, Ediciones del Sol, Buenos
Aires, 1986.
"La convaleciente". Novela. Pedro Orgambide, Legasa, Buenos Aires, 1987.
"El negro Tubua y la Tomasa". Cuentos. Pedro Orgambide, Colihue, Buenos Aires,
1989.
"Estaba la paloma blanca". Cuento Pedro Orgambide, Colihue, Buenos Aires, 1990.
"Che amigos". Cuentos. Pedro Orgambide, Colihue, Buenos Aires, 1991.
"Mujer con violoncello". Cuentos. Pedro Orgambide, Beas, Buenos Aires, 1993.
"Un amor imprudente". Novela. Pedro Orgambide, Norma, Buenos Aires, 1994.
"Horacio Quiroga, una biografía". Biografía. Pedro Orgambide, Planeta, Buenos
Aires, 1994.
"Crónicas del nuevo mundo". Pedro Orgambide, Instituto Movilizador de Fondos
Cooperativos, Buenos Aires, 1995.
"Don Fausto". Teatro. Pedro Orgambide, Asociación Amigos del Complejo Teatral
Enrique Santos Discépolo, Secretaría de Cultura de la Municipalidad de la Ciudad
de Buenos Aires, Buenos Aires, 1995.
"El escriba". Novela. Pedro Orgambide, Norma, Buenos Aires, 1996.
"Ser argentino". Ensayo. Pedro Orgambide, Temas, Buenos Aires, 1996.
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Buenos Aires, 1997.
"Un puritano en el burdel. Ezequiel Martínez Estrada o el sueño de una Argentina
Moral". Ensayo. Pedro Orgambide, Ameghino, Rosario, 1997.
"Recordando a Tuñón: testimonios, ensayos y poemas". Prólogo, selección y notas
de Pedro Orgambide, Instituto de Movilizador de Fondos Cooperativos, Buenos
Aires, 1997.
"Cuentos con tangos". Cuentos. Pedro Orgambide, Ameghino, Rosario, 1998.
"El hombre de la rosa blindada: vida y poesía de Raúl González Tuñón". Ensayo.
Pedro Orgambide, Ameghino, Rosario, 1998.
"Una chaqueta para morir". Novela. Pedro Orgambide, Temas, Buenos Aires, 1998.
"Antología personal". Antología. Pedro Orgambide, Instituto Movilizador de
Fondos Cooperativos, Buenos Aires, 1998.
"Las botas de Anselmo Soria". Novela. Pedro Orgambide, Colihue, Buenos Aires,
1998.
"Poética de la política". Ensayo. Pedro Orgambide, Colihue, Buenos Aires, 1998.
"Memorias de un hombre de bien". Novela. Pedro Orgambide, El francotirador,
Buenos Aires, 1998.
"Los desocupados: una tipología de la pobreza en la literatura argentina".
Prólogo, selección y notas de Pedro Orgambide, Universidad Nacional de Quilmes,
Buenos Aires, 1999.
"Leandro N. Alem o la noche es buena para el adiós". Ensayo. Pedro Orgambide,
Atlántida, Buenos Aires y México, 2000.
"Buenos Aires: la novela". Novela. Pedro Orgambide, Alfaguara, Buenos Aires,
2001.
"La Bella Otero: reina del varieté". Novela. Pedro Orgambide, Sudamericana,
Buenos Aires, 2001.
"Diario de la crisis". Ensayo. Pedro Orgambide, Aguilar, Buenos Aires, 2002.
"El maestro de Bolívar: Simón Rodríguez, el utopista". Ensayo. Pedro Orgambide,
Sudamericana, Buenos Aires, 2002.
Podía quedarse horas sin moverse, podían cambiar
dos guardias sin que el viejo se levantara para orinar frente a las
caballerizas. Miraba entonces ese pedazo de pampa y veía con toda claridad la
caballada del combate, veía al mismo general ordenando la carga, aunque sabía,
claro que sabía, que ahora eso era pura diversión.
Porque antes las cosas sucedían de otro modo: era el sargento el que venla a los
gritos por el campo, y él detrás, el viejo que entonces era joven, un mozo
abriéndose paso con el sable y esos godos tirándole a matar, y ése que se
agarraba la cabeza, la frente partida de un sablazo. Terminaba el viejo de
orinar y volvía a su sitio, se acurrucaba junto a la casilla del centinela sin
hacer ruido, como esos perros viejos que se echan al sol.
El vio a los perros tirados y a uno de esos mendigos que merodean los cuarteles,
pero apenas si les hizo caso, ocupado como estaba en sentar plaza de soldado, en
cambiar esas pobres pilchas por una casaca militar, un sable; estaba ansioso por
vestirse de milico y salir a presumir a las mozas de los ranchos. Se ríe el
viejo cuando lo recuerda, se ríe para adentro y los otros piensan que el viejo
está dormido o mamado o muerto bajo el sol. Y en verdad se sentía como borracho
probándose la ropa, se siente feliz junto a las caballerizas olorosas de
estiércol, entre los relinchos, el agrio olor de los recados, las voces de los
hombres. Mira hacia afuera. Ve la pampa, adivina la sangre que traen los
crepúsculos, imagina la gloria mientras se ajusta el cinto. Esa noche sale de a
caballo a gastar su juventud, se entrevera en partidas de monte, está en un
bailongo, oye cantar un cielito, ve los cercos tupidos de glicinas, llega, no
sabe cómo, a un pajonal donde dos hombres pelean, feroces, bajo la luna. El
amanecer lo encuentra en un rancho donde una hembra le cura las heridas. Cuando
sale el amanecer son unos gallos, una pesada carreta que se hunde en el barro),
presiente la ciudad, comienza a acostumbrarse a su olvido.
Así, ese joven jinete, ese gaucho analfabeto, supo de pronto lo que un novelista
tarda en aprender durante años: que en el comienzo de una historia ya está su
propio fin y que todo final es ilusorio como esas calles de tierra que se
pierden en el campo y que a la vez son el campo, que todo la noche que pasó, la
pelea, el rudo amor, la ciudad que lo alberga), caben en la memoria. No es la
palabra empeñada la que lo lleva hacia el cuartel, ni la aventura que desconoce,
ni siquiera la paga incierta que un día antes ambicionó con codicia. No sabe qué
hay más allá de esos matorrales ni le importa. Pero intuye que esos hombres que
van saliendo de los ranchos, que aparecen a sus costados, con un fusil, con un
sable, una cuchilla, son casi lo mismo que él o su caballo, una verdad tan
simple como el olor de las caballerizas, el pelaje de un potro, un tiento o esa
pesada carreta que se hunde en el barro.
Se oye silbar. Silba el viejo recostado en la casilla, adormecido por el sol.
No es el viento todavía, ni las voces de mando, los hombres en el vivac, las
órdenes, los gritos, los estampidos. Es el capitán pasando revista a esos
reclutas, gauchos analfabetos a los que les habla de la Patria, de los cojones
que hay que tener cuando se enfrenten con el enemigo, la disciplina dice, la
subordinación, el valor. ¿Entendido? Entendido, mi capitán, dicen, se oye decir
Nemesio mientras las quemazones se levantan en el campo bajo una luna inmensa.
Hace dos horas o dos días que han dejado la ciudad y es como si nunca hubieran
estado allí, como si hubieran nacido juntos, la tropa, la tropilla, los hombres,
los caballos, el sudor, las ropas, los víveres, los jefes y ellos, avanzando
hacia el Norte.
Al soldado Nemesio Villafañe, hombre de caballería, aquella marcha se le bahía
olvidado. Otras huellas habían borrado a la primera, otras fatigas hablan
terminado por oscurecer ese primer amago de coraje y resignación con que
anduvieron durante esas noches, en las que él, Nemesio, aprendió a descubrir a
los otros en las sombras, adivinándoles el miedo, la tristeza o la mera
distracción, en las que é! no éste, un veterano, sino el otro, el de la primera
marcha), supo reconocer esa voluntad ciega de su general que llevaba a esos
hombres a la muerte. Ya nadie pensaba en ella, aunque alguno la nombrase
cantando. Sí; al soldado Nemesio Villafañe, hombre de caballería, aquella marcha
se le había olvidado. Pero ahora iba haciendo memoria, iba reconstruyendo una
mañana, el canto de un chajá, la rastrillada, ese caballo solitario que pastaba
ajeno al ruido del ejército, y que él se quedó mirando, casi envidiándolo, sin
saber por qué. Claro que los hombres no hablaban de esas cosas sino del primer
combate, del bautismo de fuego, del fuego saltando de las bocas de los cañones y
quemando la carne, destrozándola, diezmando el primer batallón.
-Ah, sí -dijo Nemesio-, cierto.
Ya entonces era hombre de pocas palabras.
Fue de los primeros en entreverarse con los godos, el primero que cargó a lo
loco contra los infantes que disparaban tupido, y eso que no era un veterano
como ahora, sino un mozo abriéndose paso con el sable y esos godos tirándole a
matar y ése que se agarraba la cabeza, la fren-te partida de un sablazo.
Fue allí cuando he chamuscaron ha pierna, fue allí cuando le hicieron esa herida
que ahora es sólo un costurón, cosa de nada. No es raro que se olvide.
No, no le gusta hablar de esas cosas ni siquiera con la cantinera que es casi su
mujer. A ella la conoció después, cuando eh desastre, cuando los godos
sorprendieron dormido a todo el regimiento y empezaron a matar y siguieron
matando gente hasta cansarse. Eso lo recuerda bien. Será porque el hombre tiene
memoria para la desgracia. Cierto. Pero de eso no se habla, como no se habla de
los muertos que a veces no se pueden enterrar y quedan desparramados en el
campo. el había quedado así, precisa-mente, volteado cara al ciclo, cuando ella
pasó y descubrió que gemía, cuando lo levantó y eso que Nemesio era un hombre
fuerte por aquel entonces), y lo cargó a los hombros, como una bolsa, un montón
de huesos, que robaba al osario común. Hay algo que la memoria registra: un olor
de sangre y podredumbre, de ropas y caballos destripados al sol, un olor que lo
acompaña cuando ella lo baña en el río, desnudo, y que ahora recuerda sentado
junto al fogón, junto a los hombres en la ronda del mate.
Porque sólo las hembras pueden sacar ese olor con el olor de ellas, sólo ella
puede, tirada en el monte, enroscándose a él como la hiedra, besándolo,
buscándolo, dándole los pechos como antes la cantimplora en que calmó la sed.)
Nemesio recuerda la segunda marcha cuando el regimiento, lo que quedaba de
regimiento, se juntó con los otros batallones y encerraron a los godos, en ese
cuadrado que se llenó de pólvora. Ellos estaban besándose todavía cuando tuvo
que partir, él veía sus piernas oscuras en la claridad que se filtraba por el
techo de paja.) Fue ese momento el que quedó, ese barullo de espa-ñoles y
criollos matándose entre los cerros, fue ese instante -la mano que be acaricia
el pelo, la cicatriz de la mejilla-, y no la sangre, el estampido que el soldado
aprende a olvidar.
-Cierto, uno se olvida -piensa Nemesio.
De haber sido otro, un general, digamos un coronel, al menos, hubiera escrito
esos olvidos. Le hubiera puesto nombre a las batallas. Pero la memoria del
soldado desconoce la Historia, se hace con esos ruidos y olores de la guerra que
se repiten, monótonos, durante meses, durante anos, mientras dura la campaña.
Nadie hace el recuento de los piojos, la fiebre, los pies llagados, las diarreas
que persiguen al soldado. A nadie be importa. Tampoco importa el loco que en la
cuesta de Chacabuco se echa a correr bajo una bandada de murciélagos, el
borracho que confunde al enemigo con un manso rebaño de ovejas y que se muere,
aturdido por su propia confusión, mirando un río imaginario, un espejismo.
Cierto. Cada soldado sabe que esas cosas ocurren después de varios anos de
servicio, cuando los nervios, el cansancio, la paga infiel y la nostalgia
comienzan a minar la resistencia de los hombres. Pero los generales no escriben
estas cosas, aunque anden como sus soldados con los ojos desencajados, enfermos
de chucho bajo sus ponchos. A veces la calentura, la falta de mujeres, hace que
uno de ellos un jefe, un joven coronel), se bañe desnudo en la cordillera,
frotándose el sexo con la nieve. Nadie se ríe de esas cosas. Nadie se ríe en la
cordillera cuando sopla el viento, cuando las mulas y los hombres se
desbarrancan con las piedras. Nemesio mira el abismo, mira al general montado en
la mula, flaco, sombrío, envuelto en su poncho. Tampoco el general escribe sus
memorias. Cartas, nomás: informes militares, pedidos de dinero para esas tropas
que ahora cruzan los Andes, que marchan arrastrando mulas y cañones. En la
desgracia todos los hombres se parecen, todos tienen las mismas jetas,
apretadas, los labios resecos, ojos de mula a veces, ojos de loco a veces, ojos
como vacíos, mientras avanzan como si fueran uno, una serpiente negra y perezosa
arrastrándose por los desfiladeros. Y allí arriba los cóndores, planeando su
indiferencia sobre el dolor y el cansancio de los hombres que marchan sin
preguntarse para qué y que el general mira distraído, mientras tose como un
tísico arriba de la mula. A veces se le acerca un capitán, un sargento, y se le
ve la nubecita blanca que le sale de la boca mientras habla. Vaya a saber qué
dice. No es cosa que le importe a un soldado. el tiene que con-fiar en la
palabra de su general, en esa nubecita blanca, en ese calor de un cuerpo
enfermo, en ese hombre cansado y asmático que los lleva a pelear, a morir sin
preguntarse.
"Cierto, así son las cosas", piensa el soldado Nemesio Villafañe.
Se ha dormido, seguro que se ha dormido. Pero ha sido un momento nomás. Siente
los pies llagados, el frío que le corta la cara. Pero no piensa en eso, ya no
piensa en nada.
2
Ahora sabe que el porvenir no existe, que es demasiado viejo para soñarlo. En
cambio, puede recoger las monedas de cobre que los milicos arrojaron en la lata,
ir hasta el almacén que ayer fue pulpería, tomar un vino carlón o una ginebra.
Eso le basta. Apenas el alcohol en-tra en el cuerpo, una ilusoria juventud se
apodera del mendigo, del viejo sentado a una de esas mesas mugrientas que un
rato antes ocuparon los jugadores de truco. Quieto, sin molestar a nadie, deja
pasar las horas y hace memoria. Medio en broma, un cadete bisoño le pregunta si
es cierto que él ha sido un guerrero de la independencia y el viejo tarda en
contestar, indolente corno es con las palabras.
-Así será, niño -responde con malicia o desgano, y se queda en silencio, porque
el silencio es suyo, corno la vejez y la muerte, y la memoria que es su
diversión, su vicio.
El otro insiste en preguntarle, le ofrece pagar una copa, se ofende ante la
indiferencia de ese pordiosero y lo llama mentiroso y vago y mal entretenido.
-Así será, niño -vuelve a decir el viejo. Se entretiene mirando el revolotear de
una mosca y ve el vuelo de un cóndor.
Antes de irse el cadete lo amenaza con meterlo preso y él está preso en el
Callao ahora, engrillado, oyendo las descargas de la artillería. Se divierte.
Ahora puede elegir un momento, dejarlo, volver a él. Transformarlo a su gusto.
Antes no. Tenía un porvenir, y la fatalidad de ser joven. Ahora no. El es el
único dueño de su teatro y es joven mien-tras duran el alcohol y el sueño,
mientras quiera y Dios le de salud.
Ese que está sentado allí soy yo -se dice el viejo-, y se ve vestido de
suboficial, en Lima, después de algunos anos de cautiverio, todavía joven pero
con ese aire de náufrago que jamás lo abandona, tal vez desde el día en que
estuvo en capilla, a punto de ser fusilado, cuando el cura le decía que
encomendara su alma a Dios y él repitiendo el padrenuestro, hasta que, de un
golpe, derribó a ese cura de los godos, le dejó en pelotas y él se vistió con
los hábitos del cura, paso frente al centinela sin mirarlo, saltó a un caballo y
comenzó a correr, sorprendiendo a esos españoles que ya lo estaban persiguiendo
pero éstos no me agarran, no, y el aire se llenaba de ese polvo rojo de la
tarde, del sudor del caballo, de las ramas de un monte que se le vino encima,
que lo trago en su sombra. Y luego esa caminata esquivando las tropas de los
godos, ocultándose como un ladrón, robando, perdiéndose otra vez, hasta
encontrar a los suyos, hasta decir: Nemesio Villafañe, presente. Ahora está
sentado, como si nada, en la posada de Lima y en el almacén de Buenos Aires,
pasan las señoras y las niñas de la misa de once y é! los dos que son él en ese
instante), sonríe pensando en el cura que quería ayudarlo a morir, el cura en
pelotas, asustado, el ministro de Dios que le mandó Mandinga. Cierto, Dios y el
diablo debieron ayudarlo en ese entonces. el suboficial Villafañe levanta el
vaso. El viejo se mira corno en un espejo.
Ya no juega, pero a veces, solo, manosea los naipes. Se ve en una sota, en un
rey, un caballo de copas. Tira una carta y el azar le recuerda un día, una
fecha, un pueblo abandonado, una hembra de Chile, un moribundo que le entrega un
mensaje para la viuda que él va a visitar y con la que convive cinco años.
Manosea los naipes, piensa en el hijo que tuvo y que murió de viruela, recuerda
con desgano la noche pantanosa en que daba ánimo a sus hombres, perdidos como
guachos en la oscuridad. No sabe, ya no quiere elegir la suerte de los naipes,
desconoce o descree el valor de la espada, el siete bravo, ya no juega, es
verdad, sólo recuerda.
Por eso, cuando ese colombiano lo provoca a jugar, él se aparta, busca cualquier
pretexto para irse. Siente como un presentimiento, pero el otro está allí
diciendo no sé qué cosas de los argentinos, de la flojera, de... Entonces toma
los naipes, los baraja con calma, oye el crujido de los árboles del fondo, la
madera que llora. El viejo tira una carta, repite la jugada que el otro
Villafañe ya jugó en otro tiempo, ve la partida, las manos nerviosas del
colombiano, la insolencia final, el desafío. Ve un pajonal donde dos hombres
pelean, feroces bajo la luna. El viejo se levanta. Arrastrándose casi, llega a
la puerta, al trajinar del cuartel donde ha pasado su vida y donde, seguramente,
lo encontrará la muerte.
3
Siempre la miró de frente. Supo que no tenía una cara sino muchas. No la buscó,
como otros, en un derroche de inútil guapeza. No la eludió tampoco, como los
traidores que se vendieron al enemigo o como los cobardes llorando como hembras.
No. Supo que estaba allí, a veces con sujeta de vieja, y otras con una cara
dulce y mansa, prometiendo reposo. El la supo ver, caído en una zanja y en las
noches demasiado largas de su celda y en el comba te, cuando ella, la muerte,
cabalga desnuda cambiando de rostro cada uno ve el rostro de su madre), en un
caballo con pelaje de fuego. Supo soñarla también en los días de fiebre, con
ganas de entregarse, de terminar con todo, cuando el cuerpo, como si fuera de
otro, quiere dejar su sombra. Son cosas que se saben. Los soldados no hablan de
eso. Por pudor quizá, por temor a nombrarla. Una noche, en Mendoza, Nemesio oyó
platicar sobre la muerte. Fue la única vez. El que hablaba era ese cura metido a
artillero, ese forjador de armas, ese patriota que andaba como pez en el agua
entre los yunques, un fraile muy macho, recuerda Nemesio. Lo oyó contar una
historia que, según barruntó, estaba en un libro. Supo entonces que un día los
cuerpos de los difuntos van a volver a rendir cuentas pegados a sus ánimas, que
ese día se van a oír más trompetas que en un desfile y que Dios, el mismo Dios,
va a andar entre la gente. No se extrañó de oírlo. De algún modo, él sabía que
aquello iba a suceder, tarde o temprano. Se había acostumbrado a convivir con
los fantasmas, sobre todo en el momento de pelear, cuando, al frente de su
pelotón, se metía a los gritos, espoleando a su caballo, y veía junto a él a los
soldados que hablan muerto dos meses o tres anos antes. El sabía que ellos
peleaban todavía, que, ignorantes de la letra, seguían en servicio. Tal vez
fueran los ángeles de los que hablaba el fraile.
La vio llegar montada en una mula.
-¿Vos sos Nemesio Villafañe?
-Mande -respondió él, mientras se arrodillaba.
-Vine a buscarte porque hace mucho que faltás del rancho.
-Estoy en campaña, doña. No vuelvo hasta que no vuelva mi general.
-¿Vos no te acordás de mí?
-Con su perdón, no la conozco.
-A veces me soñás, a veces me llamás por las noches.
-Me olvido de los sueños, doña. La verdad.
-Te creo, hijo. Yo me fui muy temprano. Tenía ganas de verte.
El la miró.
La mujer buscaba algo entre sus ropas. Se levantó para ayudarla, para tocar a su
madre, cuando desapareció. Para ellos el cuartel era su casa, su madre. El
cuartel o las tiendas del campamento y aun el campo raso, donde los hombres
dormitaban o morían entre un combate y otro. En Maipú, en Cancha Rayada o adonde
diablos los mandara la suerte. Gauchos del Litoral, de Buenos Aires, combatían
lejos de su tierra, olvidados ya de las llanuras, peleando en las montañas de
Salta, o más al Norte, en Chile o en Perú, a orillas del océano, entre otras
gentes, bajo las estrellas forasteras que se cuidaban de no mirar para no arriar
recuerdos y molestas nostalgias. Gauchos y guachos, huérfanos, salían a pelear
para volver, en la re mota esperanza de un poco de galleta, un yerbeado, otro
día ilusorio. Ellos volvían a la casa: la infantería de rostros cetrinos, el
batallón de morenos algunos veteranos de las invasiones inglesas, otros en el
aprendizaje de pelear, tan jóvenes, con el candombe adentro), volvía la
caballería, los jinetes altivos entre los que iba Nemesio, los artilleros, los
oficiales, los arrieros de mulas, los prisioneros, con el orgullo o el miedo o
simplemente la ausencia brillándole en los ojos, y más atrás los carros, los
cañones, los más viejos renqueando, los heridos, los muertos amontonados en una
carreta que se hundía en la tarde y arriba un vuelo de chimangos o cuervos. Cada
vez que volvían al cuartel, a la casa, a la madre, bahía fiesta que alivianaba
cl luto, no faltaba el cantor, el vino y, a veces, las mujeres. El mismo general
festejaba el triunfo con sus oficiales, comía galleta, carne, sobre un tablón,
con un cuchillo, con la mano, aunque era hombre de educación y hasta hablaba en
francés. Pero era un soldado, uno de ellos, y les bahía dicho que tenían que
seguir adelante aunque fuera en pelotas corno los mismos indios. Hombre el
general, muy hombre, si, muy de a caballo. El lo miró de lejos. El, que era un
guacho, sintió que era su hijo, como cada uno de los que volvían al cuartel. Por
eso se quedaba allí aunque esa noche, de patrulla, iba a andar por la ciudad
como un extraño. Ya tendría otra noche para demorarse en brazos de una mulata y
otra más y otra, hasta que llamaran a formación, tiempo había y de sobra. Ese
tiempo ilimitado que no conocen los civiles, ocupados como están en mirar el
reloj, la mujer, las hijas, los negocios. ¿Qué vigilarán estos hombres?, se
preguntaba Nemesio en la ciudad. Se le hacía cuento que otros pudieran vivir sin
pelear, sin mirar otro ciclo. Los bahía visto en los balcones de las casas,
aplaudiendo junto a las niñas, discutiendo en los boliches, las plazas, rezando
en las iglesias. Gente rara. Miraban al soldado con una mezcla de temor y
respeto, recelosos siempre. Sólo una vez Nemesio miró a una señora de la ciudad,
sólo una vez, cuan do ella pareció invitarlo con los ojos. El iba de a caballo,
de patrulla, con su gente. Tenía la piel muy blanca la señora. Y unos ojos
enormes. Fue una sola vez. Gente rara. Como ese general español, el prisionero,
paseándose con su camisa llena de volados. En el portón le dieron el alto y el
quién vive. el respondió: la Patria. Y a lo mejor, la Patria era eso, esos
hombres tirados en sus mantas, los soldados arrebujados en sus ponchos, las
caballerizas olorosas de estiércol, los relinchos, el agrio olor de los recados.
-Nemesio Villafañe...
-Ordene, mi general.
El viejo está tirado junto a la casilla del centinela, no puede moverse, ya no
le quedan fuerzas.
Pero el general se baja del caballo, le tiende la mano, lo ayuda a levantarse.
-Gracias, mi general, estoy muy viejo. Yo no sabía que volvía.
Con vergüenza mira su lata de limosnas, los pies envueltos en los trapos que
ahora arrastra hasta el general. Trata de unir los talones, de cuadrarse.
-No hace falta, Nemesio, ya no hace falta. El viejo tiene ganas de orinar.
-Con su permiso -dice.
Orina bajo la luna, frente a las caballerizas. En el resplandor de un relámpago
ve su caballo negro.
-Yo también estoy viejo -dice el general-. Vamos, compadre.
Se arrastra el viejo hasta la caballeriza, monta el caballo, se acerca a su
jefe.
Sabe entonces que la muerte no tiene una cara sino muchas. Ahora puede mirar al
general de frente, mirarse en él igual que en un espejo.
-Vamos, compadre -dice.
El cielo se incendia hacia el oeste. Después está la oscuridad.
Nemesio espolea su caballo. Al galope, a los gritos, corre a buscar su suerte.
Al toque de diana, se sorprende de despertar entre los vivos. La muerte, la
vieja puta de la soldadesca, juega con él, lo llama, lo rechaza a la vez. Se ha
acostumbrado a eso. Ordena sus trapos junto a la casilla, va en busca del agua
para el mate. Otro día, se dice. Los hombres del cuartel entran y salen casi sin
verlo, como quien mira un árbol, un camino conocido.
4
Ya era un hombre hecho cuando regresó a Buenos Aires. Nada quedaba del mozo ni
de la noche del comienzo, nada, a no ser un vago recuerdo de carretas, de
ranchos diseminados junto al río. Supo que era otro el gobierno. Pero eso no es
cosa que le importe a un soldado. el seguía enganchado y en servicio, aun que ya
no quedase el regimiento y los capitanes tuviesen otro nombre. Lástima que el
general se fuera para Europa, cansado de las intrigas y la sangre que ahora se
derramaba entre los criollos. Lo supo en las pulperías donde no faltan
charlatanes de la política. El los oyó en silencio, entre una partida de taba y
el monótono rasgueo de un payador. Intuyó que su suerte, como la de los otros,
era la de pelear y entre ellos. No be gustó. Aunque no tenía otro oficio que el
de matar, soñó otra vida. Fue un momento nomás, lo que duran los sueños.
Fue leal al gobierno, al gobernador que fusilaron, a la ciudad que lo vio
partir.
Un día cayó en una emboscada y reconoció entre sus captores a uno de sus
soldados.
-Mírenlo a Villafañe -se reía el tape mientras lo ajustaban con el lazo.
No entendió las burlas de los hombres, no pudo o no quiso comprender la
humillación que le infligían los paisanos.
-Mírenlo al Villafañe -seguía riéndose el tape-mírenlo al macho.
Lo empujaron y alguien lo cacheteó como si fuera una criatura. Nemesio no
contestó a esa fiesta de borrachos; bajó los ojos y contuvo la rabia.
Una hora después, frente a un sargento que se jactaba de haber domado más
hombres que los de todo un batallón, respondió, desganado, las preguntas. Le
parecía estar viviendo otro momento, no ese, creía estar, otra vez, frente al
oficial realista. Pero la voz del paisano, la cara achinada, llena de
cicatrices, como la suya, ese tono cadencioso, ese fatalismo para nombrar las
cosas, eran de aquí, seguro. Se miró en el otro con vergüenza. Ahora be pedían
datos sobre su regimiento. Calló Nemesio, fiel a su divisa, al gobernador que
los otros habían fusilado. Lo apuró el sargento y, como al descuido, be golpeó
el hombro con el rebenque.
-No tengo lengua'e loro -dijo Nemesio y miró el sol que quemaba los campos.
-Pero tenís la lengua seca -le respondió el sargento y le acercó el latón de
agua. Por instinto, la mano de Nemesio se acercó al latón, pero el sargento lo
apartó sin apuro.
-Primero vamos a hablar. Después te podés llenar como si fueras sapo.
-No -dijo Nemesio-. Se agradece, sargento.
Al rato, estaqueado bajo el sol, sentía doblársele la lengua. Ya ni saliva tenía
para tragar; le dolían los ojos heridos por el sol de la siesta, los brazos que
se estiraban como tientos, las piernas, la columna corvada como la de esos locos
que echan espuma por la boca.
Primero el sol subió como fuego. Después se le fue metiendo en la cara, en las
tripas, en la cabeza que se le llenó de ruido.
Ahora, estás muerto, Nemesio. Oís las voces de los hombres que andan bajo la
tierra como si fueran topos, las voces de las mujeres que salen de sus ranchos
para llamar a las ánimas, ves los ríos que arrancan las raíces y limpian el
bicherío de las tumbas. Estás muerto. Mirás la culebra, los huevos del yacaré,
las cuevas de la mulita, los huesos de los milicos que no vuelven. Debe ser el
fuego de Mandinga ese calor, seguro, debe ser otro, no vos, el que grita como un
tigre. Dos hombres lo levantaron, lo arrastraron hasta el campamento. Uno era el
tape.
-Mírenlo al macho -se reía-. Mírenlo al carajo éste.
5
Entre los prisioneros había un oriental que después de pelear en la otra orilla,
andaba entreverado en los combates de aquí como otros gauchos. También estaba un
entrerriano para quien Buenos Aires era tanto el exilio como el fin del mundo.
No faltaba un negro, hijo de esclavos y esclavo él mismo hasta hace poco: era el
único que hablaba de la libertad. Y hasta un irlandés, lugarteniente de un
caudillo, un pelirrojo enorme que se revolvía en la furia del sueño, pataleando
y puteando en su idioma. Nemesio reconoció que eran pocos los soldados de línea,
muy escasos los hombres de carrera, insólitos y espontáneos los jefes. Ahora el
tape podía burlarse de él frente a esos gauchos. De nada le valían a Nemesio su
grado o sus años de servicio. Sólo para estorbo, se dijo, mientras miraba de
soslayo a los centinelas. Como un perro después del castigo, también él parecía
exagerar su mansedumbre. Anduvo acarreando tierra bajo la mirada del tape,
llevando de un lado a otro los arreos y lujos de los vencedores, oficiando de
sirviente, de cocinero, de peón. No contó el tiempo que estuvo allí. En cambio
hizo el recuento minucioso de los guardias, los aperos, los yeguarizos, las
distancias del campamento, vigiló los pasos, las costumbres, las borracheras y
cantos de la tropa. Pudo andar como un ciego orientándose por el ruido, por el
viento en los pastos. Sólo entonces expuso su proyecto al oriental, al
entrerriano, al negro y al irlandés. Esa noche el gringo se deslizó como lombriz
y prendió fuego cerca de la caballada que se espantó como si viera al diablo. El
negro y el entrerriano redujeron al tape. Iba a gritar, cuando Nemesio lo
degolló. Se escabulleron antes de los primeros tiros, montaron los caballos de
los oficiales que salían del sueño con una espada en la mano. Lo demás fue
correr, huir en dirección al monte, volver las cabalgaduras hacia el pajonal,
cabalgar hacia el este, hacia los ríos, perderse en la noche sin luna.
Le parecía estar repitiendo un acto conocido, algo que ya había hecho y
olvidado. Pero no; entonces andaba solo, forastero, y era un soldado de la
Patria. Ya no, habla perdido la bandera. No tenla tropa sino cómplices, no tenía
cuartel adonde dirigirse, sino la pampa, el desierto. Lo mismo que el infiel o
que los pumas, pensó. El oriental y el entrerriano iban adelante; atrás, el
negro y el irlandés, medio chamuscado, puteando en su idioma y con la cabeza
como un montón de chispas.
6
Cuando un general teme perder su honor o cl reconocimiento de sus méritos, puede
escribir un libro y titularlo Mis memorias, puede contar las injusticias,
cargarlas en las tramposas cuentas de sus contemporáneos. Sus compatriotas y los
hijos y los nietos que llevarán su nombre), pueden leer así su desventura, la
desdicha de un hombre que luego será estatua. Pero ningún soldado, que se sepa,
intentó jamás una tarea semejante. Le hubiera parecido desmedida ambición.
Además, muy pocos entre ellos sabían escribir: apenas cartas con faltas de
ortografía, algún recado, petición de pensiones, pedidos de plazas de vigilante,
todo ese triste papeleo que no merece la atención de la Historia. No, el viejo
no dice que no, pero se le hace inútil eso de andar fastidiando a las
autoridades con un caso que, como él dice, es un desperdicio. Claro que le
agradece a ese señor del diario la molestia que se toma, cómo no, y no le
desprecia un pitillo o un patacón o un poco de yerba. Pero, apara qué hablar de
él? Claro que estuvo en esa batalla y también en esa otra, sí, señor, pero eso
fue hace mucho, añares hace y se me afloja la memoria. Asiente el viejo. Se ríe
bajito y se deja invitar con esa ginebra y después vuelve a la casilla, gracias
señor, hasta más ver, le dice. Prefiere quedarse allí, mirar a los mozos que
marchan con sus fusiles nuevos, con las botas de media cana o con polainas de
botones relucientes, limpitos como para desfile, piensa el viejo y se ríe
pensando en esos montoneros, gauchos rotosos de los montes.
Cuando los vio, supo que eran los suyos. El venía con el irlandés, el oriental,
el negro.
El entrerriano se adelantó.
-Son amigos míos -dijo-buenos gauchos.
Esa noche volvieron a comer galleta y se mamaron a la salud del caudillo.
-¿De ande venís, gringo? -pregunta el viejo.
Ve la cabeza del irlandés clavada en la pica.
-De mi patria -dice el pelirrojo-. Siempre quise volver.
-Queda lejos eso, no?
-Lejos sí.
-Peno estás muerto, gringo.
-Me ahorcaron en Irlanda.
-No -porfía Nemesio-. A vos te ajusticiaron en Cerro Alto. Me acuerdo como si
fuera hoy.
-Cierto -dice el gringo.
-Yo me les disparé -dice el viejo como quien reconoce una falta.
En lo alto de la pica, la cabeza del irlandés empieza a cantar.
-No te entiendo, gringo. Hablá en cristiano que no entiendo lo que decís.
-Está loco -dice el entrerriano.
-¿Loco?
-Si sueña con el mar. Cuando el irlandés sueña con el mar parece que relinchara
debajo de su poncho. Los otros gauchos lo miran divertidos, aunque he respetan
el coraje. el mismo caudillo lo tiene por hombre de confianza. Sabe batirse solo
con los regulares, entrar a lanza entre la gente de línea, desaparece como una
exhalación para volver otra vez al ataque, siempre de sorpresa, siempre mañoso,
como si fuera gaucho. Nunca se pone en pedo aunque tome diez litros de ese
aguardiente que calienta a los hombres y los vuelve pendencieros y taimados;
nunca, sólo se emborracha soñando con el mar.
Ahora están los dos, eh irlandés y Nemesio, en lo alto de la barranca, mirando a
los regulares que se acercan. Ocultos entre las matas los dejan avanzar. De
pronto el irlandés pega el grito y Nemesio y el entrerriano hacen saltar las
piedras que se despeñan sobre los regulares, mientras el negro y el oriental
disparan sus fusiles. Sor prendidos, los regulares retroceden, contestando el
fuego y la pedrea. Entonces sal en del monte veinte montoneros que atacan de a
caballo a la retaguardia, que entran a degüello, mientras desde el otro flanco
el mismo caudillo y una docena de hombres entran en acción tacuara en mano. Se
anima Nemesio en lo alto de la barranca, invita al irlandés y al entrerriano a
meterse en el baile, bajan a lo loco gritando a muerte con sus cabalgaduras.
-Peleabas lindo, gringo.
-Vos también.
-Lástima lo de Cerro Alto.
-Lástima, si. Me acuerdo del oriental.
-A él lo despenaron por espía.
-Raro morir así ¿no?
-Es más raro estar vivo -reflexiona el viejo mientras sueña.
7
Toda memoria es infiel. Más piadosa que la vida, menos exigente, reacomoda los
hechos, los separa, los vuelve a juntar en su universo despojado de lógica.
Menos loca que el sueño, menos ruidosa que la realidad de los días, rescata un
instante, el color o el olor o el sonido de algo que paso y que, por ella,
vuelve a transcurrir de una manera diferente. Todo escritor, el militar que
escribe sus memorias, el hombre que redacta este cuento, pide su gracia, busca
su inspiración, su azaroso designio. También Nemesio, el Viejo. Puede Nemesio,
el Joven, seguir su biografía, servir con lealtad a su caudillo, enfermarse,
combatir a los que antes defendió, aparecer un día en los pagos de Olta y otro a
orillas del Salado, envejecer, mirar cómo sus manos acarician el cuerpo de un
recién nacido, entrar a la iglesia para cristianar a esa criatura, sentir que la
vida es una sucesión de ayeres. Para Nemesio, el Viejo, esa sucesión no cuenta:
él comienza su historia en cualquier parte. ¿Será él o su hijo el que llora bajo
el agua bendita?
¿Qué hace esa mujer con el crío en los brazos?
-Viene a traértelo, Nemesio.
-Déjamelo, mujer. Ya es hora que lo apartes de tus polleras. Parece charabón el
chango. Venga para acá -le dice-, y lo sube a un potrillo. -Dicen que los
regulares vienen con refuerzos, que fusilan a los prisioneros y los degüellan y
clavan sus cabezas en las picas para escarmiento de los gauchos.
-Así será, mujer. No he de morir de viejo -dice el joven.
8
Es el santón que baja de los cerros. Sin piernas y sin manos, viene a los saltos
como si fuera cabra. Su tronco ya no siente el dolor y ese es su mérito, toda su
virtud,. la santidad que Dios le ha dado. También él fue un guerrero. Las viejas
cuentan que siguió al general más allá de los Andes, que vio iglesias adornadas
de oro, que conoció el mar. El santón baja de los cerros y chilla o silba a
veces como un asno en celo, otras como la víbora. Las viejas encienden velas y
le piden milagros. Baja el santón. En el Día de los Inocentes. Dicen que el
general lo utilizó de guía, de espía, de rastreador. Un indio, lo que queda de
un indio: ese tronco sin piernas y sin manos que baja de los cerros. Los
montoneros hacen la señal de la Cruz. Lloran, cantan las viejas. Entonces
Nemesio le sale al cruce, se arrodilla. Quiere que le salve al hijo. Una vida
por muchas. ¿Llora Nemesio? Cubre al santón con el poncho, lo levanta, lo lleva
a la capilla.
-¿Qué iba a hacer el santón, Nemesio? Te habías desgraciado.
-Cierto.
-Siempre rezo por él, Nemesio, por el inocente.
9
Ese jinete, ese gaucho analfabeto, supo lo que un novelista tarda en aprender
durante anos: que en el comienzo de una historia ya está su propio fin y que
todo final es ilusorio como las calles de tierra que se pierden en el campo y
que a la vez son el campo; supo, mientras entraba a la ciudad, que todo las
noches, las peleas, el rudo amor, el hijo ausente), se hundía en la memoria como
agua de pozo. Flojo en su cabalgadura, pasó por los mataderos, entre las bromas
de los matarifes que vieron a un gaucho harapiento sobre un caballo flaco.
Anduvo por los mercados, por las calles que ya eran distintas, por las orillas
donde se refugiaban los hijos del gauchaje. Durmió en una barraca, en un
potrero, junto a los carromatos de unos gringos que levantaban la carpa de un
circo.
Ya nadie hablaba de la guerra.
Vio a otros soldados de su general, muy viejos, mendigando en las escalinatas de
las iglesias. Rumbeó para el cuartel que era su casa, su madre.
"A hora no sirvo ni para estorbo ", meditó.
Venía de muy lejos y no se sorprendió cuando el caballo se negó a seguir, cuando
cayó como un montón de huesos en la calle de tierra.
Lo miró boquear como quien mira su muerte.
Se miró los pies cubiertos con trapos, los brazos esqueléticos; vio la pampa y
adivinó las voces que traen los difuntos. Creyó oír; mientras caminaba bajo el
sol, el ruido de un combate olvidado.
Otros viejos, generales cargados de medallas, en ese instante estaban
escribiendo sus memorias.
Pero esa es otra historia.
[Historias imaginarias de la Argentina. Buenos Aires, Atril, 2000]
El pasado domingo murió Pedro Orgambide. Poco antes había escrito para Zona esta
nota que refleja algunas de sus múltiples preocupaciones. Publicarla hoy es
despedir de la mejor manera a un hombre intenso y entrañable.
No fue profeta en su tierra. Es, aún, el gran olvidado del pensamiento político
argentino. En cambio, sus ideas impulsaron la acción de hombres como el peruano
Víctor Raúl Haya de la Torre o el nicaragüense Augusto César Sandino. Su nombre
es citado con frecuencia en otros países de América latina; pocas veces en la
Argentina.
Manuel Ugarte pertenecía a una familia tradicional. Había nacido en Buenos Aires
en 1878. En los primeros años del 900 vivía en París, como correspondía a un
rico, joven y culto caballero argentino, aficionado a las mujeres, al teatro y
la poesía galante; fue el autor de unas Crónicas parisienses, que prologara
Miguel de Unamuno y de las Crónicas de bulevar, que llevan prólogo de su amigo
Rubén Darío.
Nada hacía sospechar a los parientes de Buenos Aires y amigos de Manuel, el giro
que tomaría su vida apenas se iniciara en la política. Nada hacía prever el
cambio brusco que se produciría con su participación en los congresos
socialistas internacionales, junto a Jean Jaurés. Sin abandonar del todo la
parte lúdica de su pensamiento, que lo impulsa a escribir poemas, cuentos o
ensayos de intención literaria, sus intereses se desplazan hacia la reflexión
política.
El colonialismo europeo por un lado y la política del garrote de los Estados
Unidos por otro, son los referentes de esa reflexión. Manuel Ugarte toma partido
por los movimientos nacionales que se oponen a esos poderes monopólicos. Al
igual que José Martí, instrumenta la crítica como ejercicio del criterio y
apunta a la descolonización del pensamiento dependiente de América latina. Desde
esa perspectiva —antiimperialista y boliviana— escribe El provenir de la América
Española, en 1910.
Como en las novelas de aprendizaje, hay un viaje iniciático en el cual el
protagonista acumula experiencia y prueba sus fuerzas. El bon viveur de París
viaja por América latina. No es un turista. El Departamento de Estados de los
Estados Unidos se interesa por su itinerario y considera que Ugarte es un sujeto
peligroso, un agitador. ¿Lo era en realidad?
En 1911, desembarca en Cuba y se reúne con estudiantes y campesinos que
simpatizan con la causa nacional. Se lo ve en La Habana y en Santiago. Como
orador, manifiesta su solidaridad con el pueblo dominado bajo "la enmienda
Platt".
Un agente lo ve desembarcar en Santo Domingo, a finales de 1911; lo observa
deambular en actitud sospechosa por el puerto donde "se levantaban inmóviles las
torres de los acorazados norteamericanos". Poco después se produce un atentado,
que se atribuyen los independentistas. Antes de partir, Ugarte se manifiesta
públicamente contra el invasor.
Ugarte llega a México el 3 de enero de 1912. Hay música y banderas y disparos al
aire, como corresponde a una buena fiesta mexicana, con revolucionarios que
exigen "Pan y Libertad". El gobierno de Madero se inquieta. La embajada de
EE.UU. presiona para que lo expulsen del país. "Dos gobiernos contra un solo
hombre", titula un diario en la ciudad de México.
Ugarte no desmiente el mote de agitador: participa en actos relámpagos, en
manifestaciones callejeras, ejerce su arte de orador de barricada. Llena un
teatro y en un mitín en el bosque de Chapultepec congrega a una multitud.
Algunas de estas noticias llegan a Buenos Aires. Para no pocos de sus amigos,
Manolo o Manucho se ha vuelto loco. Esperaban otra cosa de él. Una travesura,
sí, pero no esto. En Guatemala, donde gobierna el dictador Estrada Cabrera,
Ugarte es citado por el ministro de Relaciones Exteriores. Le explica de buenos
modos que llega alguien importante de Washington y que una de las condiciones
que pone el Departamento de Estado es que Ugarte abandone Guatemala. El ministro
es gentil, no quiere emplear la fuerza. Ugarte hace sus valijas e intenta viajar
a Honduras y El Salvador. Pero ahí también se lo considera una persona peligrosa
y se le niega la entrada. Opta, entonces, por entrar en forma clandestina. Llega
a Tegucigalpa el 27 de marzo de 1912. Pocos días más tarde, el 3 de abril,
Ugarte expresa su particular visión del socialismo, opuesta a la posición
eurocentrista de sus contemporáneos. En la Federación Obrera, dice que "el
socialismo tiene que ser nacional". Y agrega: "seamos avanzados, pero seamos
hijos de nuestro continente y nuestro siglo".
Ugarte viaja a la Nicaragua ocupada en ese entonces por las tropas
norteamericanas. Aunque su palabra está prohibida se las ingenia para difundir
sus ideas que coincidirán luego con las de Augusto César Sandino. Continúa su
viaje predicador por Costa Rica, Venezuela, Colombia. En 1913 está en Ecuador,
desde donde viaja a Perú y Bolivia. Se reúne con los sindicalistas, políticos y
estudiantes que adoptaron el credo de la Patria Grande y de un camino propio
hacia el socialismo.
En 1914 llega a Buenos Aires. Se entera del asesinato, en Francia, de su amigo
Jean Jaurés, con quien compartía un militante pacifismo. Su heterodoxia estorba:
los aliadófilos y germanófilos de la Argentina desconfían de él. Además, Ugarte
no disimula sus contradicciones. Así, un día se lo ve en la redacción de La
Vanguardia, dialogando con Juan B. Justo y otros socialistas, y al otro,
practicando esgrima con un representante de la oligarquía, en el Jockey Club.
Contradictorio, sí, pero coherente en sus convicciones: el "niño bien" renuncia
a una candidatura en el Congreso porque aduce que ese cargo lo debería ocupar un
obrero.
No gana plata con la política. Al contrario: por ella, pierde su fortuna. Y por
su heterodoxia, se le cierran las puertas de la cultura oficial. Ugarte defiende
los principios de la revolución mexicana y el derecho de Colombia frente a la
política de usurpación de los EE.UU. en Panamá. En ese momento su prédica parece
exótica. Los admiradores del progreso indefinido usan la vieja antinomia
civilización o barbarie para rebatirlo. Se lo acusa de ser espía del kaiser por
defender la política de neutralidad de Hipólito Yrigoyen.
En 1919 marcha hacia el exilio europeo donde integra el Comité Mundial de la Paz
junto a Romain Rolland, Albert Einstein y Henri Barbusse. Colabora con el
peruano José Carlos Mariátegui en la revista "Amauta". La chilena Gabriela
Mistral lo llama "el maestro de América latina". Pero aquí se lo ignora. Regresa
a Buenos Aires en 1935. Está muy pobre y sobrevive como puede hasta 1939 en que
vuelve a partir y se radica en Chile.
Después de muchos años de oscuridad y extrema pobreza, Ugarte regresa a la
Argentina en tiempos del incipiente peronismo. Se lo reconoce, por fin. Lo
nombran embajador y ejerce la diplomacia en México, Nicaragua y Cuba, entre 1946
y 1950. Pero su figura disgusta a algunos sectores clericales y políticos por lo
que cansado de pelear renuncia. Muere en Niza, en 1951.
Lo sobrevive su obra, que encontró eco en América Latina. Movimientos políticos
como el APRA peruano o el sandinismo nicaragüense, reconocen en Manuel Ugarte a
un precursor.
Más retaceada es su influencia aquí, en el llamado "pensamiento nacional", y
poco reconocida su incidencia en el origen de la "tercera posición" de nuestro
país, en tiempos de la "guerra fría".
No fue profeta en su tierra. En cambio, vio cómo se agrandaba la patria mientras
recorría el territorio de esta América que, como él vaticinó en sus textos,
sigue siendo una arriesgada apuesta al porvenir.
Lo encontró en un bar de la Zona Rosa, entre unos cabrones multinacionales que
festejaban a la Diosa, la bailarina mulata que venía de un festival de Cali. Lo
presentaron como a un escritor argentino en el exilio, un che al que lo habían
fregado ¿sabes?, un pinche periodista político que cantaba tangos. Canta, canta
para mí, dijo la bailarina que además era antropóloga y hablaba de la magia y
cosas así. ¿Cantas o no?, preguntó un canadiense que buscaba datos en el Colegio
de México y whisky. No, dijo el argentino, no tengo ganas. Un periodista
político, eso debe ser muy aburrido, lo provocó la Diosa. Ella empezó a hablar
del cine underground, del Kitsch, de todas las pendejadas latinoamericanas de
Norte a Sur, desde La Tecla (México, D. F.) al Bar-Bar-o (Buenos Aires) una
vasta geografía de bares, cine-clubs, galerías de arte, donde los intelectuales
se cagan en el boom porque la onda está en otra parte, en París o New York. ¡Ni
modo!, dijo ella pero abandonó la mano en la mano del argentino y él comenzó a
acariciarla con tristeza, sólo para demostrar cómo un macho argentino se levanta
a una mina, a una vieja entre machos mexicanos. Pero tal vez no fue así, quizás
en ese momento necesitaba realmente una mujer. Oye, oye, dijo ella ¿porqué no
escribes un libro acerca de Perón? Todos tus compatriotas escriben libros así.
Ven, ven, no te enfades, era una broma, era una broma, cariño. Él le miró los
pechos, los altos pechos de sierva concebida que venían hacia él dando saltos
como en el verso de Miguel Hernández, dos hermosas toronjas para apagar la sed.
Déjate de mirarme con esa cara de tango ¿quieres? Don’t be vulgar, please.
Déjate de pensar cochinadas. Entonces la mulata comenzó a cantar una cumbia de
los cincuenta, muévete, muévete, decía y se movía en su silla y él recordó a las
Mulatas de Fuego y los mambos de Pérez Prado y la erección de muchachito que
había sido, la erección solitaria, en un cine de barrio, en Buenos Aires,
mirando una película de Carmen Miranda. Los amigos de la Diosa abominaban ahora
del cine del Tercer Mundo, se burlaban de esos cuates que iban por América con
sus cámaras al hombro, dichosos con la miseria, decía uno, merde, dijo otro,
pinches oportunistas. Esto está muy aburrido, Cara de Tango -dijo la Diosa-
vámonos juntos ¿quieres? Oye, político: a esta hora la casa de Trotsky está
cerrada. Pero podemos ir a otra parte. Él se dejó llevar. Se despidieron de los
amigos y subieron al auto y ella manejó como si se despidiera del mundo. Ahora
me cantas el tango que me debes, cabrón. Sí, dijo él y comenzó a cantarle el
tango y a acariciarle las piernas. Ella frenó en una cerrada de Coyoacán. Cuando
lo besaba, deslizó su mano hasta el sexo del hombre, lo apretó con fuerza, con
furia, como vengándose de algo. Después fueron al café que había sido un
convento virreinal y hablaron de la vida. A mí también me caen gordos mis
amigos, pero no tengo otros, dijo la mujer. El hombre recordó un verso de López
Velarde, dijo que sentía una íntima tristeza reaccionaria. Yo te voy a curar,
prometió la Diosa. En la cerrada volvieron a besarse. En el auto, ella abrió la
blusa y le ofreció los pechos.
Triste, reaccionario, niño, amor, basta, déjame, glotón, vamos a casa. En la
casa del cerro (herencia de mi padre, era muy rico ¿sabes? déjame, loco) el
hombre cayó abrazado a la mujer que jugaba a resistirse, a ceder, al juego de la
señora y el doctor, cayó sobre la cama inmensa de kilómetros de exilio, cayeron
vestidos todavía, desnudándose, mordiéndose, besándose, la mulata de Baudelaire,
mi negra, mi Cara de Tango, macho sombrío, triste, reaccionario, ella cerrando
los ojos, concentrándose en el puro goce de ese orgasmo imprevisto, fugaz,
perdóname, Tango, perdóname, Macho, ahora te toca a ti. Se abrió la cueva
húmeda. Pase mi rey, pase mi huésped, entra mi negro, mátame. Él estaba acostado
en la blanca cama de espuma, con la mulata que había nacido en Pekín porque su
padre era embajador -espérame tantito ¿quieres?- y ella seguía hablando desde el
baño, orinando su dulce miel como un verso de Neruda, volvía bamboleándose, mira
a tu novia ¿te agrada tu novia? hablando como una popi, paseándose desnuda por
la recámara, excitándolo, contándole sus viajes por el mundo, las brujerías de
su madre negra que su padre se robó en Jamaica. Era muy racista el güero, nunca
me pudo querer. Mi padre, el padre, el Padre de los pobres: ella quería que le
contara historias de Perón. Estaban desnudos, saciados de la primera vez,
fumando y tomando agua mineral, para que la segunda vez fuera mejor, más
amistosa, no ese relámpago de destrucción al que se habían entregado en la casa
del cerro. Dos veces, dos muertes. La primera vez, dijo el hombre, yo no
entendía, era un pendejo, un estudiante muy humanista, muy antifascista, claro,
muy pequeño burgués, una buena conciencia; la segunda no quise equivocarme,
quise creer en el Padre ¿entiendes? Ser como todos, fundirme en ese Todo como tú
en el Zen. Mi padre era un viejo, dijo ella, un podrido viejo cargado de
medallas. Cuando dejó a mi madre, ella se ahogó en el mar. ¿Por qué te cuento
esto? No me gusta hacer tango. Cántame un tango, cántale un tango a tu novia
fea, fea, fea, pidió y se echó a llorar porque ahora era una niñita sola en el
mundo, no era la Diosa ni la mulata de Baudelaire, sino una pobre muchacha
pidiendo que le cantaran un tango. ¿Quieres? Sí, dijo él y le cantó el tango de
la casita de mis viejos y otros tangos con patios y mujeres enfermas y jazmines.
Todo eso está muerto, pensó. Pero él no estaba muerto, estaba acariciando los
hermosos pechos de su amiga, las caderas inmensas, el sudor de los muslos,
trepando por ella como por el Árbol de la Vida que tenía en su cuarto,
bebiéndosela, emborrachándose de su boca, del suave pulque de su vagina. Mi rey,
gimió ella y se quemaron juntos otra vez y se durmieron y despertaron abrazados
y con frío. Sí, es lo que vi, dijo el hombre, vi a la gente calentándose con las
fogatas, toda la noche, esperando a su padre, al General, al Macho. Yo estaba
con ellos, pero no era uno de ellos ¿entiendes? El Espía de Dios. El poeta es el
Espía de Dios, dijo ella. No soy poeta. Sí, lo eres dijo la mujer lamiéndole el
vello del pecho, succionando las tetillas del hombre porque ahora soy tu niña
¿quieres? bajando hasta el sexo de su amigo, su hermano de la noche. Él miró la
cabeza de la mujer allá abajo, la boca, la mata del pelo oscilando en un
movimiento loco de polea, en una frenética negación, su propio pene como un
péndulo de delirio. Mi rey. Mi negro. Y otra vez cabalgaron los dos. El caballo,
la yegua negra en un campo de incendio. Mi rey. Mi negra. Ven. Claro que voy,
espérame. Los cuerpos quedaron extenuados. La madrugada empezaba a filtrarse por
las ventanas, el día, la certidumbre de despertar. El hombre miró a su amiga que
dormía. Oyó tangos de Buenos Aires, tangos de la memoria, tangos, tangos, tangos
de cuando era demasiado joven, cuando la revolución era una palabra, un
improbable porvenir y no esos militantes entre los que no estaba, sabiendo que
esa sería su condena, su muerte, el equívoco síntoma de su vejez en el momento
de escribir su análisis político de la situación, mañana, dentro de unas horas,
cuando brillara el sol. Ella despertó. Le dijo: duérmete; esta tarde seré tu
compañera en La Siesta del Fauno, pero ahora duérmete, por favor. Pienso en mis
muertos, dijo él. Duérmete. Están matando a mi gente. Duérmete, te digo. Si al
menos supiera que lo que escribo sirve para algo. No hagas tango, mi amor. Atan
los cuerpos con alambres de púa, los hacen volar con dinamita... Duérmete,
ordenó la mujer. El hombre se cubrió con la sábana, se acercó a su amiga y
prometió no hacer tango. Mientras la acariciaba pensó en Hansel y Gretel
abandonados en el vasto mundo. Entonces se durmió. Pobre amor -dijo la mujer
mientras acariciaba la cabeza del hombre dormido- estás lleno de sueños, de la
podredumbre de los sueños. Creo que te mereces un descanso.
Ha sido una gran función la de esta noche. Los espectadores aplauden de pie y
esperan el saludo de La Diva. Pero ella no sale aún. Algún crítico mal
intencionado piensa que La Diva se hace rogar, que administra, con astucia, el
fervor del público. Puede que sea así, pero yo no soy nadie para revelar esos
secretos. Mi patrona, que otros llaman la Diva, sabe muy bien que no lo haré. En
todos estos años que estuve a su servicio, nadie obtuvo de mí una infidencia, un
comentario que pudiera afectar a la señora. Al contrario, muchas veces hice un
discreto mutis, por decir así, para ocultar o disimular una situación
embarazosa. "Esta mosquita muerta lo ve todo, lo sabe todo", suele decir mi
patrona. Y es así, realmente: he visto cosas por las que pagarían buen dinero
esas revistas de chismes en las que a veces sale la foto de la señora,
acompañada por el caballero o el jovencito de turno. Sólo yo sé que esas
minucias poco tienen que ver con ella. A ella, lo que en verdad le importa es el
aplauso del público. No, no sale todavía. Ella no es como esas jovencitas, como
esas actrices novatas que apenas cae el telón, corren desbocadas hasta el
proscenio, para mendigar el aplauso. De ningún modo. Ella suele esperar entre
bambalinas, dejar que el aplauso crezca en forma considerable, antes de caminar
hacia la gente que le arroja flores y la llama diosa. Sólo entonces mueve
levemente la cabeza, como negando el mérito a la estruendosa realidad. Con
modestia, debe admitir que el éxito es suyo. Puede permitirse entonces una
sonrisa, un ademán gracioso, algún saltito que insinúa un deseo de regresar al
camarín. Pero el público es tirano, el público exige otro saludo. Y bien, no hay
que negárselo. Es entonces cuando La Diva arroja un beso al aire. El público se
agita, grita, patalea. Entonces ella lleva su mano al pecho, hacia el corazón y
llora. "un momento así vale la pena", le oí decir muchas veces a mi patrona. Por
ese momento, ella pasa horas haciendo gimnasia, pedaleando en la bicicleta fija,
cubriéndose la cara con horribles mascarillas y cosméticos. Pero eso el público
no lo sabe, es un secreto entre ella y yo. Nunca diré que vi su rostro
envejecido, sus arrugas, el tic que afea su boca. No, no lo haré. Tampoco diré
que se babea por las noches, que tose en la oscuridad y maldice su suerte. No
quiero llevar agua la molino de sus enemigos, Dios no lo permita. Pero hay que
reconocer que no siempre saluda con dignidad. Yo la he visto empujar al primer
actor de la compañía, para que trastabille delante de los espectadores. También
he visto como "tapaba" a la dama joven, poniéndose delante de la muchacha, como
distraída. No, no me engaño. Así no saludan los grandes del teatro. Ellos
saludan muy sobrios, con la ostentosa dignidad de parecer humildes. Pero yo no
soy quién para juzgarla. En estos años la vi luchar por el aplauso, firmar
contratos abusivos, soportar los chistes de ignotos productores, sólo para
obtener ese premio que necesita como el aire. Porque después de meses de ensayo,
de debatirse frente al espejo, de abandonar a su último amante, de aprender un
texto que en realidad detesta, ella va a salir a saludar al público. Y la van a
aplaudir. Y eso es lo único que importa. Ella quedará suspendida en el tiempo,
oyendo el aplauso, las voces que repiten su nombre. Lástima que hoy no será así.
lástima su mal trato, la fea costumbre de insultarme. Aunque yo se lo había
perdonado todo, en verdad. Porque yo la admiraba, igual que esa gente que ahora
implora su presencia en el escenario, esas mujeres y esos hombres de pie,
ansiosos, impacientes por ver a La Diva. Lástima. Porque ella no debió
levantarme la mano, ni decirme bruta, ignorante, ladrona. No, eso estuvo mal. Si
me puse el vestido de marquesa, el que ella usa en la obra, fue solo para
imitarla, sin mala intención. Es lo que hice durante todas las noches, cuando
ella se cambiaba y se ponía la bata de seda, para saludar y recibir los
aplausos. No sabía que se iba a enojar tanto. Pero, ¿por qué me amenazó con esa
tijera que ahora está clavada en su corazón? Con el vestido de marquesa y el
antifaz ya soy igual a ella. Oigo el rumor de los aplausos. Es algo
verdaderamente hermoso. Es hora de salir, de saludar al público. Ellos están
allí, llamándome, gritándome divina, diosa. Hago una reverencia, arrojo un beso
al aire y los saludo, fatigada y feliz.
Ella toca el violoncello en la calle de tierra y la gente del pueblo apenas la
mira, porque desde hace años eso sucede cada atardecer y a nadie se le ocurre
interrumpir el concierto de la mujer del alemán y decir que se trata de la
costumbre de una loca. No; salvo que algún turista pregunte por qué hay una
mujer tocando el violoncello en la calle de tierra. Entonces, si uno tiene
ganas, le cuenta la historia. Y si no, mira hacia las montañas cubiertas de
nieve y guarda el secreto, que es lo más prudente, lo que se debe hacer en
familia. Porque en verdad los forasteros entienden poco de estas cosas, de la
gente que enloquece cuando sopla el viento del sur y uno se queda durante horas
con su pensamiento. Son cosas que ocurren: uno está cardando lana o manejando la
sierra del aserradero o... no importa lo que haga, de pronto, uno, como la loca
del violoncello siente el vacío, la soledad de quedarse quieto mientras sopla el
viento del sur. No es fácil. Uno puede soñar cualquier delirio, extraviarse como
esa pobre mujer mientras los hombres del hotel (el viajante, el escribano, el
geólogo) hacen apuestas sobre cuándo dejará de tocar, cuánto tiempo estará allí
antes de que el alemán la levante suavemente (a ella y su instrumento) y la
lleve a su casa, esa cabaña de madera que está junto al aserradero, donde el
alemán trabaja todo el día. Buen hombre el alemán, muy trabajador. Lástima su
mujer, dicen los hombres que hacen apuestas y juegan a las cartas y oyen las
noticias de la radio, el informe del tiempo y el precio de los animales. Buen
hombre, sí. Pero no era a él a quien quería la mujer, sino al otro. Al cantante,
¿se acuerdan? No; ya nadie se acuerda de aquel ignoto cantante de ópera que
estuvo dando conciertos en el sur, enamorando a las muchachas; no pueden
precisar el año en que la viuda escapó con él, rumbo a Chile. Mujer muy rica la
viuda, confirma el suizo que sirve las ginebras. Sopla el viento del sur y hay
pocas cosas que hacer en el pueblo, así que los hombres escuchan el relato del
suizo e imaginan a la mujer cuando llegó, con sus valijas, su baúl, el
violoncello. Yo recuerdo ese día, cuenta el telegrafista que acaba de entrar al
bar del hotel. Ella era muy joven y apenas si sabía hablar en castellano. Envió
un telegrama a Buenos Aires, pero nadie le respondió. Durante un mes, estuvo
mandando telegramas a diferentes partes del mundo. Así supe que ella era una
concertista famosa. No, no quería volver, antes tenía que encontrar a ese
hombre, al cantante de ópera que la había abandonado. En la radio, informan que
el camino hacia la cordillera está intransitable por la nieve. Hace frío aquí,
en la calle de tierra donde la mujer toca el violoncello. Será mejor que venga
el alemán, que se la lleve. Y pensar que esa mujer cruzó la cordillera con una
recua de mulas, buscando al hombre que había perdido, gritando el nombre de ese
infeliz. Fue allí donde enloqueció, en ese viaje, en esa inútil expedición que
casi le cuesta la vida. El suizo comenta que las cosas no fueron del todo así,
que la locura no vino de golpe, sino de a poco. Después del viaje, la mujer
buscó trabajo como maestra de música. Los domingos, tocaba el armonio en el
templo de los protestantes. Pero a veces se distraía, olvidaba sus manos en el
teclado o comenzaba a cantar el aria de una ópera, interrumpiendo el sermón del
pastor. El amor es imprudente, amigos, dice el escribano. Uno recuerda la
belleza de la mujer antes de la enfermedad; otro, el asedio de los hombres. Pero
eso ocurrió hace mucho. Ahora es una anciana. Si uno se acerca, puede ver sus
arrugas, el rictus de la boca que sigue pronunciando el nombre del cantante.
Porque el amor es absurdo, dice el geólogo y pide otra ginebra. Sopla el viento
del sur. Los hombres del hotel se acercan a la ventana y miran ese cuerpo muy
flaco que parece crucificado en el violoncello. Quieren pensar en otra cosa,
quieren olvidarla. Como si uno, cualquiera de nosotros, fuera el culpable de esa
desdicha. No, son cosas que ocurren en cualquier lugar, no sólo en este pueblo.
Aunque las mujeres dicen que cuando sopla el viento del sur y los hombres están
lejos, jugando a las cartas, ellas sienten ganas de morir, de saltar por las
ventanas, de sentarse en la calle de tierra para oír a la loca del violoncello.
En verdad, es muy difícil saber si alguien oyó su música. Porque aquí lo único
que se oye es el viento. Sí, yo la escuché —recuerda el suizo— fue antes de que
agravara su enfermedad, cuando daba conciertos en las kermeses benéficas y en el
viejo teatro que después transformaron en cine. Me acuerdo bien. La mujer no
estaba del todo en sus cabales, pero parecía contenta. Antes de tocar, tomaba su
vaso de bromuro y un té de boldo. Así salía al escenario. Entrecerraba los ojos
y comenzaba su concierto. Es cierto: a veces lo interrumpía a los cinco o diez
minutos y otras seguía tocando cuando la gente ya había abandonado el teatro y
sólo quedaba el alemán, el único melómano del pueblo. Los demás, debo
reconocerlo, nunca fuimos demasiado exigentes con los artistas que llegaban de
Buenos Aires. Pero no nos gusta que los forasteros se burlen cuando ella está
tocando. No, eso no está bien. Es lo que pensó el alemán cuando los muchachones
se rieron al verla dormida junto a su violoncello. El hombre la defendió de los
insolentes y la levantó con suavidad (a ella y su instrumento) y supo que la
quería, aunque ella siguiera pensando en el cantante de ópera. Un juez de paz
les concedió el permiso y se casaron. Desde entonces, viven en la cabaña, junto
al aserradero. Y cada atardecer, desde hace años, vienen al pueblo y la mujer
pone una silla en la calle de tierra y toma su violoncello y comienza a tocar.
El alemán, que la trae en el jeep, aprovecha el tiempo y hace algunos trámites o
viene a charlar con nosotros, al bar del hotel. Ya viene el alemán. Camina hacia
su mujer, que sigue tocando el violoncello. Solo, en medio de la calle de
tierra, el alemán aplaude. Ella escucha el aplauso de la sala y sabe que ha sido
una hermosa función la de esta noche. Saluda con la mano a sus admiradores
invisibles. Entonces el alemán ofrece su brazo a la joven concertista y la lleva
hasta el jeep. Carga la silla y toca dulcemente con el arco al violoncello sin
cuerdas. Como todas las tardes. Es algo que la gente del pueblo sabe que va a
suceder; a nadie le asombra. Pero siempre hay algún turista que pregunta por qué
hay una mujer tocando el violoncello en la calle de tierra. Entonces, si uno
tiene ganas, le cuenta la historia.
De los arrabales de la luz
de las fronteras donde el barro es el barrio
y los faroles las mentidas estrellas
de los tangos furiosos que rezongan
su impotencia banderas bandoneones
que se pudren a orillas del Riachuelo
de allí de donde soy
vengo con la guitarra de los payadores
antiguo huésped de los almacenes
jugador de truco con su baraja muerta
una guitarra un naipe que me cambie la suerte
porque voy a limpiar la boca de la injuria
antes que sea tarde y no quede memoria
en esos arrabales que otros llaman patria.
4
Caminan en círculos,
los jueves.
Siempre están allí,
los jueves.
Nunca se sientan,
porque es jueves.
Caminan como leonas
alrededor de sus cachorros,
los jueves.
No descansan, no duermen
las leonas,
porque es jueves.
Huelen la tempestad.
No olvidan,
porque es jueves.
6
Me moriré en Buenos Aires un día jueves como es hoy
de otoño, vieja,
con los húmeros a la mala y leyendo a Vallejo.
Pero sé que no es cierto
sé que mi noche no permite esos lujos
de morirse de viejo.
Sé que nunca escribiré este poema
ni enviudará de mí la loca poesía ni la mujer
que no tuve tiempo de tener
Vos caminás por mí este jueves de otoño,
otro escribe por mí este poema,
y otro vivirá por mí sin saber
que en una cita falsa,
los húmeros se le pusieron a la mala, madre,
como en el verso de Vallejo, vieja,
y la ráfaga vino como una puteada de Dios,
como el relámpago
que ahora brilla en tus ojos.
8
No hay perdón no hay olvido para la mano ciega
que destrozó la rosa de la muchacha en flor,
que le quemó los senos, las pupilas, los párpados,
no hay perdón no hay olvido
para los que sonríen lo mismo que Gardel,
desde las fotos sucias del secuestro y el crimen.
No hay perdón este jueves.
No hay olvido este jueves.
Hay una luna roja, tan pequeña, que cabe en la camisa.
18
Tumbas sin nombre
islas que el tiempo tañe en la molicie
teclas de bandoneones
desperdicio de tangos
basura que el ciruja ni se digna a mirar
sos todo lo que tengo
mi vergüenza de cantor
que camina los pasos de los otros
recolector de nada
ciego sin lazarillo que le chifle.
Pero verás el día, madre.
Verás el día, vieja.
Los gorriones del barrio cantarán otra vez
y todos tendremos el derecho a ser cursis.
Pobre mi madre querida
cuántos disgustos le daba.
Nos portaremos bien, vieja querida,
cuando pase este disgusto, este diluvio,
esta bronca feroz,
este malentendido de estar muertos.
19
Ellos están allí
ellos nos miran
desde ese mar de barro del Río de la Plata
escuchan mi canción
pero están muertos
en cementerios de algas
en la niebla
y los maderos flotan en el río
ah flor de la madera en la corriente
entre arpas de agua que rompen su cordaje en la ribera.
Ojos insomnes del naufragio
que ven llegar al cedro, al algarrobo,
orgullosos vigías derrumbados por el hacha
en el griterío del verdugo
cayéndose de bruces
ola en ola
hasta el fondo.
Mirá entonces, hermano, llegar a los perdidos:
nave de troncos
monte flotante
pura selva de agua.
Entonces la Madre del Agua desciende para verlos
entre serpientes de sol
ondula
baja
diosa del remolino
y les besa los párpados
teje trajes de musgo para los ahogados.
El joven que hace lo justo a los ojos de Dios, el lector de la Torá, ese
muchacho de trece años que baja por la planchada del Wesser, intuye que está en
el fin del mundo, aunque su maestro, el rabí Aarón Levy, le recordaría que el
fin está en cualquier lugar del universo y a la vez el principio, es algo que no
debe olvidar, como no olvida a su maestro caído a la entrada de la sinagoga,
con la cabeza destrozada por los sablazos.
Sabe que es indigno discutir su suerte. Hubiera preferido pelear antes de irse
—piensa—, hubiera sido mejor quedarse en la sinagoga. Se imagina a sí mismo
ardiendo junto al candelabro y las palabras sagradas, pero comprende que eso es
vanidad, pura soberbia. Su destino es éste, al fin, llegar a esta tierra que no
sabe nombrar todavía.
Esa mañana de 1889, camina, con los otros, hacia el Hotel de Inmigrantes. Oye a
sus paisanos que agradecen a Dios por estar aquí y al buen barón también, al que
los hizo embarcar hacia esta Tierra Prometida, aunque no se la debe nombrar así,
porque la tierra sagrada es una, es la que se perdió hace siglos en la arena, la
que se nombra en las oraciones.
Días más tarde, sus paisanos toman un tren que los lleva hacia las llanuras de
Entre Ríos, días o meses más tarde, poco importa, porque el Tiempo, como sabía
Aarón Levy, es ilusión. Por algún descuido, el muchacho olvida su lugar, demora
unos minutos, se distrae, busca alguna cosa que le hace perder el tren.
Y allí empieza su historia, su verdadera historia para nosotros, la de ese mozo
de los corralones de Barracas al Sur, conocido como el Colorado. Es el mismo. El
apodo le venía del pelo rojo, ensortijado, como viruta. Y de la imposibilidad de
pronunciar su apellido lleno de consonantes, que el comisario de la parroquia le
simplificó, dándole otro más fácil y criollo.
La conversión del joven lector de la Torá no fue la única ni ocurrió de un día
para otro. De haber llegado a Entre Ríos, seguramente hubiera aprendido las
destrezas del gaucho, la dicha del campo abierto en un galope, el manejo de las
herramientas de labranza. Pero la Providencia no lo quiso así y muchas veces el
joven que hacía lo justo a los ojos de Dios, meditaba acerca de los imprevistos
y sobresaltos del tiempo, igual que Aarón Levy en la sinagoga. Solo que él lo
hacía en un corralón de Barracas, por la noche, después de cumplir con su
trabajo. Miraba la Cruz del Sur y recordaba otro cielo, el color de la nieve, la
blandura de un almohadón de plumas, el rostro de su madre. Sabía que no vería
más aquellas cosas, que le estaba vedado regresar, porque otros hombres, los que
tenían la fuerza, lo condenaban al exilio o la muerte.
Dicen que al comienzo, entre sollozos, murmuraba palabras en su idioma. Y que
las mujeres del conventillo se apiadaron de él, cuando los varones, desdeñosos,
le dijeron que dejara de llorar, que no fuera mariquita, carajo, que se hiciera
hombre de una vez. Calló el muchacho, avergonzado por su debilidad, por ser un
forastero, por no tener madre en esta tierra. Una mujer que cantaba en un
burdel del Dock Sud, lo consoló una noche y lo hizo hombre. Un año más tarde,
en el 90, andaba con los cívicos, como riflero del Parque, metido en la
revolución.
Fue un converso, sí. Había nacido para la paz y la oración y las circunstancias
lo hicieron un mozo altanero de Barracas, aficionado a la guitarra, las mujeres
y el tango.
No es cierto que lo expulsaron de la sinagoga, como ocurrió años más tarde con
los rufianes de la trata. Simplemente él no frecuentó esos lugares de la
devoción, ni cumplió con los ritos. En cambio, conversó en sueños con Aarón Levy
y se vio a sí mismo como el sacerdote de una tribu errante y famélica. Entonces
oyó las voces del antiguo idioma, las que siglos después repetiría Aarón Levy y
que él podía traducir en el sueño. Al despertar, fue hasta la pileta del
conventillo, se lavó la cara y la pesadumbre del pasado, antes de partir hacia
el corralón.
No trabajó el sábado. El viernes por la noche, junto a la primera estrella,
comenzó su ayuno. Y aunque ahora no rezaba, aunque no salmodiaba con el rabí las
oraciones del agradecimiento o el perdón, El Colorado entrecerró los ojos y
murmuró una palabra misteriosa al pasar las manos por las cuerdas de la
guitarra, antes de puntear una milonga.
Allá por los años 1905 y 1906, estuvo entreverado en las revoluciones de
Yrigoyen. También en alguna revuelta chica y una huelga, a la que se sumó por
curioso y comedido. No es verdad que fuera un maximalista, un anarquista, un
tira bombas. No, El Colorado, pese a todo, fue hombre prudente. Le hacía gracia
que llamaran cosacos a los hombre de la policía montada, esos morochos que
atropellaban sable en mano, pero que solo en eso, en la indiscriminada repartija
de sablazos, se parecían a los de Rusia. Otros habían asesinado a su maestro. De
no ser así —pensaba El Colorado— de no haber muerto Aarón Levy, si los cosacos
no hubieran incendiado la sinagoga y diezmado a la gente de la aldea, lo más
probable sería que él estuviera leyendo e interpretando el Libro, aprendiendo de
los justos. A él no se le ocurrió, en cambio, que aquellos estudios y tareas los
podía continuar aquí, que bastaba con entrar al templo para encontrarse con los
suyos. Al declinar el sábado, cuando terminaba su ayuno, después de matear, se
daba un baño en el tacho de lata, se afeitaba y vestía lujoso, se perfumaba con
agua florida y se iba derecho para el bailongo.
Bailaba bien El Colorado, bien canyengue y compadre. Solía lucirse en la
quebrada, la corrida, la media luna, la vuelta al perro, el cuatro, el balanceo,
la sentada. Bailaba medio agachadito, como se usaba entonces, guiando a la
mujer con la mano derecha en la cintura y dándole una palmadita un poco más
abajo, como jugando, porque el tango no era triste en ese tiempo sino pícaro y
burlón y El Colorado se lucía con sus pasos como firuletes, mientras seguía la
música del trío de guitarra, flauta y violín, en noches de glorieta o de frontón
o en los quilombos de la isla, que estaban del otro lado del Riachuelo.
No cayó en la tentación de la pendencia, de provocar a nadie con su suerte.
Bailaba bien, pero no aceptó ningún desafío, esos que terminaban a los balazos,
porque a él le gustaba divertirse sin molestar al prójimo. Algún infeliz dijo
que era un cobarde. No se molestó en refutar el infundio, porque un hombre que
hace lo justo a los ojos de Dios, sólo a Él le da cuentas. Y el miedo, como
enseñaba el buen rabí, no debe avergonzar al hombre, aunque él, no tuvo miedo
esa vez ni otra, en que un cristiano manifestó su menosprecio con los de su
raza," ...esos barbudos —dijo el hombre— vestidos con levitón, esos
mercachifles que no tienen patria...son todos gallinas." El Colorado trató de
disuadir al imprudente, le contó que él también era un ruso que había llegado
del otro lado del mar. "Y aquí estoy para lo que usted disponga" —dijo pero el
otro no respondió, porque tal vez en la mirada de El Colorado, más que en su
mano cerca del cuchillo, leyó la decisión del hombre.
En 1910, durante los festejos del Centenario, El Colorado abjuró de la sabiduría
de Aarón Levy, de sus fatídicas historias, de la inevitable tristeza de la
diáspora. Quiso ser como los demás, un hombre como todos, alguien que no
estuviera condenado a soñar con su origen, a conversar, en hebreo, con un
muerto.
Ese año se casó con una lavandera. Pero antes, se bautizó como cristiano. Fue,
según dicen, por darle el gusto a la mujer. Los años que siguieron pudieron ser
los de cualquiera. Ya no soñaba con el rabí, había olvidado las palabras
sagradas y vivía con su mujer y sus hijos, como un hombre justo a los ojos de
Dios. _
Fue un converso, lo que para otros es lo mismo que un traidor. Tal vez lo había
sido, al menos hasta ese día de enero de 1919, en que salió de su casa para
saber quién era de verdad. Nadie lo llamó. Fué solo. Quiso saber por qué había
regresado el sueño, porque estuvo soñando con Aarón Levy y con la gente de su
aldea y con el chico que fue una vez. No, no quería rezar ahora. No tenía
plegarias en su boca. Caminaba casi pegado a la pared, entre el tiroteo de los
huelguistas y la policía. Vio los tranvías incendiados y el cadáver de un chico
en la vereda. En el sueño ese cuerpo era el suyo, el de un joven de trece años,
caído junto a su maestro. Aunque El Colorado ya no creía en esas cosas, recordó
que el fin está en cualquier lugar del universo y el principio también. Por eso
no se sorprendió al ver a los cosacos que cargaban sable en mano, igual que en
su aldea. Se dijo que no eran los mismos pero supo, como Aarón Levy, que el
tiempo es ilusión. Vio a unos jóvenes con brazaletes azul y blanco que bajaban
de un auto frente a la sinagoga y que tiraban de las barbas de un viejo judío.
Pensó que estaba soñando, que eso no podía ocurrir en la Argentina. Se indignó
El Colorado, porque al fin era un mozo altanero de Barracas. Sacó el revólver
para defender al inocente.
Alguien lo madrugó. Mientras caía pudo ver, otra vez, el color de la nieve, que
ardía junto al candelabro y las palabras sagradas.
Cuidado, Mono, cuidado. Él no lo vio, no tuvo tiempo de ver al colectivo que
avanzaba por la calle o sólo vio el muñequito que bailoteaba en el parabrisas,
un muñequito gordo, de celuloide, junto al escarpín que bailaba también, el
escarpín del pibe del colectivero, cuidado Mono, no tuvo tiempo de saltar,
dicen que estaba borracho o tal vez era el sol que le pegaba en los ojos y el
colectivero no pudo frenar o esquivar al tipo en medio de la calle y entonces el
Mono vio al colectivo inmenso como el tren que lo traía a Buenos Aires, oyó el
aullido de la locomotora o era él, quizá, gritando mientras la foto de Gardel en
el colectivo sonreía canchera a la eternidad y el grito le creció en el pecho
con un dolor insoportable. Mono, Mono, gritaban los muchachos del fútbol y él
iba por las tribunas vendiendo muñequitos o caramelos, él, que era un dios, que
había sido un dios diez años antes, quince años antes, el Mono Gatica que ahora
vivía en una villa, en un rancho de lata, con un loro en el hombro. Él, el más
grande, el más guapo, el más macho de todos los boxeadores, ese pobre tipo en el
parabrisas del colectivo cuidado Mono, no ese muñeco gordo de celuloide con cara
de payaso y Gardel en la foto que siempre se ríe de la muerte y Dios que está en
alguna parte y el aullido del tren y del Mono que salta en el andén de
Constitución o de Retiro, un pibe entonces y las calles, los bares, las vitrolas
automáticas, las piezas roñosas, los galpones y él abriendo las puertas de los
autos, gracias señor, y la pelea a trompadas con el urso que lo quiera basurear,
negro de mierda, y él rompiéndole la cara para que aprenda, cuidado Mono, el
colectivo no tiene tiempo de frenar o de esquivar al tipo, no tenés tiempo Mono
y ahora sos vos el que grita tirado en la calle, despatarrado, KO, pero el
inglés ese, el marinero, te levanta, te lleva al albergue, el chico estaba
muerto de hambre, dice, y los otros tipos te miran. Entonces no estoy muerto,
piensa el Mono y la gente se junta a tu alrededor como si fueran moscas,
reconoce las caras de los tipos del albergue: el Sueco, el Irlandés, el Polaco,
gente de mar, Mono. El muñequito ha dejado de bailotear en el parabrisas. No
corrás, pensá en mí; papito (cartel del colectivero bajo el florero, la foto del
nene y la rosa de plástico). La gente deja los asientos, bajan apurados, no
quieren ver, quieren ver al tipo tirado en la calle, como muerto. No estoy
muerto se dice el Mono y esa convicción, la única de su vida y de todas las
vidas, crece en el pecho con ese grito de animal que él está oyendo en la
cabeza, adentro de la cabeza mientras el Irlandés le calza un gancho en la
mandíbula y los marineros del albergue alrededor del ring aplauden al muchacho
que no cae, que aguanta el castigo de pie como un macho, y después, con la
cabeza gacha, como un toro (el Toro de las Pampas, el Toro de Mataderos
estuvieron antes que él, pero él es más toro que esos toros) avanza largando
golpes a lo loco, como un mono enloquecido, Mono, pobre Mono, llora alguien y
levanta los muñequitos, los banderines, los caramelos de menta caídos en medio
de la calle. Entonces siente una gran calma (debo estar soñando, me quedé
dormido en la camilla después de ganarle a Prada, sueña el Mono), una calma
feliz, dichosa, y se oye música de circo y él es un boxeador rico y famoso y la
gente del Luna Park le dice Mono, Mono, Mono, y hasta Perón le da la mano, lo
manda a Norteamérica. Soy el mejor del mundo, sueña el Mono. Sigue la música del
circo, esa música con olor a pochoclos y manzanas asadas y perfume de pomo de
carnaval, aunque tal vez sea la anestesia, el suero, seguro que le gané a Prada
y estoy descansando, tranquilo, tranquilo. Tranquilo, le dice el amigo cuando
entran al Salón de Baile y él está temblando porque no sabe tratar a una mujer,
aunque ahora baila el tango, Malena canta el tango como ninguna, Malena tiene
pena de bandoneón, tiene pena el Mono, Malena, le gustaría ser un señor, sabés,
uno de esos tipos que tienen éxito con las mujeres, buenos modales, eso, Malena,
el Mono tiene pena de bandoneón. Un mono, un payaso. No, Malena: Él sale con los
muchachos para hacer pinta, ahora que es un boxeador rico, un campeón, ahora
que no se muere de hambre por la calle, pero tiene pena, Malena, te lo juro. Y
los otros (no esos que miran al tipo tirado junto al colectivo, sino los otros,
los del Luna Park, los machos sombríos de la calle Corrientes) se apartan porque
viene el Mono con su barra de amigos, con su sombrero Orión, fumando un habano,
vestido con el traje de solapas anchas y una flor en el ojal, chau Mono, chau
Mono, no sea cosa que se enoje y los mate de una piña. No estoy muerto, piensa
el Mono. 1… 2… 3… oye la voz del árbitro y la gente que grita levantate Mono,
levantate, pero ahora le duelen las costillas, ve la rueda del colectivo, estoy
soñando, piensa, 4… 5… 6…, claro que me voy a levantar como otras veces, yo no
me quedo a dormir sobre la lona, no soy de esos, no soy un marica, tengo
vergüenza profesional como dicen los diarios, tengo pelotas para seguir hasta el
fin… 7… 8… pero, carajo, qué me pasa, no puedo moverme, no soy un paralítico,
pregúntenle a Prada si no, pregúntenle a los otros a los que les hice besar la
lona mil veces, no sean guachos, no me dejen solo, no me dejen morir de hambre
en la villa, hijos de puta… 9…. Me voy a levantar, claro que me voy a levantar.
Estoy en estado, uno-dos, uno-dos, uno-dos, salto la cuerda como un mono,
uno-dos, uno-dos, el puching-ball, saco la izquierda, limpia, la bolsa de arena,
la derecha, los pendejos que miran el entrenamiento, mire señor, míreme bien,
son macanas que ando de joda tirando la guita, estoy bárbaro, tengo más polenta
que antes, soy el Mono Gatica, don; déjense de joder, no me empujen, no me
tiren… 10, dijo el árbitro y él se quedó con un guante en la cuerda, de
rodillas, como si rezara y abrió la mano y se le cayeron las pastillas de menta.
Cuidado, Mono, cuidado. Él no lo vio, no tuvo tiempo de ver al colectivo que
avanzaba por la calle. No estoy muerto, piensa el Mono. Se oyen ruidos de
fichas. Miren, allá está Gatica y sus muchachos, mírenlo gastando a manos llenas
en el Casino. Abre un ojo y le parece ver a una enfermera, siente olor a
hospital, entonces no son fichas… cajas de inyecciones… cloroformo… yo le gané a
Prada, seguro que le gané…y ese olor de pomo de carnaval… se duerme. Tranquilo,
tranquilo, Mono. Vuelve la música de circo y ella está allí, la acomodadora con
su pollerita y sus gambas de diosa y esa cara de Malena canta el tango como
ninguna, te enamorás. Mono, qué lindo es enamorarse y vivir pensando en ella y
sentir y sentir muy despacito su taconear por la vereda, estás cantando Mono,
estás cantando un tango y el payaso se ríe en la pista, no de vos, nadie se ríe
de vos, Mono, se ríe como Gardel o como Dios que no creen en la muerte… no te
vas a morir nunca Mono… antes tenés que… ganarle otra vez a Prada… nadie se ríe
de vos… Perón se ríe en un afiche con los brazos en alto… vos también te reís y
levantás los brazos… sos el campeón… sos el mejor del mundo… te vas a casar con
la acomodadora del circo… te vas a ir a Norteamérica. Cuidado, Mono. Él no lo
vio. No tuvo tiempo de ver al colectivo que avanzaba por la calle. No supo cómo
perdió esa pelea y otra cómo se emborrachó, cómo perdió la guita, los trajes de
solapas anchas, la flor en el ojal, la vida. No tuvo tiempo. Siente una gran
calma. Debo estar soñando en la camilla después de ganarle a Prada. La gente
deja los asientos, no quieren ver, quieren ver al tipo tirado sobre los
adoquines. Se juntan como moscas, entonces llega la ambulancia.
¿Todo
cuento es un cuento chino?
Por Gabriel García Márquez
Escribir una novela es pegar
ladrillos. Escribir un cuento es vaciar en concreto. No sé de quién es esa frase
certera. La he escuchado y repetido desde hace tanto tiempo sin que nadie la
reclame, que a lo mejor termino creyendo que es mía. Hay otra comparación que es
pariente pobre de la anterior: el cuento es una flecha en el centro del blanco y
la novela es cazar conejos. En todo caso esta pregunta del lector ofrece una
buena ocasión para dar vueltas una vez más, como siempre, sobre las diferencias
de dos géneros literarios distintos y sin embargo confundibles. Una razón de eso
puede ser el despiste de atribuirle las diferencias a la longitud del texto, con
distinciones de géneros entre cuento corto y cuento largo. La diferencia es
válida entre un cuento y otro, pero no entre cuento y novela.
El cuento más corto que conozco es del guatemalteco Augusto Monterroso, reciente
premio Príncipe de Asturias. Dice así: "Cuando despertó, el dinosaurio todavía
estaba allí".
Nada más. Hay otro de Las Mil y una Noches, cuyo texto no tengo a la mano, y que
me produce retortijones de envidia. Es el cuento de un pescador que le pide
prestado un plomo para su red a la mujer de otro pescador, con la promesa de
regalarle a cambio el primer pescado que saque, y cuando ella lo recibe y lo
abre para freírlo le encuentra en el estómago un diamante del tamaño de una
almendra.
Más que el cuento mismo alucinante por su sencillez, éste me interesa ahora
porque plantea otro de los misterios del género: si la que presta el plomo no
fuera una mujer sino otro hombre, el cuento perdería su encanto: no existiría.
¿Por qué? ¡Quién sabe! Un misterio más de un género misterioso por excelencia.
Las Novelas Ejemplares de Cervantes son de veras ejemplares, pero algunas no son
novelas. En cambio Joseph Conrad escribió Los Duelistas, un cuento también
ejemplar con más de ciento veinte páginas, que suele confundirse con una novela
por su longitud. El director Ridley Scott lo convirtió en una película excelente
sin alterar su identidad de cuento. Lo tonto a estas alturas sería preguntarnos
si a Conrad le habría importado un pito que lo confundieran.
La intensidad y la unidad interna son esenciales en un cuento y no tanto en la
novela, que por fortuna tiene otros recursos para convencer. Por lo mismo,
cuando uno acaba de leer un cuento puede imaginarse lo que se le ocurra del
antes y el después, y todo eso seguirá siendo parte de la materia y la magia de
lo que leyó. La novela, en cambio, debe llevar todo dentro. Podría decirse, sin
tirar la toalla, que la diferencia en última instancia podría ser tan subjetiva
como tantas bellezas de la vida real.
Buenos ejemplos de cuentos compactos e intensos son dos joyas del género: La
Pata de Mono, de W.W. Jacobs, y El Hombre en la Calle, de Georges Simenon. El
cuento policiaco, en su mundo aparte, sobrevive sin ser invitado porque la
mayoría de sus adictos se interesan más en la trama que en el misterio. Salvo en
el muy antiguo y nunca superado Edipo Rey, de Sófocles, un drama griego que
tiene la unidad y la tensión de un cuento, en el cual el detective descubre que
él mismo es el asesino de su padre.
El cuento parece ser el género natural de la humanidad por su incorporación
espontánea a la vida cotidiana. Tal vez lo inventó sin saberlo el primer hombre
de las cavernas que salió a cazar una tarde y no regresó hasta el día siguiente
con la excusa de haber librado un combate a muerte con una fiera enloquecida por
el hambre. En cambio, lo que hizo su mujer cuando se dio cuenta de que el
heroísmo de su hombre no era más que un cuento chino pudo ser la primera y
quizás la novela más larga del siglo de piedra.
No sé qué decir sobre la suposición de que el cuento sea una pausa de refresco
entre dos novelas, pero podría ser una especulación teórica que nada tiene que
ver con mis experiencias de escritor. Tanteando en las tinieblas me atrevería a
pensar que no son pocos los escritores que han intentado los dos géneros al
mismo tiempo y no muchas veces con la misma fortuna en ambos. Es el caso de
William Somerset Maugham, cuyas obras -como las de Hemingway- son más conocidas
por el cine. Entre sus cuentos numerosos no se puede olvidar P&O -siglas de la
compañía de navegación Pacific and Orient- que es el drama terrible y patético
de un rico colono inglés que muere de un hipo implacable en mitad del océano
Índico.
Ernest Hemingway es un caso similar. Tan conocido por el cine como por sus
libros, podría quedarse en la historia de la literatura sólo por algunos cuentos
magistrales. Estudiando su vida se piensa que su vocación y su talento
verdaderos fueron para el cuento corto. Los mejores, para mi gusto, no son los
más apreciados ni los más largos. Al contrario, dos de ellos son de los más
cortos - Un canario para regalo y Un gato bajo la lluvia -, y el tercero, largo
y consagratorio, La breve vida feliz de Francis Macomber.
Sobre la otra suposición de que el cuento puede ser un género de práctica para
emprender una novela, confieso que lo hice y no me fue mal para aprender a
escribir El Otoño del Patriarca. Tenía la mente atascada en la fórmula
tradicional de Cien Años de Soledad, en la que había trabajado sin levantar
cabeza durante dos años. Todo lo que trataba de escribir me salía igual y no
lograba evolucionar para un libro distinto. Sin embargo, el mundo del dictador
eterno, resuelto y escrito con el estilo juicioso de los libros anteriores,
habrían sido no menos de dos mil páginas de rollos indigestos e inútiles. Así
que decidí buscar a cualquier riesgo una prosa comprimida que me sacara de la
trampa académica para invitar al lector a una aventura nueva.
Creí haber encontrado la solución a través de una serie de apuntes e ideas de
cuentos aplazados, que sometí sin el menor pudor a toda clase de arbitrariedades
formales hasta encontrar la que buscaba para el nuevo libro. Son cuentos
experimentales que trabajé más de un año y se publicaron después con vida propia
en el libro de La Cándida Eréndira: Blacamán el bueno vendedor de milagros, El
último viaje del buque fantasma, que es una sola frase sin más puntuación que
las mínimas comas para respirar, y otros que no pasaron el examen y duermen el
sueño de los justos en el cajón de la basura. Así encontré el embrión de El
Otoño, que es una ensalada rusa de experimentos copiados de otros escritores
malos o buenos del siglo pasado. Frases que habrían exigido decenas de páginas
están resueltas en dos o tres para decir lo mismo, saltando matones, mediante la
violación consciente de los códigos parsimoniosos y la gramática dictatorial de
las academias.
El libro, de salida, fue un desastre comercial. Muchos lectores fieles de Cien
Años se sintieron defraudados y pretendían que el librero les devolviera la
plata. Para colmo de peras en el olmo la edición española se desbarataba en las
manos por un defecto de fábrica, y un amigo me consoló con un buen chiste: "Leí
el otoño hoja por hoja". Muchos persistieron en la lectura, otros la lograron a
medias y con el tiempo quedaron suficientes cautivos para que no me diera pena
seguir en el oficio. Hoy es mi libro más escudriñado en universidades de
diversos países, y las nuevas generaciones pueden leerlo como si fuera el
crepúsculo de un Tarzán de doscientos años. Si alguien protesta y lo tira por la
ventana es porque no le gusta pero no porque no lo entienda. Y a veces, por
fortuna, no ha faltado alguien que lo recoja del suelo.