Dos días después de esta entrevista en Ituzaingó, donde vive el escritor,
que además es profesor de Historia en el conurbano, Sacheri viajó a
Madrid a participar de la premiación del Goya de la película que fue
elegida para representar a la Argentina en los Oscar.
Por Ana Larravide
–Hay palabras que prefieren los escritores ¿sin darse cuenta? “Minuciosa”
es de Borges. “Catástrofe” es de Sacheri.
–Amo las esdrújulas. Suenan bien. Me interesa la sonoridad de lo que
voy escribiendo. Me gusta mucho leer en voz alta. Se sienten mejor los
ritmos, la música de las frases, su estructura.
–Sus cuentos se ubican en estaciones de tren, en una cancha de fútbol,
en un hospital. “De chilena” trata sobre el destino, sobre lo que parece
inevitable y sobre la esperanza de que no lo sea. Esos temas vuelven
en sus novelas.
–Me atraen siempre: el destino, la libertad, la muerte, el amor, la
justicia, la solidaridad, el egoísmo. Dichos así en hilera suenan rimbombantes.
El modo que encuentro de sacarles solemnidad y grandilocuencia es que
se jueguen en tramas pequeñas y sencillas, como creo que se juegan en
nuestra vida cotidiana. Los mismos temas con que se entretenían los
griegos hace mil quinientos años son los que suceden en Tusango (como
le decimos los locales a Ituizangó).
–¿Por qué eligió ser profesor de Historia?
–Cuando salí del secundario, como muchos pibes no sabía qué hacer. Seguí
como carrera la única materia que me había gustado. Por el camino tuve
otros trabajos. Uno de ellos en un juzgado. Me faltaba un año de facultad,
cuando me casé (nos casamos jóvenes, de veinticuatro años). Terminé
Historia y no me entusiasmaba para nada dar clase en el secundario (recordaba
la bola que yo les había dado a mis profesores y pensaba: ¡Ir a predicar
en el desierto!). Al final de la época de Menem el tema trabajo se había
puesto muy difícil para un montón de gente, incluyéndome. Estaba trabajando
en un supermercadito, en un barrio complicado, con niveles de violencia
y de delincuencia. Y ahí te decís: “¿Cómo llegué hasta acá? ¿Qué decisiones
me han traído hasta esta Pascua?”.
–Por lo general uno dice: “¡Ay, mirá lo que me pasó!” en vez de “¿Qué
decisiones propias me trajeron a esto?”
–Creo que, por lo menos en la intimidad, uno se pregunta “¿Por qué estoy
acá, qué hice?”. Mientras me lo preguntaba empecé a hacer dos cosas:
a escribir, a escribir historias mentirosas, ficción, como para ir drenando
lo que me iba pasando. Y tomé ¡miles de horas en el secundario! Tomé
un montón de horas en escuelas donde el diablo perdió el poncho, horas
que no quiere nadie, en zonas bravas.
–Ya estaba curtido, por el supermercadito.
–¡Claro! Y me dediqué a la docencia, fuerte. Fue todo un descubrimiento
para mí entrar a un aula y ver que tenía cosas para decir y modos para
compartir.
–Y que era posible sostener la atención de un público.
Nació en Buenos Aires en 1967, es profesor y licenciado
en Historia, y ejerce la docencia universitaria y secundaria.
Comenzó a escribir cuentos a mediados de la década del '90.
Sus primeros relatos futboleros encontraron una amplia audiencia
gracias a la difusión que de ellos hizo Alejandro Apo en
su programa “Todo con afecto”, que se emitía por Radio Continental.
Publicó los relatos de Esperándolo a Tito y otros cuentos
de fútbol, editado en España como Los traidores y otros
cuentos (2000), Te conozco, Mendizábal y otros cuentos (2001),
Lo raro empezó después, cuentos de fútbol y otros relatos
(2004), Un viejo que se pone de pie y otros cuentos (2007),
y las novelas El secreto de sus ojos (publicada originalmente
en 2005 con el título La pregunta de sus ojos) y Aráoz y
la verdad (2008).
El secreto de sus ojos fue llevada al cine de la mano
del director Juan José Campanella y ha cosechado numerosos
premios.
Algunas de sus narraciones han sido publicadas en medios
gráficos de la Argentina, Colombia y España, e incluidas
por el Ministerio de Educación de la Nación en sus campañas
de estímulo de la lectura.
Su obra está siendo traducida al alemán, francés y otros
idiomas.
–Un público exigente. Me resultó, me resulta, bastante
divertido. Las dos prácticas son bien complementarias. La del escritor
y la del docente. Escribir es un ejercicio muy cerrado, muy vuelto hacia
adentro. La docencia es todo lo contrario. Me permite equilibrar esa
cosa de caverna introspectiva a la cual me conduce no sólo mi profesión
de escritor sino mi propia idiosincrasia. La docencia además me afirmó
algo que creo importantísimo: estoy convencido de que la mirada que
se echa sobre nosotros también nos construye: es clave cómo mirás a
cada alumno, es absolutamente central. Una mirada adusta, rígida, solemne,
exigente, condiciona en un sinnúmero de sentidos. A la inversa, una
mirada benevolente, pródiga, optimista te impulsa y te abre camino.
–Ese comienzo, escribiendo “historias mentirosas, ficción...” Gente
que sabe del asunto dice que toda ficción es biografía y toda biografía,
ficción.
–Seguro. Coincido con eso.
–En sus dos novelas hay mujeres inalcanzables. Irene (Soledad Villamil)
en la película de Campanella tiene más presencia, pero en la novela
es casi un ideal. También ideal fue la mujer de Morales. Y a la de Aráoz
no la vemos.
–La mujer que da sentido a mis tramas suele ser la que hay que atraer.
No está. Algo debe traerla.
–Líquido biográfico. ¿Quiénes fueron las mujeres de su infancia?
–Hermana, madre, tía, abuela, primas. Tengo una hermana, siete años
mayor que yo, con la que tengo muy buena relación. Tengo un hermano
más grande pero con menos presencia en mi vida. En realidad me crié
mucho entre mujeres. Pero a la hora de construir historias me siento
cómodo con una perspectiva masculina, más que ubicándolas en el centro
de la trama. Aparecen como objeto de amor, de búsqueda, que facilita
la condición narrativa. Uno de los temas que frecuento es precisamente
la consecución del amor de una mujer.
–¿Siempre fue su barrio, Ituzaingó?
–Nosotros vivíamos en Castelar, la estación anterior a ésta. Mi papá
murió cuando yo tenía diez años. Eso tiene que ver con estos padres
maravillosos de mis cuentos.
–¿Cómo murió?
–De cáncer. Se murió de cáncer. Cuando yo tenía diez. Era un fumador.
Mi viejo tenía un rol sumamente importante en la vida familiar. Era
uno de esos tipos presentes. Muy presentes. Muy fuertes (no de físico),
muy contenedores. Estaba mucho. Por suerte él fue así. Yo nací en el
’67. Todavía, en esa época, había de todo un poco: a veces los padres
estaban presentes, a veces muy ausentes. Ahora es más usual que los
varones nos involucremos de otro modo con la dinámica cotidiano/familiar
(la única que hay, por otro lado). Fue un golpe muy fuerte, para los
que quedamos, para mis hermanos y para mí; para mi vieja. Cuando murió
mi viejo ella tenía cuarenta y ocho años. Seis años más de los que tengo
ahora. Pero mi vieja clausuró su vida.
La primera vez que Eduardo Sacheri me escribió
a Todo con afecto, me envió "modestamente" tres cuentos:
"Me van a tener que disculpar", esa genial justificación
de Maradona en la que habla del jugador sin nombrarlo; "Esperándolo
a Tito" y "De chilena". Por aquellos días, fines de 1996, yo cumplía a rajatabla
con el precepto de leer los cuentos al aire sin haberlo
hecho antes. Al leer "Me van a tener que disculpar", de
inmediato me identifiqué con la voz del autor, con la historia
que contaba y con sus pasiones, que eran las mías. Lo mismo
sintieron los oyentes, porque comenzaron a comunicarse desde
todos los rincones del pais preguntándome dínde estaba incluído
el relato o como lo podían conseguir. La lectura de "Esperándolo a Tito", una magnífica idealización
de la amistad, generó las mismas reacciones entusiastas
que el anterior. Mientras que con "De chilena" me pasó lo
que nunca me había sucedido frente a un micrófono: en medio
de la lectura me quebré y la emoción me pudo sin que hubiera
modo de disimularlo. Al tiempo, y en mérito a sus virtudes, ascendí a Sacheri
a la primera. Esto es: a la apertura del programa, un espacio
que considero de privilegio y en el cual sus relatos se
alternan con los de un equipo de notables integrado por
Osvaldo Soriano, Julio Cortazar, Mario Benedetti, Jorge
Luis Borges y Roberto Fontanarrosa, entre otros elegidos.
–Hacia nosotros no, no. Pero le costó adaptarse a que
nosotros creciéramos, nos fuéramos, armáramos parejas. Lo que pasa es
que vos tirás tu ancla, pero los demás no.
–¿Y su padre, cómo era?, ¿le contaba cuentos?
–¿Mi viejo? Mi viejo me contaba el mundo. Yo era un pibe muy curioso
y me encantaba escucharlo explicándome el funcionamiento de las cosas.
El era odontólogo, me llevaba a veces a trabajar con él, bueno, al lugar
donde trabajaba. Y lo que más recuerdo de mi viejo, aparte de los juegos
en casa o de jugar a la pelota en la vereda, recuerdo esta cosa de paciencia
y de mostrar cómo funcionaban los trenes, cómo funcionaban los aviones,
cómo funcionaba el sistema político argentino.
–¿A un niño de diez años?
–En mi casa se hablaba mucho de política. Mi viejo era radical, ¿viste?,
Unión Cívica Radical, militante de ese partido, clase media. Y se hablaba
mucho. Pensá que eran los ’70, la vuelta del peronismo, los militares
de antes (los de Onganía), los de después. En mi casa se conversaba
mucho. Es un valor que te forma. Mi viejo era así. Era. Entonces, como
te contaba, mi viejo murió. Encima, a esa edad en la cual un viejo así
es una especie de superhéroe sin capa. Yo no llegué a la adolescencia
cerca de él. Mi hijo mayor tiene trece y veo en sus ojos esta percepción
de “Psss, qué boludo que sos” que llega después de los diez.
–Salgamos del tema padre. Vamos, mejor, a lo sonora y visual que es
tu obra. Ese don que tenés para los diálogos. Lo encuentro también en
Manuel Puig en Cae la noche tropical, ¡esas dos viejas hablando!...
–No lo leí. ¿Es una novela?
–¡Sí, si! ¡Dos viejas chochas, en tono de entrecasa, y pasa todo lo
de la vida, en esa charla!
–De Puig leí cosas que me gustan mucho. El diálogo, como forma literaria,
te pone ciertos límites. En el sentido de que te baja el nivel de abstracción
del discurso. Porque uno no habla con las mismas palabras que piensa.
Usa algo más coloquial, más básico. Entonces es difícil dialogar sobre
ciertas cosas, salvo que vos construyas, en el libro, una conversación
de madrugada, dos filósofos tomando vino, ¿no?
–Es difícil. Pero Puig puede hacer una novela con dos viejas hablando
sobre lo que le pasa a la sirvienta o a la vecina de al lado.
–Lo que tiene Puig es un oído privilegiado. Un oído atento al rigor
de la reproducción. Lo que escribe suena como verdad. Otro tipo que
me gusta mucho como compone sus diálogos es Osvaldo Soriano. Sus tramas
crecen de una manera caótica –y eso es lo que menos me gusta de este
señor–, en cambio me encanta el modo en que sus personajes se construyen
a partir de lo que dicen. Soriano no describe a sus personajes. Pero
escuchándolos los conocés.
El escritor argentino Eduardo Sacheri tuvo la experiencia,
por primera vez, de probarse como guionista, de la mano
del director de "El hijo de la novia". Juan José Campanella,
en
"El secreto de sus ojos", cinta basada en su propia
novela. En esta entrevista con el diario Clarín dice que
sabe que su escritura es cinematográfica aunque nunca escribió
pensando en la pantalla grande. Y que la llegada de su historia
a mucha gente le resulta algo "extraordinario".
Y si este es el mejor final para su libro? Chaparro acaba
de terminar de contar su segundo encuentro con Morales en
el copetín de Plaza Once. Ayer. Y siente la tentación de
culminar aquí la historia que está contando. Ha sudado a
mares para conducir su relato hasta este sitio. ¿Por qué
no darse por contento? Ha contado el crimen, la pesquisa
y el hallazgo. El malo esta preso y el bueno esta vengado.
¿Por qué no concluir con este final feliz y ya?" El párrafo
se lee a la mitad de La pregunta de sus ojos, la novela
que Eduardo Sacheri publicó en 2005.
Antes, sus relatos cortos sobre fútbol retomaban la tradición
de Soriano, Cortázar, Benedetti y Fontanarrosa, captando
la atención de Juan José Campanella. El director terminaba
El Hijo de la Novia y quería llevar alguno de ellos a la
pantalla grande, pero Luna de Avellaneda se puso en el camino.
Después, la historia de Sacheri ya no era el fútbol, era
ésta: Un prosecretario en un juzgado de instrucción se jubila
para ser escritor. La causa que treinta años atrás llegara
a su despacho -por el homicidio de una chica- se reabre
como su primera novela, en la cual intenta cerrar un amor
secreto que lo obsesiona, tanto que hasta cree entender
la mente del homicida. Campanella y Sacheri trabajaron juntos
en la adaptación, y el resultado fue el guión de El Secreto
de sus ojos, el film que recién se estrenó y a partir del
cual hoy es reeditada la novela.
- ¿Escribió la novela pensando en términos cinematográficos?
¿Consideraba la posibilidad de que se convirtiera en película? No. La novela la imaginé en términos estrictamente literarios.
En varias ocasiones hemos conversado con gente de cine que
comenta, como una característica de mi narrativa, el hecho
de ser muy cinematográfica.
- Es muy común que un autor no quede conforme con la versión
cinematográfica de su obra. ¿Cómo vivió todo ese proceso? Fue algo largo y laborioso. Con Juan estuvimos más de un
año escribiendo y reescribiendo. No fue un trabajo fácil
porque se trata de convertir un lenguaje en otro, ni más
ni menos. Y en esa adaptación hay cambios imprescindibles.
De todas maneras, trabajar con Campanella fue muy provechoso
para mí. No solo por lo que aprendí, sino por la enorme
sencillez que le puso a ese trabajo. Discutimos, acordamos,
polemizamos, y en ningún momento sacó el ancho de espadas
de tirarme sobre la mesa su prestigio y su trayectoria.
- Usted dijo que más que un policial, se trata de una "reflexión
sobre el castigo". ¿Podría haber adquirido esa perspectiva
sin la experiencia de haber trabajado durante varios años
en un juzgado? Es cierto, la historia trasciende la estructura básica de
un policial. En cuanto al ámbito judicial, que sirve de
marco a la historia, lo obtuve de mis años como empleado
de un juzgado. De otro modo me hubiese sido muy difícil
recrear esa atmósfera, sus tipos humanos, sus ritos.
- ¿Cómo se articula aquí la idea de castigo? Creo que a nuestra sociedad le cuesta convivir con la noción
de la ley. Sospecho de si somos un pueblo dispuesto a acatar
la ley, a respetarla por encima de nuestros deseos y conveniencias.
Por ejemplo, el grado de egoísmo criminal que ponemos en
el tránsito me hace pensar que muchos argentinos parecemos
dispuestos a considerarnos por encima de la ley. En otras
palabras, a sentirnos por encima de nuestro prójimo.
- ¿Qué siente con todo lo que esta ocurriendo en torno a
su historia? Es una sensación rara, extraordinaria. Que esos personajes
que uno pensó en la soledad de su trabajo, y que después
se hicieron más complejos al incorporarles la mirada de
Juan ahora cobren vida en imágenes y sonidos, y que en pocos
días miles y miles de personas tomen contacto con ellos
y los incorporen a sus propias vidas... no sé, es una experiencia
muy difícil de expresar en palabras.
–Aráoz y la verdad sucede en un pueblo que se llama
O’Connors, en una estación de nafta.
–Comencé Aráoz después de publicar La pregunta de sus ojos. Tenía esa
sensación (que me agarra siempre ¡de catástrofe!) de “Nunca más voy
a escribir nada” o de posible reiteración. “¿Estoy escribiendo siempre
lo mismo o esto es bucear en lo que serán mis temas de toda la vida?”.
Entonces intenté, consciente y voluntariamente, alejar ciertos temas
que mis personajes solían frecuentar. Por ejemplo, mis padres (los de
mis cuentos) solían ser amorosos, compañeros, héroes. Por eso, al padre
de Aráoz lo convertí en todo lo contrario. Una figura fuerte, pero distinto.
–Despectivo, desvalorizador. Un padre nada estimulante.
–Otro cambio que intenté en Aráoz fue respecto a las mujeres. Me gustan
las que arrebatan a los hombres y ellos se enamoran a partir de que
sean hermosas, sensibles. Las mujeres de mis cuentos son así. Y en La
pregunta de sus ojos, la jueza (Soledad Villamil en la película) tiene
esa condición. En Aráoz y la verdad intenté salir de eso, pero no. La
mujer es una mujer que no está. Sólo que, además, fui a dar a mi tema
predilecto, la redención.
–¿Qué significa redención? ¿Redención de qué? ¿De qué culpa?
–Ah... ¡más que de una culpa, de un pasado! Que pesa y nos aplasta.
Siento que es una redención doméstica y de volver a empezar. Para mí,
lo más que le podemos pedir a la vida es eso: saldar cuentas y abrirnos
a un futuro. Me parece que si la vida, de tanto en tanto, nos da eso
¡está bien! Dicho así parece que fuera poquito, ¡pero, para la mayoría
de las vidas, es tan difícil volver a empezar!
–De encontrar sentido para seguir.
–Me gusta pensar que uno puede dejar atrás lo que le ha ocurrido. Para
mí, la memoria es esencial en el ser humano. Pero le temo a la parálisis
existencial que implica a veces una memoria muy pesada, que aplasta.
Me parece que constituye una inercia que te entristece. Y empobrece
todo lo que vivas. Creo que eso es lo que rescata Aráoz, esta idea:
Mirá, el pasado no lo vas a cambiar, pero es posible reinterpretarlo.
Eso es la clave para mí: ¡se puede cambiar! Ni más ni menos.
–En La pregunta de sus ojos, Morales, el viudo, se hace cargo de un
juicio y una condena. Aprueba la pena dictada por un juez. Y pone su
propia vida al servicio de que se cumpla. ¿La pena trae reparación?
–Si alguien toma la vida de otro no hay modo de reparar eso. La noción
de Justicia queda reducida en esos casos a la noción de castigo: infligir
una privación, un daño a quien dañó. Y eso suena a Talión. Es todo un
tema, el castigo. Probablemente esa historia, esa novela, esté construida
a partir de mis propias convicciones: yo digo, yo pienso, que no se
puede tomar la vida de otro. De ninguno. De nadie y en ninguna circunstancia.
–Morales afirma que no admite la pena de muerte.
–La suya es una justicia mucho más costosa. Se implica él mismo en la
condena, para que se cumpla. Para poder hacerse cargo de la pena, para
poder hacer semejante cosa, tiene que tratarse de un tipo que elija
“Mi vida terminó”. Siente que le ocurrió algo tan excepcional –el amor
de Liliana Colotto– que no hay modo de que vuelva a sucederle algo así.
– Vive el empecinamiento en ese amor. Reconstruye como un tesoro la
mañana de su último desayuno, la luz del sol en el perfil de su mujer.
¿Por qué eligió esa forma de amor para ese personaje?
–Es alguien que tiene que tener una forma de ser muy particular, para
no desmayar en el intento de perduración... ni el día uno ni el día
quinientos ni el día cinco mil (conste que no lo defiendo como el tipo
de persona que me gustaría ser), es un tipo que no puede de ninguna
manera cerrar su pasado. Por eso le genera tanta angustia que el presente
en el cual pretende anclarse se le aleje orgánicamente, materialmente,
se le vaya cada vez más lejos, al vivir. Está convencido de que no hay
un futuro feliz para él. Sólo ese pasado. Hay un montón de gente que
vive así. Gente que uno tiene alrededor.
–Benjamín no es como él.
–No.
–Benjamín vivió décadas sin encontrar palabras para lo que siente, hasta
que las encuentra.
–Benjamín se redime. El sí. Aunque él y Morales están bastante próximos,
buena parte de la solidaridad que le despierta ese viudo tiene que ver
con reconocerse en él. Pero, cuando va y ve en qué ha convertido Morales
su vida, dice: “Esto yo no lo quiero para mi. Trataré de que mis años
sean distintos a los de este hombre”. Esa perseverancia en el dolor
y en la muerte no es lo que él elige. Esa negativa ante cualquier salida,
no. No.
–Horacio Quiroga escribió Los trucos del perfecto cuentista. ¿Hay trucos
preferidos, además del gusto por el sonido y de esa visibilidad que
tienen sus historias?
–Puede ser. Pero si los tengo, los tengo de manera involuntaria. Los
trucos sin duda existen, pero me cuesta individualizarlos.
–Debe haber una práctica incorporada... como para tocar el piano o manejar.
–Hay un aprendizaje orgánico, estructurado, pautado en un pianista.
En mí, no. Yo no aprendí a escribir, lo cual vuelve mi escritura un
poco hermética a mis propios ojos.
–Bueno, hay gente que aprende con partituras y gente que toca de oído.
Entrevista a
Eduardo Saccheri. Todos Atrás, 23/04/10
–Evidentemente ¡soy un escritor de oído!
–Que disfruta la escritura de Osvaldo Soriano.
–Desordenada pero enormemente rica en esto de dibujarte personas. Con
una gran riqueza en lo que dicen. Vos te los imaginás, los conocés desde
sus palabras, no por lo que cuentan. Por la forma de sus frases. Así
que en relación a eso de Los trucos del cuentista... prefiero no pensarlos.
Prefiero tocar de oído nomás.
–¿Como a las mujeres amadas, no hay que hablarles, no sea cosa que desaparezcan?
–¡No, no! ¡A las mujeres amadas hay que hablarles! Las minas son tracción
a verso, dijo el poeta.
–¿Qué poeta?
–Un poeta. De barrio.
Vicente Battista: Fútbol
y literatura, FM Freeway
–Morales (Pablo Rago) dice una única frase en que sonríe: “¡Todavía
no sé cómo me animé a hablarle a semejante belleza!”. En cambio, Benjamín
Chaparro –el personaje de Ricardo Darín– no encontraba palabras. ¿Qué
temía? ¿Por qué no le hablaba a Irene de lo que sentía?
–Hay toda una cuestión, como en la música. Hay un momento para cada
cosa. Un ritmo. Si lo dejás pasar, chau. Yo creo que el tipo siente
que nunca fue el momento. O mejor dicho, que tuvo la chance de decir
algo, muy atrás en el tiempo. Y después las cosas dichas a destiempo
pueden ser muy destructoras –piensa Chaparro– y puede perder lo poquito
que tiene, eso de irse a tomar un café con ella. “¿Apostar esto que
tengo y perderlo?” “¿Estoy dispuesto a perder esto?”
–Pero la única forma de salvarse es jugarse ese pequeño tesoro del cafecito
con ella (al fin y al cabo tampoco es tan, tan seguro para siempre:
nada lo garantiza).
–Por suerte para él, Benjamín Chaparro cambia. Resuelve: “No me callo
más”.
–Y se manda una novela.
–Se manda una novela y, mientras se la cuenta y se la da a leer a Irene,
ella le pregunta “¿Qué te pasa, Benjamín?”. Ella pregunta una cosa con
palabras y otra con la mirada.
–La famosa puerta que siempre quedaba abierta, en la escena final se
cierra.
Me van a tener que disculpar, por Eduardo Sacheri
–Hubo acuerdo con Campanella: que no hubiera besos. Que esa historia
de amor quedara en la intimidad. A puerta cerrada.
–Gente muy discreta.
–Me gusta la discreción. Es más enriquecedor si logro ponerte en situación.
Si yo consigo contarte a vos las cosas y que la historia funcione en
tu cabeza. Si consigo poner en funcionamiento esas vidas en tu cabeza,
cuanto más discreto sea, mejor. Porque ya todo lo que sucede con ellas
te sucede a vos. Yo ya no tengo que intervenir. ¿Viste esos autos viejos,
que funcionan a manivela? Mi deseo de escritor, de contador de una historia,
es poner en marcha. Después, todo funcionará en tu cabeza. Es un equilibrio
delicado porque si el escritor es demasiado discreto, demasiado distante,
la fórmula no cuaja. Y si se va del otro lado y cuenta todo... yo, lector...
siento que ¿para qué estoy? Yo escribo teniéndome a mi mismo como lector.
Escribo como a mí me gusta leer. A mí me encanta que me pongan la cabeza
en marcha, pero después necesito que me suelten.
–¿Por eso prefiere tramas que tienen algo del género policial de suspenso?
Como le decía Hitchcok a Truffaut. “Si una bomba explota y saltan las
sillas por el aire ya está todo visto, todo contado. Pero si ponemos
en marcha el interés del espectador haciéndolo partícipe de que debajo
de la mesa hay una bomba, su propio interés en lo que puede pasar contribuye
a la narración”. Eso es suspenso, le dijo.
–Para mí tiene que ser así. Aunque el suspenso venga por un lado no
policial, pero sí, que haya una intriga, algo por resolver.
–Una intriga como la del cuento “Los traidores”, del hincha enamorado
de la hija del director de otro equipo... Los hermanos de esa chica
lo van a surtir a piñas, seguramente. Pero ¿cuándo? ¿O no lo harán?
–¡Ah...! Vos me preguntaste al llegar cuál era la cancha que se ve desde
el tren al venir hacia Ituzaingó? Cuando vuelvas al centro la primera
es Castelar y sigue Morón: casi llegando a Morón, a mano derecha, tenés
la cancha de Deportivo Morón, el escenario de ese cuento. Tiene que
haber una intriga, sí. Es uno de los roles de la literatura.
–¿Siempre la hay?
–La literatura argentina actual abunda en historias sin intriga, descriptivas
de los estados internos de quien escribe. Imaginate que escribís una
novela en la que me invitás a perderme con vos en los laberintos de
tu mente (eso no sería divertido, me parece) o que me proponés esa cosa
básica, de acercarte y decir “¡Te voy a contar algo!, ¿sabés qué?”.
¡Eso ya nos conduce a otra cosa!, eso es lo artístico, eso es lo placentero.
Vos autora y yo lector jugamos en algo que está fuera de nosotros dos:
un suspenso, una intriga. Siempre se necesita una intriga. Aunque la
historia sea de amor.
Eduardo Sacheri habla sobre "Papeles en el viento"
En su flamante novela, el autor de La pregunta de sus ojos narra las
peripecias de unos amigos que intentan vender a un futbolista, otrora
promesa, en una historia atravesada por la idea de “salvarse” a través
del fútbol.
Por Silvina Friera
Un bicho raro. Eduardo Sacheri arquea sus cejas. Su mirada rebasa el
margen de los ojos. El dolor perfora los umbrales de la percepción.
Y de los malditos tiempos verbales. Nunca fue ni será un pretérito.
La muerte de su padre, cuando tenía 10 años, es la herida de un latigazo
en presente. Como la muerte del Mono, uno de los protagonistas de Papeles
en el viento (Alfaguara), la muerte de su padre es esto que está sucediendo
mientras el escritor habla. “Te miran como un bicho raro y odiás que
te miren así. Todos tienen padre menos yo”, dice con ese tono sereno
y afectuoso quebrado por un residuo emocional que no logra domesticar.
La retina del adulto atesora las sensaciones del niño que se crió en
Castelar. “La muerte de mi viejo fue una frontera de mi inocencia; me
dotó de una inseguridad y una provisoriedad que puso todo entre paréntesis.
Sentí que viví una vida diferente al resto de mis amigos. ¿Por qué carajo
me tuvo que pasar a mí? Recuerdo la sensación de rebeldía, de rabia
y de injusticia. Yo creía que mi viejo no se podía morir. Todas las
muertes remiten a la muerte de mi viejo. Y escribir es un modo de acomodar
esa muerte.”
Su última novela transcurre por sus pagos vitales, en Castelar. Los
protagonistas son hinchas de Independiente. Como Sacheri. “En mis cuentos
futboleros me cuidaba mucho de poner demasiado a Independiente por respeto
a los demás y por no ser autorreferencial. Pero Independiente anda lo
suficientemente mal como para poder hablar sin ofender a nadie.” El
escritor esboza un postulado homologable tanto para el fútbol como para
la vida: “Cuando a uno le va bien, no hay que jactarse. Cuando te va
mal, hablá”, plantea a Página/12. Papeles en el viento empieza en el
cementerio. Después de enterrar a Alejandro, alias El Mono, su hermano
Fernando y sus amigos, Mauricio y El Ruso, descubren que no dejó ni
una chirola en su cuenta bancaria. Todo el dinero que tenía –300 mil
dólares– lo invirtió en la compra de Mario Juan Bautista Pittilanga,
un pibe que llegó a jugar en la selección Sub-17. El delantero promesa
ahora está a préstamo en Presidente Mitre, un club de Santiago del Estero.
Para colmo de males, el Pittilanga en cuestión no hace goles. Esa runfla
entrañable de amigos intentará vender a la promesa como sea para garantizar
el futuro de Guadalupe, la hija del Mono. A pesar de un compendio de
torpezas para alquilar balcones, a los muchachos les sobra ingenio.
Después de una seguidilla de fracasos antológicos –unos empresarios
ucranianos huyen espantados–, conseguirán el batacazo a partir de una
base de datos trucha, “Marca Pegajosa”, donde Pittilanga, milagros de
la estadística inventada mediante, figura con 42 goles convertidos.
90 minutos. Relatos de fútbol
Empezó el partido. Arde el fuego de la pasión entre todos los
hinchas. Esa pasión que inflama sus corazones con el mismo
entusiasmo que al pibe que va con el padre por primera vez a la
cancha, a conocer en persona al equipo que será dueño de su amor por
el resto de su vida. Este libro homenajea esa pasión con cuentos
sobre padres e hijos, hinchas, relatores y jugadores de ayer, que
dejaban la piel en el césped más allá de los premios y los sueldos,
se peinaban con gomina por respeto y se bancaban todos los
guadañazos, descosiendo los hilos gruesos de las pelotas de tiento y
salían a la cancha aún con fiebre o resaca, haciendo de su profesión
un culto al amor por la camiseta.
Para ustedes, fieles amantes del deporte más popular, son estas
historias.
Fuente: Programa Libros y Casas,
Clic para descargar.
–La novela está atravesada por la idea de la “salvación” por el fútbol,
desde el padre del jugador hasta El Mono, que cree que comprando a Pittilanga
también se salva. ¿Esta idea es más de estos tiempos o ya estaba en
los años ’40 o ’50?
–No, seguro que no estaba en esos años porque antes los dueños de los
jugadores eran los clubes. En estos últimos tiempos de farandulización
del fútbol, los jugadores se convirtieron en otra de las tantas mercancías
que andan dando vueltas. Y es un mundo tan bochornoso, tan bizarro y
al mismo tiempo tan real que me formulaba hipótesis que consideraba
descabelladas para la novela. Y después, preguntando, descubría que
era posible. Al final no lo usé, pero los jugadores son vendidos sucesivamente
hasta más allá del ciento por ciento de su valor, cosa que sería imposible.
Es como si te dijera que vos sos dueña del 40 por ciento, yo del 30,
otro tipo del 40 y otro del 20. Uno de los pocos mundos donde el ciento
por ciento no da cien es en el mundo del fútbol (risas).
–¿Por qué cree que es tan fuerte este concepto de “salvarse” por el
fútbol?
–Todos los años hay miles de pibes de 20 años que juegan en Cuarta y
se quedan afuera. Son pibes que desde muy chicos patean una pelota y
las expectativas familiares están puestas ahí. Más que una salvación
económica, en el caso del Mono es una salvación personal: volver al
mundo del fútbol –donde estuvo cuando jugó en Vélez y Excursionistas–
por el costado de comprar un jugador. Pero en el padre de Pittilanga
aparece lo más bochornoso y desagradable: “Este pibe nos tiene que salvar”
falta que le demos de comer un poco mejor que a los otros para ver si
acá está el futuro. Pittilanga cuenta que cuando lo convocaron para
jugar en la selección lo hicieron sentarse a la cabecera de la mesa
familiar. Esto me lo contó Marcelo Roffé, que fue psicólogo de los planteles
juveniles de Pekerman. Yo me ponía en la cabeza de ese pibe al cual
le tiran semejante responsabilidad: “Salvanos”, “Paganos los sacrificios
que estamos invirtiendo en vos”. Y eso que en la novela no me meto con
el mundo dirigente, sino con el mundo floreciente de los intermediarios.
El plan del Mono de comprar en 300 mil dólares y vender en 10 millones
a veces sucede. Claro, hay tipos que se salvan para toda la vida. Me
gusta contraponer el espíritu amateur de los personajes de mi novela
con ese mundo corrompido por donde lo mires. Me gusta esa contraposición
y esa decepción que necesariamente los rodea, pero no los vence. Quizá
por el monto de inocencia con el que los futboleros vamos al mundo del
fútbol.
–Se percibe claramente la inocencia de los personajes, pero también
cierto saber de esos hinchas que hablan desde un “pedestal”, en el sentido
de que en todo hincha hay un estratega en potencia. Quizás esa inocencia
con ese saber sean un tanto incompatibles.
–Pero eso es parte de la inocencia; creo que moverte con certezas en
el mundo habla de tu inocencia. Los hinchas son los únicos que no le
ven los hilos al teatro de títeres cuando todos los demás saben que
el fútbol es un negocio. Me corrijo: lo peor es que lo sabemos, pero
seguimos actuando como si no lo supiéramos. Cuando rueda la pelotita,
mi vida si Independiente gana es una y si Independiente pierde es otra.
Los hinchas sabemos la mugre que hay en el fútbol, pero terminamos haciendo
como que no sabemos porque hay algo que nos importa más. No sé si está
bien o mal, pero así funciona; es una inocencia que en otros ámbitos
no nos permitimos. Hay un punto donde nuestro espíritu crítico se detiene
y no va más allá. Tal vez otras adhesiones –políticas, ideológicas,
religiosas– otrora también eran iguales de blindadas, pero hoy en día
no lo son. Y está bien que no lo sean, que te preguntes, que te interrogues,
que tomes distancia. El fútbol es el último refugio de la inocencia.
–En muchos de los diálogos aparece la cuestión de ser hincha como una
herencia que se transmite de padres a hijos, pero también está explícito
el miedo a que esa cadena se corte y que no haya más hinchas de Independiente.
¿Cómo explica este temor?
–Más allá de lo que está pasando ahora con River, en las últimas dos
décadas se fue fomentando un modelo de fútbol que buscó profundizar
la brecha entre River y Boca de un lado y todos los demás del otro.
Cuando existía Fútbol de Primera, que no sólo monopolizaba los goles,
de las dos horas que duraba el programa, 80 minutos eran para River
y Boca. No creo que esto que digo sea muy distinto a lo que pueden vivir
muchos hinchas de Racing o de San Lorenzo, por buscar una primera fila
de “segundones” que nos sentimos condenados a ser actores de reparto
en un mundo para dos grandes poderosos. Los protagonistas de mi novela
fueron chicos en una época gloriosa de Independiente que yo viví. Pero
a mi hijo no le puedo dar los títulos que mi papá me daba simbólicamente
cuando yo era chico. Ahí está el legado y la “mentira” (risas).
–En un momento los personajes se ponen a enumerar los cuadros con camisetas
verdes, Ituzaingó, Deportivo Merlo, también Excursionistas aunque no
lo incluyan en ese listado provisorio. Aunque son hinchas de Independiente,
parecería que para ser “auténticos” futboleros tienen que saber mucho
también del mundo del ascenso. ¿Es así?
–A mí me gusta el mundo del fútbol y ahí entra todo. Salvo dos o tres
canchas, mi hijo conoce casi todas las canchas de Primera, pero no de
ver a Independiente. Vamos a ver otros partidos también. Nos falta la
cancha de San Lorenzo y la de Boca, por una cuestión de que en Boca
es complicado sacar entradas si no sos socio. Pero hemos visto a Tigre,
Vélez, Argentinos, Gimnasia, Quilmes, River, Newell’s. Conocer un mundo
es construir imágenes múltiples de ese mundo. A mí no me gusta el fanatismo
en ningún ámbito y en el fútbol tampoco. Y ojo que cuando pierde Independiente
sufro como una madre, en ese sentido se me podría definir como un fanático.
Pero nunca voy a escupir a un tipo porque es de otro cuadro. Ir a ver
otros equipos te permite descubrir lo que tienen en común con vos. Una
de las mejores vacunas contra la intolerancia es observar lo parecidos
que somos los hinchas.
–¿Grita barbaridades que sólo dice en la cancha?
–Hay ciertas cosas que no digo. No justifico el racismo y la xenofobia
en una cancha ni en ningún lado. En ésa no entro. Tampoco me gusta el
cantito hiriente al pedo del tipo “te vas a la B”, porque a mí me jode
mucho cuando me lo cantan. Pero la puteada individual al árbitro, al
contrario, al tuyo que es una bestia, sí. Me refiero al insulto al tipo
que no sabe parar la pelota con los pies. Me saco cuando hacen tiempo,
cuando fingen, cuando un árbitro tiene un tufillo corrupto y puedo decir
barbaridades sin ningún control.
–En otra instancia de la novela se menciona el texto “El pibe de oro”,
un claro homenaje a Osvaldo Soriano. ¿Se considera un continuador de
Soriano?
–Ojalá... me encantaría que alguna vez alguien lea alguno de mis libros
y diga que le hace acordar lejanamente a lo que escribía Soriano. El
tipo era un maestro. Me acuerdo de estar en San Bernardo, en la playa,
leyendo esa crónica, “El pibe de oro”. Soriano es uno de los mejores
escritores de las últimas décadas. Lo más admirable es el modo de construir
personajes con lo que dice; en lugar de contarte cómo son, Soriano pone
a los personajes a hablar, a decirse a sí mismos. A Cuarteles de invierno
la leo y la vuelvo a leer y digo “¡Qué hijo de puta!”, que es el mejor
elogio literario (risas).
–Retomando ese postulado de hablar cuando se está mal, se podría conjeturar,
por lo que cuenta en la novela o lo que ocurre con los hinchas de Independiente
o de River ahora, que hay algo “épico” en la derrota, muy aglutinador
y movilizante, más que en la victoria. ¿Está de acuerdo?
–Sí, la derrota es un lugar más enérgico y productivo, un lugar que
te enseña más. Cuando ganás disfrutás y está bueno, pero aprendés poco
y nada. En general, en el ámbito que sea, uno aprende en la mala. El
arte encuentra terreno fértil en la derrota. Una vez que ganaste, ¿qué
vas a contar? Aparte de ponerte del lado del más débil, pensándolo literariamente
hay más por hacer. El arte está en lo que falta. Cuando las cosas funcionan
y llegaste, se acabó lo que podés narrar. Quedará simplemente un número
homenaje en un diario o en una revista con las fotos del éxito.
–A propósito de la foto, ¿tiene una foto con Bochini como la que se
sacan los protagonistas de su novela?
–Ojalá. Soy muy tímido, pero al único tipo que por el medio de la calle
Uruguay, cerca de la esquina de Corrientes, le grité “¡ídolo, grande
Bocha!” fue a Bochini, cuando me lo crucé hace tres o cuatro años. Lo
vi de lejos, pero no me animé a hablar con el Bocha.
–¿En serio?
–Sí, ¿qué le hubiera dicho? Lo mismo me pasó en una Feria del Libro
cuando escuché que Fontanarrosa estaba en el stand de Ediciones de la
Flor. Yo sabía que él conocía algunos de mis cuentos, me lo había dicho
Alejandro Apo. Hice la cola para firmar, me limité a darle el libro
que compré de raje, El mundo ha vivido equivocado, le dije mi nombre
y me hizo un dibujo. Podría haberle dicho quién era, pero no lo hice.
Con la gente que admiro la timidez se potencia.
–La escritura le permite hacer en la ficción cosas que usted no haría,
¿no?
–Para mí, escribir es eso: hacer y decir lo que en mi vida cotidiana
no podría. El desafío grande de esta novela que tiene mucha muerte fue
construirle vida. Lo que me interesa es cómo la vida se vuelve a poner
en movimiento después de una muerte muy traumática. Por algo la novela
arranca en el cementerio, un momento fúnebre que continúa porque no
muere sólo El Mono. El vínculo entre esos amigos también se hace mierda.
Me gusta buscar caminos de reparación a través de la ficción.
Los dueños de la tierra
De tanto contarles a sus hijos historias de su infancia en Castelar,
Eduardo Sacheri (Buenos Aires, 1967) acaba de terminar un libro de cuentos
pensados para un lector juvenil. “Mis amigos y el barrio tuvieron una
importancia esencial en mi vida. Aparece algo de la dictadura militar,
pero narrado desde la mirada de un chico. En uno de los cuentos, unos
tipos se bajan de un Falcon para asustarnos porque estábamos poniendo
cosas en las vías del tren. En ese momento eran cuatro tipos con cara
de malos y nada más. Está ese mundo de ser chicos a fines de los ’70”,
anticipa el escritor y profesor de historia. El libro por ahora se titula
Los dueños de la tierra. “Así me sentía cuando salía a conquistar el
barrio y fundaba mi mundo, con esa grandilocuencia que tenés cuando
sos chico”, agrega el autor de los libros de relatos Esperándolo a Tito
(2000), Te conozco, Mendizábal (2001), Lo raro empezó después (2004)
y Un viejo que se pone de pie (2007), y de las novelas Aráoz y la verdad
(2008) –llevada al teatro por Gabriel Itzcovich– y La pregunta de sus
ojos, adaptada cinematográficamente por Juan José Campanella como El
secreto de sus ojos, ganadora del Oscar a la mejor película extranjera
el año pasado.
14/08/11 Página|12
Vivo en Argentina - Invitado: Eduardo Sacheri -
22-03-12
Ayer a Anita se la llevaron un rato largo a firmar un
montón de papeles. Al volver, ella dijo que no había entendido muy bien,
porque eran muchos formularios distintos, con letra chica y apretada.
Supongo que me habrá mirado varias veces, buscando un gesto que le calmara
las angustias. Pero yo estaba de un ánimo tan sombrío, tan espantado
por el olor a catástrofe en ciernes, que evité con cierto éxito el cruce
inquisitivo de sus ojos. Los doctores dicen que, prácticamente, no hay manera casi de que salgas
de ésta. Y lo dicen muy serios, muy calmos, muy convencidos. Con la
parsimonia y la lejanía de quienes están habituados a transmitir pésimas
noticias. El más claro, el más sincero, como siempre, fue Rivas, cuando
salió a la tarde tempranito de revisarte. Cerró la puerta despacio para
no hacer ruido, y le dijo a Anita que lo acompañara a la sala del fondo
y la tomó del brazo con ese aire grave, casi de pésame anticipado. Yo
me levanté de un brinco y me fui con ellos, pobre Anita, para que no
estuviera sola al escuchar lo que el otro iba a decirle. Rivas estuvo bien, justo es decirlo. Nos hizo sentar, nos sirvió té,
nos explicó sin prisa, y hasta nos hizo un dibujito en un recetario.
Anita lo toleró como si estuviera forjada en hierro. Y te digo la verdad,
si yo no me quebré fue por ella. Yo pensaba ¿cómo me voy a poner a llorar
si esta piba se lo está bancando a pie firme? Cuando Rivas terminó,
supongo que algo intimidado ante la propia desolación que había desnudado,
Anita, muy seria y casi tranquila (aunque me tenía aferrado el brazo
con una mano que parecía una garra, de tan apretada), le pidió que le
especificara bien cuáles eran las posibilidades. El médico, que garabateaba
el dibujo que había estado haciendo, y que había hablado mirando el
escritorio, levantó la cabeza y la miró bien fijo, a través de sus lentes
chiquitos. «Es casi imposible». Así nomás se lo dijo. Sin atenuantes
y sin preámbulos. Anita le dio las gracias, le estrechó la mano y salió
casi corriendo. Ahora quería estar sola, encerrarse en el baño de mujeres
a llorar un rato a gritos, pobrecita. Yo estaba como si me hubiera atropellado
un tren de carga. Me dolía todo el cuerpo, y tenía un nudo bestial en
la garganta. Pero como Anita se había portado tan bien, me sentí obligado
a guardar compostura. Le di las gracias por las explicaciones, y también
por no habernos mentido inútilmente. Ahí él se aflojó un poco. Hizo
una mueca parecida a una sonrisa y me dijo que lo sentía mucho, que
iba a hacer todo lo posible, que él mismo iba a conducir la operación,
pero que para ser sincero la veía muy fulera. A la tarde la familia
en pleno ganó tu habitación v desplegó un aquelarre lastimoso. Todos
daban vueltas por la pieza, casi negándose a irse, como si quedándose
pudieran torcer al destino y enderezarte la suerte. Vos seguías en tu
sopor distante, en esa modorra quieta que te había ido ganando con el
transcurso de los días. Ni siquiera comer querías. Dormías casi todo
el día. Con Anita apenas cruzabas dos palabras. Y a mí te me quedabas
mirando fijo, como sabiendo, como esperando que yo me aflojara y terminara
por desembuchar todo lo que me dijo Rivas y que a vos te conté nomás
por arriba para que no te asustases. Cuando me clavabas los ojos yo
miraba para otro lado, o salía disparado con la excusa de irme a fumar
al baño del corredor. Y encima ese cónclave familiar que armamos sin
proponérnoslo, pero que tampoco fuimos capaces de ahorrarte. Ayer estaban
todos: papá, Mirta, José, el Cholo, y hasta la madre de Anita que no
tuvo mejor idea que traer a los chicos para que te saludaran. Menos
mal que a Diego y a su mujer los atajé a tiempo saliendo del ascensor
y los despaché de vuelta. Venían con cara de pánico, como queriendo
rajar en seguida. Así que les di las gracias por pasar y les evité el
mal trago. Después llegó la hora macabra del atardecer. No hay peor hora en un
hospital que ésa. La luz mortecina estallando en el vidrio esmerilado.
El olor a comida de hospicio colándose bajo las puertas. Los tacos de
las mujeres alejándose por el corredor. La ciudad calmándose de a poco,
ladrando más bajo, con menos estridencia, dejando a los enfermos sin
siquiera la estúpida compañía de su bullicio. Para entonces, la pieza era un velorio. Faltaba sólo la luz de un par
de cirios, y el olor marchito de las flores tristes. Pero sobraban caras
largas, susurros culposos, miradas compasivas hacia tu lecho. Justo
ahí fue cuando abriste los ojos. Yo pensé que era una desgracia. Anita
trataba de convencerlo a papá de que se volviera a Quilmes, y él porfiaba
que de ninguna manera. Mirta hojeaba una revista con cara de boba. José
te miraba con expresión de «que en paz descanses». Era cosa de que si
hasta ese momento no te habías dado cuenta, de ahora en adelante no
te quedase la menor duda de lo que estaba pasando. Y vos miraste para
todos lados, levantando la cabeza y tensando para eso los músculos del
cuello. Se ve que te costaba, pero te demoraste un buen rato en vernos
a todos, y al final me miraste a mí y yo no sabía qué hacer con todo
eso. Yo temía que me dijeras vení para acá y contámelo todo, pero en
cambio me dijiste dame una mano para levantar un poco el respaldo. Y
mientras yo le daba a la manija a los pies de la cama de hierro, vos
le ordenaste a Mirta que encendiera la luz, que no se veía un pepino.
Con la luz prendida todos se quedaron quietos, como descubiertos en
medio de un acto vergonzoso y hasta imperdonable, como incómodos en
la ruptura de ese ensayo general de velorio inminente. Y para colmo, como para ponerlos aún más en evidencia, como para que
nadie se confundiera antes de tiempo, empezaste a dar órdenes casi gritando,estirando
el brazo con el suero que bailaba con cada uno de tus ademanes, que
vos papá te vas a casa, que vos José te la llevás a Mirta que para leer
revistas bastante tiene en su propio living, que ya mismo alguien se
ocupa de darle de cenar a Anita o se va a caer redonda en cualquier
momento, y que se dejan de joder y me vacían la pieza. Tu voz tronó
con tal autoridad que, en una fila sumisa y monocorde, fueron saliendo
todos. Y cuando yo me disponía a seguirlos sin mirar atrás, me frenaste
en seco con un «vos te quedás acá y cerrás la puerta». Como un chico
que trata de pensar rápido una disculpa verosímil, gané el tiempo que
pude moviendo el picaporte con cuidado, corriendo las cortinas para
acabar de una vez por todas con la luz moribunda de las siete, pateando
y volviendo a su lugar la chata guarecida bajo la cama. Pero al final
no tuve más remedio que sentarme al lado tuyo, y encontrarme con tus
ojos preguntándome. Te lo conté todo. Primero traté de ser suave. Pero después supongo que
me fui aflojando, como si necesitara hablar con alguien sin eufemismos
tontos, sin buscar y rebuscar atenuantes tranquilizadores, sin inventar
al voleo ejemplos creíbles de sanaciones milagrosas. Te relaté cada
uno de los diagnósticos sucesivos, el inútil anecdotario del periplo
de locos de los últimos dos meses, el puntilloso pésame velado de los
especialistas.Vos te tomaste tu tiempo. Llorabas mientras yo seguía
el monótono detalle de nuestra pesadilla. Llorabas con lágrimas gruesas,
escasas, de esas que a veces sueltan los hombres. Después, cuando por
fin me callé, cerraste los ojos y estuviste un largo rato respirando
muy hondo. Yo empecé a levantarme de a Poquito, casi sin ruido, como
para dejarte descansar, queriendo convencerme de que te habías dormido. Y ahí pasó. Te incorporaste en la cama con tal violencia que casi me
tumbás de nuevo á la silla del susto. Me agarraste casi por el cuello,
haciendo un guiñapo con mi camisa y mi corbata, y miraste al fondo de
mis ojos, corno buscando que lo que ibas á decirme me quedara absolutamente
claro. Tu cara se había transformado. Era una máscara iracunda, orgullosa,
llena de broncas y rencores. Y tan viva que daba miedo. Ya no quedaban
en tu piel rastros de las lágrimas. Sólo tenías lugar para la furia.
En ese momento me acordé. Te juro que hacía veinte años por lo menos
que aquello ni se me pasaba por la cabeza. Parece mentirá cómo uno,
á veces, no se olvida de las cosas que se olvida. Porque cuándo me miraste
así, y me agarraste la ropa y me la estrujaste y me sacudiste, el dique
del tiempo se me hizo trizas, y el recuerdo de esa tarde de leyenda
me ahogó de repente. Ahora, en el hospital, no dijiste nada. Como si
fuesen suficientes las chispas que salían de tus ojos, y el rojo furioso
de tu expresión crispada. Aquella vez, la primera, cuando me agarraste,
también era casi de noche. Y también yo estaba cagado de miedo. Me habías
mirado fijo y me habías gritado: «Todavía no perdimos, entendés. Vos
atajálo y dejáme á mí». Jugábamos de visitantes, contra el Estudiantil, en cancha de ellos.
La pica con el Estudiantil era uno de esos nudos de la historia que,
para cuándo uno nace, ya están anudados. Lo único que le cabe al recién
venido al mundo, si nació en el barrio, es tomar partido. Con el Estudiantil
o con el Belgrano. Sin medias tintas. Sin chance alguna de escapar á
la disyuntiva. De ahí para adelante, el destino está sellado. La línea
divisoria no puede ser traspuesta. Ambos clubes jugaban en la misma Liga, y los dos cruces que se producían
cada año solían tener derivaciones tumultuosas. Para colmo, ese año
era más especial que nunca. Nosotros, en un derrotero inusitado para
nuestras campañas ordinarias, estábamos á un punto del campeonato. Quiso
el destino que nos tocara el Estudiantil en la última fecha. Con cualquier
otro equipo la cosa hubiese sido sencilla. Nos bastaba un simple empate,
y ningún osado delantero contrario iba á estar dispuesto á amargarnos
la fiesta a cambio de una fractura inopinada, y menos con el verano
por delante y el calor que dan los yesos desde el tobillo hasta la ingle.
Pero con el Estudiantil la cosa era distinta. Entre argentinos hay una sola cosa más dulce que el placer propio: la
desgracia ajena. Dispuestos á cumplir con ese anhelo folklórico, ellos
se habían preparado para el partido con un fervor sorprendente, que
nada tenía que ver con el magro décimo puesto en la tabla con el que
despedían la temporada. Lo malo era que lo nuestro, en el Belgrano, era por cierto limitado:
dos wines rápidos, un mediocampo ponedor, y dos backs instintivamente
sanguinarios, capaces de partir por la mitad hasta á su propia madre,
en el caso de que ella tuviera la mala idea de encarar para el área
con pelota dominada. Para colmo, de árbitro lo mandaron al negro Pérez,
un cabo de la Federal que partía de la base de que todos éramos delincuentes
salvo demostración irrefutable de lo contrario. Un árbitro tan mal predispuesto
á dejar pasar una pierna fuerte era lo peor que podía sucedernos. Igual
nos juramentamos vencer o vencer. También nosotros éramos argentinos:
y darles la vuelta olímpica en las narices, y en cancha de ellos, iba
a ser por completo inolvidable. El partido salió caldeado. Nos quedamos sin uno de los backs a los quince
del primer tiempo, y si tengo que ser sincero, Pérez estuvo blando.
A los diez minutos el tipo ya había hecho méritos suficientes como para
ir preso. Pero su sacrificio no fue en vano: a los delanteros de ellos
les habrán dolido esos quince minutos, porque después entraron poco,
y prefirieron probar desde lejos. Las gradas eran un polvorín, y había
como doscientos voluntarios listos para encender la mecha. La cancha
tenía una sola tribuna, en uno de los laterales, que estaba copada por
la gente de ellos. Los nuestros se apiñaban en el resto del perímetro,
bien pegados al alambrado. Encima el gordo Nápoli, que tenía al pibe
jugando de ocho en nuestro cuadro, les sacaba fotos a los del Estudiantil
y, aprovechando los pozos de silencio, para que lo oyeran con claridad,
les gritaba las gracias porque las fotos le servían para el insectario
que estaba armando. El partido fue pasando como si los segundos fueran de plomo. Yo me daba
vuelta cada medio minuto y preguntaba cuánto faltaba. Don Alberto estaba
pegado al alambre, y me gritaba que me dejara de joder y mirara el partido
o me iba a comer un gol pavote. Pero yo no preguntaba por idiota. Preguntaba
porque sentía algo raro en el aire, como si algo malo estuviese por
pasar y yo no supiera cómo cuernos evitarlo. Cuando terminaba el primer
tiempo, mis dudas se disiparon abruptamente: el nueve de ellos me la
colgó en un ángulo desde afuera del área. Sacamos del medio y Pérez
nos mandó al vestuario. La hinchada del Estudiantil era una fiesta,
y yo tenía unas ganas de llorar que me moría. Ahora me acuerdo como si fuera hoy. Vos jugabas de cinco, y eras de
lo mejorcito que teníamos. Pero en todo el primer tiempo la habías visto
pasar como si fueras imbécil. Las pocas pelotas que habías conseguido,
o te habían rebotado o se las habías dado a los contrarios. Chiche no
lo podía creer, y te gritaba como loco para hacerte reaccionar. Trataba
de que te calentaras con él, aunque fuera, como cuando jugábamos en
la calle. Pero vos seguías ahí, mirando para todos lados con cara de
estúpido. Siempre parado en el lugar equivocado, tirando pases espantosos,
cortando el juego con fules innecesarios. En el entretiempo el gordo Nápoli guardó la cámara y nos improvisó una
charla técnica de emergencia. La verdad es que habló bastante bien.
Con su tradicional estilo ampuloso, y sin demorarse en falsas ternuras,
nos recordó lo que ya sabíamos: si perdíamos el partido, y Estudiantil
nos sonaba el campeonato, que ni aportáramos por el barrio porque seríamos
repudiados con justa razón por las fuerzas vivas de nuestra comunidad
belgraniana. Vos seguías ahí, sentado en un banco de listones grises,
con las piernas estiradas y la cabeza baja. Cuando nos llamaron para
el segundo tiempo, tuve que ir a buscarte porque ni aún entonces te
incorporaste. No sé si fue el miedo o una inspiración mística y repentina,
pero de pronto me vi casi llorándote y pidiéndote que me dieras una
mano, que no arrugaras, que te necesitaba porque si no íbamos al muere.
Se ve que te impresioné con tanta charla y tanto brote emotivo (yo que
siempre fui tan tímido), porque después te levantaste y me dijiste solamente
vamos, pero tu tono ya era el tuyo. El segundo tiempo fue otra historia. Ese se me pasó volando. Parece
mentira como corre la vida cuando vas perdiendo. Yo ya no preguntaba
la hora. Don Alberto nos gritaba que le metiéramos pata, que faltaba
poco. Y a vos se te había acomodado la croqueta. Todas las que te rebotaban
en el primer tiempo, ahora las amansabas y las distribuías con criterio.
En lugar de regalar pelotas ponías pases profundos, bien medidos. Pero
no alcanzaba. Pegamos dos tiros en los palos, y el pibe de Nápoli se
comió dos mano a mano con el arquero (que encima andaba inspirado).
Y para colmo, a los treinta minutos a mí me empezó de nuevo la sensación
de catástrofe inminente. No andaba mal encaminado. Jugados al empate como estábamos, nos agarraron
mal parados de contraataque: se vinieron tres de ellos contra el back
sobreviviente (Montanaro se llamaba) y yo. La trajo el nueve y cerca
del área la abrió a la izquierda para el once. Montanaro se fue con
él y lo atoró unos segundos, pero el otro logró sacar el centro que
le cayó a los pies de nuevo al nueve, y yo no tuve más remedio que salir
a achicarle. Parece mentira cómo a veces el hombre sucumbe a su propia
pequeñez: si el tipo la toca a la derecha para el siete, es gol seguro.
Pero la carne es débil: los gritos de la hinchada, el arco enorme de
grande, el sueño de ser él quien nos enterrase definitivamente en el
oprobio. Mejor amagar, quebrar la cintura, eludir al arquero, estar
a punto de pasar a la inmortalidad con un gol definitivo, y recibir
una patada asesina en el tobillo izquierdo que lo tumbó como un hachazo. Pérez cobró de inmediato. El petiso seguía aullando de dolor en el piso,
pobre. Pero no me echaron. Tal vez fuese el propio ambiente el que me
puso a salvo. En efecto, se respiraba una ominosa atmósfera de asunto
concluido. Ellos se abrazaban por adelantado. Su hinchada enfervorizada
se regodeaba en el sueño hecho realidad. El gordo Nápoli lloraba aferrado
a los alambres. Don Alberto insultaba entre dientes. La verdad es que
en ese momento, si me hubiesen ofrecido irme, hubiese agarrado viaje.
Intuía ya el grito feroz que iban a proferir cuando convirtieran el
penal. Ya me veía tirado en el piso, con esos mugrientos saltando y
abrazándose alrededor mío, pateando una vez y otra la pelota contra
la red. Me volví a buscar la cara de Don Alberto en medio de los rostros
entristecidos. «Faltan tres», me dijo cuando nuestros ojos por fin se encontraron.
Y era como una sentencia inquebrantable. Ahí bajé definitivamente los
brazos. Un dos a cero es definitivo cuando faltan tres minutos y uno
es visitante. De local vaya y pase, aunque tampoco. ¿Cómo dar vuelta
semejante cosa?
Me fui a parar a la línea como quien se dirige al cadalso. Lo único
que quería ahora era que pasara pronto. Sacarme de una vez por todas
a esos energúmenos borrachos en la arrogancia de la victoria. Y entonces caíste vos. Nunca supe qué habías estado haciendo todo ese
tiempo. O tal vez fueron sólo segundos, que a mí me parecieron siglos.
Pero lo cier to es que cuando levanté la cabeza te tenía adelante. Me
agarraste el cuello del buzo y me lo retorciste. Me zarandeaste de lo
lindo, mientras me gritabas: «¡Reaccioná, carajo, reaccioná!». Tu cara
metía miedo. Era una mezcla explosiva de bronca y de rencor y de determinación
y de certeza. La misma que pusiste ayer en la cama, y que me hizo acordar
de todo esto. Me miraste al fondo de los ojos, como para que no me distrajera
en el batifondo de los gritos y los cohetes y los consejos de tiráte
para acá, arquero, tiráte para el otro lado, pibe. Cuando te aseguraste
de que te estaba mirando y escuchando, y teniéndome bien agarrado del
cuello me dijiste: «Atajálo, Manuel. Atajálo por lo que más quieras.
Si vos lo atajás yo te juro que lo empato. Prometéme que lo atajás,
hermanito. Yo te juro que lo empato». Me encontré diciéndote que sí, que te quedaras tranquilo. Y no por llevarte
la corriente, nada de eso. Era como si tu voz hubiese llevado algo adherido,
como un perfume a cosa verdadera que apaciguaba al destino y era capaz
de enderezarlo. De ahí en más ya fui yo mismo. Cumplí todos los ritos que debe cumplir un arquero en esos casos límite.
Iba a patearlo Genaro, el dos de ellos, un tano bruto y macizo que sacaba
unos chumbazos impresionantes. Me acerqué a acomodarle la pelota, arguyendo
que estaba adelantada. La giré un par de veces y la deposité con gesto
casi delicado, en el mismo lugar de donde la había levantado. Pero a
Genaro le dejé la inquietante sensación de habérsela engualichado o
algo por el estilo. Volvió a adelantarse y a acomodarla a su antojo.
De nuevo dejé mi lugar en la línea del arco y repetí el procedimiento.
Pero esta vez, y asegurándome de estar de espaldas al árbitro, lo enriquecí
con un escupitajo bien cargado, que deposité veloz sobre uno de los
gajos negros del balón. Genaro, francamente ofuscado, volvió hasta la
pelota, la restregó contra el pasto, y me denunció reiteradas veces
al juez Pérez. Sabiéndome al límite de la tolerancia, e intuyendo que
el tipo ya iba incubando ganas de asesinarme, volví a acercarme con
ademanes grandilocuentes. Invoqué a viva voz mis derechos cercenados,
y mientras le tocaba de nuevo la pelota le dije a Genaro, lo suficientemente
bajo como para que sólo él me escuchara, que después de errar el penal
mi hermano iba a empatarle el partido, que se iba a tener que mudar
a La Quiaca de la vergüenza, pero que en agradecimiento yo le prometía
que iba a dejar de afilar con su novia. Genaro optó por putearme a los
alaridos, como era esperable de cualquier varón honesto y bien nacido.
Pérez lo reprendió severamente, y a mí me mandó a la línea del arco
con un gesto que va no admitía dilaciones.En ese momento empezó a rodar
el milagro. Me jugué apenas a la izquierda, pero me quedé bien erguido:
Genaro le pegaba muy fuerte pero sin inclinar se, y la pelota solía
salir más bien alta. Le dio con furia, con ganas de aplastarme, de humillarme
hasta el fondo de mi alma irredenta. Tuve un instante de pánico cuando
sentí la pelota en la punta de mis guantes: era tal la violencia que
traía que no iba a poder evitar que me venciera las manos. De hecho
así fue, pero había conseguido cambiarle la trayectoria: después de
torcerme las muñecas la pelota se estrelló en el travesaño y picó hacia
afuera, a unos veinte centímetros de la línea. Me incorporé justo a
tiempo para atraparla, y para que los noventa y cinco kilos de Genaro
me aplastaran los huesos, la cabeza, las articulaciones. Pérez cobró
el tiro libre y me gritó: «Juegue». No me detuve a escuchar los gritos de alegría de los nuestros. Me incorporé
como pude y te busqué desesperado. Estabas en el medio campo, totalmente
libre de marca: ellos volvían desconcertados, como no pudiendo creer
que tuvieran todavía que aplazar el grito del triunfo. Te la tiré bastante
mal por cierto; pero como andabas inspirado la dominaste con dos movimientos.
Levantaste la cabeza y se la tiraste al pibe de Nápoli que corrió como
una flecha por la izquierda. Sacó un centro hermoso, bien llovido al
área, pero alguno de ellos consiguió revolearla al córner. Era la última. Pérez ya miraba de reojo su muñeca, con ganas de terminarlo.
Fuimos todos a buscar el centro. Lo mío era un acto simbólico. Si me
hubiese caído a mí hubiera sido incapaz de cabecear con puntería. Al
arco me defendía, pero afuera era una tabla con patas. El centro lo
tiró de nuevo Nápoli, pero esta vez le salió más pasado y más abierto,
y bajó casi en el vértice del área. Vos estabas de espaldas al arco.
El sol ya se había ido, y no se veía bien ni la cancha ni la pelota.
Mientras estuvo alta, donde el aire todavía era más claro, la vi pasar
encima mío sin esperanza. Cuando te llegó a vos, supongo que debía ser
poco más que una sombra sibilante. Parece mentira cómo todos estos años lo tuve olvidado, porque mientras
avanzo en el recuerdo los detalles se me agolpan con una vigencia pasmosa.
Por que fue justo ahí, mientras yo pensaba sonamos, pasó de largo, ahora
la revienta alguno de ellos y Pérez lo termina, fue ahí que el milagro
concluyó su ciclo legendario. La camiseta con el cinco en la espalda,
las piernas volando acompasadas, la izquierda en alto, después la derecha,
la chilena lanzada en el vacío, y la sombra blanquecina cambiando el
rumbo, torciendo la historia para siempre, viajando y silbando en una
parábola misteriosa, sobrevolando cabezas incrédulas, sorteando con
lo justo el manotazo de un arquero horrorizado en la certidumbre de
que la bola lo sobraba, de que caía para siempre contra una red vencida
por el resto de la eternidad, de que era uno a uno y a cobrar. Y nada
más en el recuerdo, porque ya con eso era demasiado, apenas un vestigio
de energía para salir corriendo, para treparse al alambrado, para tirarse
al piso a llorar de la alegría, para encontrarme con vos en un abrazo
mudo y sollozante, para que el gordo Nápoli resucitara la cámara y las
fotos para el insectario, y los gestos obscenos, y el grito multiplicado
en cien gargantas, y el tumulto feliz en el mediocampo, y la vuelta
olímpica lejos del lateral para librarnos de los gargajos. Ayer a la nochecita, con esa cara de loco y ese puño arrugándome la
ropa, me hiciste retroceder veinte años, a cuando vos tenías quince
y yo dieciséis, a tu fe ciega y al exacto punto de tu chilena legendaria,
heroica, repentina, capaz de torcer los rumbos sellados del destino.
Ni vos ni yo tuvimos, ayer, ganas de hablar de aquello. Pero yo sabía
que vos sabías que arribos estábamos pensando en lo mismo, recordando
lo mismo, confiando en lo mismo. Y nos pusimos a llorar abrazados como
dos minas. Y moqueamos un buen rato, hasta que me empujaste y te dejaste
caer en la cama, y me dijiste dejáme solo, andá con los demás que van
a preocuparse. Y yo te hice caso, porque en la penumbra de la pieza
te vi los ojos, llenos de bronca y de rencor, llenos de una furia ciega.
Y me quedé tranquilo. La noche me la pasé en la capilla de la clínica, rezando y cabeceando
de sueño pero sin darme por vencido. Recién cuando te llevaron al quirófano
me fui hasta la cafetería a tomar un café con leche con medialunas.
Me la llevé a Anita, que estaba hecha un trapo, pobrecita. Lógicamente
no le dije nada de lo de anoche, porque pensé que con el batuque que
debía tener ahora en el balero me iba a sacar rajando si empezaba a
desempolvar historias antiguas. A los demás tampoco les dije nada. Los
dejé que volvieran con su velorio portátil, esta vez improvisado en
la sala de espera del quirófano, a dejar pasar las horas, a consolarla
a Anita y a los chicos, a murmurar ensayos de resignación y de entereza. Ni siquiera dije nada cuando salió Rivas hecho una tromba, cuando la
agarró a Anita del brazo y ella lo escuchó llorando pero maravillada,
agradecida, in crédula, ni cuando él habló y gesticuló y dejó que se
le desordenara el pelo engominado, ni cuando la voz entró a correr entre
los presentes, ni cuando empezaron a oírse exclamaciones contenidas
y risitas tímidas buscando otras risas cómplices para animarse a tronar
en carcajadas y gritos de júbilo, ni cuando Anita me lo trajo a Rivas
para que lo oyera de sus labios. Ahí tampoco dije nada, aunque lloré de lo lindo. Yo lloraba de emoción,
es claro. Pero no de sorpresa. No con la sorpresa todavía descreída,
todavía tensa ydesconfiada de José, de Mirta, de los chicos, de la propia
Anita. Yo también, en su lugar, hubiese estado sorprendido. Para ellos
este milagro es el primero. Al fin y al cabo, ellos no vivieron aquel
partido de epopeya. Y no le dieron la vuelta olímpica al Estudiantil
en cancha de ellos, con el gol tuyo de chilena.
Me van a tener que disculpar. Yo sé que
un hombre que pretende ser una persona de bien debe comportarse según
ciertas normas, aceptar ciertos preceptos, adecuar su modo de ser a
determinadas estipulaciones convenidas por todos. Seamos más explícitos.
Si uno quiere ser un tipo coherente debe medir su conducta, y la de
sus semejantes, con la misma e idéntica vara. No puede hacer excepciones,
pues de lo contrario bastardea su juicio ético, su conciencia crítica,
su criterio legítimo. Uno no puede andar por la vida reprobando a sus rivales y disculpando
a sus amigos por el sólo hecho de serlo. Tampoco soy tan ingenuo como
para suponer que uno es capaz de sustraerse a sus afectos y a sus pasiones,
que uno tiene la idoneidad como para sacrificarlos en el altar de una
imparcialidad impoluta. Digamos que uno va por ahí intentando no apartarse
demasiado del camino debido, tratando de que los amores y los odios
no le trastoquen irremediablemente la lógica. Pero me van a tener que disculpar, señores. Hay un tipo con el que no
puedo. Y ojo que lo intento. Me digo: no puede haber excepciones, no
debe haberlas. Y la disculpa que requiero de ustedes es todavía mayor,
porque el tipo del que hablo no es un benefactor de la humanidad, ni
un santo varón, ni un valiente guerrero que ha consolidado la integridad
de mi patria. No, nada de eso. El tipo tiene una actividad mucho menos
importante, mucho menos trascendente, mucho más profana. Les voy adelantando
que el tipo es un deportista. Imagínense, señores. Llevo escritas doscientas
sesenta y tres palabras hablando del criterio ético y sus limitaciones,
y todo por un simple caballero que se gana la vida pateando una pelota.
Ustedes podrán decirme que eso vuelve mi actitud todavía más reprobable.
Tal vez tengan razón. Tal vez por eso he iniciado estas líneas disculpándome. No obstante, y aunque tengo perfectamente claras esas cosas, no puedo
cambiar mi actitud. Sigo siendo incapaz de juzgarlo con la misma vara
con la que juzgo al resto de los seres humanos. Y ojo que no sólo no
es un pobre muchacho saturado de virtudes. Tiene muchos defectos. Tiene
tal vez tantos defectos como quien escribe estas líneas, o como el que
más. Para el caso es lo mismo. Pese a todo, señores, sigo sintiéndome
incapaz de juzgarlo. Mi juicio crítico se detiene ante él, y lo dispensa. No es un capricho, cuidado. No es un simple antojo. Es algo un poco
más profundo, si me permiten calificarlo de ese modo. Seré más explícito.
Yo lo disculpo porque siento que le debo algo. Le debo algo y sé que
no tengo forma de pagárselo. O tal vez ésta sea la peculiar moneda que
he encontrado para pagarle. Digamos que mi deuda halla sosiego en este
hábito de evitar siempre cualquier eventual reproche. Él no lo sabe, cuidado. Así que mi pago es absolutamente anónimo. Como
anónima es la deuda que con él conservo. Digamos que él no sabe que
le debo, e ignora los ingentes esfuerzos que yo hago una vez y otra
por pagarle. Por suerte o por desgracia, la oportunidad de ejercitar este hábito
se me presenta a menudo. Es que hablar de él, entre argentinos, es casi
uno de nuestros deportes nacionales. Para enzalzarlo hasta la estratósfera,
o para condenarlo a la parrilla perpetua de los infiernos, los argentinos
gustamos, al parecer, de convocar su nombre y su memoria. Ahí es cuando
yo trato de ponerme serio y distante, pero no lo logro. El tamaño de
mi deuda se me impone. Y cuando me invitan a hablar prefiero esquivar
el bulto, cambiar de tema, ceder mi turno en el ágora del café a la
tardecita. No se trata tampoco de que yo me ubique en el bando de sus
perpetuos halagadores. Nada de eso. Evito tanto los elogios superlativos
y rimbombantes como los dardos envenenados y traicioneros. Además, con
el tiempo he visto a más de uno cambiar del bando de los inquisidores
al de los plañideros aplaudidores, y viceversa, sin que se les mueva
un pelo. Y ambos bandos me parecen absolutamente detestables, por cierto. Por eso yo me quedo callado, o cambio de tema. Y cuando a veces alguno
de los muchachos no me lo permite, porque me acorrala con una pregunta
directa, que cruza el aire llevando específicamente mi nombre, tomo
aire, hago como que pienso, y digo alguna sandez al estilo de «y, no
sé, habría que pensarlo»; o tal vez arriesgo un «vaya uno a saber, son
tantas cosas para tener en cuenta». Es que tengo demasiado pudor como
para explayarme del modo en que aquí lo hago. Y soy incapaz de condenar
a mis amigos al tórrido suplicio de escuchar mis argumentos y mis justificaciones. Por empezar les tendría que decir que la culpa de todo la tiene el tiempo.
Sí, como lo escuchan, el tiempo. El tiempo que se empeña en transcurrir,
cuando a veces debería permanecer detenido. El tiempo que nos hace la
guachada de romper los momentos perfectos, inmaculados, inolvidables,
completos. Porque si el tiempo se quedase ahí, inmortalizando a los
seres y a las cosas en su punto justo, nos libraría de los desencantos,
de las corrupciones, de las infinitas traiciones tan propias de nosotros
los mortales. Y en realidad es por ese carácter tan defectuoso del tiempo que yo me
comporto como lo hago. Como un modo de subsanar, en mis modestos alcances,
esas barbaridades injustas que el tiempo nos hace. En cada ocasión en
la cual mencionan su nombre, en cada oportunidad en la cual me invitan
al festín de adorarlo y denostarlo, yo me sustraigo a este presente
absolutamente profano, y con la memoria que el ser humano conserva para
los hechos esenciales me remonto a ese día, al día inolvidable en que
me vi obligado a sellar este pacto que, hasta hoy, he mantenido en secreto.
Un pacto que puede conducirme (lo sé), a que alguien me acuse de patriotero.
Y aunque yo sea de aquellos a quienes desagrada la mezcla de la nación
con el deporte, en este caso acepto todos los riesgos y las potenciales
sanciones. Digamos que mi memoria es el salvoconducto para volver el tiempo al
lugar cristalino del cual no debió moverse, porque era el exacto sitio
en que merecía detenerse para siempre, por lo menos para el fútbol,
para él y para mí. Porque la vida es así, a veces se combina para alumbrar
momentos como ése. Instantes después de los cuales nada vuelve a ser
como era. Porque no puede. Porque todo ha cambiado demasiado. Porque
por la piel y por los ojos nos ha entrado algo de lo cual nunca vamos
a lograr desprendernos. Esa mañana habrá sido como todas. El mediodía también. Y la tarde arranca,
en apariencia, como tantas otras. Una pelota y veintidós tipos. Y otros
millones de tipos comiéndose los codos delante de la tele, en los puntos
más distantes del planeta. Pero ojo, que esa tarde es distinta. No es
un partido. Mejor dicho: no es sólo un partido. Hay algo más. Hay mucha
rabia, y mucho dolor, y mucha frustración acumuladas en todos esos tipos
que miran la tele. Son emociones que no nacieron por el fútbol. Nacieron
en otro lado. En un sitio mucho más terrible, mucho más hostil, mucho
más irrevocable. Pero a nosotros, a los de acá, no nos cabe otra que
contestar en una cancha, porque no tenemos otro sitio, porque somos
pocos, porque estamos solos, porque somos pobres. Pero ahí está la cancha,
el fútbol, y son ellos o nosotros. Y si somos nosotros el dolor no va
a desaparecer, ni la humillación ha de terminarse. Pero si son ellos.
Ay, si son ellos. Si son ellos la humillación va a ser todavía más grande,
más dolorosa, más intolerable. Vamos a tener que quedarnos mirándonos
las caras, diciéndonos en silencio «te das cuenta, ni siquiera aquí,
ni siquiera esto se nos dio a nosotros». Así que están ahí los tipos. Los once nuestros y los once de ellos.
Es fútbol, pero es mucho más que fútbol. Porque cuatro años es muy poco
tiempo como para que te amaine el dolor y se te apacigüe la rabia. Por
eso no es sólo fútbol. Y con semejantes antecedentes de tarde borrascosa, con semejante prólogo
de tragedia, va este tipo y se cuelga para siempre del cielo de los
nuestros. Porque se planta enfrente de los contrarios y los humilla.
Porque los roba. Porque delante de sus ojos los afana. Y aunque sea
les devuelve ese afano por el otro, por el más grande, por el infinitamente
más enorme y ultrajante. Porque aunque nada cambie allá están ellos,
en sus casas y en sus calles, en sus pubs, queriéndose comer las pantallas
de pura rabia, de pura impotencia de que el tipo salga corriendo mirando
de reojito al árbitro que se compra el paquete y marca el medio. Hasta ahí, eso solo ya es historia. Ya parece suficiente. Porque le
robaste algo al que te afanó primero. Y aunque lo que él te robó te
duele más, vos te regodeás porque sabés que esto, igual, le duele. Pero
hay más. Aunque uno desde acá diga bueno, es suficiente, me doy por
hecho, hay más. Porque el tipo además de piola es un artista. Es mucho
más que los otros. Arranca desde el medio, desde su campo, para que no queden dudas de
que lo que está por hacer no lo ha hecho nadie. Y aunque va de azul,
va con la bandera. La lleva en una mano, aunque nadie la vea. Empieza
a desparramarlos para siempre. Y los va liquidando uno por uno, moviéndose
al calor de una música que ellos, pobres giles, no entienden. No sienten
la música, pero sí sienten un vago escozor, algo que les dice que se
les viene la noche. Y el tipo sigue adelante. Para que empiecen a no poder creerlo. Para que no se lo olviden nunca.
Para que allá lejos los tipos dejen la cerveza y cualquier otra cosa
que tengan en la mano. Para que se queden con la boca abierta y la expresión
de tontos, pensando que no, que no va a suceder, que alguno lo va a
parar, que ese morochito vestido de azul y de argentino no va a entrar
al área con la bola mansita a su merced, que alguien va a hacer algo
antes de que le amague al arquero y lo sortee por afuera, de que algo
va a pasar para poner en orden la historia y que las cosas sean como
Dios y la reina mandan, porque en el fútbol tiene que ser como en la
vida, donde los que llevan las de ganar ganan, y los que llevan las
de perder pierden. Se miran entre ellos y le piden al de al lado que
los despierte de la pesadilla. Pero no hay caso, porque ni siquiera
cuando el tipo les regala una fracción de segundo más, cuando el tipo
aminora el vértigo para quedar de nuevo bien parado de zurdo, ni siquiera
entonces van a evitar entrar en la historia como los humillados, los
once ingleses despatarrados e incrédulos, los millones de ingleses mirando
la tele sin querer creer lo que saben que es verdad para siempre, porque
ahí va la bola a morirse en la red para toda la eternidad, y el tipo
va a abrazarse con todos y a levantar los ojos al cielo. Y no sé si
él lo sabe, pero hace tan bien en mirar al cielo. Porque el afano estaba bien, pero era poco. Porque el afano de ellos
era demasiado grande. Así que faltaba humillarlos por las buenas. Inmortalizarlos
para cada ocasión en que ese gol volviese a verse una vez y otra vez
y para siempre, en cada rincón del mundo. Ellos volviendo a verse una
y mil veces hasta el cansancio en las repeticiones incrédulas. Ellos
pasmados, ellos llegando tarde al cruce, ellos viéndolo todo desde el
piso, ellos hundiéndose definitivamente en la derrota, en la derrota
pequeña y futbolera y absoluta y eterna e inolvidable. Así que señores, lo lamento. Pero no me jodan con que lo mida con la
misma vara con la que se supone debo juzgar a los demás mortales. Porque
yo le debo esos dos goles a Inglaterra. Y el único modo que tengo de
agradecérselo es dejarlo en paz con sus cosas. Porque ya que el tiempo
cometió la estupidez de seguir transcurriendo, ya que optó por acumular
un montón de presentes vulgares encima de ese presente perfecto, al
menos yo debo tener la honestidad de recordarlo para toda la vida. Yo
conservo el deber de la memoria.
Por Eduardo Sacheri Que nadie se haga cargo de esta historia, ni de sus apellidos
ni de sus equipos. Lo único cierto es Ella. ¿Qué decís, pibe? Llegaste temprano. Vení, acomodáte. «¡Hey, jefe: Dos
cafés!» Dejáte de jorobar, pibe, yo invito. El sábado pasado convidaste
vos. ¿Y qué tiene que ver que hoy sea el clásico? El café sale lo mismo.
Van uno a cero. Mirálo bien al petisito que juega de nueve. Lo vi en
el entrenamiento del jueves, no sabés cómo la lleva. Se mezcló bárbaro
con la Primera. Lo acaban de traer. De Merlo, creo. Una maravilla. Aparte
ahora que nos cagó Zabala nos hacen falta delanteros. Es una fija, pibe.
La única que nos queda es sacar pibes de abajo. Y sacarlos como si fueran
chorizos, ¿eh? Si no, te pasa como con Zabala. El club se rompe el alma
para retenerlo cuatro, cinco años, y a la primera de cambio cuando le
ofrecen dos mangos se te pianta a cualquier lado y te desarma el plantel.
Sí, seguro. Si no les importa nada. ¿La camiseta? No pibe, ésa te calienta
a vos o a mí, pero ¿a éstos? ¿No fue el imbécil éste y firmó para Chicago?
Ya sé que es un traidor, pero fijáte lo que le importa. Se muda al Centro y listo. si te he visto no me acuerdo. Igual no te
preocupés. Hoy no la va a tocar. A ese matungo no le da el cuero para amargarnos
la vida. Ya sé que con Chicago la cosa se puede poner fulera. Clásicos son clásicos.
Pero quedáte tranquilo. Es un amargo y no se va a destapar ahora. Si vos hubieras vivido en la época de Gatorra sí que te hubieses chupado
un veneno de aquéllos. Vos no habías nacido, ¿no? Si fue hace una pila
de años... ¿Y cómo sabés tanto del asunto? Ah, tu viejo estuvo en la
cancha. Bueno, entonces no tengo que recordarte mucho. Fue algo como
lo de Zabala pero peor. Porque Gatorra era nuestro, pero nuestro, nuestro.
Desde purrete había jugado con los colores gloriosos. Pero resulta que
en el pináculo de su carrera, cuando nos dejó a tres puntos del ascenso
en una campaña de novela, va y firma con Chicago. Fue el acabose, pibe, el acabose. No lo lincharon porque en esa época
la gente se tomaba las cosas con más calma. Porque en Chicago la siguió
rompiendo. Y para peor, en el primer clásico en el que jugó contra nosotros,
con ese harapo bicolor puesto en el lugar donde hasta entonces había
estado «la gloriosa», nos metió tres goles y nos los gritó como un loco.
Así, pibe, sin ponerse colorado. Lo putearon de lo lindo, pero el resentido
parece que cuanto más lo insultaban más se enchufaba. Escucháme un poco:
el tercer gol lo metió de taco, con las manos en la cintura, sonriendo
para el lado en que estaba la hinchada del Gallo. Ni te imaginás, pibe. Así que tu viejo lo vio, fijáte un poco. Si hubieses estado, nene. No
sabés lo que fue aquello. Pero 10 mejor, lo mejor... ¿Te cuento una historia rara? ¿Seguro? Tiempo tenemos: van cinco minutos
del segundo tiempo. Falta como una hora para que empiece. Bueno, entonces
te cuento: ¿qué me decís si te digo que ese partido de los tres goles
de Gatorra con la camiseta de Chicago yo lo vi en medio de la tribuna
de ellos, rodeado por esos ignorantes que gritaban como enajenados?
¿Qué me dirías si te digo que los dos primeros goles hasta tuve que
alzar los brazos y sonreír como si estuviera chocho de la vida? ¿Sabés qué pasa, pibe? La verdad es que Gatorra no era el único traidor
de aquella tarde: yo también estaba del lado equivocado. Sí, flaco,
como te cuento. Y todo, ¿sabés por qué?: por una mina. Todo por una mina, ¿te das cuenta?
No, ya sé que no entendés ni jota. No te apurés. Dejáme que te explique. A veces la vida es así, pibe, te pone en lugares extraños. La cosa vino
más o menos de este modo: un año antes más o menos de ese partido de
la traición de Gatorra, les ganamos en Mataderos, encima con un gol
de él, fijáte un poco. A la salida me desencontré con los muchachos
de la barra, así que entré a caminar por ahí, cerca de la cancha, pero
me desorienté feo. Muy tranquilo no andaba, qué querés que te diga.
Ya era de tardecita, y terminar a oscuras rodeado de gente de Chicago
no me hacía ninguna gracia, sabés. Pero en una de ésas doy vuelta una
esquina y la veo. No te das una idea, pibe. Era la piba más linda que
había visto en mi vida. Llevaba un trajecito sastre color grisesito.
Y zapatitos negros. Mirá si me habrá impactado: jamás de los jamases
me fijaba en la pilcha de las minas. Y de ésta al segundo de verla ya
le tenía hasta la cantidad de botones del chaleco. Era menudita pero,
¡qué cinturita, mama mía, y qué piernas! Bueno, pibe, no te quiero poner
nervioso. Y cuando le vi la cara... ¡Qué ojos, Dios Santo! No sabés
los ojos que tenía. Cuando me miró yo sentí que me acababa de perforar
los míos, y que el cerebro me chorreaba por la nuca. Qué cosa, la pucha.
Estaba apoyada contra un auto, con un par de fulanos a cada lado. Dudé
un momento. Si me paraba ahí y la seguía mirando capaz que esos tipos
me terminaban surtiendo. Pero, ¿si me iba? ¿Cómo iba a verla de nuevo? No tenía ni idea de dónde cuernos estaba. Era entonces o nunca. Así
que enfilé para donde estaban. Sí, como lo oís. Mirá que me he acordado
veces, pibe. ¿Cómo me animé a encarar hacia el grupito ése, de nochecita, en Mataderos,
después de llenarles la canasta? Y fue por amor, pibe. No hay otra explicación
posible ¿Qué vas a hacerle? Cuando me acerqué medio que entre dos de los fulanos me salieron al
paso. Ahí un poco me quedé: los medí y me avivé de que me llevaban como
una cabeza. Atorado, voy y les pregunto para dónde queda Avenida de los Corrales.
Apenas hablé me quise morir. Ahí nomás se iban a apiolar: ¿qué hacía
un tarado caminando solo por Mataderos el sábado a la nochecita, preguntando
por Avenida de los Corrales, si no era un hincha de Morón que venía
de llenarles la canasta y no tenía ni idea de dónde estaba parado? Tranquilo,
Nicanor, me dije. Capaz que estos tipos ni bola con el fútbol. Pero la esperanza me duró
poco. Uno de los tipos me encara y me pregunta de mal modo: «¿Vos no
serás uno de esos negros de Morón, no?». Yo me quedé helado. Iba a empezar
a tartamudear una excusa cuando la oí a ella: «Alberto, cuidá tus modales,
querés». Dijo cinco palabras, pibe. Cinco. Pero bastó para que yo supiera
que tenía la voz más dulce del planeta Tierra. Casi me la quedo mirando
de nuevo como un bobo, pero el instinto de conservación pudo más y me
encaré con el tal Alberto. Yo sé que ahora te lo cuento, cuarenta años
después, y parece imperdonable. Pero ubicáte en el momento. La piba
ésta. Yo con el amor quemándome las tripas. Y esos cuatro camorreros
listos para llenarme la cara de dedos. La boca puede caminarte más rápido
que la mente, sabés: «¿Qué decís? ¿De Morón? Ni loco, enteráte». Y volví
a mirarla. A esa altura ya me quería casar, sabés. Así que no se me
movió un pelo cuando seguí: «De Chicago hasta la muerte». Los tipos sonrieron, y a mí me pareció que ella se aflojaba en una expresión
tierna. El único que siguió mirándome con dudas fue el tal Alberto:
«Y decíme, si sos de Chicago, ¿cómo cuernos no sabés dónde queda la
Avenida de los Corrales?». Era vivo, el muy turro. Los demás me clavaron
los ojos, repentinamente apiolados del dilema. Pero yo andaba inspirado.
Y la miraba de vez en cuando a la piba y el verso me salía como de una
fuente: «Resulta... me hice el que dudaba si exponer semejante confidencia,
resulta que es la primera vez que puedo venir a la cancha». Los tipos
me miraron extrañados. Yo ya andaba por los treinta, así que no se entendía
mucho semejante retraso. «Yo vivo en Morón seguí, es cierto, pero...los
tipos me clavaban los ojos, pero volví a caminar recién hace cuatro
meses». Te la hago corta, pibe. Arranqué para donde pude, y lo que se me ocurrió
fue eso. Supongo que fue por los nervios. Pero no vayas a creer. Después
fui hilvanando una mentira con otra, y terminó tan linda que hasta yo
terminé emocionado. Les dije que de chiquito me había dado la polio
y había quedado paralítico. Y que por eso nunca había podido ir a la
cancha. Agregué que me hice fanático de Chicago por un amigo que me
visitaba y que después murió en la guerra (no se en qué carajo de guerra,
dicho sea de paso, pero les dije que en la guerra). Y que me había enterado
de que en Estados Unidos había un doctor que hacía una operación milagrosa
para casos como el mío. Y que había vendido todo lo que tenía para pagarme
el tratamiento. Terminé diciendo que había sido todo un éxito. Que había
vuelto hacía dos semanas, después de la rehabilitación, y que apenas
había podido me había lanzado a Mataderos a ver al Chicago de mis amores.
Tan poseído del papel estaba que cuando conté mi tristeza por los dos
goles recibidos en la tarde se me quebró la voz y se me humedecieron
los ojos. Cuando terminé los cuatro energúmenos me rodeaban y el tal
Alberto me apoyaba una mano en el hombro. «Me llamo Mercedes, encantada.» Me alargó la diestra, y mientras se
la estrechaba pensé que cuando llegara a casa me iba a cortar la mano
y la iba a poner de recuerdo sobre la repisa. Tenía la piel suave, y
me dejó en los dedos un aroma de flores que me duró hasta la mañana
siguiente. Después se presentaron los tipos. Tres eran hermanos de ella,
«gracias a Dios», pensé. Y el coso ése, Alberto, era un amigo. «Me cacho
en diez, será posible, el muy maldito», me lamenté. Estaban en la vereda de la casa de ella. Y acababan de volver del partido.
El corazón me dio un vuelco cuando me enteré de que el papá de ella
era miembro de la comisión directiva, y que el más grande de los hermanos
era vocal de la asamblea. No sólo eran de Chicago: ya era una cosa como
Romeo y Julieta, ¿viste? Resulta que iban todos los sábados a ver a Chicago, pero Mercedes iba
sólo cuando jugaban de locales. Y al palco, junto con el padre. Los
hermanos y el otro tarado iban a la popular, con algunos amigos. Se
ofrecieron a llevarme a casa. Traté de disuadirlos, diciéndoles que en Morón tal vez no fueran bien
recibidos, pero insistieron. «Tendrás que descansar», decían. Yo fui rezando todo el viaje para no cruzarme con ninguno de los vagos
de mis amigos. Llegué sano y salvo. Tuve el cuidado de cojear levemente
al bajar delante del portón de casa. Los saludé efusivamente. Ellos
se dijeron algo mientras yo me alejaba. «¡Nicanor!», me llamó el hermano
grande. «¿Querés venir el sábado con nosotros?» Mi alma estaba vendida
definitivamente al diablo. Me di vuelta. Y algo vi en los ojos de ella
que me decidió. «Seguro contesté. Pero no se molesten hasta acá. Los
veo en la sede.» Los miré alejarse creyendo entender a San Pedro cuando
escuchó cantar al gallo el Viernes Santo. Cuando entré a casa la encaré a mi vieja y le di rápido el resumen de
mi nueva vida. Pobre viejita, no entendía nada. Cuando le dije que me
habían traído unos hinchas de Chicago rajó para la heladera para prepararme
unos paños fríos. «Vos te insolaste», diagnosticó. Pero la seguí hasta la cocina y con
paciencia le expliqué varias veces el asunto. «¿Tan rica es esa chica,
Nicanor?», me preguntó. «No me pregunte, mamita». contesté turbado.
Se ve que entendió, porque nunca más me dijo nada. Con los muchachos la cosa iba a ser distinta. ¿Cómo explicarles semejante
agachada? No me animé a hablar. Tuve que apilar una mentira sobre la
otra, y sobre la otra, y así hasta formar una torre interminable. En
el barrio dije que me había salido un laburito de contabilidad en una
empresa de colectivos, los sábados. Y los muchachos, lógicamente, se
quejaron. Decían: «¿Para qué lo querés Nicanor? Si con el sueldo del
banco para vos y tu vieja te alcanza y te sobra». Y yo que «no, sabés
que pasa, que quiero ahorrar unos manguitos», y toda esa sanata. La
vieja resultó de fierro. Tan entregado me veía a mí que hasta colaboró
con alguna mentirita menor para darme más coartada. Cuando salía a hacer
las compras comentaba que el pobre Nicanor estaba deslomándose con dos
trabajos, para comprarle los remedios para el asma. «¿Y desde cuándo
tiene asma, Doña Rita?» «Es `asma muda', por eso», contestaba. Pobre
viejita, se ve que en la familia nunca fuimos demasiado brillantes para
el verso. El asunto es que en ese año emprendí una doble vida de Padre y Señor
nuestro. Durante la semana hacía mi vida normal: después del banco pasaba por
la sede del Deportivo a tomar una copita y jugar naipes con los muchachos.
Cara de póker, como si nada. Una vez sola estuve a punto de pisar el
palito. Se habían trenzado en una discusión de las habituales, pero
ese día se les había dado por lucirse citando equipos en cuya formación
se repitieran ciertos nombres de pila. No sé, Carlos, Artemio, el que fuera. Y voy yo como un pelotudo y digo
que en la primera de Chicago juegan cuatro tipos que se llaman Roberto.
Me miraron como si fuera un extraterrestre. Salí del paso levantando
el dedo y con voz solemne: «Y, viejo, conoce a tu enemigo» o alguna
imbecilidad por el estilo. Pero transpiré la gota gorda. ¿Qué querés? Pasaba lo evidente. Todos
los sábados a ver a Chicago. Chicago para acá, Chicago para allá, como
si fuese el hincha más fiel del planeta. Ya me conocía hasta las mañas
del aguatero suplente. Pero ¿cómo no iba a ir? Si a la vuelta los hermanos
me insistían para que me quedara a un vermouth en casa de Mercedes.
Por supuesto me los tenía que bancar al viejo y a los hermanitos, pero
también estaba ella, que se prendía a las conversaciones futboleras
con elegancia pero sin remilgos. Todo tenía sus ventajas: si perdía Chicago yo disfrutaba como un príncipe
heredero las caras de culo de mis acompañantes, mientras fingía certeras
pala bras de consuelo y pronosticaba futuras abundancias. Si ganaban,
la algarabía del papá solía redundar en una invitación para comer afuera,
todos juntos, Merceditas incluida. Así que no podía quejarme. Es cierto
que la conciencia a veces me remordía mientras saboreaba la picada con
el Gancia rodeado de mis enemigos de sangre. Pero de inmediato se acercaba
Mercedes, precedida por su sonrisa de arco iris y su mirada de incendio;
Mercedes rodeada por su fragancia de mujer inolvidable, ofreciéndome
la última aceituna antes de que se la deglutieran aquellos mastodontes,
y la sensación de culpa se disolvía en una egoísta gratitud a Dios y
a la creación en general. Pero lo bueno dura poco, pibe. Ese es el asunto. Ya iba para un año
de mi traición inconfesa cuando se me vino encima el choque del siglo.
Morón versus Chicago, con el malparido de Gatorra estrenando los trapos
verdinegros luego de venderse a Lucifer por unos pocos pesos. Yo ya
tenía decidido enfermarme de algo incurable ese fin de semana y ver
el clásico desde la tribuna correcta de la vida. Ya había anunciado
en la sede del Deportivo que en la empresa de colectivos había pedido
un adelanto de vacaciones para disfrutar de esa tarde impostergable,
en la cual con justa razón los simpatizantes del Gallo harían naufragar
al «vendido en un océano de insultos que perseguiría su memoria por
el resto de la eternidad. Los muchachos habían recibido mi anuncio con
alborozo. En el campamento enemigo abrí el paraguas aludiendo a cierta
enfermedad incurable de una cierta tía mía residente en Formosa (que
súbitamente se agravaría y me llamaría a su lado para no despedirse
del mundo en soledad). El problema surgió el martes anterior al partido. Debo confesar que
para ese entonces yo asistía los martes a la nochecita á un vermouth
en la sede de Mataderos. No me mirés así, pibe. Yo estaba compenetrado
de mi papel, y Mercedes me tenía totalmente enajenado. Pero los cuatro
brutos ésos me la marcaban de cerca. De alguna manera tenía que verla
entre semana, aunque fuera de pasadita. Además, estaba ese fulano Alberto,
el «amigo», que no la dejaba ni a sol ni a sombra. En verdad, nunca
los había visto en actitud de noviecitos. Nada que ver. Pero el tipo
se la comía con los ojos. Y al viejo de ella lo seguía como un perro,
el muy guacho. Le chupaba las medias que daba asco: le llevaba los papeles,
le hacía de chofer, le tenía la puerta vaivén de la sede. Lástima que yo siempre fui tan bueno. Porque si no, en algún amontonamiento
en la popular lo empujo y termina veinte escalones más abajo con cuarenta
huesos rotos, viste. Pero siempre fui un romántico bobalicón, qué le
vas a hacer. Pero ese martes anterior al clásico se me vino el mundo abajo. El muy
imbécil va y anuncia en la mesa de café que el viejo de Merceditas lo
ha autorizado a llevarla al cine el sábado a la noche, como festejo
especial del previsible triunfo de Chicago en el clásico vespertino.
Los hermanos de Mercedes lo palmearon complacidos; y yo tuve que fingir
algo parecido a una sonrisa aprobatoria. Ahora no tenía salida. O lo mataba el sábado en la cancha o el tipo
me ganaba definitivamente de mano. Justo ahora, que Mercedes prolongaba
las miradas que cruzábamos furtivas en el vermouth de la nochecita,
y me buscaba tema de conversación cuando nos encontrábamos a la salida
del palco y caminábamos todos juntos hasta el auto. ¿O era una impresión
mía, inducida por el embotamiento del amor que le tenía? El hecho, pibe,
es que tuve que dar media vuelta en el aire y cambiar de planes. A los muchachos les dije que en la empresa de colectivos me habían denegado
el permiso, bajo amenaza de echarme. Ellos ofrecieron quemar la terminal
con mis jefes adentro, pero los disuadí entre sonrisas, convenciéndolos
de que no era para tanto. A los hermanos de Mercedes les dije que mi
tía la que se estaba muriendo en Formosa se había curado de repente. Celebraron y brindaron a mi salud y a la de mi tía. Al único que se
lo vio medio arisco fue al tal Alberto, como si sospechara algo turbio,
o como si lo hubiese desilusionado mi permanencia en Buenos Aires. Por
supuesto que verlo así me llenó de alegría. Con todas esas complicaciones de última hora no tuve tiempo de detenerme
a pensar seriamente en las dificultades de presenciar ese clásico histórico
en la tribuna visitante. ¿Entendés, chiquilín? Primera dificultad: que
me reconociera la gente del Gallo. Solución: anteojos negros, cuatro
días sin afeitarme y un amplio sombrero para protegerme del sol. Segundo
problema: llegar en medio de los visitantes y ser reconocido pese a
mis camuflajes. Solución: entrar a primera hora, solo, y esperar en
las gradas la llegada de la tribu de Merceditas, bien escondido en el
extremo de la popular opuesto a la zona de plateas. Quedaba un tercer problema, pero éste no tenía solución posible: soportar
noventa minutos en nuestra cancha en silencio, o moviendo los labios
acompañando a los energúmenos éstos, mientras del otro lado del césped
los nuestros descargaban su justo rosario contra esos malparidos y sobre
todo contra Gatorra, su más pérfida y reciente adquisición. Y mientras
tanto rezar, rezar para que nadie se diera cuenta de la impostura, para
que Gatorra estuviese en una mala tarde, para que ganáramos el clásico,
para que la derrota le torciese el humor al padre de Mercedes y cancelara
la salida al cine de la noche en el auto del tarado de Alberto. Demasiados
pedidos para un solo Dios en un solo rezo. Pero, ¿qué iba a hacer, pibe? Cumplí mi plan a la perfección. Llegué a la una en punto, recién abiertas
las puertas. Completé mi atuendo con un piloto verde y amplio que había
sido de mi difunto tío. No sabés la facha, pibe: sombrero ancho, anteojos
negros, capote militar y barba de varios días. Cuando me vio salir de
casa a la viejita casi le da un soponcio. Tuve que sacarme todo de raje
para mostrarle y convencerla de que no era una aparición de San La Muerte. ¿Qué te contaba, pibe? Ah, sí. Que llegué temprano y me acomodé bien
arriba en las gradas a esperar. Cuando fueron llegando los de Chicago
no hablaban de otra cosa: jorobaban con cuántos goles nos iba a meter
Gatorra, practicaban los cantitos alusivos, hacían gestos, no sabés,
pibe. Una tortura. A eso de las dos cayeron los hermanos de Mercedes.
Tuve que hacerles señas mientras me acercaba a ellos para que me reconocieran.
Aduje una extraña reacción cutánea que me obligaba a protegerme del
sol. «¿Qué sol, si en cualquier momento llueve?» No podía faltar el
inoportuno de Alberto para buscarle la quinta pata al gato. «Secuela
de la operación, por la anestesia, sabés. Los otros lo codearon, enternecidos
por mi sufrimiento, y lo obligaron a callar. Cuando faltaban quince minutos, en la tribuna visitante no cabía un
alfiler. La verdad, ellos habían traído a todo el mundo. Y a la luz
de cómo fueron los hechos hicieron bien, ¿no? Imagináte pibe: ser testigo
de una goleada bárbara con tres tantos de un tipo que traicionó a tus
enemigos y ahora juega para vos. ¿No parece un cuento de hadas, pibe? A Merceditas la ubiqué enseguida gracias al enorme paraguas negro que
el viejo de ella abrió cuando empezó a chispear, faltando cuatro minutos.
Levanté un brazo a modo de saludo, y ella me contestó con una sonrisa
que me levantó la temperatura debajo del capote verde. ¿Cómo hizo para
ubicarme con semejante indumentaria? En ese momento me dije que era
el amor el que la guiaba con sus dictados. No pongás esa cara, pibe,
ya sé que uno es cursi cuando habla de amor, pero qué querés. Si la
hubieses visto como yo la vi. Nunca más volví a ver a una mina tan linda
como estaba Merceditas esa tarde. Llevaba un vestidito verde con cartera
y zapatitos negros (y qué querés, si la pobre no conoció otro cuadro)
que le quedaba que ni pintado. Y el pelo recogido en un rodete. Y los
labios rojos. Me hubiese quedado mirándola el resto de la tarde. Bah,
el resto de la vida. Pero cuando salieron a la cancha los ojos se me fueron a Gatorra. El
muy guacho iba bien erguido, encabezando la fila. Recibía los insultos
casi con gra cia, con elegancia. Cuando enfiló para el medio miró hacia
la hinchada visitante que se vino abajo. En esa época los equipos no
solían saludar desde el medio, pero el soberbio éste se tomó el tiempo
de alzar los brazos en dirección a las vías del Sarmiento, para que
a sus espaldas un rumor de rabia se alzara como un incendio desde la
barra enfurecida. Yo rezaba debajo de mi disfraz para que lo partieran
a la primera de cambio. Pero se ve que Dios andaba en otra cosa. Porque este malnacido, este traidor imperdonable, eludió a cuatro tipos
y la tocó suavecita a la salida del arquero. Alrededor mío los fulanos
se subían unos a otros, lloraban, gritaban como energúmenos, levantaban
los brazos gesticulando obscenidades. Sintiéndome Judas tuve que alzar
los brazos, para no botonearme tanto. En cuanto pude miré para el palco
y la vi a Mercedes aplaudiendo con la carterita colgada del antebrazo
izquierdo y sonriendo hacia donde yo estaba; y solté dos lagrimones
de dolor que me corrieron bajo los lentes oscuros. La impotencia, ¿sabés?. Veinte minutos más y ¡zas! Córner y un cabezazo del cornudo de Gatorra.
Dos a cero y de nuevo el delirio. Ahí yo empecé a pensar que en realidad
todo era un castigo por mi traición; y que la culpa de esa humillación
colectiva la tenía yo, el Judas moderno del fútbol argentino. Decí que
cuando terminó el primer tiempo y todos los tipos se apuraron a apoyar
el trasero en algún huequito libre de los escalones, yo me hice el otario
y me quedé parado. Me pasé los quince minutos hablando por gestos con
Merceditas, a través de la distancia. Ya sé, flaco: alrededor mío tenía
cinco mil tipos convencidos de que yo era un pelotudo. Pero qué querés,
si era un primor la piba. Aparte, de vez en cuando, lo relojeaba de
costadito al tal Alberto y estaba hecho una furia, no sabés. En el segundo tiempo nos pegaron un peludo inolvidable, pero estaba
por terminar y no nos habían vacunado de nuevo. Yo miraba el reloj cada
veinticinco segundos, desesperado porque terminara de una vez por todas
el suplicio chino. «Quedáte tranquilo, Nicanor, que están muertos»,
me tranquilizaban los hermanos. «Ya sé, ya sé», contestaba yo, en una
mueca semisonriente, y con ganas de descuartizarlos con una sierra de
calar. Yo los veía a los nuestros, al otro lado del océano verde, y
el pecho se me hinchaba de orgullo. Seguían cantando e insultándolo
a Gatorra en cuatro idiomas, indiferentes a las burlas y al oprobio.
¡Qué no hubiera dado por estar entonces del otro lado! Pero de inmediato
giraba hacia mi derecha y la veía a ella, tomadita del brazo del viejo,
indefensa, pura, increíblemente hermosa, y me decidía a tolerar unos
minutos más. Pero lo que pasó entonces fue demasiado. Faltaban cinco. Se escapa Gatorra
y enfrenta al arquero. Le amaga y lo pasa. Se detiene. La hinchada visitante
grita enloquecida. El arquero vuelve sobre sus pasos. El Traidor, con
la sangre fría de un cirujano, vuelve a enganchar y el guardameta pasa
como una tromba para el otro lado. A mi alrededor deliran. Pero falta.
Porque el inmundo ése se da vuelta con las manos en jarra, observa parsimoniosamente
a la heroica hinchada del Gallo, y le da a la bola un tacazo disciplicente
en dirección al arco vencido. Para terminar de perpetrar su osadía,
se acerca al alambrado y empieza a besarse el harapo verdinegro que
los turros ésos usan de camiseta. Uno de los hermanos de Mercedes me estampó tal apretón que casi me arranca
el sombrero. Delante mío dos tipos lloraban abrazados. Yo miraba sin
po der dar crédito a mis ojos. Enfrente, la hinchada de mis amores en
un silencio de sepulcro. Alrededor estos fulanos con una chochera de
mil demonios. Y al pie de las gradas Gatorra besuqueándose la casaca
con cara de chico bueno y cumplidor. Es el día de hoy que aún recuerdo
la sensación de fuego que empezó a subirme desde las tripas, y que terminó
casi quemándome la piel de la cara. Y para colmo van los nuestros, primero
sueltos, algunos pocos, luego más, por fin todos, dándole al «¡El que
no salta, es de Chicago... el que no salta, es de Chicago!», y a mí
se me empezó a dar vuelta el estómago como si me estuviesen mirando
a mí a través de todo el largo de la cancha; como si ni el sombrero
ni el capote ni los lentes oscuros hubiesen bastado para tapar la traición
delante de los míos. Supongo que tratando de encontrar fuerzas para
seguir corrompiéndome, miré hacia la platea para verla. Allí estaba,
como siempre en todo ese año de mi perdición: bella, perfecta, inolvidable.
Sonriendo hacia donde yo estaba, quemando el cemento desde su sitio
hasta el mío con las chispas de sus ojos incandescentes. Le pedí a Dios
que me hiciera nacer de nuevo. Que me cambiara de vida. Que me arrancara
para siempre la memoria. Pero algo adentro mío, algo empezó a crecer mientras escuchaba los cantos
del otro lado y las burlas de éste, una mezcla de vergüenza y de pudor
y de rabia por saber al fin definitivamente que no podía, y que por
más que quisiera y lo intentara nunca jamás de los jamases podría cambiar
de vereda, aunque la perdiese a ella para siempre, aunque me pasase
el resto de la vida lamentándome semejante cuestión de principios, porque
tarde o temprano todo iba a saltar, porque un martes u otro les iba
a terminar cantando las cuarenta en esa sede de mierda que tienen ellos,
o un sábado del año del carajo me iba a pudrir de aplaudir castamente
los goles de ellos, y porque aunque no les partiera una botella en la
zabiola a todos los hermanos y al tal Alberto, tarde o temprano en la
jeta se me iba a notar que no, que nunca jamás en la puta vida voy a
ser de Chicago, porque mis viejos me hicieron derecho y no como al turro
malparido de Gatorra. Y cuanto más me calentaba conmigo, más me calentaba
con él, porque mientras se besaba la camiseta más y más yo sentía que
me decía: «Vení, Nicanor, vení conmigo acá al pastito, dale vos también
algunos chuponcitos a la camiseta, dale Nicanor, no te hagás rogar,
si vos y yo somos iguales, si los dos somos un par de vendidos, yo por
la guita y vos por la minita, pero somos iguales; dale Nicanor, qué
te cuesta, dale, sacáte el disfraz y vení, que estamos cortados por
la misma tijera, pero por lo menos yo no me ando escondiendo». Cuando tuve a mis hijos me puse nervioso, es cierto. Pero nunca sufrí
tanto como esos dos minutos de los festejos del tercer gol de Gatorra
en cancha nuestra. Te lo juro. Volví a levantar los ojos. Todo seguía
igual. Alrededor mío la hinchada de Chicago comenzaba a apaciguarse:
se destrenzaban los abrazos, algunos se sentaban para reponer energías,
otros se ajustaban la portátil a la oreja para escuchar los detalles.
Enfrente bailaban las banderas rojiblancas. A mi derecha, Mercedes me
acunaba en sus ojos. Abajo, el traidor prolongaba un poco más la burla
hacia mi gente. De ahí en más no pude controlarme. Miré por anteúltima vez a la platea
e hice un gesto de adiós con la mano. Después me erguí en puntas de
pie. Hice bocina con ambas manos. Respiré hondo. Entrecerré los ojos.
Y cacareé con todas las fuerzas de mi alma renacida un: ¡¡¡¡¡GATORRA
VENDIDO HIJO DE MIL PUTA!!!!! que se escuchó hasta en la Base Marambio. No tuve ni tiempo de disfrutar la sensación de alivio que me sobrevino
apenas lo mandé al carajo, porque en el instante en que me enfrié un
poco tomé conciencia del sitio donde estaba: ahí solito con mi alma,
en medio de los leones, listo para ser devorado. Cuando miré a las fieras,
había por lo menos sesenta pares de ojos clavados en mi pobre persona,
y por los cuchicheos se iba corriendo la voz gradas arriba y gradas
abajo. «¿Qué dijiste?», me encaró de mal modo el tal Alberto, desde
el escalón inferior al mío. Lo miré. A fin de cuentas yo estaba ahí
por su culpa: ¿no estaba en ese antro en un intento desesperado por
evitar su salida nocturna con Merceditas? El maldito no sólo iba a salir
con ella: después de lo de hoy tendría el camino definitivamente libre
de obstáculos. Sin pensarlo dos veces le mandé un directo a la mandíbula.
El muy zopenco cayó hacia atrás organizando una pequeña avalancha en
los tres o cuatro escalones subsiguientes. Mi vida pendía de un hilo: no sólo acababa de deschavarme delante de
cinco mil enemigos. Acababa también de surtirle una linda piña a un
socio querido y respetado de la institución. Sin pensarlo dos veces,
tomé la decisión que finalmente y pese a todo terminó salvándome la
vida. Salí disparado escalones abajo, aprovechando el claro dejado por
mi contrincante semidesvanecido. Llegué al alambrado y me prendí con ambas manos como si fueran tenazas.
Ya detrás mío distinguía con claridad los primeros «atájenlo que es
de la contra», «párenlo que es un vendido», «vení que te reviento la
jeta a patadas». Con los mocasines me costó enganchar los pies en los
rombos del alambre. Encima no faltaban los comedidos que sin saber muy
bien del asunto igual trataban de atajarme por la ropa. Perdí el sombrero
de una pedrada. Los anteojos se me cayeron forcejeando con un viejito
sin dientes que no me soltaba la pierna derecha. Gracias a Dios, en
esa época el alambrado era más bajo. Me pinché hasta el alma cuando
llegué a la cúspide. Me arqueé hacia atrás para verla por última vez
en mi vida. No fue fácil, pibe. ¿Sabés lo que fue saber que estaba renunciando
a ella para siempre? Para ese entonces ya me tiraban con serpentinas sin desenrollar. Igual
me encaramé como pude en el alambrado y, en acto penitencial y al grito
de «¡Sí, sí, señores, yo soy del Gallo» obsequié floridos cortes de
manga a derecha e izquierda, hasta que me acertaron un cascote en plena
frente, perdí el equilibrio y me fui de cabeza. Gracias al cielo, caí
del lado de la cancha. Si no, estos tipos me cuelgan ya sabés de dónde. El resto me lo contaron, porque permanecí inconsciente como cinco días.
Mi vieja batió el récord de velas encendidas en la Catedral, pobrecita.
Cuando abrí los ojos estaban todos. El Negro, Chuli, Tatito. Me habían
cubierto con la bandera del Gallo. Primero pensé que estaba muerto y
que me estaban velando; pero los muchachos me convencieron, en medio
de mis lágrimas, de que estaba vivito y coleando. «La clavícula, tres
costillas y cinco puntos en la zabiola me decían, la sacaste rebarata,
Nicanor.» Sí, pibe, como lo escuchás. Yo soy ese tipo del capote verde
que se tiró desde la cabecera visitante a la cancha el día de ese clásico
espantoso de los tres goles de Gatorra. Sí, capaz que lo hacés ahora
y te pegan tres tiros y no contás el cuento. Yo qué sé, eran otros tiempos. Yo era joven, y aparte no sabés. Si la hubieses visto a Mercedes...
Nunca volví a conocer a otra mujer como ella. Pero, bueno, qué le vas
a hacer, así es la vida. Igual sufrí como un condenado, no vayas a creer. Los muchachos me decían
que no lo tomara así, que minas hay muchas pero Gallo hay uno solo,
y todas esas cosas que son verdad, pero, qué querés, a mí esa piba me
había pegado muy hondo, sabés. Eh, chiquilín, no te pongás triste. ¿Qué
se le va a hacer? Hay cosas que podés hacer y cosas que no. A ver, dejáme fijarme un poco. Sí, por acá ya se están parando. Me rajo
que quedó un caminito. Dale, pibe. Ayudáme a levantarme. No, ya me tengo
que ir, dale. ¿No ves que acaba de terminar el partido de reserva? Ya
sé que ahora empieza el partido en serio. No flaco, en serio. Tengo
que rajarme. No, pibe, ¿qué corazón, ni qué carajo? Del bobo ando hecho
un poema. Pero qué querés. Promesas son promesas. Y si me quedo capaz que no puedo
contenerme y falto a mi palabra. El sábado que viene me contás. No,
pibe, en serio. Tengo que irme. Permiso, permiso, gracias. Hasta el
sábado. Creéme, pibe. Te digo en serio. ¿Cómo qué promesa, pibe? «Vos juráme
que nunca más gritás un gol de Morón contra Chicago. Nunca en la vida.
Y yo le digo a papá que le guste o no le guste nos casamos igual.» ¡Chau,
pibe!
Yo lo miré a José, que estaba subido al techo del camión de Gonzalito.
Pobre, tenía la desilusión pintada en el rostro, mientras en puntas
de pie trataba de ver más allá del portón y de la ruta. Pero nada: solamente
el camino de tierra y, al fondo, el ruido de los camiones. En ese momento
se acercó el Bebé Grafo y, gastador como siempre, le gritó: "¡Che, Josesito!,
¿qué pasa que no viene el 'maestro'? ¿Será que arrugó para evitarse
el papelón, viejito?". Josesito dejó de mirar la ruta y trató de contestar
algo ocurrente, pero la rabia y la impotencia lo lanzaron a un tartamudeo
penoso. El otro se dio vuelta, con una sonrisa sobradora colgada en
la mejilla, y se alejó moviendo la cabeza, como negando. Al fin, a Josesito
se le destrabó la bronca en un concluyente "¡andálaputaqueteparió!",
pero quedó momentáneamente exhausto por el esfuerzo. Ahí se dio vuelta a mirarme, como implorando una frase que le ordenara
de nuevo el universo. "Y ahora qué hacemos, decíme", me lanzó. Para
Josesito, yo vengo a ser algo así como un oráculo pitonístico, una suerte
de profeta infalible con facultades místicas. Tal vez, pobre, porque
soy la única persona que conoce que fue a la facultad. Más por compasión
que por convencimiento, le contesté con tono tranquilizador: "Quedáte
piola, Josesito, ya debe estar llegando". No muy satisfecho, volvió
a mirar la ruta, murmurando algo sobre promesas incumplidas.
Esperándolo a Tito,
leído por Alejandro Apo
Aproveché entonces para alejarme y reunirme con el resto de los muchachos.
Estaban detrás de un arco, alguno vendándose, otro calzándose los botines,
y un par haciendo jueguitos con una pelota medio ovalada. Menos brutos
que Josesito, trataban de que no se les notaran los nervios. Pablo,
mientras elongaba, me preguntó como al pasar: "Che, Carlitos, ¿era seguro
que venía, no? Mirá que después del barullo que armamos, si nos falla
justo ahora...". Para no desmoralizar a la tropa, me hice el convencido cuando le contesté:
"Pero, muchachos, ¿no les dije que lo confirmé por teléfono con la madre
de él, en Buenos Aires?". El Bebé Grafo se acercó de nuevo desde el
arco que ocupaban ellos: "Che, Carlos, ¿me querés decir para qué armaron
semejante bardo, si al final tu amiguito ni siquiera va a aportar?".
En ese momento saltó Cañito, que había terminado de atarse los cordones,
y sin demasiado preámbulo lo mandó a la mierda. Pero el Bebé, cada vez
más contento de nuestro nerviosismo, no le llevó el apunte y me siguió
buscando a mí: "En serio, Carlitos, me hiciste traer a los muchachos
al divino botón, querido. Era más simple que me dijeras mirá, Bebé,
no quiero que este año vuelvan a humillarnos como los últimos nueve
años, así que mejor suspendemos el desafío". Y adoptando un tono intimista,
me puso una mano en el hombro y, hablándome al oído, agregó: "Dale,
Carlitos, ¿en serio pensaste que nos íbamos a tragar que el punto ese
iba a venirse desde Europa para jugar el desafío?". Más caliente por
sus verdades que por sus exageraciones, le contesté de mal modo: "Y
decíme, Bebé, si no se lo tragaron, ¿para qué hicieron semejante quilombo
para prohibirnos que lo pusiéramos?: que profesionales no sirven, que
solamente con los que viven en el barrio. Según vos, ni yo que me mudé
al Centro podría haber jugado". Habían sido arduas negociaciones, por cierto. El clásico se jugaba todos
los años, para mediados de octubre, un año en cada barrio. Lo hacíamos
desde pibes, desde los diez años. Una vuelta en mi casa, mi primo Ricardo,
que vivía en el barrio de la Textil, se llenó la boca diciendo que ellos
tenían un equipo invencible, con camisetas y todo. Por principio más
que por convencimiento, salté ofendidísimo retrucándole que nosotros,
los de acá, los de la placita, sí teníamos un equipo de novela. Sellar
el desafío fue cuestión de segundos. El viejo de Pablo nos consiguió
las camisetas a último momento. Eran marrones con vivos amarillos y
verdes. Un asco, bah. Pero peor hubiese sido no tenerlas. Ese día ganamos
12 a 7 (a los diez años, uno no se preocupa tanto de apretar la salida
y el mediocampo, y salen partidos más abiertos, con muchos goles). Tito
metió ocho. No sabían cómo pararlo. Creo que fue el primer partido que
Tito jugó por algo. A los catorce, se fue a probar al club y lo ficharon
ahí nomás, al toque. Igual, siguió viniendo al desafío hasta los veinte,
cuando se fue a jugar a Europa. Entonces se nos vino la noche. Nosotros
éramos todos matungos, pero nos bastaba tirársela a Tito para que inventara
algo y nos sacara del paso. A los dieciséis, cuando empezaron a ponerse
piernas fuertes, convocamos a un referí de la Federación: el chino Takawara
(era hijo de japoneses, pero para nosotros, y pese a sus protestas,
era chino). Ricardo, que era el capitán de ellos, nos acusaba de coimeros:
decía que ganábamos porque el chino andaba noviando con la hermana grande
del Tanito, y que ella lo mandaba a bombear para nuestro lado. Algo
de razón tal vez tendría, pero lo cierto es que, con Tito, éramos siempre
banca. Cuando Tito se fue, la cosa se puso brava. Para colmo, al chino le salió
un trabajo en Esquel y se fue a vivir allá (ya felizmente casado con
la hermana del Tanito). Con árbitros menos sensibles a nuestras necesidades,
y sin Tito para que la mandara guardar, empezamos a perder como yeguas.
Yo me fui a vivir a la Capital, y algún otro se tomó también el buque,
pero, para octubre, la cita siempre fue de fierro. Ahí me di cuenta
del verdadero valor de mis amigos. Desde la partida de Tito, perdimos
al hilo seis años, empatamos una vez, y perdimos otros tres consecutivos.
Tuvimos que ser muy hombres para salir de la cancha año tras año con
la canasta llena y estar siempre dispuestos a volver. Para colmo, para
la época en que empezamos a perder, a algunos de nosotros, y también
de ellos, se nos ocurrió llevar a las novias a hacer hinchada en los
desafíos. Perder es terrible, pero perder con las minas mirando era
intolerable. Por lo menos, hace cuatro años, y gracias a un incidente
menor entre las nuestras y las de ellos, prohibimos de común acuerdo
la presencia de mujeres en el público. Bah, directamente prohibimos
el público. A mí se me ocurrió argüir que la presión de afuera hacía
más duros los encontronazos y exacerbaba las pasiones más bajas de los
protagonistas. Y ellos, con el agrande de sus victorias inapelables,
nos dijeron que bueno, que de acuerdo, pero que al árbitro lo ponían
ellos. Al final, acordamos hacer los partidos a puertas cerradas, y
afrontamos la cuestión arbitral con un complejo sistema de elección
de referís por ternas rotativas según el año, que aunque nos privó de
ayudas interesantes, nos evitó bombeos innecesarios. Igual, seguimos perdiendo. El año pasado, tras una nueva humillación,
los muchachos me pidieron que hiciera "algo". No fueron muy explícitos,
pero yo lo adiviné en sus caras. Por eso este año, cuando Tito me llamó
para mi cumpleaños, me animé a pedirle la gauchada. Primero se mató
de la risa de que le saliera con semejante cosa, pero, cuando le di
las cifras finales de la estadística actualizada, se puso serio: 22
jugados, 10 ganados, 3 empatados, 9 perdidos. La conclusión era evidente:
uno más y el colapso, la vergüenza, el oprobio sin límite de que los
muertos esos nos empataran la estadística. Me dijo que lo llamara en
tres días. Cuando volvimos a hablar me dijo que bueno, que no había
problema, que le iba a decir a su vieja que fingiera un ataque al corazón
para que lo dejaran venir desde Europa rapidito. Después ultimé los
detalles con doña Hilda. Quedamos en hacerlo de canuto, por supuesto,
porque si se enteraban allá de que venía a la Argentina, en plena temporada,
para un desafío de barrio, se armaba la podrida. A mi primo Ricardo igual se lo dije. No quería que se armara el tole
tole el mismo día del partido. Hice bien, porque estuvimos dos semanas
que sí que no, hasta que al final aceptaron. No querían saber nada,
pero bastó que el Tanito, en la última reunión, me murmurara a gritos
un "dejá, Carlos, son una manga de cagones". Ahí nomás el Bebé Grafo,
calentón como siempre, agarró viaje y dijo que sí, que estaba bien,
que como el año pasado, el sábado 23 a las diez en el sindicato, que
él reservaba la cancha, que nos iban a romper el traste como siempre,
etcétera. Ricardo trató de hacerlo callar para encontrar un resquicio
que le permitiera seguir negociando. Pero fue inútil. La palabra estaba
dada, y el Tanito y el Bebé se amenazaban mutuamente con las torturas
futbolísticas más aterradoras, mientras yo sonreía con cara de monaguillo.
Cuando el resto de los nuestros se enteró de la noticia, el plantel
enfrentó la prueba con el optimismo rotundo que yo creía extinguido
para siempre. El sábado a las nueve llegaron todos juntos en el camión
de Gonzalito. El único que se retrasó un poco fue Alberto, el arquero,
que como la mujer estaba empezando el trabajo de parto esa mañana, se
demoró entre que la llevó a la clínica y pudo convencerla de que se
quedara con la vieja de ella. Ellos llegaron al rato, y se fueron a
cambiar detrás del arco que nosotros dejamos libre. Pero cuando faltaban
diez minutos para la hora acordada, y Tito no daba señales de vida,
se vino el Bebé por primera vez a buscar camorra. Por suerte, me avivé
de hacerme el ofendido: le dije que el partido era a las diez y media
y no a las diez, que qué se creía y que no jodiera. Lo miré al Tanito,
que me cazó al vuelo y confirmó mi versión de los hechos. El Bebé negó
una vez y otra, y lo llamó a Ricardo en su defensa. Por supuesto, Ricardo
se nos vino al humo gritando que la hora era a las diez y que nos dejáramos
de joder. Ante la complejidad que iba adquiriendo la cosa, con el Tanito
juramos por nuestras madres y nuestros hijos, por Dios y por la Patria,
que la hora era diez y media, que en el café habíamos dicho diez y media,
y que por teléfono habíamos confirmado diez y media, y que todavía faltaba
más de media hora para las diez y media, y que se dejaran de romper
con pavadas. Ante semejantes exhibiciones de convicción patrióticoreligiosa,
al final se fueron de nuevo a patear al otro arco, esperando que se
hiciera la hora. Después, con el Tanito nos dimos ánimo mutuamente,
tratando de persuadirnos de que un par de juramentos tirados al voleo
no podían ser demasiado perjudiciales para nuestras familias y nuestra
salvación eterna. Fue cuando lo mandé a Josesito a pararse arriba del camión, a ver si
lo veía venir por el portón de la ruta, más por matar un poco la ansiedad
que porque pensase seriamente en que fuese a venir. Es que para esa
altura yo ya estaba convencido, en secreto, de que Tito nos había fallado.
Había quedado en venir el viernes a la mañana, y en llamarme cuando
llegara a lo de su vieja. El martes marchaba todo sobre ruedas. En la
radio comentaron que Tito se venía para Buenos Aires por problemas familiares,
después del partido que jugaba el miércoles por no sé qué copa. Pero
el jueves, y también por la radio, me enteré de que su equipo, como
había ganado, volvía a jugar el domingo, así que en el club le habían
pedido que se quedara. Ese día hablé con doña Hilda, y me dijo que ella
ya no podía hacer nada: si se suponía que estaba en terapia intensiva,
no podía llamarlo para recordarle que tomara el avión del viernes.
El viernes les prohibí en casa que tocaran el teléfono: Tito podía llamar
en cualquier momento. Pero Tito no aportó. A la noche, en la radio confirmaron
que Tito jugaba el domingo. No tuve ánimo ni para calentarme. Me ganó,
en cambio, una tristeza infinita. En esos años, las veces que había
venido Tito me había encantado comprobar que no se había engrupido ni
por la plata ni por salir en los diarios. Se había casado con una tana,
buena piba, y tenía dos chicos bárbaros. Yo le había arreglado la sucesión
del viejo, sin cobrarle un mango, claro. Él siempre se acordaba de los
cumpleaños y llamaba puntualmente. Cuando venía, se caía por mi casa
con regalos, para mis viejos y mi mujer, como cualquiera de los muchachos.
Por eso, porque yo nunca le había pedido nada, me dolía tanto que me
hubiese fallado justo para el desafío. Esa noche decidí que, si después
me llamaba para decirme que el partido de allá era demasiado importante
y que por eso no había podido cumplir, yo le iba a decir que no se hiciera
problema. Pero lo tenía decidido: chau, Tito, moríte en paz. Aunque
no lo hiciera por mí, no podía cagar impunemente a todos los muchachos.
No podía dejarnos así, que perdiéramos de nuevo y que nos empataran
la estadística. Al fin y al cabo, en el primer desafío, cuando era un flaquito escuálido
por el que nadie daba dos mangos, y que nos venía sobrando (porque en
esa época jugábamos en la canchita del corralón, que era de seis y un
arquero, yo igual le dije vení, pibe, jugá adelante, que sos chiquito
y si sos ligero capaz que la embocás. Por eso me dolía tanto que se
abriera, y porque cuando se fue a probar al club, como no se animaba
a ir solo, fuimos con Pablo y el Tanito; los cuatro, para que no se
asustara. Porque él decía y yo para qué voy a ir, si no conozco a nadie
adentro, si no tengo palanca, y yo que dale, que no seas boludo, que
vamos todos juntos así te da menos miedo. Y ahí nos fuimos, y el pobre
de Pablo se tuvo que bancar que el técnico de las inferiores le dijera
a los cinco minutos ¡salí, perro, a qué carajo viniste!, y el Tanito
y yo tuvimos que pararlo a Tito que quiso que nos fuéramos todos ahí
mismo, y decirle que volviera que el tipo lo miraba seguido. Nosotros
dos, con el Tanito, duramos un tiempo y pico, pero después nos cambiaron
y el guanaco ese nos dijo ta' bien, pibes, cualquier cosa les hago avisar
por el flaquito aquel que juega de nueve, nos dijo señalándolo a Tito
que seguía en la cancha. Pero no nos importó, porque eso quería decir
que sí, que Tito entraba, que Tito se quedaba, y nos dio tanta alegría
que hasta a Pablo se le pasó la calentura, primero porque Tito había
entrado, y segundo porque, como yo andaba con las llaves de mi casa,
en la playa de estacionamiento pudimos rayarle la puerta del rastrojero
al infeliz del técnico. Y después, cuando le hicieron el primer contrato
profesional, a los 18, y lo acostaron con los premios, lo acompañé yo
a ver a un abogado de Agremiados y ya no lo madrugaron más, y cuando
lo vendieron afuera yo todavía no estaba recibido, pero me banqué a
pie firme la pelea con los gallegos que se lo vinieron a llevar, y siempre
sin pedirle un mango. Ah, y con el Tanito, aparte, cuando nos encargamos
de su vieja cuando el viejo, don Aldo, se murió y él estaba jugando
en Alemania; porque el Tanito, que seguía viviendo en el barrio, se
encargó de que no le faltara nada, y que los muchachos se dieran una
vuelta de vez en cuando para darle una mano con la pintura, cambiarle
una bombita quemada, llamarle al atmosférico cuando se le tapara el
pozo, qué sé yo, tantas cosas. Nunca lo hicimos por nada, nos bastó el orgullo de saberlo del barrio,
de saberlo amigo, de ver de vez en cuando un gol suyo, de encontrarnos
para las fiestas. Lo hicimos por ser amigos, y cuando él, medio emocionado,
nos decía muchachos, cómo cuernos se lo puedo pagar, nosotros que no,
que dejá de hinchar, que para qué somos amigos, y el único que se animaba
a pedirle algo era Josesito, que lo miraba serio y le decía mirá, Tito,
vos sabés que sos mi hermano, pero jamás de los jamases se te ocurra
jugar en San Lorenzo, por más guita que te pongan no vayás, por lo que
más quieras porque me muero de la rabia, entendeme, Tito, a cualquier
otro sí, Tito, pero a San Lorenzo por Dios te pido no vayás ni muerto,
Tito. Y Tito que no, que quedáte tranquilo, Josesito, aunque me paguen
fortunas a San Lorenzo no voy por respeto a vos y a Huracán, te juro.
Por eso me dolía tanto verlo justo a Josesito, defraudado, parado en
puntas de pie sobre el techo del camión de reparto; y a los otros probándolo
a Alberto desde afuera del área, con las medias bajas, pateando sin
ganas, y mirándome de vez en cuando de reojo, como buscando respuestas.
Cuando se hicieron las diez y media, Ricardo y el Bebé se vinieron de
nuevo al humo. Les salí al encuentro con Pablo y el Tanito para que
los demás no escucharan. "Es la hora, Carlos", me dijo Ricardo. Y a
mí me pareció verle un brillo satisfecho en los ojos. "¿Lo juegan o
nos lo dan derecho por ganado?", preguntó, procaz, el Bebé. El Tanito
lo miró con furia, pero la impotencia y el desencanto lo disuadieron
de putearlo. "Andá ubicando a los tuyos, y llamálo al árbitro para el sorteo", le
dije. Desde el mediocampo, le hice señas a Josesito de que se bajara
del camión y se viniera para la cancha. Para colmo, pensé, jugábamos
con uno menos. Éramos diez, y preferí jugar sin suplentes que llamar
a algún extraño. En eso, ellos también eran de fierro. No jugaba nunca
ninguno que no hubiese estado en los primeros desafíos. Cuando Adrián
me avisó en la semana que no iba a poder jugar por el desgarro, le dije
que no se hiciera problema. Hasta me alegré porque me evitaba decidir
cuál de todos nosotros tendría que quedarse afuera. Tito me venía justo
para completar los once. Para colmo, perdimos en el sorteo. Tuvimos que cambiar de arco. Hice
señas a los muchachos de que se trajeran los bolsos para ponerlos en
el que iba a ser el nuestro en el primer tiempo. Yo sabía que era una
precaución innecesaria. Con ellos nos conocíamos desde hacía veinte
años, pero me pareció oportuno darles a entender que, a nuestro criterio,
eran una manga de potenciales delincuentes. Cuando me pasaron por el
costado, cargados de bultos, Alejo y Damián, los mellizos que siempre
jugaron de centrales, les recordé que se turnaran para pegarle al once
de ellos, pero lo más lejos del área que fuera posible. Alejo me hizo
una inclinación de cabeza y me dijo un "quedáte pancho, Carlitos". En
ese momento me acordé del partido de dos años antes. Iban 43 del segundo
tiempo y en un centro a la olla, él y el tarado de su hermano se quedaron
mirándose como vacas, como diciéndose "saltá vos". El que saltó fue
el petiso Galán, el ocho de ellos: un metro cincuenta y cinco, entre
los dos mastodontes de uno noventa. Uno a cero y a cobrar. Espantoso.
Cuando nos acomodamos, fuimos hasta el medio con Josesito para sacar.
Con la tristeza que tenía, pensé, no me iba a tocar una pelota coherente
en todo el partido. De diez lo tenía parado a Pablo. Si a los dieciséis
el técnico aquél lo sacó por perro, a los treinta y cuatro, con pancita
de casado antiguo, era todo menos un canto a la esperanza. El Bebé,
muy respetuoso, le pidió permiso al árbitro para saludarnos antes del
puntapié inicial (siempre había tenido la teoría de que olfear a los
jueces le permitía luego hacerse perdonar un par de infracciones). Cuando
nos tuvo a tiro, y con su mejor sonrisa, nos envenenó la vida con un
"pobres muchachos, cómo los cagó el Tito, qué bárbaro", y se alejó campante.
Pero justo ahí, justo en ese momento, mientras yo le hablaba a Josesito
y el árbitro levantaba el brazo y miraba a cada arquero para dar a entender
que estaba todo en orden, y Alberto levantaba el brazo desde nuestro
arco, me di cuenta de que pasaba algo. Porque el referí dio dos silbatazos
cortitos, pero no para arrancar, sino para llamar la atención de Ricardo
(que siempre es el arquero de ellos). Aunque lo tenía lejos, lo vi pálido,
con la boca entreabierta, y empecé a sentir una especie de tumulto en
los intestinos mientras temía que no fuera lo que yo pensaba que era,
temía que lo que yo veía en las caras de ellos, ahí delante de mí, no
fuese asombro, mezclado con bronca, mezclado con incredulidad; que no
fuese verdad que el Bebé estuviera dándose vuelta hacia Ricardo, como
pidiendo ayuda; que no fuera cierto que el otro siguiera con la vista
clavada en un punto todavía lejano, todavía a la altura del portón de
la ruta, todavía adivinando sin ver del todo a ese tipo lanzado a la
carrera con un bolsito sobre el hombro gritando aguanten, aguanten que
ya llego, aguanten que ya vine, y como en un sueño el Tanito gritando
de la alegría, y llamándolo a Josesito, que vamos que acá llegó, carajo,
que quién dijo que no venía, y los mellizos también empezando a gritar,
que por fin, que qué nervios que nos hiciste comer, guacho, y yo empezando
a caminar hacia el lateral, como un autómata entre canteros de margaritas,
aún indeciso entre cruzarle la cara de un bife por los nervios y abrazarlo
de contento, y Tito por fin saliendo del tumulto de los abrazos postergados,
y viniendo hasta donde yo estaba plantado en el cuadradito de pasto
en el que me había quedado como sin pilas, y mirándome sonriendo, avergonzado,
como pidiéndome disculpas, como cuando le dije vení, pibe, jugá de nueve,
capaz que la embocás; y yo ya sin bronca, con la flojera de los nervios
acumulados toda junta sobre los hombros, y él diciéndome perdoná, Carlos,
me tuve que hacer llamar a la concentración por mi tía Juanita, pero
conseguí pasaje para la noche, y llegué hace un rato, y perdonáme por
los nervios que te hice chupar, te juro que no te lo hago más, Carlitos,
perdonáme, y yo diciéndole calláte, boludo, calláte, con la garganta
hecha un nudo, y abrazándolo para que no me viera los ojos, porque llorar,
vaya y pase, pero llorar delante de los amigos jamás; y el mundo haciendo
click y volviendo a encastrar justito en su lugar, el cosmos desde el
caos, los amigos cumpliendo, cerrando círculos abiertos en la eternidad,
cuando uno tiene catorce y dice 'ta bien, te acompañamos, así no te
da miedo. Como Tito llegó cambiado, tiró el bolso detrás del arco y se vino para
el mediocampo, para sacar conmigo. Cuando le faltaban diez metros, le
toqué el balón para que lo sintiera, para que se acostumbrara, para
que no entrara frío (lo último que falta ahora, pensé, es que se nos
lesione en el arranque). Se agachó un poquito, flexionando la zurda
más que la diestra. Cuando le llegó la bola, la levantó diez centímetros,
y la vino hamacando a esa altura del piso, con caricias suaves y rítmicas.
Cuando llegó al medio, al lado mío, la empaló con la zurda y la dejó
dormir un segundo en el hombro derecho. Enseguida se la sacudió con
un movimiento breve del hombro, como quien espanta un mosquito, y la
recibió con la zurda dando un paso atrás: la bola murió por fin a diez
centímetros del botín derecho. Recién ahí levanté los ojos, y me encontré con el rostro desencajado
del Bebé, que miraba sin querer creer, pero creyendo. El petiso Galán,
parado de ocho, tenía cara de velorio a la madrugada. Ellos estaban
mudos, como atontados. Ahí entendí que les habíamos ganado. Así. Sin
jugar. Por fin, diez años después íbamos a ganarles. Los tipos estaban
perdidos, casi con ganas de que terminara pronto ese suplicio chino.
Cuando vi esos ademanes tensos, esos rostros ateridos que se miraban
unos a otros ya sin esperanza, ya sin ilusión ninguna de poder escapar
a su destino trágico, me di cuenta de que lo que venía era un trámite,
un asunto concluido. Mientras el árbitro volvía a mirar a cada arquero, para iniciar de una
vez por todas ese desafío memorable, Josesito, casi en puntas de pie
junto a la raya del mediocampo, le sonrió al Bebé, que todavía lo miraba
a Tito con algo de pudor y algo de pánico: "¿Y, viste, 'jodemil...?
¿No que no venía? ¿no que no?", mientras sacudía la cabeza hacia donde
estaba Tito, como exhibiéndolo, como sacándole lustre, como diciéndole
al rival moríte, moríte de envidia, infeliz. Pitó el arbitro y Tito me la tocó al pie. El petiso Galán se me vino
al humo, pero devolví el pase justo a tiempo. Tito la recibió, la protegió
poniendo el cuerpo, montándola apenas sobre el empeine derecho. El petiso
se volvió hacia él como una tromba, y el Bebé trató de apretarlo del
otro lado. Con dos trancos, salió entre medio de ambos. Levantó la cabeza,
hizo la pausa, y después tocó suave, a ras del piso, en diagonal, a
espaldas del seis de ellos, buscándolo a Gonzalito que arrancó bien
habilitado.
Habían perdido. Habían perdido por robo. Estaban jugando el descuento,
pero no había manera de remontar esa catástrofe. Las conexiones con
las otras canchas hablaban de la algarabía de los cuadros que se habían
salvado. En un arrebato de amargura infantil se sintió despechado porque
Dios hubiese hecho caso omiso de sus promesas de regeneración absoluta.
Mientras tomaba la salida de la autopista hizo un último esfuerzo para
que no le importara. Se detuvo en una cuadra desierta, llena de galpones
en las dos veredas. Se dijo que no podía ponerse así. Que un dolor de
ese tamaño solo podía sentirse por la perdida de un ser querido. Que
no podía tirar a la basura los esfuerzos de los últimos meses. Y todavía
le faltaba sobreponerse a la escenita que iban a hacerle los muchachos
en la parada. Control, gordo, control. Mejor seguir haciéndose el distante,
el superado, tal vez así lo dejaran en paz. Tardo quince minutos en
arrancar de nuevo rumbo a la parada.
Abelardo Celestino Tagliaferro dobló en la esquina sin prisa. Apretó
suavemente el embrague, puso la palanca de cambios en punto muerto,
con las manos levemente posadas en sobre el volante arrimó el auto a
la vereda y lo detuvo sin brusquedad al final de la hilera de autos
amarillos y negros. Apagó el motor, quitó la llave del tambor, aspiró
profundamente y dirigió la mano izquierda hacia la puerta.
Cuando logro incorporarse no se dirigió inmediatamente hacia la esquina.
Fue a la parte trasera del taxi y abrió el baúl. Hurgó un momento bajo
la caja de herramientas y encontró lo que buscaba. Desplegó la enorme
tela rectangular con ademanes tiernos. Se anudó la bandera blanca con
la franja central marrón en el cuello y la extendió sobre su espalda
como si fuera una capa. Tanteo otra vez y encontró el gorrito tipo Piluso.
Se lo planto hasta las orejas. Cerró el baúl. Levanto los ojos hacia
la esquina. Abiertos en un semicírculo los otros se pasaban el mate
y le clavaban a la distancia siete pares de ojos inquisitivos.
Tagliaferro no caminó enseguida, porque acababa de entender que todos
los hombres son cautivos de sus amores. Uno no entiende por qué ama
las cosas que ama. El intelecto no alcanza para escapar de los laberintos
del afecto. Por eso es tan difícil enfrentar el dolor: porque uno puede
engañarse inundando con argumentos razonables las llagas que tiene abiertas
en el alma, pero lo cierto es que esas llagas no se curan ni se callan.
Y por eso un hombre puede amar a una mujer que a los otros hombres les
parezca funesta, o puede poner su corazón al servicio de amores que
a los otros se les antojen inútiles o intrascendentes.
Abelardo Tagliaferro estiró los brazos, prendió las manos a la tela,
como un extraño superhéroe excedido de peso, y supo que lo importante
no es a quién o a qué uno ama, sino el modo en que uno ama lo que ama.
Recién entonces camino hacia la parada.
[Extracto de Motorola, de Eduardo Sacheri. En Lo raro empezó después.
Galerna, Buenos Aires. 2003]